CEPRID

Ocaso: la erosión del control de Estados Unidos y el futuro multipolar

Lunes 11 de enero de 2021 por CEPRID

Tricontinental

La historia se mueve a menudo a pasos agigantados y en zigzag.

– Friedrich Engels, Das Volk, nº 16, 20 de agosto de 1859

En 1492, cuando Cristóbal Colón llegó al Caribe, la historia comenzó a dividirse en dos. Antes de ese momento, ningún imperio tenía alcance planetario. Después de 1492, las principales potencias europeas comenzaron a dominar el mundo y, desde finales del siglo XVII, esta dominación fue organizada y legitimada en nombre de la raza, un invento con consecuencias catastróficas para la humanidad.

La autoridad colonial se enfrentó a una constante resistencia. Los intelectuales coloniales se imaginaron a sí mismos en términos extraídos de la antigua Grecia, como Hércules en guerra contra la monstruosa hidra de la rebelión: rebelión en el mar, en las plantaciones, en bosques y montañas, en las tabernas de los puertos, en los bienes comunes que sobrevivieron fuera del alcance del poder colonial, y en los nuevos espacios insurgentes creados por los que escaparon. Cuando el capitalismo, arraigado en la plantación colonial, comenzó a apoderarse del planeta con sus tentáculos, las fábricas y ciudades se convirtieron en sitios claves de lucha.

Si hubo una revolución que marcó el comienzo del fin de la época colonial y que inauguró una nueva civilización dirigida por lxs trabajadorxs, fue la Revolución Haitiana de 1804. Africanxs esclavizadxs derrotaron a las cuatro principales potencias europeas de la época, lograron su libertad y declararon una república independiente. Esa revolución fue rápidamente cercada. En 1825, los franceses enviaron 12 buques de guerra exigiendo que la nueva república pague compensaciones a los antiguos dueños de plantaciones, más de 20.000 millones de dólares en valores actuales (Sperling, 2017). La afirmación de libertad se encontró con la imposición de la deuda, una táctica de dominación neocolonial que sería utilizada sin piedad contra las luchas por la independencia del siglo siguiente.

La Segunda Guerra Mundial, resultado del intento de los fascistas alemanes por volver a las prácticas coloniales en Europa, arrastró a las potencias europeas a una terrible conflagración. Al final de la guerra, con tales países seriamente debilitados, fue Estados Unidos, la más poderosa de las colonias de asentamiento europeas, quien asumió el control neocolonial del planeta. Ahora, casi 80 años después, la primacía de Estados Unidos ha entrado en su ocaso. Lxs intelectualxs estadounidenses, volviendo nuevamente a la antigua Grecia, sostienen que el ascenso de China es una amenaza en su contra y hace inevitable la guerra. Esta teoría, la trampa de Tucídides, se basa en el argumento de la Historia de la Guerra del Peloponeso de que el ascenso de Atenas llevó a Esparta a una guerra necesaria para defender sus intereses (Thucydides, 1968). Estados Unidos ha impuesto un conflicto hostil a China y a otros países que considera una amenaza. China no busca suplantar a Estados Unidos, solo inaugurar un orden mundial multipolar. La idea de una trampa de Tucídides es parte de la guerra híbrida que ahora se cierne sobre el planeta.

Nuestro dossier 36 (enero 2021) explora el surgimiento de una nueva guerra fría impuesta por Estados Unidos a China y las formas de guerra híbrida que han sido utilizadas como parte de este nuevo escenario estratégico.

Parte 1. El siglo estadounidense

El equipo de planificación de políticas del Departamento de Estado de Estados Unidos circuló un memorando a fines de la década de 1940 que argumentaba que “buscar menos que un poder preponderante sería optar por la derrota. El objetivo de la política estadounidense debe ser el poder preponderante” (Leffler, 1992). Estados Unidos emergió de la terrible violencia de la Segunda Guerra Mundial con la economía más poderosa, una infraestructura intacta y una formidable fuerza militar que poseía el arma más peligrosa: la bomba atómica. Utilizó estas ventajas para establecer una serie de instituciones con las que extender su poder en el mundo. Estas incluían instituciones políticas multilaterales (como las Naciones Unidas), instituciones económicas multilaterales (como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), instituciones de seguridad regionales (como la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la Organización del Tratado Central y la Organización del Tratado del Sudeste Asiático), e instituciones políticas regionales (como la Organización de Estados Americanos).

Estados Unidos se movió rápidamente para contener a los nuevos Estados que emergieron de las luchas anticoloniales. Patrice Lumumba, recientemente elegido presidente del Congo, fue asesinado en 1961 en un complot respaldado por el gobierno estadounidense. Los movimientos radicales fueron tratados sin piedad. En Indonesia, más de un millón de personas fueron asesinadas por los militares que, actuando con apoyo de EE. UU., trataron de destruir al Partido Comunista de Indonesia y su base de apoyo luego del golpe de 1965.

La Unión Soviética y otros Estados comunistas, así como el ala radical de las fuerzas anticoloniales en el Tercer Mundo, operaron como un freno parcial a las ambiciones de Estados Unidos. Cuando la URSS comenzó a fragmentarse en 1990, el escudo desapareció y el acelerador de la primacía estadounidense llegó al máximo. La Guía de Planificación de la Defensa de Estados Unidos (1990), presidida por Dick Chenney, estableció claramente la agenda:

Nuestro primer objetivo es evitar la reemergencia de un nuevo rival, sea en el territorio de la antigua Unión Soviética o en cualquier otro lugar… Esta es una consideración dominante que subyace a la nueva estrategia de defensa regional y requiere que nos esforcemos por evitar que cualquier potencia hostil domine una región cuyos recursos podrían, bajo un control consolidado, ser suficientes para generar poder global… Nuestra estrategia debe reenfocarse en prevenir el surgimiento de cualquier posible competidor mundial en el futuro (citado en Prashad, 2020).

En 2000, el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano publicó Reconstruir las Defensas de América. El informe decía que la primacía de Estados Unidos “debe tener una base segura en la incuestionable preeminencia militar estadounidense” (Prashad, 2020:118). El financiamiento de sus fuerzas armadas aumentó astronómicamente antes del ataque de al-Qaeda el 11 de septiembre de 2001. En 2002, la Estrategia de Seguridad Nacional para Estados Unidos de América del presidente George W. Bush señalaba que “nuestras fuerzas serán lo suficientemente fuertes como para disuadir a potenciales adversarios de llevar a cabo una expansión militar con la esperanza de igualar o superar el poder de Estados Unidos” (Archivo del Departamento de Estado de Estados Unidos, 2001). Para 2019, el gasto militar estadounidense —732.000 millones (1 billón si se añade el en gran medida secreto, pero estimado presupuesto de inteligencia)— era mayor que los siguientes diez países juntos (Tian et. al., 2020). Todos los inventarios de armas conocidos muestran que tiene una capacidad de crear destrucción mucho mayor que cualquier otro país, pero la comunidad de seguridad estadounidense ha llegado a comprender que, si bien puede bombardear un país hasta dejarlo en ruinas, ya no puede subordinar a todos los países solo con su poderío militar.

Estados Unidos utilizó su anterior sistema de alianzas de “hub and spokes” [centro y radios] para extender y consolidar su poderío mundial. Es necesario comprender claramente varios pilares clave de ese sistema:

Estados Unidos se ubicó en el centro y sus principales aliados (Reino Unido, Francia, Inglaterra, Alemania, Japón y otros) son los radios. En el extremo exterior de estos radios estaban sus aliados subsidiarios como Colombia, Egipto, Israel, Arabia Saudita, Tailandia y otros. Estos aliados siguen siendo esenciales para el alcance mundial del poderío estadounidense, ya que operan contra los adversarios de Estados Unidos con total apoyo de Washington y proporcionan bases, inteligencia y capacidad logística al ejército estadounidense. Cualquier desafío a estos aliados es rápidamente sometido con toda la fuerza del poder estadounidense, como se evidencia en el ataque estadounidense a Irak (1991) y en el Plan Colombia (1999).

El surgimiento de cualquier “potencial futuro competidor mundial”, como lo expresa la Guía de Planificación de la Defensa de Estados Unidos de 1990, tuvo que ser detenido mediante el uso del sistema de alianzas. Se incrementó la presión contra China y Rusia a través de la expansión de la OTAN hacia Europa del Este y del aumento de fuerzas estadounidenses en la región de la cuenca del Pacífico. La elección de Hugo Chávez en Venezuela (1998), el surgimiento de un nuevo conjunto de líderes sudamericanxs de izquierda y el nuevo impulso a la integración regional (como la Alianza Bolivariana por las Américas o ALBA) tuvieron que ser desafiados. Este desafío comenzó con un intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002. Dos años más tarde, Jean-Bertrand Aristide, el presidente progresista de Haití, elegido por abrumadora mayoría, fue exitosamente derrocado por un golpe respaldado por Estados Unidos. Siguieron las guerras híbridas.

La cadena mundial de commodities, desarrollada para dar ventaja a las empresas multinacionales occidentales, tenía que ser protegida a toda costa. La revolución electrónica marcó el comienzo de una nueva era en la que la capacidad de las computadoras se duplicó cada 18 meses o máximo dos años. Entre 1955 y 2015, la potencia de las computadoras aumentó más de un billón de veces. Las nuevas fuerzas productivas introdujeron el fin del antiguo sistema centralizado de grandes fábricas industriales. El Congreso estadounidense extendió las leyes de propiedad intelectual para la protección de los derechos de autor primero a 28 años en 1976 y luego a 100 años en 1988. Este pernicioso sistema de propiedad intelectual fue impulsado a través de la Organización Mundial del Comercio en 1994.

La capacidad de desmontar grandes fábricas, distribuirlas mundialmente e introducir sistemas de inventario “justo a tiempo” socavó la soberanía nacional y el poder sindical. Se desplegó el poder diplomático y militar para asegurar que no fuera posible ninguna alternativa a estos arreglos.

Mecanismos como la Guerra a las Drogas o la Guerra contra el Terrorismo se usaron para atacar cualquier reto a la cadena mundial de commodities que comenzó en las “zonas de sacrificio” donde se extraen o se cultivan las materias primas.

No se podía permitir que el complejo Dólar–Wall Street que ha dominado los sistemas económicos y financieros durante décadas fuera desafiado por nuevas monedas mundiales. Tales monedas planteaban un desafío de múltiples maneras: podían utilizarse como reservas y para un comercio que debilitara el dólar; podían ser utilizadas por los nuevos bancos de desarrollo o por procedimientos que podrían debilitar al FMI y al Banco Mundial; o podían ser utilizadas por nuevas instituciones financieras para eludir las redes financieras dominadas por Occidente que tienen sus raíces en el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, en los bancos financieros de Wall Street–Londres–Frankfurt, y en las redes de transferencia de dinero (como el sistema SWIFT con sede en Bélgica).

La guerra ilegal de Estados Unidos contra Irak (2003) y la crisis crediticia (2007) muestran el debilitamiento del poder estadounidense. Su máquina militar podía destruir fácilmente las instituciones de un país —como mostró en Irak en 2003 y en Libia en 2011—, pero no puede subordinar a sus poblaciones. Se puede ganar batallas, pero no guerras a largo plazo.

La crisis crediticia reveló el debilitamiento interno de la economía estadounidense, donde el consumismo inducido principalmente por el crédito permitió que el mito del “sueño americano” permaneciera intacto, incluso cuando los salarios estancados y una crisis de empleo estructural asolaban las vidas de la clase trabajadora y hasta de la clase media. Entre 1979 y 2018, el promedio anual de salarios por hora, en dólares constantes, disminuyó (Schmitt et. al., 2018). Estas debilidades dieron lugar a un debate sobre el declive de Estados Unidos, aunque los reservorios de su dominación —como el poder militar, el poder económico y financiero, y el poder cultural o poder “blando”— permanecieron intactos. Los presidentes George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump no fueron capaces de revertir el desmoronamiento de la economía, que una vez más se mantuvo a flote por la autoridad mundial del dólar, entre otros procesos.

En su discurso para la toma de posesión de 2017, Trump lloriqueó por la “masacre” que había golpeado a la clase trabajadora y la clase media que vivían cerca de “fábricas oxidadas dispersas como lápidas en el paisaje de nuestra nación” (Trump, 2017). Su solución era cínicamente racista, culpando a lxs migrantes indocumentadxs (y a México), así como al robo de propiedad intelectual y la producción subsidiada en el exterior (y en China). La agenda de Biden no tiene nada sustancial que decir más allá de lo que Bush, Obama y Trump ya han dicho: reconstruir la economía estadounidense y utilizar su poder para defender sus intereses nacionales. Como señala el sitio web de campaña de Biden: “Biden nunca dudará en proteger al pueblo estadounidense, incluso cuando sea necesario, mediante el uso de la fuerza. Tenemos el ejército más poderoso del mundo y como presidente, Biden se asegurará de que siga siendo así” (Biden for President, 2019).

En el futuro previsible, Estados Unidos se aproxima a una posición en la cual ya no será la mayor economía del mundo bajo ninguna medida. Por paridad de poder adquisitivo (el flujo físico real de bienes y servicios), la economía de China ya es 16% más grande que la de Estados Unidos. El FMI estima que será 39% más grande para 2025. Como en casi todos los países en desarrollo, el tamaño de la economía de China es subestimado cuando se lo calcula a tipos de cambio actuales, pero ya es un 73% del tamaño de la economía estadounidense a tipos de cambio actuales y, según las proyecciones del FMI, será un 90% en 2025.

Para el final de esta década el PIB de China será más grande que el de Estados Unidos, sin importar cómo se mida. Ya se siente el cambio, los bazares y centros comerciales en todo el mundo dan la sensación de la cultura estadounidense, pero al interior los bienes son fabricados en China. En otras palabras, Estados Unidos continúa estableciendo los términos de la forma del presente, pero China ya proporciona el contenido. Gradualmente, la forma se alineará con el contenido. Hace una década, China tenía muy pocas marcas conocidas mundialmente, pero ahora Huawei, TikTok, Alibaba y otras son conocidas a nivel global y son sujeto de comentarios diarios en la prensa económica.

La reacción a esta evidencia ha tomado muchas formas, de las cuales las más extremas son las más comunes. Hay una literatura del catastrofismo, una anticipación del colapso de los Estados Unidos desde su posición de gran potencia. Esta perspectiva es que una economía estadounidense implosionada —que ahora se debate durante la pandemia pese a las subidas de Wall Street y las infusiones de crédito de la Reserva Federal— llevará a una pérdida de poder estructural de parte de las instituciones dirigidas por Estados Unidos y a un aumento del uso de su poder militar para mantener su autoridad. En contraste con esto está la literatura del reavivamiento, usualmente con base en esperanzas y proyecciones de un segundo siglo estadounidense en ausencia de datos serios. Esta mirada sugiere que la economía del país es resiliente, considera el poder del dólar como sacrosanto y tiene una fe inquebrantable en el ingenio de las empresas con sede en Estados Unidos que son capaces de destruir creativamente antiguos sectores simplemente para surgir —como el ave fénix— con nuevas invenciones para impulsar el poder de su país. Se piensa que el poder estadounidense no deriva de la General Motors de ayer (hoy orientada hacia los servicios financieros, además de su rol histórico como empresa automovilística), sino de la próxima Microsoft.

Ninguna de estas miradas —que Estados Unidos va a colapsar o que va a revivir— está completa. Ambas tienen elementos de verdad, pero solo parcialmente. Hay una gran debilidad en cómo Estados Unidos se aferra a su primacía, iluminada por su fracaso para evitar los avances científicos y tecnológicos de China —entre otros países—, lo que amenaza su monopolio sobre la innovación tecnológica. Es esta alta tecnología y el monopolio de la renta de la propiedad intelectual que recoge lo que impulsa la economía estadounidense. El conflicto entre ambos países parte del reconocimiento, por gran parte de la élite estadounidense, de que el creciente avance científico y tecnológico de China es una amenaza existencial a la primacía de Estados Unidos. El pivote hacia Asia de Obama en 2015 se basó en la premisa del temor a este aumento y en la comprensión de que no podían acudir a un Gorbachov chino que destruyera internamente ese país.

El ascenso de China plantea una amenaza existencial a la hegemonía de Estados Unidos. Al igual que la dominación europea inaugurada en 1492, los intentos de Estados Unidos por preservar su dominio del poder mundial se pueden leer en términos raciales.

El ocaso histórico de Estados Unidos tiene lugar mientras aún posee grandes reservas históricas. Habrá un largo período durante el cual EE. UU. continuará desafiando su declive. No es accidental que el libro Sobre la guerra prolongada de Mao Zedong se haya convertido de nuevo en uno de los más citados en China.

Parte 2: La guerra en Eurasia

En abril de 2019, el Comando Indo-Pacífico de Estados Unidos publicó un documento titulado Recuperar la ventaja, en el que señalaba “la renovada amenaza que enfrentamos de la competencia de las grandes potencias… Sin un freno válido y convincente, China y Rusia se envalentonarán para tomar medidas en la región y suplantar los intereses de Estados Unidos”. El almirante Philip Davidson, que lidera el Comando, le pidió al Congreso que financie “fuerzas conjuntas rotativas y basadas en el avance” como la “forma más creíble para demostrar el compromiso y la resolución de Estados Unidos a potenciales adversarios” (Comando Indo-Pacífico de los Estados Unidos, 2020). El informe tiene una sorprendente calidad de ciencia ficción, expresando un deseo de crear “redes de ataque de precisión de alta supervivencia” que se extiendan a lo largo de la cuenca del Pacífico, con misiles —incluidas ojivas nucleares— e instalaciones de radar desde Palau hasta el espacio exterior. Los nuevos sistemas de armas que ya se están desarrollando aumentarían la presión de Estados Unidos sobre China y Rusia a lo largo de sus costas. Estas armas incluyen misiles crucero hipersónicos que reducen el tiempo de ataque a blancos chinos o rusos a minutos de su lanzamiento.

Después del colapso de la URSS y del sistema de Estados comunistas, Estados Unidos consideró que podía ejercer su poder sin mayores desafíos. Por ejemplo, podía bombardear Irak y Yugoslavia y podía presionar por un sistema de comercio e inversiones que favoreciera a sus aliados. Toda la década de 1990 parecía una vuelta de la victoria para Estados Unidos, con sus presidentes, Bill Clinton y George W. Bush, presumiendo en reuniones internacionales, exhibiéndose ante las cámaras y asegurándose de que todxs vieran el mundo a través de sus ojos, con los “Estados delincuentes” (Irán y Corea del Norte, por ejemplo) en la mira y con China y Rusia aparentemente comprometidas con el liderazgo de Estados Unidos.

Muchas cosas han cambiado en estas décadas. El crecimiento económico de China ha sido espectacular. El ingreso per cápita disponible en términos reales aumentó 96,6% solo en el período 2011-2019 (Xingua, 2020). El 23 de noviembre de 2020, China anunció que había eliminado la pobreza extrema en todo el país. Utilizó su elevadísimo nivel de inversión para construir infraestructura dentro del país y sus enormes divisas para ayudar en todo el mundo a través de la Nueva Ruta de la Seda, que comenzó en 2013. Mientras Estados Unidos estaba empantanado en sus guerras en Afganistán, Irak y otros lugares, China construyó un sistema de comercio que vinculó grandes partes del mundo a su locomotora económica. Durante la pandemia de coronavirus, China fue la primera en romper la cadena de infección y reanudar una actividad económica casi normal. En consecuencia, el FMI proyecta que cerca del 60% del PIB mundial estimado en 2020-2021 se deberá al crecimiento de China.

La clave para este nuevo período no es solamente el auge económico chino, sino sus lazos más estrechos con Rusia. Las nuevas vinculaciones de China, impulsadas por la Nueva Ruta de la Seda, se están produciendo a lo largo del flanco sur de Asia, hacia Europa y África. Sus vínculos con Rusia permiten la integración a lo largo del flanco norte de Asia. Los nuevos lazos entre los dos países culminaron en una serie de acuerdos económicos y militares que han firmado en los últimos cinco años.

Desde los primeros años del siglo XXI, los países del Sur Global —incluida China— han tratado de crear instituciones regionales y multilaterales basadas en el derecho internacional y en un auténtico programa de desarrollo para los pueblos del mundo. Estas instituciones pretenden trascender el período de completa primacía de Estados Unidos que se abrió tras la caída de la URSS. Se desarrollaron una serie de iniciativas de este tipo, incluyendo plataformas regionales como la Organización de Cooperación de Shanghái en Asia (2001) y ALBA en América Latina y el Caribe (2004), así como plataformas más globales, como IBSA o Diálogo India-Brasil-Sudáfrica (2003) y BRICS o Brasil-Rusia-India-China-Sudáfrica (2009). La 14ª Cumbre del Movimiento de Países No Alineados en La Habana en 2006 se enmarcó en torno al regionalismo y el multilateralismo. En la reunión de 2013 del BRICS, los líderes lanzaron la Declaración eThekwini, en la que se resumía el espíritu de esta apertura indicando su compromiso con “la promoción del derecho internacional, el multilateralismo y el papel central de las Naciones Unidas”, así como la necesidad de “esfuerzos regionales más eficaces” para acabar con los conflictos y promover el desarrollo.

El proyecto BRICS desarrolló un conjunto de propuestas para crear nuevas instituciones multilaterales que sustituyan las instituciones dominadas por Estados Unidos. Por ejemplo, se creo el Acuerdo de Reserva para Contingencias, para complementar al FMI con liquidez de corto plazo para países con problemas de divisas, y se formó un Banco BRICS como un desafío al Banco Mundial y al Banco Asiático de Desarrollo. Pero todo el proyecto BRICS tenía límites desde el comienzo: no pronunció ninguna una alternativa ideológica o de políticas públicas al neoliberalismo, carecía de instituciones independientes clave (hasta el Acuerdo de Reserva para Contingencias utilizaría los datos y análisis del FMI), y no tenía capacidad política o militar para contrarrestar la dominación militar estadounidense.

Los proyectos regionales como ALBA desarrollaron formas alternativas de integración que experimentaron con construir relaciones entre Estados y con nuevas instituciones. ALBA llevó a la creación de nuevas formaciones regionales, como la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR, 2004) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC, 2010) y creó un nuevo banco regional, el Banco del Sur, una nueva moneda virtual (Sucre), una nueva red de telecomunicaciones (anclada en TeleSur), y una nueva actitud de independencia hemisférica del poder estadounidense. Esto es precisamente por lo que EE. UU. gastó tiempo y dinero para debilitar muchos de los movimientos constituyentes de ALBA, como por ejemplo, en un golpe de Estado a la antigua en Honduras (2009) y un golpe por lawfare en Brasil (2016). Estos ataques contra la integración política y regional en Sudamérica, junto con la subordinación del hemisferio al poder estadounidense, han sido los rasgos que definen las políticas de Estados Unidos en la política caribeña y latinoamericana de los últimos dos siglos.

Las limitaciones internas del proyecto BRICS erosionaron su potencial cuando los acontecimientos políticos en India (2013) y Brasil (2016) llevaron a la derecha al poder. Ambos países subordinaron inmediatamente su política exterior a Washington, sin querer ser parte de ningún regionalismo o multilateralismo. Ya ni siquiera existe la posibilidad de un subimperialismo, como planteó Ruy Mauro Marini en 1965, ya que ahora esas partes de las élites en lugares como Brasil e India se contentan siendo los puestos de avanzada del Departamento de Estado estadounidense, más que impulsando una política propia en sus regiones.

La salida de Brasil e India de cualquier liderazgo efectivo del bloque BRICS vino junto con convulsiones políticas en Sudáfrica, donde el expresidente Jacob Zuma convirtió al partido Congreso Nacional Africano, que alguna vez fue un movimiento por la liberación nacional, en una cleptocracia represiva. Durante los últimos cinco años, el proyecto BRICS no ha adelantado ninguna agenda significativa, aunque la continuidad de su existencia como agrupación que incluye a las mayores economías en desarrollo del mundo tiene cierta importancia. A pesar de las diferencias, China, India y Rusia también han continuado cooperando en la Organización de Cooperación de Shanghái.

Es en este contexto que vemos el crecimiento del pacto entre China y Rusia, estimulado por los ataques de Estados Unidos y otras potencias occidentales y por el desgaste del bloque BRICS. Un gran abismo entre China y Rusia apareció durante la disputa sino-soviética a partir de 1956 y las tensiones entre los dos países continuaron persistiendo en los años inmediatos a la caída de la URSS, inicialmente con un Moscú dócil mirando hacia Occidente en busca de alianzas. Fue solo en 2008 que China y Rusia resolvieron finalmente una disputa fronteriza de larga data, abriendo el camino para los estrechos lazos del momento actual.

En este período, los formuladores de políticas de Estados Unidos trataron de acorralar a la debilitada Rusia en un proyecto para cercar a China. Occidente forzó la mano e intentó poner a Rusia de rodillas a través de la expansión de la OTAN en Europa del Este, rompiendo una promesa hecha durante la disolución de la República Democrática Alemana. El poderío ruso parecía destinado a agotarse totalmente cuando Occidente amenazó los únicos dos puertos en aguas cálidas de Rusia, en Sebastopol (Crimea) y Tartus (Siria). Un conjunto de nuevas medidas agresivas de Occidente contra Rusia, incluida su expulsión del G8 en 2014 y un duro régimen de sanciones establecido por Estados Unidos, atentó contra intereses vitales de Rusia, ofendió enormemente a la opinión pública nacional y empujó al país a un mayor alineamiento con China.

En 2009, el presidente de China, Xi Jinping, y el de Rusia, Vladimir Putin hablaron en el Foro Económico Internacional de San Petersburgo, una reunión anual de negocios establecida en 1997, cuyo alcance ha incluido cada vez más evaluar las relaciones de Rusia con Asia, así como con Occidente. Xi y Putin hablaron de los íntimos lazos entre sus dos países, enfatizando que los dos se habían reunido en persona por lo menos 30 veces desde 2013. Entre los numerosos acuerdos para aumentar el comercio, los dos líderes acordaron mejorar el intercambio bilateral utilizando el rublo y el yuan –en lugar del dólar– para conciliar los pagos transfronterizos. Este desaire no fue la única cosa que alarmó a Washington – también lo hizo el aumento de las ventas de armas entre los dos países, que vino acompañado de ejercicios militares conjuntos más frecuentes: en septiembre de 2018, un tercio de los soldados rusos participaron en los ejercicios de Vostok entre China y Rusia (The Economist, 2018). En octubre de 2020, cuando le preguntaron a Putin si Rusia y China formarían una “alianza militar”, el respondió: “No la necesitamos, pero, teóricamente, es muy posible imaginarla” (Isachenko, 2020).

Debilitar a Rusia en términos políticos y militares ciertamente ha sido parte de la expansión general hacia el este de la OTAN, pero China ha sido el principal objetivo económico para Estados Unidos y sus aliados. Especialmente hay gran ansiedad por los avances de las empresas chinas de alta tecnología que producen equipos de telecomunicaciones y software, robótica e inteligencia artificial, entre otras cosas. Una cosa es que China sea el taller del mundo, que sus trabajadorxs fueran contratadxs por empresas multinacionales mientras sus propias empresas permanecían en el sector de tecnología media; es otra cosa completamente diferente es que China se convierta en un productor tecnológico clave en el mundo. Esta es la razón por la cual el gobierno de Estados Unidos, empujado por las empresas de Silicon Valley, fue tras Huawei y ZTE. En abril de 2019, el Consejo de Innovación de la Defensa de Estados Unidos señaló:

El líder de 5G ganará cientos de miles de millones de dólares en ingresos en la próxima década, con una amplia creación de empleos en todo el sector de tecnología inalámbrica. 5G tiene el potencial de revolucionar también otras industrias. Tecnologías como los vehículos autónomos obtendrán enormes beneficios de la transferencia de datos más grande y más rápida. 5G también mejorará la Internet de las Cosas (IoT) al aumentar la cantidad y la velocidad del flujo de datos entre múltiples dispositivos y podría incluso reemplazar la red troncal de fibra óptica de la que dependen tantos hogares. El país que posea 5G será dueño de muchas de estas innovaciones y establecerá los estándares para el resto del mundo (Medin y Louie, 2019).

No parece que este país vaya a ser Estados Unidos. Incluso el Consejo de Innovación de la Defensa admite que ni AT&T ni Verizon podrán manufacturar la clase transmisores necesarios para los nuevos sistemas. Tampoco es probable que sean Suecia (Ericsson) o Finlandia (Nokia), respecto a quienes las empresas chinas están muy adelantadas. Esta es una grave amenaza para las perspectivas futuras de la economía de Estados Unidos, por lo que su gobierno ha utilizado todos los instrumentos para limitar el crecimiento de China.

Ninguna de las acusaciones, en gran medida falsas, contra las empresas chinas (robo de propiedad intelectual o erosión de la privacidad) ha detenido a lxs clientes de todo el mundo. Lo que ha detenido las perspectivas comerciales de estas empresas es la presión política directa de Estados Unidos sobre los gobiernos para contener o prohibir la entrada de Huawei y ZTE. Estados Unidos reconoce que el rápido crecimiento tecnológico de China es una amenaza generacional para su principal ventaja en las últimas décadas, a saber, su superioridad tecnológica. Estados Unidos ha utilizado todos los mecanismos a su alcance para prevenir el ascenso tecnológico de China, desde la presión diplomática hasta la militar, pero ninguno de ellos parece funcionar.

China, por el momento, está decidida. No está dispuesta a retroceder y desmantelar sus avances tecnológicos. Ninguna resolución es posible a menos que se reconozca la realidad: que China iguala o supera a Occidente en términos de su producción tecnológica en algunos sectores, que esta se va a extender gradualmente de forma más amplia y que no es algo que deba o pueda ser revertido por la guerra.

En 2001, el entonces vicepresidente de China, Hu Jintao, dijo que “la multipolaridad constituye una base importante de la política exterior de China” (People’s Daily, 2001). El país sigue comprometido con la multipolaridad, rechazando cualquier perspectiva de un “Siglo chino” a continuación del “Siglo estadounidense”. La posición china se refleja en algunos de los documentos estratégicos de Estados Unidos, como en el Informe de 2012 del Consejo Nacional de Inteligencia, que dice que “para 2030, ningún país —sea Estados Unidos, China o cualquier otro país grande— será una potencia hegemónica” (Consejo Nacional de Inteligencia, 2012). Lo que habrá en vez de ello, es una “difusión de poder”. Pero otros en la comunidad de análisis estratégico de Estados Unidos, como Richard N. Haass, el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, argumentan que si Estados Unidos no continúa con su “liderazgo” del orden mundial la alternativa “no es una era dominada por China o cualquier otro país, sino una época caótica en la que los problemas regionales y mundiales abruman la voluntad y la capacidad colectiva del mundo para enfrentarlos” (2008, 2013). La multipolaridad o el declive de la primacía estadounidense, afirma Haass, será un caos: “Los americanos no podrán prosperar en un mundo así” escribió Haass (2013). “Nuestra Edad Oscura fue demasiado, lo último que necesitamos es otra”. Tanto para liberales como Haass como para neofascistas como Trump, no hay sustituto para la primacía de Estados Unidos. Es la incapacidad de las élites estadounidenses de entender la inevitabilidad de un futuro multipolar lo que las lleva a nuevas guerras frías, peligrosas intervenciones militares y guerras híbridas de todo tipo.

Parte 3: Guerra híbrida

En 2015, Andrew Korybko publicó un libro fascinante traducido como Guerras híbridas. Revoluciones de colores y guerra no convencional. A través de una lectura de documentos militares estadounidenses públicos y filtrados, Korybko expuso las diversas estrategias utilizadas para derrocar gobiernos considerados como obstáculos para el poder de Estados Unidos. Korybko explica el objetivo de una guerra híbrida citando el documento de entrenamiento clasificado del Ejército de Estados Unidos, Special Forces Unconventional Warfare [Guerra no convencional de las Fuerzas Especiales]: “degradar el aparato de seguridad del gobierno (los elementos militares y policiales de poder nacional) hasta el punto de que el gobierno sea susceptible de ser derrotado”. El punto no es siempre necesariamente sustituir un gobierno hostil a Estados Unidos por uno que le sea favorable, “en el fondo”, escribe Korybko, “las guerras híbridas son caos gestionado” (2020). Un conflicto de baja intensidad que debilita gradualmente la resiliencia de un país y crea desorden en la región es quizá el objetivo de los tipos de conflictos que se persiguen a través de guerras de información y sanciones, dos elementos clave en la caja de herramientas de las guerras híbridas.

La guerra híbrida liderada por Estados Unidos se está desplegando con mayor ferocidad contra Irán y Venezuela, que se han visto debilitados por la guerra de información contra ellos y el caos en los mercados de petróleo. Lo que evita que estos países colapsen bajo la presión son los pozos de legitimidad que han sido excavados por sus propios procesos sociales y políticos. En Venezuela, por ejemplo, la permanente movilización popular de la gente tanto para las manifestaciones como para el trabajo práctico de reproducción social a escala comunitaria reafirma la legitimidad popular del proceso revolucionario. Las guerras híbridas no siempre tienen éxito, pero, aunque no lo tengan, amenazan los vínculos sociales básicos entre las personas.

Basándose en Korybko, y en una serie de documentos del gobierno estadounidense, aquí están cuatro de los aspectos más importantes de la estrategia de guerra híbrida:

Guerra de información. En 1989, William Lind, un autor que ayudó a desarrollar la teoría de la guerra de cuarta generación (un sinónimo de guerra híbrida), escribió que “las noticias televisivas pueden convertirse en un arma operativa más poderosa que las divisiones blindadas” (Lind, 2015). Controlar la información y definir a las personas y los acontecimientos determina la manera en que se entienden los conflictos. El control de la línea argumental es esencial, pero este control no puede ser visto como propaganda pura y dura. La narrativa se define tan cuidadosamente que todo lo que viene de uno de los “Estados delincuentes” se interpreta como falso y lo que Estados Unidos y sus aliados dicen se considera verdadero. Incluso cuando se hacen declaraciones falsas —como que Irak tenía armas de destrucción masiva— son tomadas como errores y no como falsedades.Se utilizan ideas racistas profundamente arraigadas para construir a ciertos líderes como dictadores —incluso genocidas—, mientras que los líderes occidentales que envían bombarderos para aniquilar ciudades son descritos como humanitarios. Este ejercicio básico de identificar a los líderes políticos es característico del poder de la guerra de información. Estados Unidos puede ser responsable por la muerte de más de un millón de personas en Irak, pero siempre va a ser Saddam Hussein —en lugar de George W. Bush— quien será considerado un criminal de guerra y por lo tanto merecedor de su horrible destino. Los musulmanes son siempre terroristas, los rusos siempre gánsteres y espías y el Estado que se considera adversario ya no está gobernado por un gobierno sino por un “régimen”. Afirmaciones tremendamente desequilibradas sobre violaciones de los derechos humanos se convierten en una herramienta central para deslegitimar la disidencia, ya sea por parte de Estados o de movimientos sociales. Hay una puerta giratoria entre Human Rights Watch, una organización creada por actores estadounidenses durante la Guerra Fría, y los funcionarios de relaciones exteriores del gobierno de Estados Unidos.

Guerra diplomática. Remover el representante legítimo de un país de un organismo multilateral es una manera de deslegitimar al gobierno de ese país. Estados Unidos sacó a Cuba de la OEA en 1962 como una forma de castigar a cualquier otro país que se opusiera a Estados Unidos. Pero Cuba no había invadido Estados Unidos, fue este último el que invadió Cuba en Bahía de Cochinos en 1961 y, según la Carta de la OEA, quien debía haber perdido su escaño en la institución era Estados Unidos. Pero como la OEA es un instrumento del poder estadounidense, fue expulsada Cuba. Expulsar al embajador, presionar a los aliados a hacer lo mismo, aislar al país en Naciones Unidas, todo esto es parte de los mecanismos efectivos de una guerra diplomática.

Guerra económica. Se imponen sanciones estadounidenses y sanciones secundarias a un adversario que debe luchar por romper con el embargo efectivo que se establece. Estas sanciones impiden que el país objeto de ellas utilice los canales financieros normales, incluyendo el sistema SWIFT y las redes bancarias internacionales, impiden importar bienes fundamentales, incluido el pago a empresas de transporte para el tránsito de los bienes que otros están perfectamente dispuestos a vender. Impiden también el acceso del país a sus cuentas bancarias en otros países e impiden el acceso a fondos de desarrollo claves ofrecidos por el Banco Mundial y a los fondos de emergencia ofrecidos por el FMI. En enero de 2019, cuando hubo un intento de golpe de Estado en Venezuela, el embajador Idriss Jazairy, Relator Especial de Naciones Unidas sobre el impacto negativo de medidas coercitivas unilaterales, dijo “estoy especialmente preocupado al escuchar informes de que estas sanciones están dirigidas a cambiar el gobierno de Venezuela. La coerción sea militar o económica nunca debe utilizarse para buscar un cambio de gobierno de un Estado soberano. El uso de sanciones por parte de potencias extranjeras para derrocar un gobierno electo es una violación de las normas del derecho internacional” (Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2019).

Guerra Política. El espectro completo de la guerra informativa y diplomática se utiliza para socavar la legitimidad política de un gobierno y poner en duda todo el sistema político vigente en el país bajo ataque. Los procesos electorales se describen como fraudulentos, se difama a lxs líderes políticxs, se utiliza el sistema legal contra líderes políticxs populares a través de un proceso conocido como lawfare; en definitiva, se busca erosionar la fe en todo el sistema político. Se proporcionan fondos a “grupos de oposición”, incluidas algunas organizaciones no gubernamentales que suelen ser instrumentos de las antiguas élites. La difícil situación creada por la guerra económica crea graves tensiones internas y la “oposición” culpa al gobierno por ellas en vez de a la guerra económica. El financiamiento y el apoyo político se ponen a disposición de la población insatisfecha que, bajo el peso de la guerra política, comienza a apoyar el cambio de régimen. Las redes sociales se convierten en un arma contra el gobierno, como se describe en Special Forces Unconventional Warfare, ya citado. Se trata de una “revolución de colores”, una revolución de astroturfing más que de las bases. Si hay acción policial contra los manifestantes, incluso para intervenir en movilizaciones que aterrorizan vecindarios de clase trabajadora y atacan físicamente a las personas, se muestra como autoritaria o incluso genocida. A continuación, clamores por “intervención humanitaria” comienzan a conducir a una intervención militar abierta de Estados Unidos. La Joint Vision 2020 [Visión Conjunta] de los Jefes de Estado Mayor de Estados Unidos sugiere que uno de los objetivos es promover el caos en la sociedad objetivo, a través de lo que se denominan “operaciones de información” (incluidas “operaciones psicológicas” y “ataques a redes informáticas”).

En una guerra híbrida, el agresor apunta a las vulnerabilidades de una sociedad a través de estos ámbitos de guerra no militar (informativo, diplomático, económico, político) y profundiza el caos mediante actos de sabotaje y amenazas de invasión. La presión crece en la sociedad atacada, que debe solicitar recursos de solidaridad y resistencia para evitar el colapso social y político total.

Entre las técnicas de guerra híbrida que Estados Unidos utiliza contra China están la retórica hostil contra el pueblo y el gobierno chinos, distorsiones sobre los acontecimientos en Hong Kong, Taiwan y Xinjiang, y la descripción de la pandemia del coronavirus como un “virus de China”. La evidencia es menos importante aquí que el uso de viejas ideas anticomunistas y racistas para demonizar a China. Pero estas técnicas no han tenido éxito dentro de China, donde la clase media —el objetivo de una “revolución de colores”— no tiene ningún apetito por derrocar al gobierno. Está contenta con la dirección del gobierno, ve que ha mejorado su nivel de vida y ha sido capaz —a diferencia de los gobiernos de Occidente— de hacer frente a la pandemia de coronavirus. Un estudio de la Universidad de Harvard, publicado en julio de 2020, muestra que el gobierno dirigido por el Partido Comunista de China ha aumentado su aprobación entre 2003 y 2016, en gran medida debido a los programas de bienestar social y a la lucha contra la corrupción impulsada tanto por el Partido Comunista de China como por el gobierno. La aprobación global se sitúa en 95,5% (Harsha, 2020).

La época de la dominación europea del planeta que comenzó en 1492 llegará a su fin. De hecho, estamos viendo cómo termina. Pero surgen preguntas importantes. No sabemos cuánto demorará el proceso, cuán efectiva y devastadora será la resistencia liderada por Estados Unidos o qué la reemplazará. Nuestra tarea es continuar en el presente la resistencia que derrotó a las potencias esclavistas en Haití en 1804, hasta que haya otra fecha que poner junto a 1492, la fecha en que la época de dominación del planeta por Europa y sus colonias llegue a su fin.

Referencias bibliográficas

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