Lysenko: La teoría materialista de la evolución en la URSS (IX)
Miércoles 31 de marzo de 2010 por CEPRID
Juan Manuel Olarieta Alberdi
NÓMADAS
Los genes se sirven a la carta
Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por ejemplo, Medvedev afirma que hubo una “negación integral de la genética” (445), y según Ayala, para Lysenko la genética era una ciencia capitalista (446). Este es el tópico usual al que recurren los intoxicadores. La postura de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto que la selección artificial debía fundamentarse en ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo siguiente: Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.
Nosotros combatimos diversas tesis de la genética, tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre el plan de la teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos asimilar la genética, que es una de las ramas más importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con la ayuda de nuestros métodos soviéticos a lo más alto y lo más completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente numerosos principios antidarwinistas que están en la base de las tesis fundamentales de la genética.
Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro conocimiento de la morfología de la célula, y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas esos trabajos [...] Son ramas del saber indispensables que acrecientan nuestros conocimientos.
Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló contra la genética sino contra toda la amalgama de concepciones oscurantistas que pretendían introducirse junto con ella, como reconoció Haldane. Según el británico, muchos genetistas y la mayoría de los vulgarizadores soviéticos “se habían dejado engañar” por su propio vocabulario, y Lysenko se basó en ello “para desprestigiar a la teoría genética en general y para proponer una tarea con mucha menos base científica que el mendelismo” (447). Por lo menos a partir de aquí podemos empezar a sospechar que no se trataba de una guerra contra la genética sino contra el mendelismo, si bien los formalistas no conciben la genética sin las leyes de Mendel. Pero éste es otro problema distinto. No obstante, ni siquiera la crítica del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las versiones difundidas en los países capitalistas acerca de Lysenko no pueden calificarse más que de una manipulación vergonzosa.
Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia, si retardó tanto el avance de la genética, alguien debería explicar cómo es posible entonces que el biólogo británico J.D.Bernal, un defensor de Lysenko, esté considerado como el fundador de la genética molecular en su país. Cabe reseñar también que, lo mismo que en la URSS, mientras un militante del Partido Comunista como Bernal defendía a Lysenko, otro militante, J.B.S.Haldane, también biólogo, defendía todo lo contrario (448).
Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno soviético. Uno de los muchos países en los que las tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en aquel país asiático. Era una planta de tabaco a cuyo genoma se le añadió una secuencia de resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el Instituto de Genética Médica de Shanghai creó el primer ternero probeta transgénico utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la obtención de la oveja clónica Dolly tres años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se situó a la cabeza de investigación genética.
Ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la genética en los centros educativos y en los laboratorios, de manera que se pudieron conocer todas las corrientes existentes en el mundo, y así, por ejemplo, la Sociedad de Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la defensa de los principios mendelistas. No obstante, quizá no sea este aspecto el más interesante. Lo realmente significativo es que las afirmaciones acerca de la supuesta “prohibición” de la genética en la URSS deberían conducir a establecer comparaciones -incluso cuantitativas- con la enseñanza de esa misma disciplina en otros países: fechas en las que se introdujeron las cátedras de genética, número de profesores universitarios, artículos y libros publicados, etc. Las sorpresas serían mayúsculas porque en 1949 el bioquímico belga Jean Brachet reconoció en una rueda de presa tras su viaje a la URSS, que en la Universidad Libre de Bruselas los planes de estudios ofrecían 15 horas lectivas de genética, contra 200 en la de Leningrado. No está nada mal para un país que acababa de “prohibir” la genética. El primer profesor universitario de genética en Estados Unidos fue Alfred Sturtevant, quien comenzó a impartir sus clases en 1928. Según Haldane, en 1938 en Inglaterra no había más que un sólo profesor de genética “y como, no se ha hecho ningún esfuerzo por remediar esta carencia, la enseñanza de genética en Londres es, de momento, radicalmente imposible” (448b). La superioridad soviética en ese punto era, pues, abismal. Las aportaciones soviéticas a la genética también fueron muy importantes, en algunos casos anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas, descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene recordarlas, aunque sea telegráficamente. Entre 1922 y 1929 Vavilov reunió en sus expediciones la colección de plantas y semillas más importante del mundo, cuyo destino era la selección y la hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la calidad de los cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera hipótesis científica sobre el origen de la vida. Ese mismo año A.N.Bach creó el primer Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la oxidación. Aunque el efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas se atribuye al estadounidense H.J.Muller, y le concedieron el Premio Nobel por ello, sus verdaderos descubridores fueron los soviéticos G.A.Nadson y G.S.Filippov, que observaron el efecto en levaduras y hongos, adelantándose en dos años a Muller. En 1926 Vladimir I.Vernadsky publicó “La biosfera” la obra cumbre de la ecología contemporánea. Al año siguiente S.S.Chetverikov fue el primero en formular las leyes del polimorfismo genético que constituye la base de la genética de poblaciones, adelantándose en varios años a Wright, Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo año G.D.Karpechenko creó la primera planta sintética del mundo, a la que dio el nombre de Raphanobrassica (Raphanus sativus y Brassica cleracea), un híbrido del rábano y la col (repollo o coliflor)(449). Ese mismo año N.K.Koltsov fue el primero en describir la estructura de los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de reproducirse por un mecanismo de molde, concepto que relacionaba la genética con la bioquímica. No obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov pensaba que esa molécula era una proteína y no un ácido, el ADN, como se supo después. La noción de biosíntesis permitió entender la autorreplicación genética. En 1927 A.R.Serebrobsky estudió la primera variación intragenética de la mutabilidad. Al año siguiente A.A.Sapeguin obtuvo mutantes del trigo mediante radiaciones. En 1935 A.N.Belozersky logró aislar ADN en forma pura por primera vez y dos años después N.P.Dubinin fue el primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un dos por ciento de mutantes espontáneas. Al año siguiente, estudiando el efecto de la luz sobre la floración, Mijail J. Chailakhyan descubrió el florígeno (450), uno de los hallazgos más importantes en la botánica contemporánea que se ha logrado confirmar en el presente siglo.
Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética de otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, aparece como una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilildad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones, sometida a un riguroso bloqueo internacional. En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios con terceros países, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: “Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética” (451). La gran crisis capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente, de manera que es difícil encontrar un genetista que no hubiera viajado en algún momento a la URSS. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn se trasladó allá en 1927 con una beca de Rockefeller. Richard B.Goldschmidt visitó la URSS en 1929 para asistir a un congreso de genética. Al quedarse en el paro en Estados Unidos, el biometrista Chester Bliss trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico de Leningrado. El genetista Calvin F.Bridges también fue profesor de su disciplina en la Universidad de Leningrado. En 1925 la Academia de Ciencias ofreció un laboratorio de investigación al biólogo Paul Kammerer durante una vista a la URSS. El austriaco aceptó el puesto pero tenía que ir a Viena para recoger sus cosas. Fue entonces cuando se divulgó su supuesto fraude, que le condujo al suicidio. Después de 1929 la crisis promocionó la emigración hacia la URSS de científicos procedentes de los países de Europa central, una corriente reforzada después de la llegada de Hitler a la cancillería en Alemania. Entre los primeros se encontraba Georg Schneider (1909-1970), un joven militante del Partido Comunista de Alemania recién salido de la universidad. Schneider emigró a la URSS en 1931, donde dos años después se le unió su profesor en Jena, Julius Schaxel (1887-1943), un prestigioso biólogo, también marxista, a su vez alumno de Ernst Haeckel. Schaxel (452) había fundado en 1924 el conocido diario de información científica “Urania”, prohibido por los nazis en 1933.
En el exilio Schaxel y Schneider iniciaron una estrecha colaboración primero en el Instituto de Morfogénesis Experimental, poniendo los cimientos de la biología del desarrollo, disciplina de la que se cuentan entre sus pioneros, que continuaron después en el Instituto Severtsov de Morfología Evolucionista de la Academia de Ciencias de la URSS en Moscú. Tras su retorno a Alemania en 1945, Schneider impartió clases de biología teórica en la Universidad de Jena, siendo uno de los pocos defensores del lysenkismo en la República Democrática Alemana. El caso de H.J.Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Discípulo de Morgan, su “redescubrimiento” del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual Principles of Genetics tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Muller fue uno de aquellos investigadores que tuvo que abandonar la universidad de su país, en bancarrota tras el hundimiento capitalista de 1929. De Texas se trasladó a Berlín en 1932, permaneciendo durante un año trabajando junto a Timofeiev-Ressovski en el mismo laboratorio. Después de la llegada al poder de los nazis aceptó una invitación para presidir el Instituto de Genética de Moscú, a donde se desplazó con su cargamento de moscas, permaneciendo allá desde 1933 hasta 1937. En la Unión Soviética Muller escribió varios artículos para la prensa elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En uno de ellos, publicado en el diario gubernamental Izvestia con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Lenin, criticaba el lamarckismo y defendía que la genética mendelista era una aplicación del marxismo a la biología. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades. Al año siguiente se trasladó a España como miembro de las Brigadas Internacionales para participar en los servicios médicos del ejército republicano. Pero Muller tenía sus propias ideas: era un eugenista que creyó poder llevar a cabo en la URSS como si la revolución de 1917 hubiera convertido al país en un laboratorio de cobayas humanas. y acabaría militando en las filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro Out of the night en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural.
La genética soviética estuvo siempre estrechamente imbricada con la de los demás países del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e institutos de investigación de otros países, del mismo modo que existieron científicos de otros países que formaron parte de las universidades y laboratorios soviéticos. El mismísimo William Bateson acudió a Moscú en 1925 para celebrar el 200 aniversario de la fundación de las academias científicas en Rusia, y al regresar a su país escribió un artículo elogiando el enorme esfuerzo que estaba realizando la URSS en materia científica (453). En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías. Así, las obras escogidas de T.H.Morgan se publicaron en la URSS en 1937, antes que en Estados Unidos; lo mismo se puede decir de las de H.J.Muller, un científico más conocido en la URSS que en su propio país.
Una de las acusaciones lanzadas contra Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: “Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione”.
Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto de vista del origen de la vida criticó la teoría de las mutaciones al azar:
En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.
La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una ‘operante’ y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan ‘solos’, para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.
Ahora bien, esa ‘circunstancia feliz’ es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.
Está claro, pues, que esa ‘explicación’ no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales? Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.
Así, en el libro de Schroedinger ‘¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?’, publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: ‘La vida, su naturaleza y su origen’, y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista”.
Idéntica posición que Lysenko y Oparin defendió en los años treinta el biólogo italiano Mario Canella, que calificó al mendelismo como una “jerga esotérica”. El gen, afirma Canella, ni material ni funcionalmente puede ser una unidad autónoma: “Nuestra ignorancia es lo bastante grande como para justificar las más dispares hipótesis”, concluye (454). Por su parte, en la edición correspondiente a 1948 de su obra sobre la herencia, el genetista suizo émile Guyénot insertó un epígrafe titulado “¿Existen los genes?”, donde reconocía que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: “La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda”. Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (455). Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida por una parte muy importante de la genética mundial. En su conocida obra, escrita en 1943, Schrödinger habla más de los cromosomas que de los genes, porque la existencia de éstos era puramente hipotética: los definía como un “hipotético transportador material de una determinada característica” (456). Los propios formalistas reconocían los hechos en una fecha tan tardía como 1951 en una cita que merece recordarse porque ilustra bien claramente el verdadero trasfondo del estado de la genética en aquel momento: “Conviene hacer resaltar que no estamos seguros de la existencia de genes porque los hayamos visto o analizado químicamente (hasta ahora la genética no ha conseguido hacer ninguna de estas dos cosas) sino porque las leyes de Mendel sólo pueden interpretarse satisfactoriamente admitiendo que existen los genes” (457). Fue un arrebato de sinceridad poco frecuente en los mendelistas que no se ha vuelto a repetir, pero conducía a un flagrante círculo vicioso: las leyes de Mendel se demuestran por la existencia de los genes y, a su vez, la existencia de los genes por las leyes de Mendel.
Tampoco puede pasar desapercibido que este manual aludiera a los genes, dando por establecido que se refiere al ADN nuclear porque en el citoplasma el asunto se presentaba por aquellas mismas fechas de una manera bien distinta, ya que las partículas constitutivas de la herencia citoplasmática sí se habían podido observar al microscopio. Por ejemplo, Sonneborn había calculado que las partículas kappa medían 0,4μ de diámetro aproximadamente y estaban envueltas en una membrana. Nada de esto podían decir los mendelistas de sus genes. Es otra de esas absurdas paradojas de la historia de la genética: en la herencia citoplasmática sí se podía hablar de genes como de unidades constitutivas de la misma, físicamente observables; el problema estaba en que a la genética mendelista no le interesaba ese tipo de herencia por su estrecho vínculo con el medio.
Como consecuencia de ello, a medida que se observaban excepciones a las leyes de Mendel, había que inventar sobre la marcha nuevas variantes de genes y de funcionamiento de los genes, lo cual no era difícil porque se iban elaborando hipótesis sobre hipótesis. El artificio era más que evidente y aparece con meridiana claridad en el manual que acabamos de citar, verdadera obra de referencia en su momento (incluso en la URSS, donde era el libro de texto utilizado en la enseñanza) cuando alude a aquellos casos en que no aparecían las leyes previstas. En tales casos una argumentación característica presentaba este curioso aspecto:
Aunque las leyes de Mendel de la segregación y la transmisión independiente se confirmaron inmediatamente después de su redescubrimiento en 1900, no estaba probado que estas leyes tuvieran que aplicarse universalmente a la herencia en todos los organismos. En efecto, parecía como si la herencia mendeliana constituyera más bien una excepción y que, en general, la herencia fuese del tipo mezclado, en que las herencias de ambos padres se mezclasen en los descendientes [...]
No obstante pronto se vio que la mayor parte de las excepciones aparentes podían explicarse admitiendo que muchos caracteres estaban influidos por dos o más parejas de genes cuyas expresiones interactúan. Según las formas de la interacción, las proporciones fenotípicas se modifican de distintas maneras, pero las leyes fundamentales de la transmisión hereditaria siguen siendo las mismas (458).
Esto significa el siguiente modo de proceder “científico”: ante el fallo de una hipótesis acerca de algo que se ignora, no había que cambiar de hipótesis sino aparentar que sabemos algo acerca de eso de lo que no sabemos nada. Así, los mendelistas no se conformaron con asegurar que había genes sino que inventaron también los poligenes para aquellos casos en que fallasen los anteriores. Ahora bien, los poligenes son lo mismo que los genes... sólo cambian un poco... Entonces los genes se servían a la carta: el menú dependía de las necesidades que hubiera que cubrir. Más en concreto, los poligenes se inventaron para tapar los agujeros de los genes. La herencia poligénica se llama ahora “multifactorial” a causa de la “intervención casi constante de factores ambientales” (459).
A diferencia de otros conceptos capitales de la genética, como las enzimas, por ejemplo, los genes no fueron un descubrimiento sino un invento, una hipótesis presumida por las modificaciones que se observaban en el exterior o, en expresión de Darwin, “tinta invisible”. Se inventó una causa por sus efectos. Se postuló su existencia en la misma forma que se postula la existencia de un virus, aún sin conocer su realidad, cuando se manifiestan determinadas enfermedades y se le pone el mismo nombre al virus (la causa) que a la enfermedad (el efecto). Del mismo modo, cuando se apreciaban cambios en los caracteres externos se atribuían a causas internas, de donde se extrajeron las nociones de mutación génica, alelo, polimorfismo, etc. Según el manual de Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, sólo se puede detectar un gen cuando hay un cambio en los rasgos físicos externos del individuo; a medida que se descubran más cambios, se descubrirán también más genes. La variación es la materia prima de la genética: si todos los ejemplares de una especie fueran iguales, no existiría esta ciencia. Los autores definen precisamente la genética como el estudio de los genes a través de su variación (460).
Con las mutaciones los interrogantes no sólo no acababan sino que se multiplicaban exponencialmente: no sabemos lo que es un gen, pero ¿qué es una mutación? Y sobre todo ¿cómo saber lo que es una mutación si no sabemos qué es lo que muta? ¿Es posible llegar a saber siquiera lo que es la mutación de un gen sin saber lo que es un gen? Al ignorarlo todo al respecto hubo que añadir otro componente enigmático suplementario, el de “mutación aleatoria”, que no es más que un reconocimiento casi explícito de ese desconocimiento. Como afirma Le Dantec, poner un nombre a algo que no existe es un “error de método” porque parece concederle una realidad fáctica que no tiene (461). Las dudas sobre la naturaleza y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre los científicos de todo el mundo hasta el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN en 1953. Fue entonces cuando se produjo esa asociación característica entre los genes y el ADN, cuando se trataba de la más contundente demostración de su falsedad, como vamos a ver. Medio siglo después, pareció que la secuenciación del genoma iba a confirmar esa tendencia favorable a los genes. Walter Gilbert afirmó con entusiasmo que “la secuencia completa del genoma humano constituye el Santo Grial de la Genética Humana”. Cuando se le concedió el premio Nobel repitió que “las secuencias del DNA son las estructuras definitivas de la Biología Molecular. No hay nada más primitivo. Las preguntas se formulan allí en último término”. Fue un espejismo de los mendelistas, que corrían detrás de una ilusión sobre la que habían proyectado sus fantasías ideológicas. De ahí sólo podían surgir frustraciones.
El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la genética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia naufraga. Hasta 1944 se pensaba que los genes estaban en los cromosomas pero no en qué parte de ellos o, mejor dicho, si su función la cumplían los ácidos nucleicos o las proteínas. Incluso casi todos optaban por relacionarlos con las proteínas. No se sabía, por tanto, algo tan trascendente como su constitución bioquímica, de qué material estaban formados. El descubrimiento de la vinculación de los genes al ADN en lugar de a las proteínas fue un choque tan grande que no resultó fácilmente aceptado, hasta que volvió a comprobarse en 1952. No obstante, nadie fue capaz de replantear el concepto de gen; se saltó al otro extremo, se impuso el dogma central y las proteínas vieron rebajada su importancia epistemológica: las proteínas no eran genes sino producto de los genes.
Con el transcurso del tiempo y la secuenciación del genoma humano es posible volver a establecer una evaluación acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el mapa del tesoro, no sabemos ni siquiera cuántos genes tenemos. Al principio estimaron que su número debía ser proporcional a la complejidad del organismo. En diciembre de 1998 se secuenció el genoma de una minúscula lombriz intestinal (Escherichia coli o bacilo del colon): tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal está formada por 959 células, de las cuales 302 son neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de células cerebrales. Por tanto, un organismo más grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos más genes. Algunos calcularon que 750.000 era un número razonable, pero pronto empezaron a bajar la cifra. Randy Scott pronosticó en septiembre de 1999 que el hombre tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por Craig Venter, encontró 26.383 genes codificadores de proteínas y otros 12.731 genes “hipotéticos” (sic). El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes, aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no cuadraban; en realidad, no había tales datos. A pesar de la secuenciación del genoma el baile de cifras acerca del número de genes humanos no ha cesado. Lo peor de toda esta patraña es que sólo tenemos el doble de genes que una lombriz intestinal. Por consiguiente, parece de sentido común concluir que lo que diferencia a un hombre de un gusano no son los genes precisamente.
Inicialmente el gen nació definido como una partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo rasgo hereditario porque la idea inicial era que el gen era una molécula (462). Los experimentos con radiaciones ionizantes de Timofeiev-Ressovski y Delbrück en Berlín trataban de demostrar que se podía alterar un gen aplicando radiaciones, para lo cual desarrollaron la “teoría de la diana”, es decir, la probabilidad de acertar lanzando una radiación contra una determinada partícula. Era una especie de acupuntura radiactiva. Creían que se podría alcanzar a un gen, dejando intactos a los demás, demostrando así experimentalmente, según expresión de Timofeiev-Ressovski, la composición “monomolecular” del gen, una partícula física de la que se podría calcular sus dimensiones, peso y volumen. Ahora la moda ha pasado pero a lo largo del siglo anterior era frecuente que los mendelistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan aseguraba que existían “cientos” de genes en cada cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del microscopio, porque no eran más pequeños que algunas de las moléculas orgánicas más grandes (463). Watson calculó que un gen debía tener un peso molecular del orden del millón, es decir, que estaría formado por 1.500 nucleótidos, lo que correspondería a un polipéptido de 500 aminoácidos (464). En los años setenta Luria decía que “cabía esperar” que los genes tuvieran una estructura unidimensional (lineal) o quizá bidimensional porque sólo de esa manera podían servir como patrones para obtener nuevas copias (465). Schrödinger sostenía que la “fibra cromosómica”, a la que calificaba como “portador universal de la vida”, era un cristal aperiódico. Enumeraba varios métodos de estimación del tamaño de los genes. Uno de ellos consistía en dividir la longitud media del cromosoma por el número de características que determina y multiplicarla por la sección transversal. Refería investigaciones que calculaban el volumen de un gen como un cubo de 300 angstrom de arista. Luego afirmaba “con toda seguridad” que un gen no contiene más que un millón o unos pocos millones de átomos, aunque posteriormente reducía el tamaño: sólo cabrían unos 1.000 átomos y posiblemente menos (466). Este tipo de fantasías ya no son tan frecuentes.
El descubrimiento de la doble hélice demostró que en cada cromosoma el ADN es una molécula única. Ante el fracaso de la hipótesis del gen los diccionarios especializados han ido acogiendo con el paso del tiempo todo tipo de definiciones divergentes. De Vries utilizó la voz “pangen” en el mismo contexto en el que Darwin desarrolló su teoría de la pangénesis, hoy descartada. Ya tampoco aparece la definición que dio Johannsen, el inventor de la palabra: “El gen se debe utilizar como una especie de unidad de cálculo. De ninguna manera tenemos derecho a definir el gen como una unidad morfológica en el sentido de las gémulas de Darwin o de las bioforas, de los determinantes u otras concepciones morfológicas especulativas de esa especie” (467). Ahora ya nadie sostiene que los genes son conceptos estadísticos sino que se ha impuesto precisamente lo que Johannsen pretendía evitar: las definiciones morfológicas. Pero aunque se descartó su concepto, Johannsen contribuyó a romper la inercia hasta entonces imperante. En conclusión, del contexto teórico en el que se gestó la palabra “gen” sólo quedo eso, la palabra, para la cual hubo que seguir buscando definiciones.
Entre las que se pueden recabar de los manuales y diccionarios hay una serie de características comunes sobresalientes, principalmente la de que el gen es una unidad indivisible, una especie de ser con entidad por sí mismo. A veces, en la primera mitad del siglo asimilaban cada gen a un virus. La hipótesis del gen se construyó sobre el modelo atómico de la física y al mismo tiempo que ese modelo se desarrollaba, dando lugar al nacimiento de la mecánica cuántica. El gen era una especie de átomo. Ahora bien, el átomo tampoco es indivisible y se puede descomponer en electrones, neutrones, protones y otras partículas más simples. Sin embargo, cuando se pudo conocer la composición del ADN no se encontraron genes sino un polímero, es decir, una larga cadena molecular cuyos eslabones elementales son los monómeros o nucleótidos que, a su vez, están formados por tres partes integrantes unidas entre sí:
a) un tipo de azúcar, la desoxirribosa, también llamado pentosa porque adopta la forma de un pentágono en cuyos vértices hay cinco átomos de carbono; ocupa el centro de la molécula, sirviendo de bisagra con los otros dos componentes
b) un compuesto del fósforo, el ácido fosfórico, también denominado ortofosfórico, cuya fórmula química es H3PO4 que marca la condición ácida del ADN
c) una base nitrogenada cíclica, es decir, cuyos componentes se repiten siguiendo determinadas secuencias a lo largo de la molécula de ADN que proporcionan el patrón de la información génica porque constituyen el elemento diferencial: mientras la dexorribosa y el ácido fosfórico son siempre iguales, las bases nitrogenadas cambian de un nucleótido a otro.
Ninguno de estos integrantes es un gen por sí mismo, por su composición química, ni agrupados entre ellos. La división molecular del ADN, por consiguiente, no permite hablar de genes sino de átomos y de compuestos atómicos específicos, el más pequeño de los cuales es un nucleótido y que se diferencian entre sí según la base. Por su forma, la molécula de ADN es una doble cadena cuyos ramales paralelos están unidos por las bases, a la manera de los peldaños de una escalera. Por tanto, las bases están unidas, por un lado, a las pentosas en uno de los ramales y, además, están unidas entre sí en los peldaños. Por eso se habla de pares de bases, que se utiliza como unidad de medida de la longitud de la molécula de ADN y, a partir de ahí, como supuesta unidad de medida de la cantidad de información que puede albergar. Como mínimo para elaborar cada proteína son necesarios tres nuclétidos o pares de bases, cuyo agrupamiento específico recibe el nombre de codón.
Con las bases del ADN y el concepto de “información” que en torno a ellas se ha edificado sucede lo mismo que con el azar. Por ejemplo, no se ofrecen explicaciones acerca de los motivos por los cuales un gen necesita miles de bases para su expresión, mientras que otro sólo necesita cientos, es decir, las razones por las cuales un determinado gen ocupa mucho más “espacio” que otro dentro de la misma molécula de ADN. La impresión es que con la información génica ha sucedido lo mismo que con la encefalización en la evolución del hombre. Una proyección puramente ideológica radica en el intelecto -y por tanto en el cerebro- la especificidad humana; a partir de ahí creyó que el aumento de la capacidad intelectual -y por tanto del tamaño físico del cerebro- era lo que singularizaba la evolución del hombre. Pero esa cadena de argumentos es errónea: el hombre no es intelecto y un intelecto más desarrollado no significa una mayor masa cerebral. Del mismo modo, más cromosomas, cromosomas más largos o moléculas más largas de ADN no significan más información génica o mayor capacidad de almacenamiento. Es absolutamente infundado sostener, como hace Maynard Smith, que los genes transportan la información precisamente “en forma digital” y que el genoma tiene 1019 bits de información (468). La molécula de ADN no es un disco duro, ni un CD, ni un pen drive. También es igualmente equívoco afirmar que los genes no son exactamente la información sino “semejantes al programa de una computadora: dicen qué cosas hay que hacer y el orden en que deben hacerse” (469). Las imágenes físicas e informáticas son engañosas porque conducen a concebir la información y los programas informáticos como información o programas digitales o digitalizados, en ningún caso analógica; ya no asociamos la información al disco de vinilo o a la tarjeta perforada. A mayor abundancia, sea cual sea la forma de almacenamiento, analógica, digital o cualquier otra, se debe ir más allá y cuestionar si verdaderamente el genoma es un almacén de información o, como en ocasiones se dice, un libro, una biblioteca u otra imagen gráfica equivalente que, en defintiva, transmiten una noción pasiva y mecánica del genoma. Si eso fuera así, habría que preguntar quién -o qué- ha depositado allá esa información, quién ha escrito ese libro o formado esa biblioteca.
La noción de código genético fue impulsada por Crick inmediatamente después de proponer la estructura de doble hélice del ADN y sus fundamentos están en la concepción atómica de los genes, en los mapas genéticos de los tiempos de Morgan y Sturvevant, en los genes como partículas alineadas en los cromosomas, uno de trás de otro, como un collar de perlas. Crick la calificó como hipótesis secuencial, aunque pronto nadie se acordó de que sólo se trataba de una hipótesis. Era una tesis donde predominaba la linealidad, tanto del ADN como de las proteínas. La estructura tridimensional de las proteínas está en función de la linealidad de la secuencia de aminoácidos. La especificidad del ADN radica en el alineamiento secuencial de sus bases. La secuencia de bases del ADN determina la secuencia de aminoácidos en las proteínas y, a su vez, esta última determina las estructuras subsiguientes de plegamiento tridimensional de la proteína. Un gen era una secuencia lineal de bases de ADN. Por consiguiente cada gen codificaba linealmente una proteína. Por eso se pensó que, dado el ingente número de proteínas, también debería haber un número igualmente enorme de genes.
Cualquiera que sea el vínculo del ADN con la información, el código o el programa, no es algo que pueda definir con propiedad a los genes porque, según comienzan a defender ahora determinados investigadores, hay proteínas, como los priones, que también pueden desempeñar esa misma función. Parece ser que los priones codifican información heredable que ha tenido un papel esencial en la formación de la memoria a largo plazo, la memoria de la transcripción y de los patrones de expresión del genoma. La capacidad de almacenamiento de memoria así como su fiabilidad se basa en que los priones tienen una resistencia notable a las proteasas, las enzimas encargadas de destruir las proteínas (proteolisis). Además, el prión también es resistente a las radiaciones ionizantes, al calor, siendo capaz de mantenerse estable en una amplia variedad de medios hostiles. Por ello, mientras la forma normal de la proteína entra dentro del ciclo metabólico normal, el prión no se destruye. A partir de este descubrimiento, varios autores sostienen que los priones crean una memoria molecular citoplasmática capaz de transmitir información con independencia del ADN, puesto que se auto-replican. Incluso el finlandés C.P.J.Maury ha lanzado una nueva hipótesis, que denomina como “herencia de la información adquirida” que se basa no sólo en los priones sino en las proteínas amiloides funcionales, es decir, en todas aquellas configuradas con pliegues de tipo β (469b).
Si la teoría sintética pretendía equiparar la genética a la mecánica cuántica podía haber llevado sus pretensiones hasta el final. Hubiera podido asociar el gen a la “función de onda”, es decir, no sólo a nociones discontinuas sino también a las continuas. Del mismo modo que el átomo es una partícula y una onda a la vez, el gen podría haberse desarrollado en torno a nociones como las de “campo” (electromagnético, gravitatorio), lo cual nos hubiera transmitido una batería de inferencias mucho más ricas que el esquema simplón de la teoría sintética. Aún está por definir lo que significa exactamente “información génica” y las extrapolaciones mecánicas de las que procede están jugando malas pasadas, como la denominada “paradoja del valor C”, en donde C es la cantidad de ADN por gameto o célula haploide medida en pares de bases o en picogramos. En 1948 Roger y Colette Vendrely advirtieron que para cada especie la cantidad de ADN es constante o característica. Dos años después Hewson Swift denominó como valor C a esa constante. Lo que cabía esperar es que los organismos más complejos tuvieran un valor C más elevado que los más simples y, por lo tanto, que su genoma fuera mayor, que tuviera mayor capacidad de almacenamiento de información, pero sucedió todo lo contrario. En 1971 C.A.Thomas calificó como “paradoja” la falta de correlación entre la cantidad de ADN y la complejidad del organismo que lo contiene. Si la información génica tuviera un significado exclusivamente físico, representado por la sucesión ordenada de las bases, una mayor cantidad de información necesitaría más bases y, por consiguiente, moléculas de ADN más largas o más moléculas de ADN, es decir, más cromosomas. Tampoco es este el caso. La teoría sintética no es capaz de explicar los motivos por los cuales la cantidad de ADN no aumenta con la complejidad del organismo, ni tampoco los motivos por los cuales organismos cercanos con el mismo nivel de complejidad poseen genomas cuyo contenido de ADN difiere en muchos órdenes de magnitud.
La paradoja del valor C no se circunscribe al aspecto de la complejidad del organismo sino al propio genoma, al aspecto cuantitativo. Los genomas de los organismos eucariotas, los más evolucionados, contienen más ADN del necesario para un número determinado de genes, es decir, de la información génica que necesitan. Además, sólo una parte del genoma está activo en cada fase de desarrollo. Por consiguiente, la mayor parte del genoma (en proporciones superiores al 99 por ciento del ADN) no son genes, no se materializan en la elaboración de proteínas. A fecha de hoy la función precisa de este ADN excedentario resulta desconocido, pero no por ignorancia sino por una quiebra de los postulados sobre los que se ha edificado la genética mendelista. Lo que sabemos es que en el ADN existen secuencias repetidas, que conservamos duplicados de “la misma” información que derrochan gran parte del “espacio” que podríamos utilizar para aumentar nuestra capacidad de almacenamiento.
Un número tan insignificante de genes no puede rendir cuenta ni siquiera del número de anticuerpos que necesita fabricar un organismo a lo largo de su vida para defenderse de las agresiones exógenas. Un anticuerpo sólo es necesario producirlo cuando se produce el ataque, por lo que si hubiera secuencias de ADN que sólo sirven para ese tipo de tareas, las moléculas deberían prolongarse hasta longitudes casi infinitas. La explicación es -una vez más- que el funcionamiento de las secuencias de ADN es dinámico, tanto discreto como continuo, digital como analógico, es decir, que no existe esa supuesta “unidad de la herencia” de que ha venido hablando la teoría sintética desde 1900. Pero eso es insuficiente si, al mismo tiempo, no se retorna al estado de la genética previo a 1944, cuando se asoció la herencia al ADN exclusivamente. Tenían razón quienes pensaban que el ADN era una molécula demasiado simple y que la herencia necesitaba también, entre otras cosas, de las proteínas (es decir, del resto del cuerpo). También aquí la equiparación con la física o la cibernética sigue jugando muy malas pasadas. La cibernética es una teoría matemática formal; desde su punto de vista es indiferente que la secuencia de bases sea GTT o TGT porque no tiene nada que ver con la semántica (469c), algo que en genética es decisivo. El concepto de “información” que emplea la teoría de la información no tiene nada que ver con la “información” génica (470), lo cual tampoco significa, por cierto, que ésta no sea información.
El problema de la “información” génica no se agota en este punto sino que -al menos- deberían añadirse otros dos más para disponer de un cuadro de referencia más completo: la memoria y las señales. Son materias que apenas cabe apuntar. La memoria es una facultad de los organismos vivos de muy difícil concreción en biología y que, desde luego, no se ciñe al hombre ni a las facultades intelectuales sino a otros mecanismos, como el sistema inmunitario. En cuanto a las señales, es un concepto que se utiliza cada vez más en genética y en citología, lo que atestigua que se va introduciendo el carácter reactivo del genoma con un claro componente semiológico: no sería el lugar donde se lee sino el lector.
El paralelismo del gen con el átomo (con una concepción reducccionista del átomo) fue tan estrecho que los mendelistas también creyeron que el gen nunca perdía su identidad. Un átomo de sodio siempre es igual a sí mismo, no cambia nunca por más que unido a otro de cloro forme una molécula distinta, la sal común (cloruro de sodio). Una vez censurada la teoría de los fluidos era fácil concluir que el gen, como cualquier otro sólido, no se diluye, no se mezcla y, además, tiene capacidad de replicación y expresión autónomas. La unidad supone autosuficiencia, es decir, contar con todos aquellos componentes que son imprescindibles para reproducirse por sí mismos y cumplir su función, a saber, determinar la elaboración de proteínas de manera también autónoma. Lo que hay que demostrar, por consiguiente, es si tanto la reproducción como la expresión son autónomas.
Así lo creían Watson y Crick en el artículo publicado el 25 de april de 1953 en el que proponían la estrutura de doble hélice del ADN: “No se nos ha escapado que el apareamiento específico que hemos postulado sugiere deinmediato la existencia de un posible mecanismo de copiado del material genético”. El ADN se autorreplicaba a sí mismo abriéndose la doble hélice como una especie de cremallera, según confirmaron ambos con más claridad el 30 de mayo en otro artículo en el mismo medio: “La operación exacta de un material genético como ese es realizar una copia exacta”. La alegría sólo duró tres años. En 1956 Arthur Kornberg descubrió una enzima, la polimerasa, que es imprescindible para la duplicación del ADN: la polimerasa es, pues, una proteína que fabrica ADN. El ADN no puede cumplir su función por sí mismo de manera autosuficiente, necesita de las proteínas a las que está asociada en los cromosomas. Ambos componentes, el ADN y las proteínas interaccionan continuamente. Las proteínas cromosómicas cumplen dos funciones priomordiales: mantienen la estructura molecular del ADN y activan y desactivan el funcionamiento de sus secuencias (471). La ADN polimerasa también se encarga de la reparación del ADN asociada a la replicación. El ADN no puede desempeñar su función ni reproducirse sin una enzima como la polimerasa. Sin ella es una molécula muerta. Es la que preservan su estructura, la repara y corrige sus defectos de funcionamiento. El ADN también requiere el concurso de los tres tipos de ARN. Pero no se trata sólo de que el ADN necesite el auxilio de otros componentes bioquímicos para su funcionamiento, sino de que la expresión de la información genética está siempre sujeta a influencias externas al propio ADN, de que el genoma es un regulador regulado, causa y efecto a la vez.
Los genes indivisibles se dividen. La fragilidad del ADN es tan grande que lo más frecuente es que la molécula se rompa para volver a juntarse posteriormente. Como observó Janssens, en el proceso de división celular los cromosomas homólogos se unen entre sí en unos puntos llamados “quiasmas”, a causa de la apariencia de aspa que adoptan, similar a la letra griega χ (khi), en donde se aprecia un punto de unión (que pueden ser varios) por los que se rompen para reunificarse de forma tal que saltan de un cromosoma a su par homólogo. Luego la reproducción genética supone su división, que se produce tanto a lo largo como a lo ancho de la molécula de ADN. Pero las recomposiciones de la molécula de ADN no se limitan sólo al momento de la división celular. Como ya he expuesto, Barbara McClintock demostró que la mayor parte de las secuencias de ADN son móviles, llamadas transposones (472), que se desplazan de un lugar a otro del genoma; esta movilidad es una reacción del genoma ante determinados factores ambientales. En su nueva ubicación el transposón modifica el ADN de sus inmediaciones, rompiendo la secuencia molecular o haciendo que desaparezca del todo. En ocasiones, ese desplazamiento provoca una nueva soldadura en la secuencia originaria de la que procede el fragmento, lo que ocasiona disfunciones por partida doble. El denominado splicing o empalme alternativo es otro ejemplo de ruptura y recomposición de las moléculas de ácido nucleico que demuestra la equivocación de la hipótesis secuencial de Crick. En las especies superiores las secuencias de ADN que elaboran proteínas (exones) no se encuentran una detrás de la otra sino separadas por regiones que no desempeñan esa función (intrones). Al transcribir la información génica, el ARN elimina los intrones y tiene que volver a empalmar de nuevo los exones. No siempre ese empalme coincide exactamente y, por lo tanto, la producción resultante diferirá en cada caso (473). En fin, actualmente la ruptura y posterior unión de las moléculas de ADN se ha convertido en una práctica rutinaria de laboratorio.
Los genes tampoco están alineados a lo largo de la molécula de ADN, en fila unos detrás de otros. No acaba un gen en un determinado punto (un nucléotido) y empieza otro en el siguiente sino que las diferentes secuencias se sobreponen unas con otras, por lo que en ocasiones se habla del solapamiento de los genes y de la existencia de “un gen dentro de otro gen” (474). Sanger confirmó el solapamiento de los genes en 1977 cuando observó que el virus Φ174 posee una misma secuencia de ADN que elabora dos proteínas distintas. El virus SV40 también fabrica cinco proteínas diferentes con sólo dos secuencias de su ADN. Este fenómeno explica el pequeño tamaño de los genomas en comparación con las funciones que son capaces de desempeñar. Todo esto contradice las leyes de Mendel, significa que la herencia sí se mezcla y que el gen no es ninguna partícula y, por consiguiente, que la herencia no es un fenómeno discreto sino continuo y discreto a la vez. La cartografía génica, los mapas que los mendelistas creyeron observar en los cromosomas, fueron una influencia tardía de la frenología del siglo XIX y debe correr la misma suerte que ella. El gigantesco tamaño de una sola molécula de ADN hubiera debido resultar suficiente para llegar a una concepción más ajustada de su funcionamiento, de no ser por la interposición distorsionadora de un erróneo punto de partida. Incluso aunque podamos desembarazarnos de “todo lo demás”, del ARN, de las proteínas, de la distribución del ADN en diferentes cromosomas, etc., tres mil millones de bases hubieran debido mover a la reflexión: ¿cómo se organizan esas bases? ¿Cómo se distribuyen a lo largo de la molécula? Pero la propia formulación de la pregunta ya echaba por tierra la concepción aleatoria de la teoría sintética. Del mismo modo que el cerebro no sólo ha aumentado de tamaño sino que se ha reorganizado, también cada molécula de ADN está ordenada de una determinada forma, de la cual la localización espacial es sólo una de ellas. La frenología no era un seudociencia sino que tenía un cierto fundamento porque el cerebro presenta áreas específicas en las que, como sostenía Pavlov (475), se localizan determinadas funciones, lo mismo cabe decir de cada molécula de ADN, de manera que tan erróneo es subestimar la autonomía de sus diferentes secuencias, como incurrir en la teoría de la diana de Timofeiev-Ressovski o el bricolage transgénico.
El fracaso de la concepción del gen como unidad hereditaria condujo a otro giro, pasando a redefinirlo de una manera funcional (476). Aunque cada molécula de ADN se puede fragmentar en secuencias que preservan cierta autonomía funcional cada una de ellas, se trata de comprobar, como decía Guyénot, si esos fragmentos diferenciables pueden calificarse de genes, es decir, de alguna forma de unidad indivisible. La respuesta es negativa. En 1925 Alfred Sturtevant, un discípulo de Morgan, comprobó el efecto de posición que tenían los genes dentro de los cromosomas, aunque se consideró excepcional hasta que los soviéticos Dubinin y Sidorov lo generalizaron en 1934, calificándolo de “vecindad genética”. Los mecanismos de regulación son sinérgicos, las secuencias de ADN no funcionan independientemente unas de otras y, por consiguiente, el efecto que producen no sólo depende de su composición bioquímica sino de su posición dentro de la molécula, de las demás secuencias que la rodean. Cada secuencia de ADN es contextual, tiene expresiones diferentes según el lugar que ocupe dentro del genoma y, por consiguiente, no pueden ser consideradas como una unidad, no determinan por sí mismas su función sino que es necesario conocer su inserción dentro de la totalidad de la que forma parte. Las distintas secuencias de ADN operan como como herramientas multiusos: por sí mismas no permiten deducir cuál es su función. Aun secuenciando un genoma completo no disponemos de información suficiente para saber cuáles son las proteínas que fabrican cada uno de sus fragmentos. Ni siquiera es posible concebir al cromosoma como esa unidad ya que muy probablemente los cromosomas también influyen unos sobre otros y probablemente también influye el número de cromosomas, la forma de cada uno de ellos, así como sus movimientos. Habrá que tener en cuenta el genoma completo para dotar de sentido a la dotación hereditaria, incluyendo en él al ARN, cuyas funciones -según se está demostrando- que son cada vez más importantes. También habrá que incluir las mitocondrias y cloroplastos y plásmidos del citoplasma porque su replicación es autónoma, cuentan con su propio ADN, que codifica una serie de proteínas. Finalmente, aunque se alude al genoma en singular, cada genoma es tan diferente en cada especie y en cada individuo que el estudio de sus variaciones acabará convirtiéndose en una rama de la genética con sustantividad propia.
Las definiciones funcionales son erróneas en cualquiera de sus versiones sucesivas. Inicialmente los mendelistas afirmaron que la tarea de los genes consistía determinar la expresión de los rasgos característicos. En 1943 los experimentos de G.W.Beadle y E.L.Tatum remendaron esa tesis, sustituyéndola por otra que se expresó en el axioma “un gen, una proteína” que pretendía indicar que la función de cada gen consiste en controlar una reacción metabólica concreta. Cada gen dirige la elaboración de una proteína (o una enzima). La teoría sintética encajaba otro golpe sin inmutarse: bastaba poner proteína en lugar de carácter para que todo siguiera en su sitio y nadie hiciera preguntas. Pero no era así. Entre una proteína y un rasgo característico, como dice Mae Wan Ho, hay “un gran salto conceptual” que los mendelistas tampoco han explicado (477).
Pero el axioma “un gen, una proteína” tampoco duró mucho. La mayor parte del ADN no cumple esa función de manera que sus fragmentos se dividen en codificantes (exones) y no codificantes (intrones), por lo que en ocasiones se entiende por gen sólo a los fragmentos codificantes. Además, el viejo dogma de un único gen que codifica una única proteína también se ha venido abajo: hay proteínas a cuya elaboración concurren varias secuencias de ADN simultáneamente, los poligenes a los que ya me he referido; y a la inversa, hay secuencias que pueden codificar proteínas distintas, fenómeno conocido como pleiotropía (478). Finalmente, hay genes cuya función no consiste en codificar proteínas sino en regular a otros genes (operones); los hay que anulan la expresión de otros, fenómeno conocido como epístasis, etc. Incluso una misma secuencia de ADN puede desempeñar funciones contradictorias. Para cumplir estas funciones el genoma debe debe ser capaz de interpretar y responder a múltiples señales externas. Por tanto, hoy está asentado el criterio de que la expresión génica no depende sólo de las secuencias de ADN y, en consecuencia, que los genes no son una unidad funcional ni son capaces de explicar por sí mismos, de manera autónoma, la producción de proteínas.
No obstante, las expresadas incongruencias y otras muchas que podrían exponerse, tampoco ayudan a comprender lo que, sin duda, es el núcleo central de la genética, el que verdaderamente pone manifiesto la ausencia de fundamento del mendelismo, a saber, que el genoma, como cualquier otra parte de un organismo vivo, sólo tiene sentido evolutivo si se lo comprende una manera dinámica y cambiante (479), algo que cabe extender no sólo a las especies sino al desarrollo concreto de cada organismo vivo a lo largo de su corta existencia. Como cualquier otra parte del cuerpo, el genoma también cambia con el tiempo y eso es precisamente lo que le confiere plasticidad y capacidad para desempeñar sus funciones, que también cambian con el tiempo. De una manera solapada, el gen ha empezado a perder terreno y se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, recones, hox, supergenes, seudogenes y otros. Como afirmaba recientemente Wayt Gibbs, se observa una tendencia, disimulada pero cada vez más insistente, a evitar el empleo del vocablo gen (480). Todo apunta a que no pasará mucho tiempo antes de que sea definitivamente desechado de la ciencia. La genética está reclamando a gritos un nuevo fundamento que llegará con la consideración del genoma como parte integrante de un organismo vivo y, por lo tanto, como algo igualmente vivo, dinámico y cambiante, no una foto fija.
Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
En toda referencia a la URSS hay que reservar un capítulo (al menos uno) para hablar a las persecuciones, purgas y fusilamientos; de lo contrario no podríamos decir que estamos aludiendo a la URSS. Aunque hablemos de ciencia, también hay que realizar este tipo de inserciones porque la represión tiene que aparecer como el aspecto más sobresaliente (y a veces único) de la historia soviética. La receta ideológica debe quedar de esta manera: como la genética estuvo totalmente prohibida, los genetistas fueron perseguidos, encarcelados y fusilados. Cualquier otra conclusión resultaría sorprendente. Una vez que Lysenko impuso el canon científico, los que no lo aceptaron pagaron su atrevimiento con la vida. En una cuestión científica como ésta, la rentabilidad ideológica de tales afirmaciones es mucho mayor porque comienza con la imposición de una mentira (Lysenko) frente a la verdad castigada (todos los demás). Así la estatura científica de éstos se agiganta mientras que la de Lysenko cae por los suelos. El crimen es mucho mayor cuando no se encarcela a un científico “cualquiera” sino a un gran científico.
Cae por su propio peso que los genetistas fueron fusilados por sus concepciones científicas. Por tanto, aunque la condena del tribunal afirme que se trataba de un saboteador, un espía o cualquier otro delito, son subterfugios que encubren los verdaderos motivos, que son exclusivamente científicos. Nadie en su sano juicio concede la más mínima credibilidad al policía soviético que detiene, al fiscal que acusa, al testigo que declara o al tribunal que sentencia. En otros países los trabajos de investigación histórica sobre este tipo de procesos político-judiciales, como los casos de Joe Hill, Sacco y Vanzetti o el matrimonio Rosenberg en Estados Unidos, al menos suelen acabar en dudas sobre el fundamento de las condenas. Esto no puede ocurrir, no ha ocurrido y no ocurrirá en ningún juicio político de los habidos en la URSS; es un asunto incuestionable: fueron una patraña organizada para encubrir la represión política, lo cual significa exactamente eso: represión por la defensa de unas determinadas convicciones.
En el caso de los científicos ese tipo de argumentaciones tiene una enorme dificultad que superar, por el siguiente motivo: antes, durante y después de la URSS, el sistema punitivo era concentracionario. Así, el tendido de los más de 9.000 kilómetros de la red ferroviaria del transiberiano, una obra que se prolongó desde 1891 a 1905, lo llevaron a cabo miles de convictos. En Rusia no existían cárceles cerradas, cuyo surgimiento es muy reciente. En la historia penitenciaria, mientras la cárcel cerrada está ligada a la ociosidad del recluso, en el sistema abierto o campo de concentración, está ligada al trabajo forzoso que, lejos de ser una sanción en retroceso, se va generalizando a todos los sistemas penitenciarios modernos. En el caso de los científicos condenados durante el periodo soviético, el trabajo forzoso comportaba el ejercicio de su disciplina científica en el sharashka, que es el apelativo que daban los propios reclusos a los centros específicos creados para reunir en ellos a los investigadores, ingenieros y científicos. Por tanto, si el penado era profesor universitario debía impartir lecciones en el campo y si era investigador se le integraba en un laboratorio dentro del propio recinto. La conclusión paradógica que se obtiene de esto es la siguiente: que el condenado por expresar determinadas convicciones científicas debía seguir difundiendo esas mismas convicciones científicas.
El absurdo relato canónico de los hechos es tan uniforme y monótono como carente de datos precisos. ¿Por qué no hay un listado de genetistas perseguidos y encarcelados por su oposición a Lysenko? Los actuales libros de genética deberían insertar en su primera página unas líneas de agradecimiento a aquellos colegas que sacrificaron su vida en defensa de esta ciencia, avasallada por el malvado Lysenko. Sería una obligación moral hacia ellos. Quizá pretendan aseverar que todos fueron a la cárcel excepto el propio Lysenko. Quizá no dispongamos de datos precisos por lo siguiente: porque fueron tan numerosos que no se puede detallar cada uno de ellos; entonces el plumífero recurre al expediente de aludir a cientos, miles o millones, según su desparpajo. Medvedev ofreció una cifra redonda: exactamente 200 genetistas represaliados. Pero sería bueno disponer de un listado un poco preciso. Alexander Kohn proporciona unas cifras bastante más bajas que las Medvedev en medio de un relato deliberadamente confuso. Asegura que de los 35 miembros del Instituto de Genética, 31 rechazaron las tesis de Lysenko, añadiendo a continuación: “La mayoría perdió sus puestos en el Instituto. 22 genetistas fueron reprendidos y a otros 300 se les obligó a realizar otro trabajo. En total, 77 genetistas reprendidos” (481). Es difícil saber con exactitud qué significa exactamente “reprendidos”. Desde luego no parece que tenga que ver con la aplicación de la ley penal, porque cuando Kohn se refiere a este aspecto, sí se anima a ofrecer un listado de nombres y algunos datos sobre los genetistas encarcelados, que hacen un total de ocho: Salomon Levit (murió en prisión), Israel Agol, Max Levin, Levitsky, L.I. Govorov, Kovalev, Meister (desaparecido) y G.O.Karpechenko. Pero Kohn no ha realizado ninguna investigación propia sobre las fuentes sino que se apoya en Joravsky quien, por su parte, después de reconocer su ignorancia, lanza a bulto una cifra aún más reducida: 22 genetistas “y defensores filosóficos de la genética”, antes de introducir una extraña suma para llegar al total de los 77 represaliados, concluyendo que sólo una pequeña parte de los científicos resultó perseguida. Cuando se cuenten los represaliados en los archivos, confiesa Joravsky que se quedaría muy sorprendido si su número superara el cinco por ciento (481b). Son especulaciones sobre el vacío más absoluto.
Pero aún queda el asunto estrella: conocer los motivos de esas represalias, momento en el que el panfleto orquestado se desmorona con sólo tener en cuenta ciertas circunstancias bastante precisas, algunas de las cuales ya he referido. Así, Levit, Agol y Levin eran miembros del partido comunista y su situación no tuvo nada que ver con el debate científico sino con sus alineamientos en las batallas internas de aquel momento. Si Lysenko pretendió imponer una doctrina canónica oficial, ¿por qué fueron invitados a impartir lecciones profesores extranjeros que defendían concepciones opuestas a dicho canon? Este argumento aún podría estirarse más si se tienen en cuenta los libros, las traducciones y las ediciones de obras de todo tipo que circularon por la URSS en aquella época y cuyo rastreo es bien sencillo puesto que cada libro lleva su fecha de edición y las colecciones de ellos están catalogadas y disponibles en bibliotecas y librerías, son mencionadas en otras obras, etc.
La nómina de genetistas represaliados en la época de Lysenko se agota finalmente en dos nombres: Vavilov y Timofeiev-Ressovski. Quizá sólo se trate de los más conocidos; quizá hubo otros de segundo rango a los que no se les ha prestado la atención que se les debe como personas injustamente represaliadas... Quizá. Pero una cosa es cierta: que por mucho que se alargue la lista de represaliados, siempre habrá otros que defendieron idénticas concepciones y no padecieron esas represalias, lo cual resulta aún peor para el canon propagandístico de la guerra fría, porque en tal caso quedaría evidenciado que los represaliados no lo fueron por sus ideas científicas sino por otro tipo de motivos ajenos a ellas. Desde luego en el caso de Timofeiev-Ressovski es evidente que no fue perseguido precisamente por sus convicciones científicas.
Nikolai V.Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos científicos que resumieron en su biografía la historia de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de los científicos soviéticos. Nació en Kaluga y comenzó sus estudios universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió en un seguidor de Kropotkin. Tras la revolución luchó en la guerra civil con una unidad de cosacos, alcanzado el grado de sargento. Al año siguiente se unió a una pequeña unidad de la caballería anarquista, el “Ejército Verde”, es decir, que no se integró en el Ejército Rojo hasta el año siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y en el frente polaco.
En 1920 se incorporó como investigador de biología experimental en Moscú bajo la dirección de N.K.Koltsov y a partir de 1922 enseñó zoología en la Facultad Biotécnica de la capital en el departamento dirigido por Chetverikov. Sus primeros ensayos trataron de respaldar precisamente la hipótesis de Chetverikov sobre los mecanismos genéticos de evolución de las poblaciones. Descubrió una amplia reserva de variabilidad hereditaria en las poblaciones silvestres de moscas que le sirvió para acuñar el concepto de microevolución, uno de los pilares de la teoría sintética. Según Timofeiev-Ressovski el sujeto básico de la microevolución es la población, la materia prima es la mutación y el suceso elemental es el cambio en las frecuencias génicas.
Añadió que los motores de la evolución son la mutación, la fluctuación del volumen demográfico, el aislamiento, la migración y la selección. De la genética de poblaciones, pronto pasó al nuevo campo de la radiobiología. En 1924 el siquiatra y neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo III de Investigación del Cerebro de Berlín. En virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo de la genética para su Instituto en el marco de un intercambio científico entre ambos países. Como contrapartida, los alemanes crearían un instituto de investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético Nikolai A. Semashko, quien le recomendó que se pusiera en contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de genética de la capital alemana. Así, en el verano de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La estancia duró 20 años, hasta que el Ejército soviético entró en Berlín, poniendo fin a la II Guerra Mundial.
En 1929 Timofeiev-Ressovski fue nombrado director del Departamento de Genética Experimental del Instituto Kaiser Guillermo III que al año siguiente, gracias al dinero de la Fundación Rockefeller, cambió su sede e inauguró nuevas instalaciones cerca de Berlín (481c). En el Departamento, Timofeiev-Ressovski dirigía un amplio equipo multidisciplinar, parcialmente compuesto por investigadores soviéticos y de varias nacionalidades europeas. En dicho equipo estaba su mujer Elena A. Fiedler, el mencionado Zharapkin, los físicos y biólogos radiactivos Alexander Katsch y Karl Zimmer (481d), el radioquímico Hans-Joachim Born y la asistente técnico Natasha Kromm. Conjuntamente con el genetista franco-ruso Boris Efrussi y con el dinero de la Fundación Rockefeller, Timofeiev-Ressovski organizó conferencias anuales de genética, biofísica y radiología hasta la víspera de la guerra mundial. En 1932 participó en el VI Congreso Internacional de Genética celebrado en Nueva York, donde trabó una estrecha amistad con Vavilov, entonces presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. Era un participante asiduo a los seminarios científicos de Copenhague en los que participaba la élite de los científicos europeos de aquella época.
El equipo de Timofeiev-Ressovski en Berlín seguía los pasos establecidos por el descubrimiento de los efectos genéticos de las radiaciones, en donde las aportaciones de los físicos eran tan importantes como las de los genetistas. Junto con el biofísico Max Delbrück Timofeiev-Ressovski firmó el artículo “Sobre la naturaleza de las mutaciones y la estructura del gen” en el que explicaba las mutaciones genéticas producidas por radiaciones, lo que contribuyó a aproximar la genética a la mecánica cuántica. El artículo inspiró las investigaciones posteriores sobre la aplicabilidad de la teoría de la información a la genética. A partir de diferentes intensidades de fuentes de energía, Timofeiev-Ressovski determinó el número de mutaciones inducidas en las moscas. Las investigaciones más conocidas del genetista soviético proceden de su etapa de colaboración con Delbrück en Berlín, con quien permaneció hasta que en 1937, becado por Rockefeller, Delbrück se fue a trabajar con Morgan a California. Con la llegada de Hitler a la cancillería en 1933, las relaciones germano-soviéticas se deterioraron. En varias ocasiones el gobierno soviético le propuso a Timofeiev-Ressovski abandonar Berlín y regresar a la URSS, pero rechazó la invitación. La Fundación Rockefeller también le propuso dirigir un laboratorio del Instituto Carnegie en Estados Unidos. Sin embargo, prefirió permanecer en Alemania prosiguiendo sus investigaciones en un área de interés militar preferente, sin ser jamás molestado por la Gestapo ni por las SS. Esta circunstancia es bastante sorprendente porque su amigo Oskar Vogt fue inmediatamente detenido en su Instituto e interrogado por las SA. Vogt fue denunciado por un fisiólogo del Instituto que se había incorporado al partido nazi, quien declaró que Vogt financiaba al partido comunista y mantenía vínculos con la URSS. Fue despedido del Instituto.
Cuando en 1939 Alemania invadió Polonia, todos los ciudadanos soviéticos residentes en el país fueron internados en campos de concentración. No sucedió lo mismo con Timofeiev-Ressovski. Sus investigaciones encajaban a la perfección tanto con el régimen nazi como con la política científica de la Fundación Rockefeller. Timofeiev-Ressovski colaboró muy estrechamente con el químico nuclear de origen ruso Nikolaus Riehl, director científico de Auergesellschaft, una corporación industrial gigantesca que trabajaba para la Wehrmacht, especialmente en la producción de uranio para el proyecto atómico alemán. Las investigaciones fueron financiadas por Walter Gerlach, director de aquel programa. También colaboró con Pascual Jordan, involucrado en el mismo programa y con el nazi Hermann Boehm en el Instituto de Genética. En octubre de 1938 impartió cursos para los miembros de la Oficina de Política Racial, intervino en un ciclo de conferencias para médicos nazis y publicó en las revistas médicas nazis Ziel und Wegt y Der Erbarzt. Su correspondencia oficial siempre acababa con el ¡Heil Hitler! como despedida final.
En 1943, durante la guerra mundial, el hijo mayor de Timofeiev-Ressovski, Dimitri, estudiante de la Universidad Humboldt de Berlín, fue detenido por la Gestapo acusado de formar parte del Comité de Berlín del Partido bolchevique y de mantener contacto con los presos soviéticos de los campos de concentración. Fue enviado al campo de Mathausen y fusilado por la Gestapo el 1 de mayo de 1944.
Pese a ello, Timofeiev-Ressovski siguió adelante con sus investigaciones que, por su carácter preferente, podía incorporar mano de obra forzosa de los campos de concentración. Bajo su dirección, sus colaboradores inyectaron torio radiactivo en seres humanos para analizar sus efectos. Fue detenido en Berlín por las tropas soviéticas al finalizar la guerra pero fue puesto en libertad inicialmente y pudo continuar su trabajo en el Instituto Káiser Guillermo III, del que fue nombrado director. Timofeiev-Ressovski era un reputado radiobiólogo, uno de los pocos especialistas mundiales justo en un momento en que la primera bomba atómica fue ensayada sobre seres humanos en Japón. Igor V. Kurchatov, que dirigía el proyecto atómico soviético, le visitó en Berlín. Sin embargo, volvió a ser detenido el 14 de setiembre por el NKVD, juzgado y condenado por traición y colaboración con el enemigo a diez años de trabajos forzados. En la legislación penal internacional las condenas previstas para este tipo de delitos son la pena capital o la cadena perpetua. Ningún país conoce sanciones de diez años de reclusión para delitos de traición, y mucho menos en tiempo de guerra. Desde luego, según los criterios jurídicos internacionales más recientes, Timofeiev-Ressovski hubiera sido incluido entre los criminales de guerra por delitos cometidos contra la humanidad. Lo extraño, pues, no es que fuera condenado sino que fuera el único científico condenado tras la II Guerra Mundial.
En 1946 fue trasladado a un campo de concentración en Karaganda, Kazajstán, donde después de dos años de reclusión ociosa fue enviado a trabajar al Laboratorio B en Sungul, al que eran deportados los científicos y especialistas. Durante el traslado coincidió con Soljenitsin en la cárcel de Butyrskaia. En la primavera de 1947 llegó al campo de concentración de Sungul, que formaba parte del complejo penitenciario denominado sharashka y cuyas condiciones de reclusión eran buenas, según uno de sus discípulos: pudo vivir con su familia y sus colaboradores berlineses también fueron agrupados con él (482). En su condición de preso obligado a trabajar, encabezó la división biológica del campo de prisioneros, dirigió el laboratorio radiológico e impartió conferencias. En Sungul trabajaban un total de 50 científicos.
La manipulación del caso Timofeiev-Ressovski es notoria. Huxley, quien asegura que le conoció personalmente, dice: “Solamente se interesaba en la adquisición de nuevos conocimientos científicos” (483). No aparecen por ningún lado ni los experimentos con seres humanos ni su complicidad con los nazis, que Huxley oculta al lector. De las afirmaciones tópicas del británico se desprende que nada puede resultar más injusto que condenar a quien únicamente se interesa por la ciencia. Lo mismo cabe decir de Medvedev, un discípulo de Timofeiev-Ressovski que también silencia y tergiversa los hechos. Según Medvedev Timofeiev-Ressovski sólo pudo ser liberado de su encierro a la muerte de Stalin, con lo que da la impresión de que la condena se fundamentó en una de esas típicas decisiones caprichosas del dirigente soviético, de manera que sólo su muerte permitió la liberación del científico. Sin embargo, sólo salió en libertad después de cumplir íntegramente la condena que le fue impuesta.
Tras ser puesto en libertad, Timofeiev-Ressovski desplegó una gran actividad por toda la URSS en defensa de sus concepciones mendelistas. En 1955 sus obras fueron traducidas del alemán al ruso y publicadas. En Sverdlovsk organizó un departamento de radiobiología para la sección de los Urales de la Academia de Ciencias y, en plena era lysenkista, fundó una estación experimental junto al lago Miasovo sobre genética poblacional, de la que Medvedev se permite la licencia de decir otra de sus falsedades: que fue “el primer centro científico consagrado al estudio de la genética después de la prohibición de 1948” (484). En aquel departamento había otros dos laboratorios de radiobiología genética, uno celular, dirigido por V.I.Korogodin, y otro molecular, dirigido por el propio Medvedev. Timofeiev-Ressovski describió así esta etapa de su vida:
Todo el mundo cree que fueron los americanos los que desarrollaron toda la biología médica y la isotopía hídrica. Pero eso lo hicimos nosotros antes que los americanos. Aproximadamente a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, yo y mis estudiantes acabamos el trabajo sobre radiación biogeoceanológica [una palabra creada por Vernadski y Sukachov para describir los ecosistemas interactivos]. Muy pronto, estos trabajos en el sistema atómico y en la Bioestación de Miasovo de los Urales fueron los más productivos en mi autodenominada vida científica.
Medvedev considera a Timofeiev-Ressovski como “nuestro jefe”, el “jefe de filas de una vasta escuela de biólogos soviéticos”. Numerosos estudiantes acudían de todas partes a escuchar sus lecciones, publicó varios libros sobre genética y viajó por todo el país dando conferencias. De 1956 a 1963 organizaba en el verano cursillos de genética para los militantes del Komsomol, las juventudes comunistas, en Miasovo y en los alrededores de Moscú.
Nunca pudo volver a abandonar la URSS y tampoco fue rehabilitado de su condena hasta que en 1991 se disolvió el país (485): si no había patria tampoco había traición a la patria.
En los países capitalistas no se comprende el encarcelamiento de Timofeiev-Ressovski porque el tratamiento dispensado a los científicos que han cometido crímenes contra la humanidad siempre ha sido muy distinto. El caso del químico alemán Fritz Haber (1868–1934) es un verdadero prototipo. A comienzos del siglo XX Inglaterra tenía el monopolio mundial de la explotación minera de los nitratos de Chile, un producto químico que es la materia prima de la fabricación de explosivos. La pólvora negra se compone de un 75 por ciento de salitre (nitrato de potasio), un 12 por ciento de azufre y un 13 por ciento de carbón vegetal. El nitrato amónico, la nitroglicerina y el trinitrotolueno (TNT) también son derivados del nitrógeno. A finales del siglo XIX no era posible el rearme alemán sin eludir el control británico sobre los yacimientos naturales de nitrógeno. No había otra posibilidad que acudir a la búsqueda de procedimientos artificiales de obtención de nitrógeno. En 1908 Haber inventó un mecanismo de síntesis del amoniaco que liberó a Alemania de la dependencia de los nitratos naturales, de modo que a partir de entonces pudieron fabricar explosivos artificialmente con el amoniaco como materia prima. El procedimiento de Haber proporcionó el 45 por ciento del ácido nítrico necesario para la fabricación de los explosivos, municiones, proyectiles y bombas empleados en la I Guerra Mundial.
Pero el papel de Haber en la guerra no acabó ahí. También organizó el departamento de gases tóxicos del ejército alemán a través del recién creado Instituto Kaiser Guillermo de Berlín. Por iniciativa de Haber, en 1916 se creó la Fundación Kaiser Guillermo para las Ciencias Técnicas y Militares, que al año siguiente pasó a depender del Ministerio de la Guerra. Esta organización no tenía instalaciones de investigación propias; su tarea consistía en coordinar los trabajos relacionados con la guerra realizados en instituciones universitarias o en los laboratorios del Instituto Kaiser Guillermo III. Durante la guerra, Haber propuso al ejército utilizar gas cloro contra las tropas aliadas y fue responsable directo de la fabricación de los primeros gases venenosos que se emplearon en el campo de batalla, entre ellos el gas mostaza. Bajo su dirección un grupo de investigadores creó el Zyklon B, un insecticida basado en el cianuro que fue utilizado años más tarde por los nazis en los campos de exterminio.
La actividad de Haber tampoco se limitó a los laboratorios, de los que extrajo 5.000 botellas metálicas repletas de gases tóxicos, sino que fue nombrado capitán de la Wehrmacht, en cuya condición estuvo supervisando su lanzamiento en el mismo campo de batalla, al mando de una compañía de infantería. La batalla química se saldó con 15.000 víctimas entre los aliados.
Al finalizar la contienda su nombre apareció en una lista de criminales de guerra y los aliados reclamaron su extradicion para procesarlo como tal. No obstante, ya en época de la República de Weimar, Haber volvió a la dirección del Instituto de Física y Electroquímica de Berlín-Dahlem, continuando sus investigaciones secretas para la fabricación de nuevo armamento químico.
A pesar de sus crímenes -o quizá gracias a ellos precisamente- fue laureado en 1918 con el premio Nobel de Química. Al fin y al cabo el mismo Alfred Nobel que había instituido el conocido galardón se enriqueció fabricando explosivos. El discurso que Haber pronunció en 1920 ante la Academia sueca es un ejemplo de la hipocresía científica: su invento de la síntesis del amoniaco era una gran aportación para la elaboración de abonos agrícolas, que a su vez aumentarían las cosechas y aliviarían así el hambre en el mundo. Otra fábrica de muerte que se presenta como alivio del hambre. En España tenemos un ejemplo parecido en la empresa Explosivos Rio Tinto que, además de lo que su denominación indica, tiene una segunda fuente de negocio: la fabricación de agrotóxicos, fertilizantes y pesticidas. Algo parecido a la falacia que sostienen ahora mismo las multinacionales de la biopiratería y los transgénicos, otro caso de aplicación humanitaria de la ciencia a la resolución -desinteresada- de los acuciantes dramas de la humanidad. Durante la II Guerra Mundial, el químico escocés Alexander R. Todd (1907-1997) encabezó los estudios dirigidos a la producción de armamento químico, a pesar de los tratados internacionales que prohibían su elaboración. Uno de los fabricados fue la adamsita (difenilaminocloroarsina), un gas similar a los lacrimógenos, que obliga a estornudar por irritación de las fosas nasales. También diseñó una factoría para elaborar armas que utilizaran gas mostaza. Por sus servicios a la corona británica recibió el título de Sir de manos de la Reina y el Premio Nobel de Química en 1957 por su contribución al descubrimiento de los nucleótidos que constituyen el ADN.
Es difícil encontrar un carnicero que no haya sido condecorado por sus servicios. Los afectados por las operaciones de lobotomía que se practicaron en la posguerra acudieron a Noruega para demandar que le fuera retirado el premio Nobel al inventor de dicha técnica aberrante, el portugués Antonio Egas Moniz, galardonado en 1949. No tuvieron éxito porque eran malos tiempos. La lobotomía apareció como un remedio infalible para toda suerte de alteraciones síquicas, incluido el comunismo, de manera que entre 1936 y 1964 el psiquiatra Walter Freeman realizó más de 40.000 intervenciones en Estados Unidos, incluso con niños. Norbert Wiener saludó su invención en su cibernética y el diario New York Times el 6 de junio de 1937 la calificó como una “cirugía para enfermos del alma” en un titular de portada. Cerca del 6 por ciento de los pacientes no sobrevivieron a la operación y con frecuencia se registraron cambios adversos en la personalidad del lobotomizado. Además, producía importantes alteraciones en su conducta, quedando parcial o totalmente indiferentes al mundo que les rodeaba, con una pasividad extrema. El objetivo era convertir a los hombres en seres sumisos y sin personalidad propia; por eso se aplicó a los presos en las cárceles estadounidenses.
Hasta la fecha tampoco ningún cabecilla de Union Carbide ha sido juzgado por la fuga de gas tóxico en Bhopal, a pesar de los miles de muertos. Cuando Warren Anderson viajó hasta la India tras el desastre de 1984, le detuvo la policía, acusándole de homicidio. Sin embargo, gracias a las presiones de la embajada estadounidense, salió bajo fianza. Desde entonces no se ha presentado ante ningún juez. Aunque la India tiene un tratado de extradición con Estados Unidos, no ha iniciado trámites de extradición de los responsables. Para colmo, Union Carbide pretendió que la acusación de homicidio culposo se redujera a una mera negligencia. Al fin y al cabo los afectados eran hindúes, pobres, olvidados y abandonados.
La nómina de afectados es casi inagotable, pero no es trascendente porque ésa es la suerte de los humildes. Entre 1932 y 1972, es decir, durante cuarenta años, en el hospital público de Tuskegee, una localidad de Alabama, los médicos experimentaron con negros pobres y analfabetos enfermos de sífilis a los que no dieron tratamiento médico para poder estudiar la evolución de la enfermedad hasta su muerte, así como el contagio de sus familias y descendientes.
En 1932 la sífilis se había convertido en una epidemia en la población rural del sur de Estados Unidos y los médicos decidieron crear un programa especial de no-tratamiento en el Hospital de Tuskegee, el único para negros que existía entonces en aquella localidad. Ocurrió muy poco después de la crisis económica de 1929. Fueron seleccionados unos 400 varones negros sifilíticos y otro grupo similar de 200 no sifilíticos sirvió de control. Su objetivo era comparar la salud y longevidad de la población sifilítica no tratada en comparación con el grupo control. A las personas seleccionadas no se les informó de la naturaleza de su enfermedad y les dijeron que tenían “mala sangre”. Además, les ofrecieron algunas ventajas materiales, incluso sanitarias, que en ningún caso incluían el tratamiento de su enfermedad. En 1936 comprobaron que las complicaciones eran mucho más frecuentes en los infectados que en el grupo control, y diez años después resultó claro que el número de muertes era dos veces superior en los sifilíticos. A pesar de que la penicilina estuvo disponible en la década de los años cuarenta, en ningún momento recibieron tratamiento, a pesar de que sin el antibiótico su esperanza de vida se reducía en un 20 por ciento.
En este caso la ideología anticolectivista imperante en Estados Unidos no fue obstáculo para que los derechos individuales de las personas fueran sacrificados en aras de un supuesto bien “común”, aunque en realidad los pobres debían sacrificarse en interés de una investigación cuyos beneficiarios serían los más privilegiados de la sociedad. En 1947 se aprobó el código de Nuremberg y en 1964 la Declaración de Helsinki que, además del consentimiento informado del paciente, dispone que en toda investigación con seres humanos el bienestar de la persona debe prevalecer siempre sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad. El médico, antes que investigador, es el protector de la vida y la salud de su paciente, y la persona que participe en una investigación debe recibir el mejor tratamiento disponible.
A pesar de la promulgación de la normativa, la investigación continuó, publicándose 13 artículos en revistas médicas hasta que en 1972 la prensa denunció los hechos. Para entonces 74 de los pacientes del estudio seguían vivos, 28 habían muerto directamente de sífilis, 100 habían muerto por complicaciones relacionadas, 40 de sus esposas se habían infectado y 19 de sus hijos habían nacido con sífilis congénita. En 1997, en presencia de cinco de los ocho supervivientes presentes en la Casa Blanca, Bill Clinton pidió disculpas formalmente a las víctimas del experimento: “No se puede deshacer lo que ya está hecho, pero podemos acabar con el silencio [...] Podemos dejar de mirar hacia otro lado. Podemos miraros a los ojos y finalmente decir de parte del pueblo americano, que lo que hizo el gobierno americano fue vergonzoso y que lo siento”. Las buenas palabras sustituyeron a los juicios y las cárceles. Aquellos médicos que utilizaron a los pobres como cobayas humanas, así como sus cómplices y colaboradores no resultaron sancionados por el crimen que habían cometido (486).
No son casos aislados. Después de siete años de investigación, en 1994 el diario Alburquerque Tribune publicó una serie de reportajes de la periodista Eileen Welsome sobre los experimentos radiactivos con seres humanos que le valieron el Premio Pulitzer. Posteriormente fueron publicados en forma de libro (487). Welsome documentó 18 casos de irradiaciones que forzaron al gobierno de Clinton, a abrir otra investigación más. En el transcurso de la misma Welsome reveló que 73 menores de una escuela de Massachusetts ingirieron isótopos radiactivos en la avena del desayuno, una mujer de Nueva York fue inyectada con plutonio por los médicos del Proyecto Manhattan que le atendían, mientras 829 embarazadas tomaron supuestas vitaminas en una clínica de Tennessee que, en verdad, contenían hierro radiactivo. Tras la investigación, Clinton volvió a ofrecer sus “disculpas sinceras” por el empleo de armamento bacteriológico sobre la población de su propio país, aduciendo que no se repetirían. Pero, una vez más, no hubo juicio ni culpables.
En la actualidad la impunidad de los científicos se edulcora con referencias a la necesidad de redactar códigos éticos o deontológicos que regulen las prácticas profesionales, descuidando que hace ya muchos decenios que existen leyes penales que castigan delitos como el asesinato, los crímenes contra la humanidad o el genocidio, y que no se trata de aprobar nuevas normas sino de aplicar las que ya existen, es decir, de demostrar que las sanciones penales se aprueban para todos y no sólo para los de siempre.
El doctor Mengele sigue recorriendo las calles. La impunidad alienta el crimen, y los científicos han demostrado sobradamente disponer de patente de corso, fomentando el despliegue de toda clase de atrocidades y, lejos de resultar condenados por sus crímenes, son ampliamente recompensados y reconocidos. Constituyen un material valioso del que ningún gobierno quiere desprenderse. Hasta el día de hoy las tecnologías de “doble uso” permiten camuflar sus masacres como grandes progresos de la humanidad.
NÖMADAS. REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
CEPRID
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