Vidas paralelas

A caballo entre el siglo I y el II de nuestra era, el griego Plutarco escribió una obra que, con el título de «Vidas paralelas», establecía una serie de comparaciones -paralelismos- entre personajes griegos y romanos. En el presente escrito trataré, también, de hacer una comparativa; en este caso, no entre individuos concretos, sino entre dos formas de comprender la vida en sociedad. De una de ellas, añado, resulta una suerte de escisión: la facultad o condición de vivir dos vidas en paralelo.

La cotidianidad en la sociedad occidental contemporánea está determinada por una serie de consensos poco o nada discutidos: la residencia ampliamente mayoritaria en ciudades, la delegación de la educación infantil en funcionarios estatales (o paraestatales) o el rápido aprovechamiento y disfrute de toda novedad tecnológica. Se podrían citar unos cuantos más. Otro de esos consensos -realidades fuera de toda discusión, como digo- consiste en que sea siempre el dinero el vehículo necesario e insustituible para obtener los recursos que posibilitan la subsistencia. Dinero al que se accede merced a diversas fórmulas: algunas personas de la sociedad poseen el dinero como producto de una acumulación anterior o de la especulación que posibilita en ciertos casos el sistema capitalista -los ricos rentistas-, por una apropiación de la plusvalía del trabajo ajeno -los empresarios- o por benéfica atención del estado de bienestar -pensionistas, personas desempleadas…-, pero lo común es que una persona adulta «trabaje» para poder tener dinero. Hay quienes trabajan vendiendo (intermediando con ganancia la mayor parte de las veces) productos u ofreciendo servicios, pero lo habitual -cada vez en mayor medida- es que el trabajo lo sea por cuenta ajena, a cambio de un salario. Que tal realidad sea así, es lo que provoca que tantas y tantas personas acaben viviendo dos vidas en paralelo: la del trabajo y la del tiempo libre, la que es comprendida como penosa obligación y la que se entiende como feliz liberación, la mala y la buena.

Aunque hoy día, presa la imaginación por este consenso en concreto, cueste pensarlo, tal cosa no fue siempre así. Historiadores y antropólogos nos dan cuenta de otras sociedades, anteriores y/o «paralelas» al modelo que conocemos determinado por el capitalismo, en las que no se disociaba «vida» y trabajo. Sociedades basadas en la satisfacción inmediata y directa de las necesidades y no en la economía de mercado. En la interdependencia y la colaboración de la familia extensa y el clan para la obtención y gestión de los recursos y no en la competencia entre individuos. Puede parecer mentira, pero este modelo -en sus diversos formatos- fue el predominante a nivel planetario, incluyendo Europa, hasta hace bien poco, décadas en algunos casos. El sistema socioeconómico agrario preindustrial o poco maquinizado, minifundista, de propiedad aun no concentrada, es una realidad que, en muchas zonas del estado español, nos queda a tiro de piedra, apenas a una generación o dos. Y de hecho, todavía existen culturas así en muchos lugares del mundo.

En este tipo de pequeñas sociedades, digamos, autárquicas o -más o menos- autosuficientes, a diferencia de la nuestra, el trabajo no se concebía como una especie de maldición bíblica a evitar a toda costa. En muchos casos ni siquiera existía una estructura mental o un vocablo paralelo al que nosotros empleamos para nombrar el trabajo como una actividad diferenciada. Sembrar, recolectar, lavar, pastorear, reparar el tejado, partir leña, asistir a las personas dependientes, amamantar, hacer el pan, tejer la ropa o fabricar herramientas podrían resultar actividades no siempre agradables -penosas en ocasiones- pero eran prácticamente indiferenciables de cualquier otra, como comer, bañarse, visitar a un pariente o asistir a una liturgia religiosa. Todo eso, simplemente, era «vivir».

Es la nueva matriz mercantil que emerge en distintos tiempos y lugares, la concepción de la economía en términos de compraventa, del valor de las cosas en dinero -una abstracción manipulable al fin y al cabo- y no en su utilidad directa intercambiable, la que quiebra este tipo de vida unitaria a la par que destruye las relaciones sociales que le servían de base. El nuevo poder capitalista no pretende -al menos en Occidente- esclavizar a los individuos como se hacía en la antigüedad, pero sí arrebatarles una parte de su tiempo, de su vida en definitiva, la cual, en cuanto a su función económica, dejará de estar fundamentalmente dedicada a la mera obtención del sustento en condiciones de soberanía y se dirigirá a la «producción» con fines acumulativos, para instancias ajenas, en un contexto de mercado. Murray Bookchin lo describe de la siguiente manera: «Malinterpretamos gravemente el papel históricamente destructivo del capitalismo si no advertimos que subvirtió una dimensión más fundamental del orden social tradicional: la integridad de la comunidad humana. Una vez que las relaciones de mercado -y su reducción de las relaciones entre individuos a las de comprador/vendedor- reemplazaron a la familia extensa, a la cofradía y a su red mutualista de asociaciones; una vez que el hogar y el lugar de producción fueron disociados, incluso hasta llegar a ser antagónicos, poniendo a la agricultura en contra de la artesanía y a la artesanía en contra de la fábrica; y por último, una vez que ciudad y campo entraron en rápida oposición uno con otro; entonces todo refugio orgánico y humanista a salvo de un mundo mecanizado y racionalizado fue colonizado por una red impersonal, monádica y alienada de relaciones. La comunidad empezó a desaparecer. El capitalismo invadió y sojuzgó áreas de la vida social que ninguno de los grandes imperios del pasado había podido penetrar.» (1).

El dinero que en dicha situación se entrega a la persona trabajadora a cambio de su tiempo no le compensa en absoluto por su pérdida. En primer lugar por el hecho altamente significativo, de gigantescas implicaciones para la vida de las personas afectadas, de que la relación complementaria entre el individuo, el grupo y el medio ha quedado definitivamente rota. La soberanía, de esta manera, ha desaparecido. Además, atendiendo a lo concreto, dado que hay un «beneficio» que queda en manos de un tercero, ni siquiera hay equivalencia entre el dinero recibido y la utilidad de los bienes materiales que la persona obtenía antes, directamente, con su esfuerzo. En el nuevo escenario, de la misma manera que el trabajo pierde su sentido objetivo -puesto que ya no se realiza para obtener un recurso directamente necesario para la propia persona trabajadora y su familia-, el dinero, a su vez, se convierte en un fetiche: la permanente invitación e ilusión de poder adquirir con él, hagan falta o no, todo tipo de objetos que se desean en el seno de una nueva sociedad de mercado, afirmada en relaciones que tienen a la «mercancía», y no a la persona o al grupo, como máxima referencia.

La distinción expuesta entre la persona que realiza el esfuerzo y aquella otra que se beneficia de su producto, como es sabido, está en la base de la teoría de Marx sobre «alienación»: cuando el capitalismo de mercado evolucionó hacia la implantación masiva de la llamada «división del trabajo», el esfuerzo del asalariado llegó a alcanzar un sinsentido tal que le hizo desconocer cabalmente qué bien concreto -terminado- estaba contribuyendo a producir. Por su parte, para el capitalista el trabajador venía a ser una mera herramienta -la fuerza de trabajo- y no un ser humano; mensurable en dinero, «instrumento» útil para fabricar más dinero. De ello, es obvio, no puede resultar otra cosa que una fuerte despersonalización: la vida del trabajador se transmite al objeto (o al servicio); cuanto más trabaja, más de su propia vida le traspasa. Claro motivo para la duda existencial y la infelicidad, más allá de otras consideraciones de tipo material que pueden hacerse. «Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción como pasión, la fuerza como impotencia, la generación como castración, la propia energía física y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él. (…) En su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí»(2). Dos vidas, como se viene diciendo. Podemos afirmar que estas líneas de Marx conservan plena vigencia. Así, el divorcio entre lo que sería «el trabajo» ejercido en las condiciones expuestas y el resto de la vida nos convierte finalmente en seres duales, personas que comparten dos vidas: la que se entrega a la necesidad de conseguir dinero y la otra, la que -de alguna manera, puesto que no somos personas soberanas en ningún aspecto- nos permiten «tener». Y no es especialmente difícil inferir que esta situación de esquizofrenia -no por casi universal y por poco consciente menos real-, unida a las condiciones alienantes del trabajo en el contexto capitalista, produce la necesidad de la «evasión» en el tiempo libre. Evasión procurada, en no pocos casos, mediante la búsqueda compulsiva del ocio hedonista. Los efectos embrutecedores de «la taberna» en tiempos de la Revolución Industrial tenían no poco que ver con jornadas de trabajo extenuantes y deshumanizadoras. Hoy, puede decirse, a pesar de que la explotación laboral, en general, no alcanza tales cotas, el paradigma de ocio no ha variado en exceso, si bien se actualiza en expresiones más sofisticadas.

En la no-vida que consiste en entregar el propio tiempo al trabajo se trata de que ese tiempo, cada día, transcurra con rapidez. A nivel general, el objetivo es lograr un «puesto»lo más descansado posible, con la jornada más corta, las más largas vacaciones, que, además, esté valorado socialmente, que no sea excesivamente monótono, que proporcione, a poder ser, algún incentivo o divertimento intelectual, alguna meta a lograr, y -sobre todo- que remunere con cuanto más dinero mejor. Muy importante esto último, ya que es el dinero, la potencialidad de consumir en el fascinador mercado capitalista, la principal clave de la existencia de los habitantes actuales de Occidente. De hecho hay -y no son pocos- quienes renuncian a la posibilidad de jornadas más reducidas a fin de autoexplotarse o dejarse explotar para poder obtener la cantidad de dinero que -inteligen- les proporcionará una vida social más «exitosa». No ha de extrañar que en la asignatura de «Formación y orientación laboral» para jóvenes alumnos de enseñanza media, se estudie -en qué buena formación preventiva instruye el capital a sus nuevos trabajadores- el burnout, el «síndrome del trabajador quemado». A causa de todas estas motivaciones se desemboca en otra dualidad o escisión vital: la que establece la necesaria obligación de dedicar numerosos años de la vida joven, incluso adulta, a «prepararse» para poder «competir» por un acceso ventajoso al «mercado» laboral (la persona trabajadora, recordemos, es una mercancía más). Circunstancia ésta que define a las mil maravillas dos cosas: el nivel de abundancia material de una sociedad y un sistema económico que puede permitirse el lujo de prescindir de buena parte de su población activa en un periodo vital óptimo de la misma, proveyéndola en todas sus necesidades, reales e inducidas y, también, el grado de dependencia -falta de soberanía y situación de vulnerabilidad- de las personas trabajadoras, o aspirantes a ello, frente a sus empleadores potenciales o reales.

Y de todos modos, guste más o guste menos el empleo que cada cual «tiene» (o «mantiene»), se desempeñe en condiciones más y menos ventajosas, por todo lo dicho antes y más que cabría añadir, el trabajo por cuenta ajena, per se, supone siempre cierta desposesión de sí. Por ello la atención preferente de la persona trabajadora se focaliza hacia su otra vida (3), la que tiene cuando ha «cumplido» con sus obligaciones laborales. Está claro que también existe gente con una vida personal francamente escasa e insatisfactoria, personas que dirigen toda o la mayoría de su expectativa vital hacia el «tener éxito» en su «profesión» (nótese qué tipo de vocabulario eufemístico se emplea para nombrar los términos de todo este asunto). Pero el común de los mortales, como se viene refiriendo, ubica la gran mayoría de sus relaciones personales, de sus intereses y de su vida emocional en la parte de su vida que está libre de la servidumbre laboral. Por ello es por lo que prolifera el deseo y la necesidad de separar en el horario ambos tiempos; concentrarlos a los dos lados de la jornada, de la semana, del año, de la vida. Por tal razón abunda la reclamación de días libres y vacaciones, de puentes, de bajas y permisos legales, de jornadas continuas. Necesidad que, en el tipo de sociedad distinta a la del capitalismo de la que hablábamos arriba, no se daba. Porque, como se dijo, no existía el antagonismo trabajo/tiempo libre. Y porque, además, la organización del tiempo no dependía de horarios arbitrarios y predeterminados, sino del abordaje -en su momento oportuno- de cada necesidad concreta según iba viniendo. Son famosos los estudios del antropólogo Marshal Shalins quien, tras analizar sociedades paleolíticas y grupos de cazadores-recolectores contemporáneos, llegó a la conclusión de que, y frente a la inducida creencia occidental que asegura lo contrario, éstas, eran «sociedades de la abundancia», puesto que satisfacían de forma óptima -todas- sus necesidades (que eran reales y no «adquiridas» mediante la publicidad de la sociedad de consumo) con un esfuerzo escaso -habla de jornadas de «trabajo» de unas tres o cuatro horas, y no todos los días- desempeñadas comunitariamente y en un ambiente relajado y lúdico. No hace falta ir tan lejos: en nuestro pretérito mundo rural cercano era habitual que muchas tareas colectivas se realizasen cantando y fuesen ocasión para el encuentro social e incluso para la fiesta.

Porque, y vuelvo a nuestra realidad, no es tan fácil vivir partido en dos. Finalmente, cada una de nuestras personalidades influye y determina a la otra. Como se decía, la alienación producida por un trabajo que no tiene un fin tangible (más allá de alimentar la cifra que mide la cuenta bancaria) ni relación directa con la propia subsistencia, provoca la necesidad de evasión. Así, el individuo de la sociedad del capitalismo está inhabilitado existencialmente para la autorrealización plena. Mucho más para la vida en comunidad. De tal manera, no podrá hacer otra cosa que tratar de hallar el sentido de su vida donde le dejan buscarlo: en la capacidad de consumo -«el tener» (4)- y en el ocio, concebido éste desde una, más que retroalimentada, actitud hedonista. El tiempo libre, por todo ello, lejos de ser empleado en el encuentro -no superficial- consigo mismo («el ser») y con los demás, en la recuperación de «lo común» -tal vez en procurar «la revolución»-, se derrochará en un frenesí inacabable de acciones: compras, viajes, compromisos sociales y familiares, eventos culturales y deportivos, ocio nocturno… Ni qué hablar de las adicciones y compulsiones que son hoy paradigma del estilo de vida occidental. O del culto al cuerpo: gimnasios, running, bici, squash, bronceados de cabina o de playa… Si queda algún hueco sin llenar, ahí están las pantallas para colmarlo. El individuo, a la vuelta de su tiempo «libre» -hay que ponerle unas cuantas comillas al término-, se reincorporará a su trabajo tan o más cansado que cuando lo dejó. Es por ello, principalmente, por lo que el filósofo germano-coreano Byung Chul-Han, muy de moda últimamente, habla de «la sociedad del cansancio», y del «exceso de positividad» como herramienta principal de control social.

Pero no termina ahí la cosa. El mismo sistema económico capitalista que, en su día, expropió una parte significativa de su tiempo a personas que eran nominalmente libres y propietarias de sus medios de producción, encadenándolas al trabajo por cuenta ajena, hoy planifica cómo convertir en beneficio el tiempo restante que les queda. El ardid se vendió primero como exclusivo privilegio: esos «creativos» «liberados» de la servidumbre del horario laboral para poder dedicarse a imaginar, programar, diseñar… para la empresa, desde su casa, desde la pista de pádel, desde el parque donde suelen pasear, aguardando, en cualquier hora del día, la visita de la inspiración. ¿Que asalariado no desearía trabajar así? El modelo, siquiera para una pequeñísima parte de los trabajadores, prosperó con ayuda de la informática y de internet. Trabajar desde casa con un horario abierto, barajando a lo largo del tiempo disponible lo productivo con el resto de circunstancias vitales, se hizo posible para un número cada vez mayor de ocupaciones. Hay, por poner un ejemplo caricaturesco, un capítulo de la serie «Los Simpson» en el que Homer, con ayuda de un ordenador conectado a internet, atiende desde su domicilio el puesto de responsable de seguridad de una central nuclear. Engañosamente se tendió a pensar que dicha forma de desempeñar la ocupación laboral representaba libertad; venía a ser la recuperación «casi» total de la soberanía sobre el propio tiempo. Una suerte de retorno a la feliz época estudiantil en la que el alumno podía distribuir a discreción su tiempo de estudio y de ocio. De hecho, el propio marxismo, como nos recuerda el filósofo Maurizio Ferraris (5), soñaba con un proyecto semejante de vida polifacética. Sin embargo, al menos en nuestro contexto de economía mercantilizada y trabajo no soberano, la realidad dista no poco de ser así. De hecho, la fórmula de trabajar para terceros sin límites horarios no supone innovación histórica alguna. Desde los tiempos de la revolución industrial el sistema denominado «putting out» trasladaba la producción fabril al domicilio de la persona trabajadora en unas condiciones económicas que obligaban a ésta a dedicar todas las horas posibles a la tarea. Este despiadado medio de explotación pervive hoy día. En Elche, la ciudad donde vivo, sigue pudiéndose constatar en la figura de las aparadoras; mujeres que, normalmente en forma clandestina y mal remunerada, desarrollan en casa (o en recónditos talleres) ciertos procesos de la fabricación del calzado en los que se paga, a precios fijados por la empresa, por pieza entregada y no por hora trabajada. Podríamos, de hecho, extender la definición de esa forma de trabajar «sin horarios» a cualquier tipo productivo de los que se definen con la etiqueta «destajo». Huelga señalar la diferencia de percepción y de condiciones materiales que sucede en estas actividades separadas de un centro laboral y un horario cuando sus protagonistas son trabajadores manuales, o cuando son «cuellos blancos» o funcionarios. Más allá de esos mitológicos creativos de las multinacionales en función de caballo de Troya, las nuevas modalidades de trabajar por cuenta ajena desde el propio domicilio con ayuda de la moderna tecnología comunicativa abarcan a cada vez más personas. Y no lo hacen, precisamente, liberando a nadie de la servidumbre horaria. Hoy, mediante el whatsapp y otras virtualidades de internet, en combinación con las facilidades contractuales que otorga al empresariado la legislación, casi cualquier empleado -peluquera, médico, mecánico, camarero, informática…- puede llegar a encontrarse en situación de disponibilidad para ser convocado a su puesto de trabajo durante las veinticuatro horas del día. Resulta obvio que, más que de una recuperación de la soberanía sobre el propio tiempo, asistimos a una expropiación aún mayor del mismo por parte del sistema capitalista. En lugar de la utopía laboral del socialismo, se materializa la vieja aspiración del capital de tener a los asalariados siempre a pie de obra. De tal situación, no es difícil adivinar, solo puede resultar un mayor grado de confusión –nada fácil armonizar, «conciliar», las diferentes circunstancias personales en dicho contexto– e insatisfacción vital para el individuo, y no digamos para la colectividad. Frustración que conlleva –nueva vuelta de tuerca al modelo de ocio compulsivo– la necesidad de «aprovechar» al máximo todos los huecos que quedan entre actividad laboral y actividad laboral. La amenaza en caso de resistencia, ironías de la vida, es la devolución completa del tiempo: el desempleo. La estampa de Luis Tossar y Javier Bardem en una embarcación en la ría de Vigo del cartel de la película «Los lunes al sol», no despierta, desde luego, la envidia de nadie.

Ante tal estado de cosas, el sistema capitalista, la sociedad de consumo, pone ante los ojos de sus entretenidos -y estresados- habitantes el mito de un nuevo paraíso; éste material. Se trata de la posibilidad de liberarse de la obligación de trabajar para un empleador. ¿Recuperando la soberanía productiva perdida, tal vez? No. Ese cambio, consolidado tras la sucesión de varias generaciones, es irreversible. El individuo occidental no puede -ni quiere- dejar de ser un consumidor que todo lo obtiene mediante el dinero en una sociedad altamente tecnologizada para volver a producir, sencillamente, por sus propios medios, lo que precisa para vivir y no más que eso. Circunstancia que, además, exigiría una matriz colectiva que la hiciera, al menos, viable. Lo que el sistema le ofrece no es tal cosa, sino la capacidad de poder seguir disponiendo del dinero que le posibilita el consumo sin tener que trabajar. Así, la promesa de «vida regalada» al alcance de la mayoría, que es la jubilación, tiene como guinda del pastel un premio consistente en una cantidad escandalosa de dinero. Eso sí, galardón que lo es solo para unos pocos, quienes, si son tocados por la fortuna -¡y le puede pasar a cualquiera!- a partir de entonces se hallarán en la muy envidiable situación de poder consumir de forma «indecente» logrando así la felicidad y la realización para el resto de sus vidas. Hablamos de la lotería.

Pablo San José Alonso

NOTAS:

1- Murray Bookchin, «Ecología de la libertad». Nossa y Jara Editores, Móstoles 1999.

2- Karl Marx, «Manuscritos económicos y filosóficos, Primer Manuscrito: IV. El trabajo enajenado».

3- En tiempos de mayor explotación horaria, cuando al temporero agrícola o al trabajador industrial apenas si le quedaba tiempo para nada tras su jornada, su descontento era conjurado con la manida promesa de “otra vida” mejor en un mundo ultraterrenal. Hoy se sigue recurriendo al mismo expediente, si bien la «buena vida» prometida como recompensa es plenamente material y de obtención inmediata. Se refiere a las ventajas a disfrutar en el tiempo de ocio.

4- La compulsión por adquirir, poseer y consumir bienes materiales, en términos de sentido vital, tiene dos vertientes. Por una parte, impera una visión materialista de la existencia, la cual promueve el imaginario de que la posibilidad de autorrealización se encuentra en la vinculación personal cuantitativa con la realidad material: cuantas más cosas se tengan, más cerca está -debería encontrarse- la felicidad. Por la otra, lo que convencionalmente se comprende como «éxito social» depende de la imagen que cada cual logre desarrollar ante su entorno. Y dicha imagen se encuentra en dependencia de la capacidad de tener y disfrutar los objetos y servicios que «prestigian» en cada contexto. Los «pijos» vestirán ropa de marca, viajarán a Roma y Nueva York -o a esquiar- y tendrán caros coches y chalets; los alternativos, por su parte, comprarán prendas de lino o de seda, viajarán a Nepal y Cuba -a los coffeeshop de Amsterdam- y tendrán casas «bioconstruidas» a las que no faltará detalle. Aplíquese el ejemplo a cada grupo y a cada escala.

5- «Con la web y el móvil, está desapareciendo la diferencia entre tiempo de trabajo y tiempo de vida». Entrevista de Amador Fernández-Savater a Maurizio Ferraris, publicada en El Diario el día 19-01-18: http://www.eldiario.es/interferencias/movilizacion_total_6_731136880.html Puede leerse por ejemplo: «Medio siglo después de la segunda guerra mundial, y en países liberales, caracterizados por un fuerte énfasis en lo que se refiere a los derechos individuales, han aparecido la web y el teléfono móvil, y en este momento ha empezado a realizarse la movilización total: la exigencia de responder en cualquier momento; la desaparición de la diferencia entre el tiempo de trabajo y el tiempo de la vida (…) En lugar de la alienación que nos fuerza a realizar gestos repetitivos que se reproducen durante horas a lo largo de toda una vida laboral, tenemos la desaparición de la diferencia entre vida y trabajo, o sea la realización de la humanidad comunista de La ideología alemana, aquella en la que por la mañana se va a pescar, por la tarde se critica, por la noche se atiende al ganado (mutatis mutandis: por la mañana se vuela low cost, por la tarde se discute en un blog, por la noche se participa en un festival Talent…)» La cita de «La ideología alemana», obra escrita por Engels y Marx en 1846, que no vio la luz hasta el siglo XX, entiendo que es ésta: «a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se sitúa en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al tiempo que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que se hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos».

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