17 de Junio – “Con gloria morir” Por Guillermo Cichello

Agradecemos la colaboración de Guillermo. La historia argentina repone, cada tantos años, el mismo drama. La escena se presenta idéntica, potente como señal trágica, heroica en su desarrollo, desvelo obstinado de la memoria nacional. Varían apenas los atuendos de los personajes, las armas y las locaciones, pero la contienda es la misma y son los mismos agonistas que sostienen una lucha perpetua que nunca decide un vencedor. Los montoneros de un lado; el ejército de línea, brazo armado de fuerzas extranjeras, de otro. La narración es confiada a los grandes escritores de su tiempo, cuyos apellidos se entrelazan al hilo de las generaciones, dialogan, se tensan, se emparentan. Leopoldo Lugones escribe, en 1905, Sorpresa (que compone una de las narraciones de La guerra gaucha, su libro sobre la gesta independentista que, entre 1814 y 1818, se expande entre Salta y el Alto Perú). Rodolfo Walsh redacta a su vez en 1976, Carta a mis amigos. Leer más

***“Entre los oficiales de la montonera había un capitán medio literato” –así comienza Lugones. En la guerra del norte desempeña la misión de cortar las comunicaciones del ejército realista. Internado en el monte salteño, lo que le falta de recursos, le sobra de valor. “Los montoneros, prendados de él, se hacían matar porque los viera morir” –dice-, tanto era el místico predicamento que infundía en el puñado de gauchos que lo acompañaban. A ellos, Lugones los llama “descamisados”. ¿Qué memoria portan las palabras, qué evocaciones contienen y transmiten, casi inadvertidamente, al hilo del tiempo?, ¿qué antiguos ecos resuenan en sus galopes por las generaciones que las pronuncian?

En el infortunio de monte y pobreza y heroísmo, celebran secretamente un pacto: “Por toda disyuntiva, un juramento de gloriosa muerte”.

Mientras la partida duerme comienza la escena que va a repetirse, idéntica, ciento sesenta años después. “Una puntería sobre cada uno; la muerte sobre todos” –dice epigramática, magistralmente Lugones. Las carabinas del ejército invasor, mil veces superior, diezman al grupo en su sorpresa. Apelaciones a la Patria, resistencias, una voz escondida en la fronda que intima rendición, la montonera que responde con sus tercerolas en una exaltación de coraje “reído en la familiaridad de la muerte”, que pasma a los atacantes por unos instantes, pero concluye en fusilamientos.

“El capitán comprendió también que el fin llegaba… entonces acudió el grito buscado para retar al último plomo:

-¡Hijos de puta!… ¡Metan fierro!”.

La orden la da él. Invierte los términos de ese acto final. No lo matan. Decide su muerte, la hace suya recobrando un dominio que la tremenda adversidad de la escena estuvo a punto de arrebatarle.

“Un rayo de sol, regando de luz el soto, se estiró hasta el capitán, y bajo los árboles oscuros, como besándolo, le alumbró la frente…”.

Lugones escribe su gloria -cifrada en ese alumbramiento final-, explica cómo murió, por qué murió. Ninguna letanía se arrastra en su relato; la épica lo envuelve todo.

***

No es haber convivido tres años en pareja con Pirí Lugones, la nieta de Leopoldo (montonera ella, para continuar la entonación de viejas controversias), lo que emparenta a Rodolfo Walsh –también montonero- con el autor de La guerra gaucha, sino un hecho más absoluto. Ambos fueron requeridos por la historia para escribir la escena final del mismo drama.

A Walsh lo anima el mismo propósito: explicar cómo, por qué murió la protagonista de su relato, que ahora no es un capitán que intercepta comunicaciones del enemigo, sino alguien turbado por “la terrible urgencia de crearlas” entre los propios. Walsh va a escribir sobre su hija María Victoria, Vicky.

La escena esta vez transcurre en las primeras horas de un 29 de septiembre de 1976 en un barrio de Buenos Aires. La partida montonera es sorprendida por los altavoces del Ejército y los primeros tiros. La sorpresa acentúa la desigualdad tremenda de fuerzas y recursos. La aguda conciencia de lo que apareja ese infortunio los lleva al consabido juramento: “Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada” –escribe.

El tiroteo arrecia la mañana; una hora y media va a durar la despareja balacera. Ella sube a la terraza con una metralleta y un compañero de apellido Molina; otros responden el fuego desde abajo. Afuera, un cerco de ciento cincuenta hombres, los pesados fusiles automáticos emplazados, camiones, un tanque y un helicóptero que asedia la terraza. Adentro, “diez insurrectos descamisados a quienes la tumba les subía por las piernas” –anota Lugones.

“Nos llamó la atención la muchacha” –ahora es Walsh el que escribe, citando el testimonio de un soldado- “porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía”. En la familiaridad de la muerte, la risa y el silencio, pródromos del consabido último acto.

“De pronto, dice el soldado, la muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara”. Aquí Walsh también escribe la perplejidad de los atacantes ante el acto memorable en su temeridad, pero omite los insultos que anotó Lugones, o los refiere de una forma más sutil y lacerante. “Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase; en realidad no me deja dormir: ‘Ustedes no nos matan’ –dijo- ‘nosotros elegimos morir’…”.

“Bajo la humareda acuchillada de fogonazos cayó…” –escribe Lugones.

Walsh, llegado este momento, quiere ser más rotundo, explicitar el propósito de ese acto. “Su muerte fue gloriosamente suya” -condensa en una cifra exacta el sentido del acto, para el que la palabra “suicidio” resbala en su torpeza y nada dice.

En la incesante, en la recurrente lucha, aquellos montoneros, el capitán letrado, Vicky Walsh, deciden su final, no lo entregan, se lo arrebatan al enemigo y en esa apropiación viven su muerte, enteros.

La historia aguarda, de modo incalculable pero forzoso, la reposición de la escena.

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