Etimológicamente, la palabra autonomía proviene del griego. Sus componentes léxicos son «autos» (por sí mismo) y «nomos» (leyes o normas). Al hacer una traducción política e histórica del término, podríamos definir la autonomía como la posibilidad de que una esfera de la sociedad sea capaz de regirse por sus propias normas, sin delegar la toma de decisiones en elementos ajenos. La autonomía se posiciona abiertamente contra las esferas establecidas por el Estado o el mercado. En ningún caso busca apoderarse de la maquinaria estatal y emplearla con otros fines: es preciso demolerla.
Cuando nos preguntamos qué es la autonomía en el siglo XXI nos vienen a la cabeza diversas respuestas, a menudo difusas, la mayoría de las veces incompletas, casi siempre vinculadas a las experiencias de las corrientes obreristas de los años sesenta y setenta. ¿Es un cadáver que un puñado de radicales nos empeñamos en resucitar? ¿Una actividad nostálgica que pretende imitar el lenguaje y las tácticas de lucha de los obreros de las cadenas de montaje de la fase fordista-keynesiana del capitalismo? ¿Una indagación histórica del pasado para repensar el convulso presente? ¿Un tipo particular de organización? ¿Una forma de estar en el mundo?
Vamos a intentar señalar, de la manera más completa posible, los puntos a partir de los cuales podamos identificar qué es, qué aspectos políticos abarca, cuáles son sus límites y cuáles sus modos de intervención.
I
La autonomía se afirma como principio de separación frente al Estado. El sistema de partidos y la política parlamentaria tienden a conformar una sociedad heterónoma, que recibe del «exterior» las leyes que administran su funcionamiento. Dichas leyes constituyen una forma de ordenamiento de las relaciones sociales que se corresponde con los intereses de las clases dominantes, quienes reproducen a través del Estado su particular visión del mundo. Un ordenamiento basado en la defensa a ultranza de la propiedad privada, la hegemonía absoluta de las relaciones mercantiles o la subsunción de la vida humana bajo las plataformas continentales del trabajo asalariado. El Estado es la estructura que permite el amortiguamiento de las contradicciones sociales, la ocultación de la verdadera naturaleza de las relaciones capitalistas bajo la fachada de la igualdad burguesa. Es necesario desmitificar su carácter neutral. Su fundamento ideológico es el principio de autoridad, es decir, la firme creencia de que las masas son incapaces de gobernarse por sí mismas y que deben aceptar, por tanto, el yugo de un conocimiento «externo», una gestión y una justicia impuestas desde arriba. Deben someterse siempre y en todo momento a la autoridad de los jefes (de Gobierno, de empresa o de organización político-sindical).
El Estado realiza un doble movimiento. Por un lado, amalgama a las clases dominantes mediante la permanente desmovilización de las clases dominadas, alejándolas de sus intereses y necesidades. Por el otro, unifica a la población sobre la base de una identidad nacional compartida, una identidad interclasista que facilita la colaboración de las masas con el proyecto capitalista en curso. La población está llamada a participar en la construcción de una comunidad ilusoria marcada con el sello del pueblo, la patria o la nación. El Estado ejerce su monopolio sobre lo político operando en la sociedad como árbitro, reduciendo y absorbiendo las contradicciones sociales, al tiempo que, como árbitro defectuoso, genera nuevas contradicciones. El Estado se concreta, por tanto, como una relación social de consentimiento y no solo materializándose como monopolio de la fuerza.
Tras la apariencia de extensión de los derechos sociales, de las supuestas mejoras de las condiciones de vida y de los llamamientos a la participación ciudadana, el Estado despliega una telaraña de categorías sociales (explotadores-explotados, dirigentes-dirigidos, cualificados-no cualificados, excluidos-incluidos, clases dominantes-clases subalternas, autóctonos-migrantes…) que funcionan como un hormigón invisible que vertebra el edificio estatal y refuerza el orden capitalista. La democracia capitalista se visibiliza como el combate de la partitocracia por la integración de las clases sociales en la «comunidad nacional» a través del voto y la participación ciudadana, para que se olvide la lucha de clases.
II
La autonomía cuestiona el modelo de democracia liberal como dogma hegemónico. Considera que la mitología política democrática debe ser desgarrada por el devenir autónomo de las masas. Por la extensión de la democracia directa en todos los frentes de la vida cotidiana, por un cambio radical en la toma de decisiones sobre lo comunitario.
Desde la Revolución francesa, la burguesía ha proclamado que el poder emana del pueblo, pero que este no puede ejercerlo y debe delegarlo en un parlamento. Esta revelación ha permitido mantener entre las masas la farsa de la soberanía popular, mientras que en la práctica, la democracia solo permite la delegación de esa soberanía. La delegación de la soberanía popular significa de facto la negación de la propia soberanía. Todas las tendencias históricas (jacobinos, liberales, bolcheviques, republicanos…) se han opuesto a que el pueblo ejerza la democracia directa. Únicamente aceptan la movilización popular como medio de presión sobre el sistema parlamentario.
La democracia parlamentaria se realiza como un régimen de competencia que permite a las élites de los partidos disputarse el voto de las masas populares. Es una expresión de caudillaje con tintes empresariales que permite el cesarismo temporal de una oligarquía política. La democracia realmente existente es un modelo elitista que asegura la reproducción de minorías autoelegidas. Siempre es la minoría quien promulga leyes y toma las decisiones. Como afirmaba Albert Camus, la democracia no es la ley de la mayoría, sino la protección de la minoría. La identificación absoluta de la política con la gestión del capital ya no es un secreto oculto tras apariencias democráticas, es una verdad declarada abiertamente.
La democracia se basa en la confluencia paradójica de igualdad de derechos y distribución desigual de riqueza. Tolera las diferencias sociales, pero habla un lenguaje envenenado; se dirige a los diversos modos de vida y les impone la adecuación forzosa al lenguaje unitario del valor. La lógica y las categorías del capital (trabajo asalariado, competencia, fetichismo de la mercancía, lógica de la ganancia…) nunca son cuestionadas por la democracia. La esfera económica permanece inalterada, permitiendo que la explotación y la dominación de masas subsista en esencia. Pero es imposible que la igualdad política pueda existir si no se acaba radicalmente con la explotación económica. No habrá igualdad formal sin igualdad económica.
La clase media se percibe socialmente como una ilusión y un modelo aspiracional para las facciones proletarias, un espacio subjetivo de pertenencia, un determinado marco de regulación más que una clase propiamente dicha. Es el eje gravitatorio de las políticas de los Estados occidentales, una condición social que necesita de la continua intervención del Estado para que legisle a favor de ciertos privilegios, de ciertas especies de capital heredado o que se va adquiriendo a lo largo de la vida (capital cultural, simbólico, financiero o inmobiliario). Aparece como un ideal incluyente, un régimen de protección frente a la incertidumbre y el presentismo característicos de la vida proletaria. Una promesa de desproletarización simbólica que permite a las masas el acceso al crédito y al consumo, pero que al mismo tiempo implica ciertos sacrificios. Exige a sus aspirantes despolitización, renuncia al antagonismo y participación en la meritocracia selectiva. La clase media tiene una preocupación patológica por el estatus y las pequeñas diferencias, sus aspiraciones de éxito se rigen por una ética mezquina orientada al ascenso. Es una clase social impotente, incapaz de construir una cultura política sostenida por organizaciones propias, por eso practica el fetichismo de Estado.
La clase media creció históricamente como solución estatal a la cuestión social. Es una conjura que sutura las divisiones sociales y condensa la negación del conflicto de clase. A fin de cuentas es una suerte de excrecencia o exudado social, que bajo la ficción de la igualdad de oportunidades, avanza políticamente en la dirección de adquirir un estatuto de privilegio frente a las posiciones periféricas o desclasadas. No tiene vocación democrática o universal, necesita de sus otros, de los descolgados de clase, de los migrantes, de las minorías marginadas, de los empobrecidos, que operan como elemento definitorio de su propia identidad.
Los proletarios deben financiarizar sus vidas, convertirse en propietarios, emprendedores o accionistas. Para las modernas élites políticas izquierdistas, la lucha de clases hace tiempo que dejó de consistir en el derrocamiento de la burguesía, en la profundización de ese viejo antagonismo irreconciliable entre dos mundos opuestos, el de la burguesía y el del proletariado. Al contrario, se basa en la voluntad de reconocimiento e integración de los estratos proletarios por parte del Estado y en su inserción paradójica en el hojaldre envenenado de la clase media.
La democracia capitalista no quiere volver a oír hablar de facciones proletarias con pensamiento propio, que funcionan por democracia directa y son capaces de crear instituciones autónomas difíciles de domesticar y tendentes en ocasiones a la aventura revolucionaria. La democracia directa implica que los barrios y las comunidades sean capaces de autogobernarse asumiendo las asambleas como órganos de poder colectivo. Sus objetivos pasan por ampliar la participación popular en los experimentos de reorganización social desde abajo, por fomentar el involucramiento de la gente en los asuntos comunes, por inducir la expansión de instancias autónomas en la gestión de lo colectivo. Sin intervención exterior de partidos, sindicatos, vanguardias, capitalistas con veleidades filantrópicas o caudillos de cualquier pelaje. A fin de cuentas, se trata de devolver al organismo social todas las fuerzas y las energías que ha venido absorbiendo históricamente el Estado parasitario. Para la autonomía, la soberanía se ejerce, no se delega.
III
La autonomía es una forma de dialéctica negativa, un atentado contra la tradición que rechaza el principio de unidad y superioridad del movimiento obrero anclado en reivindicaciones económicas y democráticas. Es una manera de pensar en impugnación, de señalar de modo inmanente las contradicciones y problemáticas del izquierdismo progre y del obrerismo reformista. La positividad de sus reivindicaciones, reclamada de manera suicida por partidos y sindicatos, solo busca asegurar la adhesión de los proletarios al mundo del Estado y el capital, hecho que nos permite distinguir su negatividad. Las sucesivas crisis han hecho inviables cualquiera de sus demandas. Gran parte de la izquierda ha emprendido desde hace tiempo la retirada de la lucha de clases y se ha refugiado en el discurso o en los laberintos de la legislación y el lenguaje de los derechos. Mientras el fenómeno de proletarización avanza y la desigualdad se intensifica, el reformismo cava su propia tumba con su acomodación al sistema, dejando paso al fascismo postmoderno.
Bajo el capitalismo nuestro hacer está subordinado al trabajo abstracto. Nuestra actividad está dirigida diariamente por fuerzas exteriores que no controlamos y que tienen como objetivo la propagación en todos los frentes del espíritu de competencia, la extracción de valor a la totalidad de la vida y la subordinación de la actividad humana a la lógica de la acumulación de capital. La autonomía se despliega como una esfera de negación positiva. Negación concretada como hostilidad abierta hacia esta actividad vital impuesta por el capital aquí y ahora –el trabajo asalariado– y positivizada con la construcción incesante de un hacer-común diferente, no subordinado a la lógica de la autoridad o la ganancia. Es la refutación en curso de todo aquello que impide el despliegue de las capacidades humanas, de las relaciones sociales que nos transforman en objetos, donde las cosas –las mercancías–, cobran vida propia y se transforman en sujetos. Se materializa como la pugna permanente entre el hacer humano y el trabajo abstracto. Contra el trabajo que produce capital, contra la obligación de venderse para vivir, contra la nocividad de seguir los ritmos, los turnos, los objetivos de productividad. Como movimiento de negación, la autonomía implica la lucha de la clase trabajadora contra su propia existencia como clase, así como el rechazo de las normas e instituciones ajenas a la propia clase. Es necesario separarnos de la racionalidad capitalista, romper el vínculo con la relación productiva y generalizar el crecimiento de comportamientos antiproductivos y antiautoritarios. Afirmar nuestras necesidades contra la dictadura del capital.
Para la autonomía lo que siempre está en juego es la definición del sentido de la vida en común, de subsistir colectivamente y con intensidad en los afectos. De encontrar en nuestro interior la capacidad de sentir juntos, para enfrentarnos a lo intolerable del poder que habita dentro y fuera de nosotros. Reapropiarnos de la vida y destruir al patrón que llevamos dentro. Traicionar a la sociedad, a la clase obrera, a nosotros mismos como portadores de subjetividad autoritaria o racionalidad capitalista. Reapropiarnos también de la violencia como medio para afirmar las necesidades. Golpear al adversario social repetidamente y con inteligencia, haciéndole sentir el furor de la impaciencia de las necesidades proletarias.
El proceso de autonomización de una parte de la sociedad solo es posible si se rompe la sumisión colectiva a un conjunto de categorías como la ley del valor, el dinero como mediación social universal, el trabajo, las normas jurídicas, las leyes políticas, el imperativo categórico de la ley moral o los preceptos de la racionalidad instrumental. Estas abstracciones funcionan, al mismo tiempo, como sujeciones en la esfera de la conciencia, obligando a los individuos a comportarse como sujetos «sujetados», enmarañados en una telaraña de abstracciones fetichistas que modelan su voluntad y sus actos. El fetichismo se articula «a espaldas» de los individuos, de modo inconsciente y colectivo. Adquiriendo finalmente toda la apariencia de un hecho natural y transhistórico. Al margen de la dominación de una clase sobre otra, la sociedad entera está dominada por abstracciones anónimas, pero tremendamente reales. Bajo los fenómenos de superficie (propiedad privada, explotación de asalariados, extracción de plusvalía…) subyace una dinámica profunda: la reducción de la vida social a la creación de valor mercantil. No es posible la superación del fetichismo y sus abstracciones sin abolir en la práctica el trabajo asalariado como fundamento del metabolismo social.
IV
La autonomía abarca un conjunto de experiencias históricas en el que amplias facciones del proletariado o de comunidades de lucha, tendieron a organizarse basándose en criterios de democracia directa y de autodeterminación. Autodeterminación como rechazo a la ficción unitaria representada y garantizada por el Estado, como negativa a la delegación del poder de los trabajadores en partidos, sindicatos, intelectuales o instancias salvadoras de cualquier tipo.
La autonomía es la corriente herética y marginada de la historia que estuvo presente en la defensa del «mandato imperativo» de los enragés durante la Revolución francesa (1793), en la Comuna de Morelos (México 1911-15), en la República Magonista de Baja California (1911), en el combate de los soviets por reorganizar la producción y las bases de la nueva sociedad en la Revolución rusa (1905 y 1917), en las experiencias de autogobierno de los consejos de trabajadores y soldados en la Revolución alemana (1918-19), en la ocupación de fábricas en Italia (1920), en las realizaciones de las colectividades libertarias durante la Revolución española (1936), en las revueltas antiburocráticas y autogestionarias en Hungría y Polonia (1956), en las prácticas autoorganizativas impulsadas durante las huelgas del Mayo francés (1968), en la gran ola revolucionaria italiana (1968-77), en las huelgas y la organización de los comités de trabajadores durante la Revolución portuguesa (1974), en las luchas autónomas en el Estado español (1969-84), en los procesos de autodeterminación indígena en el México zapatista (1994), en los movimientos piqueteros de Argentina (2001-2002), en las tendencias que emergieron durante las luchas antidesarrollistas contra el TAV en Euskal Herria, Francia e Italia, en la resistencia colectiva de las ZAD francesas o en las formas de autogobierno comunal y feminista de Rojava (Kurdistán).
La autonomía es la reactualización del viejo proyecto revolucionario en un contexto histórico que ha sido modificado radicalmente. Supone una relectura radical del mundo y un intento coherente de involucrarse en las dinámicas de transformación social contemporáneas. En el centro de dicha relectura está la comprensión de los cambios que se producen en la organización del trabajo, la mutación antropológica inducida por la colonización tecnológica de nuestras vidas y los mecanismos de extracción de beneficio del capitalismo que están convirtiendo la biosfera en un infierno. La autonomía no busca llegar a ninguna tierra prometida, sino actuar para frenar ese descenso al infierno, interrumpir nuestro viaje al abismo, detener lo que parece inevitable, aplicar los frenos de emergencia al tren de la historia.
V
La autonomía es el resultado de la inclinación humana a pensar y actuar con criterio propio. De regir la existencia por los itinerarios de la razón y la reflexión. De la habilidad para deliberar, juzgar y escoger entre los distintos caminos de la acción en la vida individual y colectiva. Es la lucha permanente por romper con la inercia del pensamiento como actividad solitaria sin manifestación exterior. Por volver extrínseca la actividad de la mente y convertirla en una actividad colectiva, compartida y común, que parta de los intereses de los grupos o comunidades implicadas en los procesos de transformación social.
El pensamiento crítico parte del cuestionamiento sin reservas de la realidad social y la negación del conocimiento basado en la autoridad. Se opone al pensamiento débil, que acepta lo que le es dado del exterior sin cuestionarlo, sin someterlo a escrutinio racional. El pensamiento débil pone en duda el conocimiento ofrecido por la historia y las ciencias, se alimenta de planteamientos reaccionarios como el escepticismo, el relativismo, la conspiranoia, los esquemas mitológicos, la visión espiritualista de la realidad o el nihilismo postmoderno. La autonomía desafía a pensarlo todo históricamente, a buscar y encontrar las problemáticas que anidan en el corazón de las cosas y reconstruirlas en términos de contradicción. La historia no es otra cosa que el interminable despliegue de las contradicciones sociales. La autonomía invita a mantener una mirada viva que nos permita explicitar lo implícito, a desafiar la filosofía del sentido común con las armas de la dialéctica, a llegar colectivamente a una concepción más plena de la vida.
VI
La autonomía solo puede extraer su teoría de los hechos mismos, tomar consciencia de sí misma a través de su práctica. Para hacerse realidad ha de partir de lo que está haciendo ya, en cada momento, y de lo que le queda por hacer. Como práctica subversiva, extrae sus premisas de las condiciones históricas concretas donde se desenvuelven los proletarios y no de la adhesión a ninguna tradición ideológica fijada previamente. Es un movimiento de separación y recomposición, no un espacio ideológico. De separación del flujo de vida capitalista y de reapropiación colectiva del lenguaje, del saber y del tiempo. Adopta, en el plano organizativo, formas múltiples fruto de las condiciones históricas y geográficas del momento. La organización de las luchas no parte nunca de una consciencia externa a los proletarios, sino de la acción colectiva, del interior de la clase trabajadora o de las facciones en lucha. Siempre es favorable a la organización, pero al mismo tiempo es contraria a la sacralización de formas organizativas y a su supervivencia más allá de las circunstancias que las vieron nacer. Ninguna organización autónoma (sóviet, consejo, comuna, colectividad…) sobrevive a su época.
La acción directa es el recurso a actuar sin mediaciones ni representaciones. Es una manera de oponer una fuerza individual o colectiva a la invasión del Estado o el mercado en nuestra vida cotidiana. Puede ser legal o ilegal, defensiva u ofensiva y no excluye el uso de la violencia. Las formas que adopta son variadas y se acumulan históricamente. Van desde las tácticas «clásicas» empleadas por el movimiento obrero, como la propaganda por el hecho, la huelga, el boicot, el sabotaje o el absentismo laboral, hasta las configuraciones contemporáneas, que pasan por el escrache, la toma de espacios públicos, el bloqueo de vías de comunicación, el corte temporal de los flujos de electricidad o internet, la invasión de aeropuertos, el levantamiento de las barreras de los peajes en autopistas, sabotajes a gasolineras u oleoductos o la deliberación en zonas céntricas de las ciudades para visibilizar los conflictos e interpelar al poder.
La autonomía interpreta la riqueza social como valor de uso y no como valor de cambio. El impulso hacia el valor de uso de las cosas y hacia la satisfacción de las necesidades sociales marca la práctica autónoma. Un uso más allá de los acantilados del derecho y de la justicia burguesa, que desactive las relaciones de propiedad, el valor y la ley. Un uso comunal de lo que nos rodea con valor puramente ético y político. El movimiento del valor de uso se despliega como una forma de resistencia al mundo de la mercancía y a convertirse uno mismo en mercancía. Es la búsqueda de nuevas relaciones con la gente y las cosas, libre de la mediación del dinero. Por ese motivo, apuesta por la reapropiación directa de la riqueza social inaccesible para las facciones desposeídas de la sociedad, por la autovalorización proletaria frente a la valorización capitalista. Las prácticas de autovalorización incluyen la ocupación de viviendas, edificios o tierras para satisfacer necesidades sociales (guarderías, comedores, hospitales, cultivos, etc.); las luchas por las autorreducciones colectivas (alquiler, facturas de agua y electricidad, cultura, restaurantes…); las expropiaciones en supermercados, el impago de medios de transporte, el control y autodefensa de los barrios, etc. La autonomía es ante todo una postura existencial que invita a instaurar en nuestras vidas un verdadero estado de excepción, de llevar la guerra social al interior de lo cotidiano, a la esfera de lo privado.
La autonomía no admite definiciones estrechas. Se presenta como un proyecto amplio y abierto que no es marxista o anarquista, a pesar de que tengamos como referentes a las grandes corrientes del movimiento revolucionario, es decir, el marxismo heterodoxo y el anarquismo histórico. Una parte del bagaje ideológico de estas corrientes debe ser superado o reactualizado en sus formulaciones contemporáneas. La autonomía implica la preeminencia de lo directamente vivido frente a la ideología monolítica o la elaboración teórica inservible o cosificada. Repensar y cuestionar críticamente, no someter la razón a los designios de una fe política muerta y enterrada.
VII
La autonomía persevera en la construcción territorial de nuevas relaciones sociales que aspiren a independizarse de manera creciente del mercado y el Estado. Se concreta en prácticas de separación colectiva, en la creación de una temporalidad ofensiva contra el capital, en la difusión de comportamientos de extrañamiento al trabajo asalariado y al funcionamiento normativo del Estado. Es necesario crear una nueva espacialidad, territorializar los conflictos sociales en un espacio físico y simbólico, concebir un espacio geopolítico propio. No se trata de organizarse en el territorio para hacer una lista de reivindicaciones, sino para satisfacer necesidades, para construir alternativas aquí y ahora.
La espacialidad autónoma implica a su vez la construcción en todos los ámbitos posibles, de los canales de comunicación apropiados que permitan la participación efectiva de los sectores explotados, excluidos, subordinados, cuando su participación se hace necesaria e imperativa. Significa molecularizarse, penetrar en todas partes, dejar huella en el más pequeño de los pueblos, atravesar todos los estratos proletarios con la finalidad de recomponernos en un plano de consistencia antagonista.
VIII
La autonomía apuesta por una sociedad regida por el principio «de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades». Por una agrupación social en la que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos. Donde la toma de decisiones y resolución de conflictos tenga como base la democracia directa.
La autonomía busca que las masas sean capaces de definir de forma asamblearia sus proyectos de vida, que la horizontalidad sea una forma de relación social y no un criterio de organización. Que las masas decidan y gestionen colectivamente cada uno de los aspectos que atraviesa su cotidianidad, desde el trabajo y el ocio, a la sexualidad o la alimentación. Es un llamamiento a la gestión directa de la producción, distribución y comunicación por los propios trabajadores. Es el gran reto colectivo de organizar la sociedad desde abajo, a través de la libre federación de asociaciones de trabajadores, comunidades rurales y urbanas, cooperativas y barrios.
La horizontalidad es imprescindible como valor ético para la construcción de nuevos vínculos, pero no puede devenir en fetiche, no puede convertirse en el remedio para todos los males. La autonomía no brota espontáneamente de las relaciones sociales horizontales, hay que gestarla en la lucha, en la comprensión del sentido de las luchas.
IX
Frente a la política como arte de lo posible, la autonomía vislumbra la realización de lo imposible. El arte de lo posible convierte a la política en un código que únicamente puede ser descifrado en clave realista, donde los intereses mercantiles dominan sobre los principios. Rechaza la utopía, descarta automáticamente todo lo que transcienda la dictadura algorítmica, el análisis de costo y beneficio, lo puramente calculable. La política de lo posible es uno de los pilares de la política heterónoma y busca reconducir la energía social hacia la vía muerta del parlamentarismo. Está destinada a neutralizar los espacios y tiempos autónomos, a destruir la sociabilidad proletaria. El objetivo es que los de abajo no vuelvan a cuestionar la dominación.
La política autónoma se despliega como desborde y ruptura, como proceso de autoafirmación de masas no mediado ni subordinado por el Estado. Es una forma de desidentificación, de no reconciliación, de aislamiento del Estado. Se concreta como un deseo de escindirse, de expresarse de manera separada, como comunidad de pertenencia que se declara en abierta polémica con el viejo mundo. Parte del hecho de que no hay un sujeto único y predeterminado (la clase obrera), revolucionario por naturaleza, que lidere a los demás en el camino de la transformación social. Impulsa la articulación de un sujeto múltiple o de una multiplicidad de sujetos sociales, potencialmente revolucionarios, dotados de subjetividad propia enfrentada a la lógica del capital, que se definen en la acción colectiva. La subjetividad autónoma se adquiere en la calle, en el trabajo, en la escuela de la vida, en las luchas y a través de las luchas.
La autonomía proclama abiertamente el fin de la separación entre política y economía, el fin de los especialistas y de las actividades separadas. Por eso se posiciona en confrontación abierta contra la socialdemocracia. El mantenimiento de actividades separadas, es decir, la acción laboral reservada al sindicato y la acción política hegemonizada por el partido dirigente, niega la posibilidad de que los proletarios sean sujetos de su propia emancipación. Refuerza la creencia izquierdista de la incapacidad de las masas para autogobernarse. Para la socialdemocracia, es la intervención del partido la que educa y aporta conciencia de clase a los trabajadores. Las ideas que deben enarbolar los proletarios no proceden de las relaciones de explotación o de la reflexión sobre sus luchas: son elaboradas por intelectuales y políticos profesionales. Justifican abiertamente la separación entre expertos e ignorantes, entre dirigentes y dirigidos, entre la verdad absoluta del partido y la provisionalidad de la acción colectiva.
En cambio, la política autónoma interviene en el entorno inmediato por irradiación, traduciendo lenguajes y experiencias, compartiendo prácticas y saberes de clase. Extendiendo el conflicto a nuevos sujetos que están aislados en la multiplicidad contemporánea. Es una vuelta a la esencia de lo político, al debate y la acción colectiva como formas de gestionar nuestros problemas cotidianos. No parte de un programa o de una plataforma de reivindicaciones, no se regodea en la nostalgia ni transmite verdades aprendidas; se constituye en las arenas de la conflictividad social. Busca cómplices, no iluminar a las masas sonámbulas. La política autónoma se ejerce con la construcción de vínculos sociales entre los explotados. Es el taladro que agujerea el continuo de la historia. Jamás se ciñe a la política jacobina de derrocamiento y refundación del Estado. Nada de tomas de la Bastilla o de asaltos a los palacios de invierno. No hay ni habrá un big bang. La revolución no se puede reducir a un punto de inflexión en la historia, comienza aquí y ahora, mientras trabajamos en ella.
Prólogo del libro «Proletariado salvaje. Movimiento asambleario y Autonomía Obrera» Editorial Milvus (2023)
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