«La poesía y la guerra (de nuevo)»- Arturo Borra
Escribir un poema contra la guerra no va evitar que los seres humanos sigan matándose entre sí. No persuadirá a quienes ejecutan prolijamente las órdenes genocidas ni, mucho menos, a quienes las imparten sin conmiseración. No alterará las decisiones estratégicas que las promueven ni permitirá cerrar una sola fábrica de misiles; no modificará los hilos de esa farsa que llaman “opinión pública” ni favorecerá el boicot a los que lucran con los muertos; no erosionará los silencios que se ciernen sobre los que sufren ni consolará a los que sobreviven. Un poema contra la guerra ni siquiera puede justificarse como catarsis. Horada, quizás, el curso sereno de la escritura, pero no subvierte las estructuras que sostienen la regularidad de ese crimen institucionalizado que es la guerra.
Escribir poemas contra la guerra no otorga a nadie un título de nobleza y hasta puede convertirse en una manera oportunista de procurar notoriedad (más fantaseada y efímera que otra cosa). La polémica es parte del espectáculo y escribir un poema sobre las penosas circunstancias de una guerra siempre corre el riesgo de convertirse en una de sus formas.
Todos saben de la soberana inutilidad de escribir un poema contra la guerra. No supone mérito estético alguno y su calidad es tan variable como quien lo escribe. Un poema semejante es como un poema sobre el hambre o el sufrimiento humano, el amor o la soledad, la dicha o la muerte. Siempre corre el riesgo de recaer en tópicos tan obvios como falaces, de repetir motivos que se apagan en su grandilocuencia, de insistir en el mismo gesto simplista o ingenuo. Quien sabe que un poema contra la guerra es inútil, tampoco puede confortarse con escribirlo. Quien se conforma con escribir esa clase de poemas no vive el desconsuelo: se limita a atenuar la estocada, toda esa vergüenza anónima que nos cae encima por permitir que una guerra siga siendo posible.
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