CEPRID

COMO NACIÓ Y COMO MURIO EL “MARXISMO OCCIDENTAL”

Viernes 3 de diciembre de 2010 por CEPRID

Domenico Losurdo

CEPRID/Corriente Roja

Traducido del portugués por José Mª Fdez. Criado. Equipo de Traducción de Corriente Roja

¿Por qué, después de haber gozado de una extraordinaria fortuna en los años sesenta y setenta, el marxismo cayó en Occidente en una crisis tan profunda? Merece la pena tomar como punto de partida un debate de 1954 provocado por Norberto Bobbio. Aun insistiendo, con toda razón, en el carácter irrenunciable de la libertad “formal”, Bobbio anota a favor de los Estados socialistas, “haber iniciado una nueva fase de progreso civilizatorio en países políticamente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente democráticas, de democracia formal, como el sufragio universal y el carácter electivo de los cargos, y de democracia sustancial como la colectivización de los instrumentos de producción”. Sin embargo – es la conclusión crítica – el nuevo “Estado socialista” aún no ha sido capaz de trasladar a su seno el gobierno de la ley y los mecanismos garantistas liberales, aún no ha sido capaz de proceder a la “limitación del poder” ni de poner “una gota de aceite [liberal] en las máquinas de la revolución ya realizada”. Como puede verse, estamos lejos de las posiciones asumidas por el filósofo turinés en la última fase de su evolución, cuando se convierte, en un último análisis, en ideólogo de la guerra de Occidente; en 1954 aún son grandes la influencia del marxismo y el prestigio de los países que se reclaman del marxismo. En este momento Bobbio, juntamente con la “democracia formal”, teoriza también sobre una “democracia sustancial”; de hecho, expresa sobre los países socialistas un juicio que no es unívocamente negativo ni siquiera en lo que respecta a la “democracia formal”.

¿Cuáles son las reacciones de los intelectuales comunistas italianos? Para rechazar o atenuar las críticas dirigidas en primer lugar a la Unión Soviética, como justificación parcial del atraso, podrían haber aducido el estado de excepción permanente impuesto al país nacido de la revolución de Octubre y la amenaza de aniquilación nuclear que continuamente planeaba sobre él. Galvano della Volpe sigue sin embargo una estrategia absolutamente diferente, se centra en la celebración de la libertas maior (el desarrollo concreto de la individualidad garantizado por las condiciones materiales de vida). Así, por un lado, se devalúan las garantías jurídicas del Estado de derecho, implícitamente degradadas en libertas minor, y por otro, se acaba por validar la transfiguración que hace Bobbio de la tradición liberal como la adalid de la causa del disfrute universal por lo menos de los derechos civiles, de la libertad formal. Sin embargo, en 1954 aún está en pie el sistema colonial y dentro de su ámbito está claro que no se respeta ninguna libertad; en los mismos Estados Unidos, los negros continuaban siendo ampliamente excluidos de los derechos políticos y, muchas veces, hasta de los derechos civiles (en el Sur aún no había desaparecido el régimen de segregación racial y de la white supremacy). Muy empeñado en la celebración de la libertas maior, De la Volpe no se preocupa, o no es capaz, de llamar la atención sobre la difícil situación de Bobbio.

El hecho es que el marxismo occidental de aquellos años se caracteriza en buena medida por el menosprecio de la cuestión colonial. En 1961 Ernts Bloch publica Derecho natural y dignidad humana. Como se deduce ya del título, estamos muy lejos de la subestimación querida de Della Volpe de la libertas minor, al contrario, es explícita la reivindicación de la herencia de la tradición liberal, sometida sin embargo a una crítica que lamentablemente más parece una transfiguración. Bloch reprocha al liberalismo propugnar una “igualdad formal y apenas formal”. Y añade:”Para imponerse, el capitalismo sólo está interesado en la realización de una universalidad de reglamentación jurídica que todo lo abarca por igual”. Esta afirmación se puede leer en un libro cuya publicación es del mismo año en que en París la policía desencadenó una caza feroz contra los argelinos, ahogados en el Sena o muertos por apaleamiento; y todo a pleno día, es decir, delante de ciudadanos franceses que, bajo la protección del gobierno de la ley, asisten divertidos al espectáculo: ¡simplemente la “igualdad formal”! En la misma capital de un país capitalista y liberal vemos en acción una doble legislación, que entrega al arbitrio y al terror policial a un grupo étnico bien determinado. Si después tomamos en consideración las colonias y las semi-colonias y volvemos los ojos, por ejemplo, hacia Argelia o hacia Kenia o hacia Guatemala (un país formalmente libre pero de hecho bajo el protectorado estadounidense), vemos al estado dominante, capitalista y liberal, recurrir a gran escala y de modo sistemático a torturas, a campos de concentración y a prácticas genocidas contra los indígenas. De nada de esto hay señales ni en Bobbio, ni en Della Volpe, ni en Bloch.

Sin embargo, es precisamente en estos años cuando comienza a desarrollarse en los EUA la lucha de los afro-americanos. Es un asunto que atrae la atención de la China de Mao Zedong, y puede ser interesante comparar la toma de posición de dos personalidades tan diferentes entre sí. Si Bloch denuncia el carácter meramente “formal” de la igualdad liberal y capitalista, el dirigente comunista chino actúa de modo muy diferente. Ciertamente, subraya que los negros sufren una tasa claramente más alta de desempleo en relación a los blancos, son relegados a los sectores inferiores del mercado de trabajo y obligados a contentarse con salarios reducidos. Pero eso no es todo: Mao llama la atención hacia la violencia racista desencadenada por las autoridades del Sur y por las bandas toleradas o azuzadas por ellas y celebra “la lucha del pueblo negro americano contra la discriminación racial y por la libertad e igualdad de derechos”. Bloch critica la revolución burguesa por el hecho de “haber limitado la igualdad política”; en referencia a los afro-americanos, Mao recuerda que “la mayoría de ellos está privada del derecho al voto”.

Análogos tonos resuenan por Vietnam, donde se está desarrollando una gran lucha de liberación nacional dirigida por Ho Chi Minh, que ya en 1920 había acusado a la Tercera República Francesa en estos términos: “La llamada justicia indochina tiene dos pesos y dos medidas. Los annamitas no tienen las mismas garantías que los europeos y los europeizados”. No sólo son “vergonzosamente oprimidos y explotados”, sino también “horriblemente martirizados” y sufren “todas las atrocidades cometidas por los bandidos del capital”. Como puede verse en los textos aquí citados de Mao y de Ho Chi Minh no existe ni la devaluación, tan cara a Della Volpe, de la libertas minor, ni la ilusión (común, con modalidades diferentes, a Bobbio, Della Volpe y Bloch) de que el capitalismo y el liberalismo a pesar de todo garantizarían la igualdad “formal” o incluso la “igualdad política”. Como vemos en las denuncias de las macroscópicas cláusulas de exclusión de la libertad liberal, el marxismo “oriental” se compromete comprensivamente bastante más que el “occidental”.

Volvamos al debate provocado por Bobbio en 1954. Hay una intervención sensiblemente diferente a la de Della Volpe. La polémica con el filósofo turinés ahora se desarrolla así: “¿Cuándo y en qué medida fueron aplicados a los pueblos coloniales los principios liberales sobre los que se dice que se asienta el Estado inglés del s. XIX, modelo, creo, del régimen liberal perfecto para aquellos que piensan como Bobbio?”. La verdad es que la “doctrina liberal […] se basa en una bárbara discriminación entre los seres humanos”, que se extiende no sólo a las colonias sino también por la propia metrópoli, como lo demuestra el caso de los negros estadounidenses, “en una gran parte privados de derechos elementales, discriminados y perseguidos”. En esta toma de posición no hay ninguna degradación a libertas minor de la “libertad formal”, pero, al mismo tiempo, no se pierde de vista el hecho de que ha sido históricamente lo propio del Occidente liberal, negar su disfrute a ilimitadas masas de hombres. La intervención que acabamos de ver se debe a un autor hoy prácticamente olvidado, pero que responde al nombre de Palmiro Trogliatti, a la sazón secretario general del PCI.

2. En los años sesenta y setenta del siglo XX, una enorme contradicción caracteriza en Europa y en Estados Unidos a la izquierda de orientación marxista: las grandes manifestaciones a favor de Vietnam se entremezclan tranquilamente con el homenaje tributado a autores inclinados a considerar definitivamente superados los movimientos de liberación nacional. En 1966, en Dialéctica negativa, Adorno liquida la tesis hegeliana del “espíritu del pueblo”, o sea, del carácter esencial de la dimensión y de la cuestión nacional, por “reaccionaria” y regresiva, por estar afectada de “nacionalismo” y ser “provinciana en una época de conflictos mundiales y de la potencialidad de una organización mundial del mundo”. Es una toma de posición que a posteriori quitaba legitimidad a la guerra llevada por el Frente de Liberación Nacional de Argelia, un pueblo y un país indudablemente más provincianos, más atrasados y menos cosmopolitas que Francia contra la que se habían levantado. Sea como fuere, Adorno se colocaba en la imposibilidad de comprender las grandes luchas que entretanto se iban desarrollando delante de sus ojos, empezando por la llevada a cabo por el Frente de Liberación Nacional de Vietnam.

Veamos, por otra parte, cómo sobre este punto argumenta el “marxismo oriental”. Tres años después de la publicación de la Dialéctica negativa muere Ho Chi Minh. En su testamento, después de haber llamado a sus conciudadanos a la “lucha patriótica” y a la perseverancia en “la salvación de la patria”, en el plano personal traza este balance: “Durante toda mi vida, serví a mi patria con cuerpo y alma, serví a la revolución, serví al pueblo”. Por otro lado, ya en 1960, con ocasión de su septuagésimo aniversario, evocó así el dirigente vietnamita su trayectoria intelectual y política: “Al principio lo que me llevó a creer en Lenin y en la Tercera Internacional fue el patriotismo, no el comunismo”. Fueron sobre todo los llamamientos y los documentos que apoyaban y promovían la lucha de liberación de los pueblos coloniales, subrayando su derecho a constituirse como Estados nacionales independientes, los que le provocaron una gran emoción: “Las tesis de Lenin [sobre la cuestión nacional y colonial] despertaron en mí una gran conmoción, un enorme entusiasmo, una gran fe, y me ayudaron a ver claramente los problemas. Fue tan grande mi alegría que hasta lloré”. En lo que toca a Mao, basta pensar en la declaración que hizo en 1949, en las vísperas de la fundación de la República Popular China: “La nuestra nunca jamás volverá a ser una nación sometida al insulto y a la humillación. Pongámonos en pie. […] El tiempo en que el pueblo chino era considerado incivilizado terminó ahora”.

Se entiende bien el comportamiento de estos dos grandes revolucionarios. Detrás de ellos está la lección de Lenin que así había caracterizado al imperialismo: Se trata de un sistema en cuyo ámbito algunas, así dichas, “naciones modelo” se atribuyen a sí mismas “el privilegio exclusivo de la formación del Estado”, negándolo a los pueblos de las colonias; en efecto, unas “pocas naciones elegidas” pretenden construir su “bien-estar” y establecer su primacía en base al saqueo y a la dominación del resto de la humanidad. Pero en aquellos años el homenaje a Ho Chi Minh o a Mao o a Fidel, no estimulaba en modo alguno un distanciamiento del nihilismo nacional asimilado en la escuela del marxismo occidental. La razón profunda de esta actitud contradictoria será esclarecida de manera ejemplar, unos decenios más tarde, por Hartdt y Negri: “De India a Argelia, de Cuba a Vietnam, el Estado es el regalo envenenado de la libertad nacional”. Sí, los palestinos pueden contar con nuestra simpatía, pero a partir del momento en que se “institucionalicen”, ya no se puede estar a “su lado”. El hecho es que “desde el momento en que la nación empieza a formarse y se convierte en un estado soberano, se pierden sus funciones progresistas”. O sea, sólo se puede simpatizar con los vietnamitas, con los palestinos o con otros pueblos, mientras están oprimidos y humillados; ¡sólo se puede apoyar una lucha de liberación nacional en la medida en que no deje de ser derrotada!

3. En este clima espiritual y político, la cultura de orientación marxista empieza a ser arrebatada y vuelta del revés por autores y corrientes de pensamiento que sin embargo deberían ser vistos con una cierta distancia crítica. Irrumpe con fuerza Foucault con su análisis de la penetración o de la omnipresencia del poder no sólo en las instituciones y en las relaciones sociales, sino incluso en el dispositivo conceptual. Es un discurso que fascina por su radicalismo y que además permite ajustar cuentas con el poder y la ideocracia como fundamento del “socialismo real”, cuya crisis se manifiesta cada vez con mayor nitidez. En realidad, el radicalismo no es sólo aparente, como se ve en su contrario. El gesto de condena de todas las relaciones de poder, es decir, de todas las formas de poder tanto en el ámbito de las sociedades como en el discurso sobre la sociedad, hace problemática o imposible la “negación determinada”, la negación de un “contenido determinado” que, hegelianamente, es el presupuesto de transformación de la sociedad, el presupuesto de la revolución. Además, este esfuerzo de identificación y desmitificación del dominio en todas sus formas revela lagunas sorprendentes justamente donde el dominio se manifiesta en toda su brutalidad: sí, bastante escasa o inexistente es la atención reservada a la denominación colonial.

Se puede ir más lejos: el colonialismo y la ideología colonial están en gran medida ausentes en la historia que Foucault reconstruye del mundo moderno y contemporáneo. A juzgar por ella, la “aparición del racismo de Estado [se debe situar] en los inicios del siglo XX”. De desmentir esta cronología se ocuparon con muy dilatada anticipación los abolicionistas que ya en el siglo XIX quemaban en la plaza pública la Constitución americana, etiquetada como un pacto con el diablo por el hecho de consagrar la esclavitud racial. Si no lo hizo en la historia de los Estados Unidos, Foucault podría haberse concentrado en la historia de la Confederación secesionista o la de Sudáfrica, o bien podía haber hecho una consideración de carácter general: si analizamos los países capitalistas junto con las colonias por ellos poseídas, podemos fácilmente darnos cuenta de que el fenómeno denunciado por Ho Chi Minh en relación a Indochina, tiene un carácter general: estamos en presencia de una doble legislación, una para la raza de los conquistadores y otra para la raza de los conquistados. En este sentido, el Estado racial acompañaba como una sombra la historia del colonialismo en su conjunto; solamente que este fenómeno se presenta con mayor evidencia en Estados Unidos debido a la contigüidad espacial en que viven las diferentes razas. Por otra parte, cuando en 1976 el autor francés se pone a buscar otra realidad equiparable al Tercer Reich bajo la bandera del “racismo de Estado”, sólo consigue identificarla en la Unión Soviética, el país que desde su fundación desempeñó un papel decisivo en la promoción de la emancipación de los pueblos coloniales y que en 1976 aún estaba en el primer plano en la denuncia de la política anti-negra que se llevaba a cabo en Sudáfrica.

Se ha constatado cómo Foucault tiene una considerable influencia sobre Antonio Negri. Y tanto… En nuestros días, autorizados especialistas estadounidenses de orientación liberal describen la historia de su país como la historia de una Herrenvolk democracy, esto es, de una democracia válida sólo para el Herrenvolk (es significativo el recurso a un lenguaje tan caro a Hitler), para el “pueblo de los señores” y que, por otro lado, no duda en esclavizar a los negros y eliminar a los pieles rojas de la faz de la tierra. Imperio, por el contrario, habla en tono escrupuloso de una “democracia americana” que rompe con la “visión transcendente” del poder, propia de la tradición europea.

Llegados a este punto, propongo una especie de experiencia intelectual o, si quieren, de juego. Comparemos dos fragmentos de dos autores, sensiblemente diferentes entre sí, pero ambos empeñados en contraponer positivamente a Estados Unidos con relación a Europa. El primero celebra la “experiencia americana”, subrayando “la diferencia entre una nación concebida en la libertad y fervorosa del principio de que todos los hombres fueron criados iguales, y las naciones del viejo continente que ciertamente no fueron concebidas en la libertad”. Veamos ahora el segundo: “¿Qué fue la democracia americana sino una democracia asentada en el éxodo, en valores afirmativos y no dialécticos, en el pluralismo y la libertad? Estos mismos valores – junto con la idea de la nueva frontera – ¿no alimentarían constantemente el movimiento expansivo de su fundamento democrático, más allá de las abstracciones de la nación, de la etnia y de la religión? […] Cuando Hanna Arendt escribía que la Revolución americana era superior a la francesa dado que la Revolución americana se debía entender como una búsqueda sin fin de la libertad política, mientras que la Revolución francesa había sido una lucha limitada en torno a la escasez y a la desigualdad, exaltaba un ideal de libertad que los europeos habían perdido pero que iba a ganar terreno en Estados Unidos”.

¿Cuál de lo los dos fragmentos aquí citados es más encomiástico? Es difícil decirlo, si bien el segundo parece más inspirado y más lírico; se debe a pluma de Negri (y de Hardt). En cuanto al primero, es de Leo Strauss, ¡el autor de referencia de los neoconservadores americanos!


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