Los hechos de estos últimos meses han desmentido algunas de las interpretaciones más extendidas en gran parte de la izquierda sobre el movimiento catalán independentista.
Empezando por la lectura del conflicto como de un asunto entre burguesía catalana y burguesía española. Este planteamiento ha revelado, entre otros, unas insuficiencias teóricas lastimosas al definir de una manera casi caricaturesca la composición de clase de nuestras sociedades. Resulta en efecto bastante frívolo colocar en el mismo plano, por un lado a sectores de la pequeña y mediana empresa, algunos ámbitos de profesiones liberales, o incluso gestores de capitales ajenos (que son los que parcialmente han dado apoyo al «proceso»), y por el otro a la gran banca (catalana incluida), las empresas del Ibex 35 (catalanas incluidas) y las multinacionales europeas y americanas. Sin especificar además en qué terrenos y de qué forma se enfrontarían los intereses de uno y otro sector del capital.
Esta posición que se ha ido matizando hasta desaparecer después de la espantà generalizada, con la fuga de sedes de miles de empresas a Madrid o hacia otros lugares considerados más hospitalarios y estables por el capital transnacional. O de las decenas de comunicados contra cualquier posible desestabilización del marco actual de patronales, entramados de poderes económicos diversos o incluso entidades que aglutinan la flor y nata de las élites locales, como el Círculo Ecuestre.
Se ha mantenido en cambio, una segunda tesis: el movimiento independentista ha representado una cortina de humo que ha impedido el avance de las luchas realmente sociales. En la dimensión institucional las elecciones autonómicas impuestas por el régimen vía 155, habrían demostrado que el independentismo –según sus detractores– se inclinaba decididamente a la derecha, provocando al mismo tiempo el avance triunfal de Ciudadanos. El hecho que la lista de Puigdemont sacara mayoría dentro del bloque soberanista en realidad no puede compararse con el avance de Ciudadanos, por la simple razón que un voto respondía a una voluntad de manifestar el rechazo al golpe llevado a cabo por las estructuras del estado contra una demanda popular, mientras que el otro invocaba un patriotismo nacionalista con tintes coloniales y de mantenimiento del estatus quo.
En efecto, paralelamente a la movilización social por la ruptura del régimen del 78, mediante el ataque al principio incuestionable de unidad de España, ha seguido habiendo, en Cataluña, una intensa presencia de luchas sociales: se ha creado un sindicato de inquilinos para reaccionar a la problemática de la subida descontrolada de los alquileres y la consiguiente expulsión de vecinos de muchos barrios, la PAH no ha dejado de parar desahucios, profesorado y estudiantes han mantenido su defensa de un modelo de escuela pública y catalana, se ha extendido la oposición a la gentrificación de las ciudades, han aumentado de intensidad las voces y sectores críticos con la industria turística como productora de precariedad laboral y de políticas especulativas, ha habido luchas en defensa del territorio, huelgas de nuevas figuras de trabajadores precarios (mensajeros, Kellys), de defensa del puesto de trabajo en fábricas, han resurgido movimientos por la gratuidad del transporte público, se han propuesto boicots a la gran banca, ha crecido de forma notable la adhesión al modelo cooperativo en campos como la alimentación, la distribución de energía, las finanzas, la vivienda, la telefonía, se han ampliado respuestas a las distintas formas de marginación social, contra la pobreza energética y por el derecho universal a los servicios básicos, ha habido la mayor manifestación europea reclamando la acogida de refugiados, se han hecho campañas por la retirada de símbolos del pasado esclavista de la ciudad, son activos muchos colectivos antirracistas, por la abolición de los CIE y un largo etcétera que, en el momento en que escribo ha culminado en la gran manifestación y huelga feminista y la protesta masiva por unas pensiones dignas. Sin hablar obviamente de la amplia resistencia popular al autoritarismo de estado y al retorno de prácticas, organizaciones y discursos fascistas.
Es decir: sin atreverme a afirmar que el movimiento por la independencia haya favorecido y estimulado el crecimiento de la conflictividad de clase, sí que puedo decir que el «proceso» no ha representado impedimento alguno a la aparición de toda clase de luchas laborales y sociales.
Que se compare si no la situación en otros lugares del estado y en el resto de Europa occidental.
El tercer gran dogma-anatema lanzado contra el independentismo ha sido y es la no implicación o incluso oposición que el proyecto de separación del estado español ha encontrado entre las clases populares. Esta afirmación, sin un razonamiento previo sobre los cambios que en los antiguos barrios obreros del cinturón rojo de Barcelona se han producido en estas décadas, se queda en simple demagogia.
Todas las grandes movilizaciones sociales (contra la guerra –cuando en las asambleas los sindicalistas decían que no podían convocar huelga porqué la gente no la habría seguido–, por los refugiados y contra el racismo, el 15M) así como gran parte de la iniciativas sociales (pobreza energética, defensa del territorio) no han sido desde luego protagonizadas en época reciente, ni aquí ni en ningún otro lugar, por la que sigue considerándose clase obrera (ergo sujeto revolucionario) por el simple hecho de habitar en los mismo barrios que vieron las grandes luchas de los años 70. No es mi intención ni siquiera esbozar un examen de la composición de lo que definimos clases populares, que abarcan, al lado de una ya minoritaria clase trabajadora que conserva parcialmente sus capacidades de movilización, auto organización y lucha, amplios sectores de pequeña burguesía de barrio de casita adosada, de funcionarios jubilados o sin jubilar o de sub-proletariado dependiente de ayuda y servicios sociales. Sin embargo se trata en mi opinión de una tarea necesaria y urgente, ya que seguir analizando lo que pasa a nuestro alrededor tomando como vara de medir el comportamiento de las organizaciones y colectivos de una clase congelada en su fotografía de hace 40 años nos lleva a muchas equivocaciones.
La parte de estos barrios que conserva su tradición de lucha y compromiso o bien participa de la demanda «separatista» o bien se ha movilizado en las grandes ocasiones al lado del independentismo: el 1O y al menos en la primera huelga general (definida de forma oportunista por los sectores neo convergentes «parada de país») fueron muchísimos los activistas de los barrios populares que se movilizaron en defensa de las urnas o rechazando la ocupación y agresión militar lanzada por el estado contra gran parte del pueblo catalán. Y en gran medida se debe a su presencia e iniciativa, que en organizaciones y partidos de izquierda independentista se haya consolidado la conciencia de la inextricabilidad entre objetivos de rotura con el estado y de transformación radical de la sociedad.
Cuarto lugar común (compartido con la derecha ciudadanista y socialista): el proceso no ha mejorado las condiciones de las clases populares. Esta posición, socialdemócrata y paternalista cuando se viste de izquierdosa, que ve en las clases populares un objeto de políticas redistributivas (paliativas del malestar social), ha fracasado en las urnas y en la movilización social. El eslogan «prioricemos la política de las necesidades» no suscita entusiasmo, tal vez porque es más que evidente que hace referencia a un reparto de la miseria, de las migajas del festín capitalista.
El conflicto de base independentista no ha mejorado las condiciones cada vez menos dignas de vida de los sectores populares de la sociedad catalana, sin embargo ha devuelto al ámbito de la política algo que las políticas de la izquierda -tanto institucional como movimentista- había abandonado desde hacía tiempo: los valores, los referentes éticos necesarios para emprender cualquier cambio social significativo. La gente no está mejor materialmente hoy de lo que estaba hace dos años, y no sólo por la derrota del proyecto independentista, obviamente, pero tampoco peor, tal como ocurre en el conjunto del mundo capitalista occidental. Sin embargo aquí hay conflicto y nadie habla de rendición.
Recientemente, a las anteriores se ha añadido otra acusación: la de ser un despertador.
Pablo Iglesias dixit, el procés habría provocado el despertar de la bestia fascista, con grupos de neonazis y partidos racistas y ultraderechistas saliendo a la calle sin tapujos y de forma bastante masiva, sin abandonar y más bien intensificando sus habituales cacerías de antisistema, migrantes o «rojos».
Para otros el bello durmiente era el nacionalismo español, con su renovada y masiva profusión de símbolos y de la idea de defensa de la patria (de su integridad en este caso) y con una otro tanto vehemente reivindicación de la identidad, que obviamente coincide con la definida a lo largo del tiempo por las clases dominantes.
Y para muchos también ha de atribuirse al proceso una regresión pre democrática de los distintos aparatos del estado.
En definitiva, se le reprocha al independentismo catalán haber gritado aquello de «el rey está desnudo».
Estas acusaciones llevan a su pesar implícito el reconocimiento de un mérito: pocas veces en la historia reciente un movimiento ha conseguido, con costes de sangre limitados, poner al desnudo las contradicciones políticas de un estado y sus aparatos de dominación en un contexto de democracia parlamentaria capitalista. La respuesta a una amplia y pacífica demanda popular ha sido y es la fuerza, contradicción que al menos en Catalunya buena parte de la sociedad constata y contra la cual se organiza y resiste.
Es cierto, sin embargo, que bajo los embates de la represión (presos, exiliados, un millar de encausados, más de 1000 heridos el 1O, agresiones casi a diario, censura, despidos, alcaldes enjuiciados, amenazas) y a pesar de la mayoría que en condiciones de más que dudosa libertad (la junta electoral actuó como auténtico órgano de censura a las órdenes del bloque del 155 durante toda la campaña) que consiguieron JxC, ERC y CUP, el frente institucional del movimiento independentista parece bloqueado. Con la Generalitat intervenida y la permanente amenaza de 155, guardia civil y tribunales parece muy improbable que pueda reactivarse algo parecido al “progresismo mágico”: la ola que pretendía acabar vía república independiente con el régimen del 78 parece haberse estrellado contra el dique de un aparato estatal granítico y que cuenta con un amplio apoyo ciudadano, incluso en Cataluña.
Hay muchas interpretaciones, y también autocrítica, en los medios de los distintos independentismos. En mi opinión el pecado original reside en la obstinación en querer delegar al ámbito institucional la dirección del procés. Con la consiguiente legitimación de unos partidos e incluso instituciones como los mossos d’esquadra que sólo podían acabar siendo obstáculos en la consecución de objetivos de emancipación.
La decisión tomada en su momento por los dirigentes de las grandes asociaciones como ANC y Ómnium de depositar el mandato colectivo en manos de «nuestras instituciones» se ha traducido hoy en desconcierto y desmovilización.
La falta de una estrategia desde abajo, también debida a la ausencia en el debate de las izquierdas «comunes», y las contradicciones en los mundos libertarios –donde bajo el paraguas de la negación de todo estado se oculta demasiadas veces la normalización del estado existente y real– está pasando factura, dejando las masas de gente movilizada al largo de estos años a la merced de los vaivenes de negociaciones partidistas que ya poco tienen de rupturista.
Sin embargo, han sido muchísimos los elementos que permiten valorar toda esta fase como un periodo de profundización de las contradicciones del sistema y de creación de una conciencia difusa de rechazo a la opresión… en todos los campos.
En efecto, aunque de manera bastante confusa y caótica –en gran parte debido al clima de temor instaurado por la ocupación político/judicial del país– los debates en las agregaciones de base, empezando por los CDR y también en buena parte de ANC, ERC, obviamente la CUP y otras organizaciones, vierten alrededor de la necesidad de articular con la idea de República catalana todo el conjunto de reivindicaciones sociales, en un marco de búsqueda de nuevas formas de participación y decisión de corte radicalmente democrático (proceso constituyente, protagonismo de los ámbitos de movilización barrial).
De hecho, el independentismo popular ha logrado unos hitos que representan modestas pero importantes conquistas en un camino de emancipación de las estructura de gestión y control estatal.
Empezando por el sorprendente desafío del 1 de octubre en el que se volcó casi la mitad de la población de Cataluña en defensa de su derecho a decidir: fueron la fuerza e inteligencia colectivas las que pusieron en jaque a todas las fuerzas represivas del estado. Las huelgas del 3 de octubre y del 8 de noviembre por su lado demostraron que la auto organización desde abajo podía paralizar la economía de un país aún sin contar con las grandes organizaciones sindicales. Acontecimientos impactantes al igual que el primer gran escrache sufrido por la monarquía, que se añaden a la búsqueda de alianzas con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, a la urgencia de plantar cara colectivamente al fascismo viejo y nuevo, a la recuperación y defensa de la memoria histórica y a la construcción de prácticas y estructuras antirepresivas.
El legado de esta fase son las centenares de asambleas de los CDR repartidas por todo el territorio en las que se plantea, junto a la resistencia a este nuevo capítulo de la ocupación españolista, la construcción de una sociedad feminista, antirracista, más libre y democrática, más participativa, solidaria con los demás pueblos de España y del mundo (jornadas With Catalunya, iniciativas en solidaridad con el pueblo de Murcia reprimido por la policía nacional, solidaridad internacionalista). Como decía un compañero de un CDR «No estamos en este fregado para tener un país como los demás. La nueva República debe ser un paraguas que enlaza y dota de sentido estratégico la multitud de luchas que buscan mejorar la vida de la gente, hasta crear un país más justo y libre.»
Sigue habiendo, por supuesto, un independentismo más conformista, que coincide en gran parte con los sectores en los que cunde actualmente el espíritu de derrota y la voluntad de repliegue. Un independentismo de clase media acomodada que simplemente pretendía aflojar un marco institucional que apretaba demasiado. Pero la fuerza disruptiva del otro independentismo, el que ha visto en esta confluencia de intereses una oportunidad histórica de acabar con el régimen del 78, de poner el dedo en la llaga de una Unión Europea en crisis de legitimidad frente a sus pueblos y de eficiencia frente a los intereses del capital transnacional, es la que ha espantado y espanta al establishment, poniendo al desnudo las prioridades de los partidos mayoritarios en el estado.
LA IZQUIERDA
Tal vez sea oportuno, en este momento y a la luz de lo que ha ocurrido y está ocurriendo, pasarle el micrófono a otros sujetos políticos para preguntarles qué clase de alternativas proponen en substitución de las planteadas en Cataluña para acabar con aparatos de dominación heredados del franquismo, superar los diktats del capital transnacional, especulativo y del caciquismo autóctono, para desarmar fuerzas y cuerpos armados y de seguridad que han demostrado esmero en el cumplimiento de su cometido de acalladores de la protesta social.
Preguntarles a qué sectores sociales apelan en su proyecto de modificación radical de lo existente, a qué clase de auto organización social aluden cuando hablan de democracia (más) directa.
O que tipo de valores invocan en su propuesta de construcción de un orden nuevo.
De momento lo que se está viendo en el variado mundo alternativo, socialdemócrata o radical, es una ausencia absoluta de autocrítica por la oposición mostrada hacia el independentismo catalán, casi siempre alineándose argumentalmente con la demagogia manipuladora y patriótica de las derechas representada por el tripartido PPSOEC’s.
Con perceptible alivio la mayoría de la izquierda española ha acogido la aparición de la marea pensionista o la jornada multitudinaria del 8 de marzo, olvidando de repente todas las consideraciones sobre interclasismo, manipulación partidista, vaguedad de objetivos o egoísmo sectorial, que abundaban en los análisis sobre el movimiento secesionista.
Rechazando las ideas de república feminista, de impugnación del régimen del 78, vuelven con comodidad al redil de la protesta dirigida a interlocutores considerados implícitamente legítimos, de acuerdo con unas reglas del juego que no se ponen en entredicho.
También ésta podría considerarse una aportación del independentismo al crecimiento y maduración de la cultura política del conjunto de las izquierdas españolas: enseñarles un espejo.
Rolando d’Alessandro
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