Contra los mitos sostenedores del capitalismo fosilista

La subjetividad colectiva atrapada entre el metamito del progreso y el protomito del colapso

«¿Hasta qué punto podemos elegir o adoptar e imponer un mito, refiriéndolo a la sociedad que nosotros juzgamos deseable?»1
André Breton

En los últimos lustros se han ido agudizando problemas como los del declive energético y la escasez de muchos minerales necesarios para el sostenimiento de la sociedad industrial. La existencia humana, queramos o no, se halla en ese tránsito hacia sociedades de baja energía y apenas nos estamos preparando para eso. Por otro lado se cierne ya sobre nosotros la amenaza de la tragedia climática, la extinción de especies y la acidificación de los océanos, a lo que podríamos agregar la crisis hídrica, la pérdida de fertilidad de los suelos o el ascenso paulatino del fascismo. Objetivamente todo empeora, lo que provoca que esa fe inquebrantable en la tecnología, propia de la modernidad capitalista, empiece ya a resquebrajarse. En este contexto tan incierto en el que se van desencadenando cada vez más tormentas, para que los de abajo sigamos confiando y creyendo en este sistema industrial-extractivista, estamos siendo sometidos a una intensificación sin precedentes de los procesos de regulación subjetiva que refuerzan los mitos sostenedores del capitalismo fosilista, algo que afecta a nuestros deseos, saberes, creencias e intuiciones. Conviene analizar entonces no sólo las repercusiones sociales, psicológicas y morales de todo esto sino además lo que está sucediendo en la base mítica del pensamiento del sujeto moderno.

El progreso como metamito

En un primer momento habría que recordar que el gran mito contemporáneo, el gran mito legitimador del capitalismo fosilista, es el mito del progreso. Como es bien sabido, éste consiste en la convicción de que la tecnología resolverá cualquier problema que se nos ponga por delante. Si toda ideología dominante cuenta con un sustrato mítico que le da sentido, sustento y justificación, la ideología capitalista industrial lo halló precisamente en este mito. En el pasado muchas civilizaciones también se nutrieron de un mito similar pero en la era industrial, gracias al aporte de los combustibles fósiles y su alta tasa de retorno energético (TRE), las sociedades occidentales en términos generales han disfrutado de una disponibilidad energética tan elevada que posibilitó unas comodidades innegables y una producción masiva de mercancías sin precedentes, aunque esto no implicara el establecimiento de unas bases sociales más justas, ni que esa disponibilidad energética se produjera de forma equitativa entre los países del llamado primer mundo y el resto. Es por eso que este mito lo ha tenido muy fácil para consolidarse. No es un mito que, por tanto, se haya sustentado únicamente en meras ilusiones –que también- pues es esa gran disponibilidad de combustibles fósiles y recursos minerales la que ha facilitado su implementación.

Ahora bien, como digo, el mito del progreso también pone en funcionamiento creencias e ilusiones en las subjetividades individual y colectiva. El capitalismo termo-industrial no solo basa su acaparamiento de capital en la extracción de plusvalía sino que opera también en él una extracción de plusvalía mítica, «plusvalía de código» que diría Gilles Deleuze, reconduciendo la energía psíquica, el deseo y la capacidad imaginativa a los procesos de producción y consumo. Es ahí justamente cuando este mito adquiere un carácter promisorio y apunta hacia el futuro; las comodidades relativas que actualmente nos aportan esas fuentes de energía, de algún modo, se proyectan al futuro, asentando la creencia de que siempre habrá descubrimientos tecnológicos y energéticos nuevos que nos hagan avanzar hacia una disponibilidad energética aun mayor. Un ejemplo muy actual de esto lo encontramos, por ejemplo, en la excesiva publicidad que se le está dando a la fusión nuclear en los últimos tiempos.

Aunque no voy a negar que una gran parte del movimiento libertario se cuestionó desde sus orígenes la idea de progreso, como bien demuestran libros como ¡Viva la naturaleza! Escritos libertarios contra la civilización, el progreso y la ciencia (1894-1930), de JosepMaría Roselló, es oportuno recordar al respecto que a finales del siglo XIX, décadas en las que estos nuevos combustibles fósiles iban haciendo su aparición, muchos románticos revolucionarios y socialistas utópicos, con sus propuestas de sociedades idílicas, ya bebían de este mismo mito. No podemos negar que los proyectos y utopías de gran parte de esos pensadores, escritores, militantes y activistas dependían en gran medida de la industrialización pues sus sociedades ideales se sustentaban en la creencia de que en el futuro habría unas fuentes de energía inagotables y accesibles para todos. José Ardillo, quien en su libro Las ilusiones renovables hace un recorrido exhaustivo por esta injerencia de la tecnolatría en los movimientos revolucionarios y anarquistas, se lamenta con razón de que «los anarquistas y utopistas rara vez se preguntaron por el horizonte y el agotamiento de las materias primas y las fuentes de energía»2. Si aceptamos esto habría que aceptar también que la mayoría de los movimientos radicales y libertarios, con excepción de algunos movimientos anti-industriales y primitivistas, sea cual sea la excusa revolucionaria que esgriman, tienden a conservar el actual sistema mítico y se resisten a aceptar una vida con menos esclavos energéticos per cápita pues lo interpretan como una amarga renuncia a unos derechos sociales conquistados duramente por la clase trabajadora.

Todo ello hace que éste sea el mito más sólidamente cimentado en la subjetividad colectiva de la población mundial, tanto en ricos como en pobres, en hombres como en mujeres, en adultos como en niños. Aunque es cierto que toda colectividad, minoría étnica o nación tiene sus propios mitos fundacionales, sustentados en determinados acontecimientos históricos -o supuestamente históricos-, todas las naciones y comunidades del mundo actual, incluso los países llamados subdesarrollados –y quizás ahí con más tenacidad- presentan siempre este denominador común mítico que idealiza el concepto de progreso. Podríamos hablar, entonces, de metamito pues es fácil ver que esa fe en las capacidades salvíficas de la tecnología es común en los diferentes marcos mitológicos de todas las sociedades actuales. Asimismo, éste es un mito fundacional, que forma parte de los cimientos mismos de la modernidad actual, siendo el andamiaje fundamental de la ideología dominante. Y si tenemos en cuenta que en todas las sociedades el mito siempre ha preservado el orden establecido está claro que el mito del progreso ha reforzado el acatamiento del orden social asociado a la ideología neoliberal del capitalismo termo-industrial por parte de toda la población, un orden basado en el capital y en su lógica abstracta.

Por otra parte sabemos que un mito se forma con toda una amalgama de nociones, conocimientos técnicos, anhelos, leyendas, creencias, intuiciones y deseos compartidos por una misma comunidad, pero es mucho más que todo eso: es la sublimación de todo eso. También sabemos por Roland Barthes que el mito no es sólo un relato sino un habla; su fuerza y eficacia no radica en el contenido de un relato sino en el modo en que éste se presenta, sea con imágenes, sonidos o palabras. Y ese es precisamente otro de los rasgos más definitorios del mito: que aunque éste puede adoptar la forma de un dibujo, de una narración o de una canción, es ante todo un habla, y el mito del progreso habla constantemente el lenguaje estereotipado de la tecnología y, por supuesto, el lenguaje degradado del espectáculo. Y no hace falta que recuerde que el sujeto moderno actual habla de forma involuntaria o inconsciente el lenguaje asociado a ese mito. Este lenguaje no sólo está presente en los centros educativos -de hecho la importancia que se le ha dado a la tecnología y a la «educación digital» en los últimos lustros ha sido inmensa- o en los medios de comunicación e información, sino también lo hallamos en las hablas populares, en los discursos políticos de los medios revolucionarios e incluso en las enunciaciones oníricas. Es además un estilo de lenguaje que recurre a símbolos y significantes que no se prestan a interpretaciones ambiguas o personales; los mitos, para ser mitos, deben tener una significación universal. Justamente la efectividad de los mitos radica en que pueden ser leídos con facilidad. El mito no juega a la ilegibilidad; no trata de ser misterioso, de ahí su fuerza y rápida expansión. El sujeto moderno, por tanto, vive inmerso en este mito del progreso.

Pero el rasgo que hace del mito algo realmente poderoso e imbatible es que éstos pueden ser verdaderos e irreales a la vez; el mito es verdadero en su irrealidad espectacular. El mito fortalece lo verosímil y lo inverosímil por igual. Su mayor triunfo no es que torne en verdadero lo falso sino que convierte lo irreal en lo evidente. El mito es lo obvio, lo evidente. Por eso nadie cuestiona el mito. No es que sea siempre verdadero: es que es la verdad misma. Todo eso hace que el mito no opere del mismo modo a cómo opera una religión pues el creyente sabe que cree en algo en lo que otros no creen, mientras que el «creyente» del mito vive en el mito, no lo percibe como una creencia sino como una convicción de la que ni siquiera es consciente. Ese mito se convierte, no en fe, sino en un peso que uno lleva en la subjetividad, allá donde vaya. Tampoco opera igual que un anuncio publicitario, aunque el mito recurra a ellos permanentemente. El mito no convence: arrebata. Tampoco es lo mismo que la opinión pública aunque esté alojado en ella y le sirva de colchón. Por todo ello este mito convierte la cultura tecnológica a la que ampara en lo natural, en el estado normal de las cosas.

¿Cómo opera el mito del progreso en la actualidad?

¿Bajo qué significantes, enunciados e imágenes se hace legible este mito? ¿Cómo se enuncia? Los significantes en los que se apoya este mito, sean audiovisuales, objetuales o verbales, están presentes en todas las maquinarias de expresión y entretenimiento que nos rodean, sea en obras literarias y artículos de prensa, con sus citas y referencias, en eslóganes publicitarios, en libros de texto, en sermones políticos e incluso en los sermones religiosos. En realidad, cualquier acto de habla de nuestros días transporta significantes, expresiones y referencias al mito del progreso. Pero ¿cómo se leen estos significantes? Sabemos que los significantes de los mitos pueden leerse como se lee un símbolo; por ejemplo, cuando estamos ante el anuncio publicitario de un nuevo modelo de coche, aunque éste transmita un sentido claro, siempre nos debatimos entre su significante y su significado, que nos seducen por igual. De hecho hay cierta confusión en ese juego de seducciones. Y mediante lo que Roland Barthes definió como un sistema semiológico secundario, sobre el sentido de libertad y comodidad que irradia el vehículo presentado en el anuncio publicitario hace su aparición el concepto de superioridad de la sociedad tecnológica, que roba su sentido a ese sistema semiológico primario que constituye el anuncio, adquiriendo aquel más fuerza y veracidad. Este mito muestra, por tanto, sus significantes en toda su magnificencia para trasladar su sentido al concepto de poderío tecnológico de toda una civilización. De ese modo el significado y la forma se potencian mutuamente y ese binomio forma-significado del coche se convierte en la expresión misma de la supremacía tecnológica, hasta el punto de que éste pasa a formar parte del curso natural de las cosas, de lo obvio. Es precisamente esa alternancia perceptiva entre la forma y el significado, entre lo visual y lo intelectivo, la que reviste al mito de naturalidad. Pero a diferencia del mero anuncio publicitario el mito no esconde esa estrategia de robo de sentido; que el lector del mito sea consciente del modo en que se produce la significación del mito es esencial. El mito no recurre al inconsciente para esconder nada, ni para tratar de explicarse de un modo más engañoso; ha de evidenciarse la intención del ilusionista, que aun pretende que el espectador se autoengañe y se deje llevar.

El efecto arrebatador del coche se vuelve aun más intenso cuando se salta del coche eléctrico al coche volador. Su apariencia de verdad, al margen de la viabilidad o no de su fabricación masiva, fortalece el carácter óbvico. Lo importante del mito es que, a diferencia del mero eslogan, las explicaciones racionales no le añaden ni le quitan nada al mito, con lo que incluso un científico podría sentirse tan hechizado por este significante mítico como un lego en ciencia. El coche volador no es ya un símbolo del poder de la tecnología sino que, siendo su propia caricatura, burlándose de sí mismo y extremando su fastuosidad, logra que su presencia misma equivalga al estado de cosas existente, a una naturalidad que escapa a los condicionamientos históricos y a las limitaciones energéticas, naturalidad a la que por cierto nos resignamos muchas veces sin saberlo.

Claro que no basta sólo con una espectacularización de la apariencia de las mercancías tecnológicas para que éstas hagan surgir y solidificar el mito del progreso; éste debe recurrir a mitos secundarios para fortalecerse. En el caso del coche, el mito del progreso se ve fortalecido por otros mitos secundarios como por ejemplo el mito cinegético; sea en los anuncios publicitarios de automóviles –eléctricos o no- o sea en las célebres persecuciones de las películas llamadas «de acción», los vehículos siempre aparecen en movimiento; el avance físico del objeto se traslada al progreso mismo de la humanidad y, además, éste siempre lo hace en solitario; todos los paisajes paradisiacos que rodean al conductor de ese vehículo le pertenecen. He ahí el gran robo mítico de sentido al significado del movimiento, fortaleciendo aún más el concepto de la omnipotencia tecnológica. Por descontado este mito se apoya en otros mitos débiles o secundarios como el mito de la carestía material original que asegura que en las sociedades precapitalistas siempre se vivió en dificultades, el mito del científico solitario, que a veces toma la forma de científico «loco» que realiza asombrosos descubrimientos aislado de todo lo demás o el mito de la neutralidad tecnológica, mitos estos últimos fácilmente desmontables si, como bien nos recuerda Adrián Almazán, desde una ontología socio-histórica consideramos el «conjunto técnico» asociado a esas mercancías tecnológicas, es decir, «las relaciones económicas, políticas e imaginarias de la sociedad y otros objetos técnicos vinculados a su fabricación y uso»3. A estos mitos podríamos agregar otros viejos mitos en los que se ha cimentado el progreso como los que ya señaló Isaac Puente en 1930, que según él «pueden reducirse a uno, como el embrollo de la Santísima Trinidad», a saber, el mito de que sin intervención médica la mortalidad sería enorme, el mito de que sin la modelación escolar de los niños no habría educación y el mito de que «sin gobernanza no es posible una sociedad humana»4. Todos estos mitos secundarios sostienen por tanto ese gran metamito del progreso.

El mito del progreso y su declive

Dicho esto pareciera que en Occidente el mito del progreso estuviera entrando en una fase de amarga decadencia. Por supuesto que para aquellos que beben de fuentes científicas rigurosas, que entienden qué es el peak oil y sus implicaciones y son conscientes de las limitaciones actuales de la tecnología del capitalismo termo-industrial, este mito hace mucho que reventó por las costuras pero para los despistados y desinformados, incluso para muchas personas que estudian o trabajan en el sector industrial y el de las ingenierías, este mito sigue ejerciendo sorprendentemente una influencia tremenda. Otros, en cambio, aun intuyendo lo que sucede, miran para otro lado por propio interés, como hacen muchos políticos ecociudadanistas o la mayoría de asesores climáticos y especialistas en mercados energéticos contratados tanto por organismos e instituciones públicas como por grandes lobbies de la industrias de las renovables, y otros directamente se autoengañan para sobrellevar y autojustificar su ceguera energética y su traición a los movimientos ecologistas radicales.

Ahora bien, debido al hecho de que el capitalismo termo-industrial haya chocado ya con sus límites biofísicos y que estemos presenciando un claro empeoramiento de las condiciones de vida de muchos, materializado éste en una pobreza energética creciente, un aumento de la explotación laboral y un encarecimiento paulatino de los productos básicos y de los combustibles, cada vez más personas parecen estar dando un paso atrás y estar comenzando a dudar de las posibilidades ilimitadas de la tecnología. Y aunque desde los medios de comunicación de la burguesía se siga ocultando el peak oil y se le siga echando la culpa del empobrecimiento energético a cuestiones puntuales como la pandemia de la covid-19 o la guerra de Ucrania, algo en su interior ya ha sembrado la duda. De algún modo, empiezan a intuir que algo sucede. Dicho de otro modo: el mito del progreso parece ir ya periclitándose.

Podría resultar obvio que, si este mito aun sigue sorprendentemente en pie es gracias al inestimable trabajo de numerosas maquinarias de expresión y medios de comunicación de la burguesía que exageran cualquier descubrimiento que sugiera la idea de que unas supuestas nuevas fuentes energéticas podrán sustituir a los combustibles fósiles, pero no podemos obviar que eso también se debe al hecho de que muchas personas aún conservan la esperanza, de forma inercial, de que las energías llamadas renovables o unas nuevas tecnologías «por aparecer», como esa entelequia tan popular del milagroso motor de energía gratuita, vengan a solucionar todos los problemas actuales.

El caso es que, en la fase inicial de descomposición de este mito, estamos percibiendo ya sus últimos coletazos sígnicos. De un modo similar a lo que sucede cuando una fuente de energía está próxima a su agotamiento y se produce un efecto de subidas y bajadas rápidas y drásticas en los precios, la intensidad del sentido y la espectacularidad de la significación de este mito actúa como una pelota de tenis que golpease en el suelo y luego en el techo para regresar al suelo de nuevo, cada vez más rápida y violentamente. No es casual que, sometido a una especulación simbólica y semiótica sin precedentes, este mito sea zarandeado en nuestra percepción y nuestros procesos imaginativos con una ferocidad cada vez mayor. Y en ese trance del pensamiento y de la percepción, racionalismo e irracionalismo se involucran por igual. Vivimos por tanto momentos confusos en los que somos bombardeados por informaciones contradictorias: por un lado se nos lanzan noticias como esta: «La OPEP+ anuncia el mayor recorte en la producción de barriles de petróleo desde el inicio de la pandemia», que afirmaba que: «Se trata de un recorte que supone el doble del que se esperaba en los mercados internacionales»5 pero por otro se nos bombardea con la publicidad de proyectos faraónicos como el ya infame «The Line», una «ciudad del futuro» formada por «una sucesión de edificios de 500 metros de altura, 200 de ancho y 170 km de largo que explorará la vida en estratos. Y, todo, envuelta en espejos para fundirse con su entorno, una zona desértica al norte del país»6; por un lado, desde organismos como el IPCC se habla incansablemente de la necesidad de reducir urgentemente la quema de carbón y petróleo para frenar el cambio climático pero por otra parte Greta Thunberg declara en una entrevista que sería un error cerrar las centrales nucleares en activo para recurrir únicamente a las centrales de carbón; por un lado la Comisión Europea informa oficialmente de que para 2035 prohibirá los coches de motor de combustión7, pues contaminan el aire, pero por otro, ese mismo organismo declara8 la energía nuclear y el gas como energías «verdes» para la generación de electricidad y los mass media se llenan de noticias que aseguran que «Los taxis voladores del futuro podrán recorrer tu ciudad en 15 minutos»9; por un lado Jeff Bezos afirma que quiere llegar10 a la Luna en 2024 y Elon Musk a Marte en 2026, pero por otro lado cada vez vemos a más currantes yendo a trabajar en patinete eléctrico; por un lado leemos noticias como la que afirma que «El rápido crecimiento del coche eléctrico se topa con la escasez de litio»11 o informes de la propia Agencia Internacional de las Energías Renovables (IRENA) como aquel12 que señalaba en 2022 que la demanda de litio para baterías se multiplicaría por diez entre 2020 y 2030 pero a su vez leemos noticias como esta: «X2, el coche volador que viene de China y se producirá en masa en 2024».Aquí el redactor se atreve a asegurar: «está claro que este tipo de vehículos representa el futuro de la circulación que está por llegar. Pero su problema ahora no es tanto fabricarlos ni mantenerlos como integrarlos»13, llegando algunos medios al paroxismo de la mendacidad en noticias como esta: «Hito histórico de EEUU en fusión nuclear: qué falta ahora para tener energía inagotable»14, un «hito» histórico que según ellos ha logrado «producir 3,15 megajulios de energía tras emplear 2,05 megajulios» y dejando caer que al parecer, con ese supuesto TRE, se solucionarían por ejemplo los problemas energéticos asociados al transporte mundial.

Como vemos, este lenguaje tecnolátrico va y viene; se afirma y se desdice, fortaleciendo así su ambigüedad pero ese movimiento pendular entre la omnipotencia y la impotencia puede evolucionar de muchas formas. Claro que en un contexto de confusión, escasez y empeoramiento gradual de las condiciones de vida de los de abajo, es comprensible que este mito oscile más hacia el lado de la impotencia ante lo cual para equilibrar de nuevo la balanza, los gestores del desastre deciden activar funestos mecanismos psicológicos de negación. De hecho, fueron las propias élites industriales las que inauguraron hace décadas ese negacionismo. Como bien recuerda Jorge Riechmann «en esa Era de la Denegación que comenzó hacia 1980 (donde ganó terreno constantemente un negacionismo que no sólo rechaza el calentamiento climático, sino más en general todo lo referido a los límites biofísicos con que pudieran topar las economías capitalistas), referirse a Los límites del crecimiento se convirtió en algo políticamente incorrecto, sobre todo en el mundo anglosajón… salvo si se trataba de desacreditar esta importantísima obra»15. Si me interesa recordar el origen de ese negacionismo es para entender mejor las formas que actualmente adopta ese mismo negacionismo en manos de unas élites capitalistas empeñadas en mantener con vida el mito del progreso. Y aquí se abren dos vías de negación: por un lado, el negacionismo duro de las élites nacionalpopulistas -más cercanas a posturas de recuperación de soberanía nacional- y que niegan las limitaciones biofísicas, el cambio climático y el peak oil; su estrategia es la de, llevados por una ceguera energética espeluznante, seguir defendiendo ingenuamente el nivel de vida actual, el uso de los coches y la energía nuclear, pero por otro lado tendríamos lo que autores como Pablo Font Oporto definen como un negacionismo indirecto16, por parte de los representantes del capitalismo verde, integrado éste tanto por diversos sectores socialdemócratas del neoliberalismo como por los defensores del Green New Deal, quienes asumen la necesidad de atravesar una transición verde en la que el capitalismo siga en pie, aunque quemando menos combustibles fósiles y beneficiando a las industrias asociadas a las llamadas energías renovables; estas élites no niegan la tragedia climática, es más, la utilizan para su beneficio, asumiendo la necesidad de imponer un decrecimiento en el consumo de recursos energéticos pero niegan a la larga los límites verdaderos de la tecnología hasta el punto de ofrecernos, con admirable cinismo, la alta tecnología como la única solución posible. Si bien es cierto que estos dos negacionismos han influido poderosamente en la cultura popular, no lo es menos que tales resortes psicológicos de negación son los últimos estertores del capitalismo industrial. Sea como fuere estamos siendo testigos de la decadencia final del mito del progreso, que se extingue por exceso. Y por mucho que se sigan negando, total o parcialmente, sus limitaciones, el capitalismo tecnológico ya ha quedado tocado de muerte. De ahí que cada vez con más frecuencia leamos titulares cada vez más absurdos e incoherentes; por ejemplo, no es para nada inocente que aun bajo la evidencia de las limitaciones energéticas y de escasez de ciertos minerales, este capitalismo verde insista, desde gran parte de las maquinarias massmediáticas de información, en hacernos creer en la expansión tecnológica del ser humano por todo el universo pero eso sí, ahora bajo parámetros «sostenibles». Un ejemplo impagable de esta negación parcial llevada al extremo nos lo ofreció Bob Cabana, el administrador asociado de NASA al declarar en noviembre de 2022 que: «No vamos a hacer un viaje de acampada de dos o tres días, vamos a volver a la Luna de forma sostenible. Vamos para una estancia más larga y para utilizar la superficie lunar»17, o esta otra noticia que hace convivir en el mismo titular y sin ningún tipo de rubor los términos «reactores nucleares» y «sostenible»: «Reactores nucleares en la Luna: el plan de la NASA para establecer una red de energía sostenible para las primeras colonias lunares en 10 años»18.

El fin del mundo como colapso

«De este fin del mundo, yo no tendría el menor escrúpulo en asegurar hoy que ya no lo deseamos. [… ] Semejante fin del mundo, suscitado por un paso en falso del hombre, más inexcusable por más decisivo que los anteriores, queda para nosotros despojado de todo valor, resulta deplorablemente caricaturesco»19
André Breton

Pero para aquellos que ya no se dejen seducir por ese tipo de negacionismos y rechacen el mito del progreso –y con el fin de que el vacío dejado por la comodidad tecnológica no resultase traumático- hubo que preparar otro colchón mítico. Lo que me lleva a especular sobre la posible reactivación de un viejo mito, pues da la sensación de que aquellos que abandonan el mito del progreso se les está haciendo saltar al otro extremo, al de la doble negación: el mito del inminente fin del mundo. Es cierto que en el ser humano, sea en la cultura que sea, ha existido siempre una fascinación por el fin de los tiempos. Es más, parece haber en él una predisposición psicológica a fantasear con catástrofes planetarias. Pero amenazas como el empeoramiento del cambio climático, confirmado éste por organismos como la Organización Meteorológica Mundial, el ecocidio en marcha y la escasez energética global, confirmada ésta mediante informes oficiales por parte de organismos como la propia Agencia Internacional de la Energía, hacen que esté ganando terreno una percepción apocalíptica de los acontecimientos, de modo que parece estar gestándose una suerte de actualización del viejo mito del fin de los tiempos. Tal vez no sea casual que hayan empezado a proliferar desde diversas plataformas como Netflix, HBO, Amazon Prime Video, Disney+ o Movistar+, plataformas todavía relativamente baratas y accesibles a gran parte de la población, series y películas de temática apocalíptica, o ambientadas en futuros distópicos. Bien sabemos que el discurso del poder no sólo recurre al habla mítica para consolidar mitos sino también a las herramientas propias del espectáculo. Los significantes que expresan este posible mito son bien dispares: en series como The Walking Dead el colapso adopta la forma de un apocalipsis zombie planetario; en series como Revolution o Colapso se nos habla de un futuro amenazado por la escasez energética; en remakes recientes de sagas como Mad max se nos dibuja un futuro en el que la gasolina escasea pero en el que no dejan de aparecer vehículos avanzando a gran velocidad de forma innecesariamente ofensiva; en películas como Armageddon o No mires arriba el colapso lo provoca un meteorito que impactará en nuestro planeta y en series como El cuento de la criada una determinada región del planeta es la que colapsa política y socialmente, bajo la forma de un régimen ecofascista. También los hallamos en documentales de divulgación científica como Control Z la Gran Tormenta -nótese la similitud con el mito de La Gran Tarde– en la que se especula con la posibilidad de que las tormentas solares acaben con la civilización actual; «El fenómeno natural que nos devolverá a la Edad Media en 72 horas»20 advertía el titular de un artículo reciente al referirse a esta serie. Aunque el estilo y la función específica de estas maquinarias de entretenimiento no sean propiamente míticos, sí que contribuyen a consolidar un nuevo sustrato mítico. Podría decirse lo mismo acerca de los actuales noticieros y los centenares de novelas de ciencia ficción que se publican en la actualidad, aunque éstas tal vez tengan una repercusión mucho menor en la cultura popular. Podría parecer entonces que este presentimiento de un fin del mundo inminente posea todos los rasgos de un mito, pero a pesar de estar ganando presencia en muy distintos ámbitos de la vida cultural, y a diferencia del mito del progreso, creo que éste no ha alcanzado aún su fase de consumación; aún no es vivido como una certeza, ni se ha expandido por toda la población de forma generalizada. Es por eso por lo que sería más apropiado calificar este mito como protomito.

Sea como fuere, ante el aparente debilitamiento del mito del progreso acude entonces en su ayuda ese otro mito que podríamos llamar el protomito del colapso o directamente el mito del colapso, que sirve de red de salvación para aquel que salte desde el puente del progreso al precipicio del fracaso tecnológico. Soy consciente de que el término «colapso» genera polémica y puede resultar confuso pues éste da una idea de «un final del mundo» desgajado del capitalismo y, además, abrupto, cuando es bastante probable que el fin del capitalismo se produzca de forma gradual e incluso hay autores que aseguran que éste es un proceso en el que en realidad hace décadas que ya hemos entrado. Justamente estas últimas semanas en el Reino de España hemos presenciado un debate entre decrecentistas, postcrecentistas y greennewdealistas, en cuyo eje central se sitúa este término, y en el cual los defensores del Green New Deal, representantes del lobbie industrial verde y otros autores próximos a partidos ciudadanistas como Más País iniciaron una campaña de ataque y difamación contra una serie de autores que aquellos califican de «colapsistas», entre los que se encuentran Antonio Turiel, Jorge Riechmann, Pedro Prieto, Manuel Casal Lodeiro, Luis González Reyes, Yayo Herrero o Carlos Taibo; curiosamente todos estos autores, divulgadores y científicos llevan desarrollando una labor informativa y de divulgación bastante bien fundamentada, tanto en el ámbito de los medios de comunicación como en el ámbito académico, alertando de la gravedad de la actual crisis civilizatoria e informando de las estrategias necesarias para hacerla frente, lo que sin duda contribuye a desmitificar lo que se suele entender por «colapso», haciéndolo descender a las condiciones históricas y materiales, y ayudándonos a comprender mejor este largo proceso de declive y destrucción capitalista. Adrián Almazán, a finales de 2022, criticaba acertadamente esta «estrategia populista verde» definiéndola como una «una guerra discursiva que desnaturaliza los términos del debate» y que «está construyendo una noción, la de “colapsismo”, en la que prácticamente nadie que defienda o haya defendido la noción de colapso encaja»21, y dando la idea de que en el movimiento ecologista existen únicamente dos grandes bandos enfrentados. Y dando la razón a Adrián yo añadiría que esta estrategia populista lo que hace es, además de impedir una verdadera toma de conciencia de los problemas reales ante los que nos hallamos, fortalecer el concepto de colapso como mito, en vez de asentarlo en el conocimiento humano, en la cultura popular, como una toma de conciencia de las condiciones materiales de existencia actuales. A pesar de todo esto y siendo consciente de que en la cultura popular aún no existe una noción fundamentada del término «colapso», utilizaré la expresión «mito del colapso» para referirme a esa idea infantil y engañosa de un fin súbito de la civilización actual, sea por el motivo que sea, que por desgracia tanto están extendiendo y difundiendo las maquinarias de expresión, información y entretenimiento de la burguesía en amplios sectores de la población.

El mito del colapso como refuerzo DEL mito del progreso

Habría que dejar bien claro que entender el mito del colapso –suponiendo que éste exista ya como mito- como un mito opuesto al mito del progreso es inexacto. En realidad, sendos mitos apuntan en la misma dirección, pero no porque digan lo mismo sino porque ambos mitos hablan igual; usan el mismo lenguaje tecnolátrico, tanto por el lado de las salvaciones mágicas como por el lado de un apocalipsis inexorable, de ahí que saltemos de uno a otro con total facilidad. En realidad el mito del colapso no niega las capacidades mágicas de la tecnología de alta energía, simplemente la sitúa en el terreno de las fuerzas perdedoras de una batalla, pero no de la guerra que libra el ser humano contra el universo y de la que éste saldrá victorioso en una segunda batalla escatológica en los escenarios venideros. De hecho, este mito no se opone a la omnipotencia tecnológica, antes bien, la supera. En realidad el mito del colapso actúa como la continuidad lógica del mito del progreso, y más si tenemos en cuenta que aquel viene a avivar a éste pues ante un posible colapso real, el mito de progreso nos impele a buscar en la tecnología, a su vez, una forma de evitar ese colapso. Entonces el mito del colapso viene a fortalecer, por exceso, el mito del progreso. Aquí, el mito del progreso que escapó por la puerta vuelve a entrar por la ventana pero fortalecido. Y el ciclo mítico vuelve a dar otra vuelta a nuestro alrededor, aprisionándonos aún más sin que nos percatemos de ello.

En concreto, en el mito del colapso hay un llamado tácito a la población para apoyar el desvío de dinero público hacia las industrias de las energías renovables, esas mismas que podrían salvarnos de ese colapso. Es por eso que tanto neoliberales verdes como partidarios del Green New Deal, representados por sectores muy minoritarios de la izquierda del Partido Demócrata de EEUU, utilizan el fantasma de un posible colapso climático y lo presentan como una emergencia ante la que ellos son los únicos que podrán aportar una solución. Y, a su vez, al presentarlo como catástrofe planetaria e inminente, los gestores del desastre lo utilizan para enrolar a toda la población y así poder hacerlo frente con todas las fuerzas posibles, pues en esta nueva batalla han de contar con el apoyo voluntarioso del proletariado y de los nuevos excluidos. Es lo que persigue el Green New Deal cuando trata de establecer un nuevo pacto social verde y convencernos de que todos arrimemos el hombro de forma altruista. Nada nuevo bajo el sol; de esto ya nos advirtieron hace algunos años René Riesel y Jaime Semprun en su libro Catastrofismo, administración del desastre y sumisión sostenible, cuando afirmaban que el discurso catastrofista venía a reforzar la gobernanza mundial. Según estos autores la lucha epopéyica por evitar el colapso decreta la movilización general, sometiéndonos a nuevas coerciones y no les falta razón cuando concluyen que el estado de emergencia climática es, en el fondo, una economía de guerra que nos deja como única opción ética, para superar esta crisis civilizatoria, la de someternos a las directrices marcadas por los propios capitalistas y sus representantes políticos. Ceder a este mito del colapso equivale por tanto a someterse más fácilmente a las decisiones de los grandes capitalistas y los gestores políticos del desastre. Y por cierto, llama la atención la gran cantidad de series y películas apocalípticas o distópicas actuales, en las que los ciudadanos delegan en los gobiernos la gestión autoritaria del desastre, frente a la ausencia de series y películas en las que en ese mismo contexto determinadas comunidades humanas decidieran organizarse de forma asamblearia contra sus opresores. Sí, lo más probable es que esto no sea casual.

Entre sendos mitos, por consiguiente, no hay oposición sino relación dialéctica y perfecta complementariedad; los dos actúan como un monstruo bifaz del que no podemos escapar. Tanto por un lado como por otro, estamos aprisionados entre estos dos grandes tabiques que se van estrechando; en un lado está la esperanza de que el hidrógeno verde, la fusión nuclear o cualquier supuesta nueva tecnología pueda salvar la biosfera y mantener nuestro nivel de vida actual, y en el otro lado está la sospecha de que ya es demasiado tarde tanto para mitigar los efectos del cambio climático y la contaminación ambiental como para adaptarnos en condiciones de equidad y de justicia a un mundo con menos esclavos energéticos per cápita. Pero sin duda lo que empeora las cosas es que el sujeto actual se encuentra rebotando sucesivamente de una a otra pared. De ese modo la subjetividad humana es sometida a una espantosa trituración. Así es como el capitalismo fosilista monta y desmonta su máquina de guerra formada por esos dos mitos en simbiosis.

La alternancia mítica progreso-colapso

¿De dónde viene esa alternancia? Es bien sabido que el sujeto del siglo XXI está atado a un péndulo que le hace oscilar entre dos sentimientos que se retroalimentan y pervierten los procesos de la subjetividad: la omnipotencia y la impotencia. Antes de plantearnos el tipo de oposición que podemos llevar a la práctica ante estos dos mitos despóticos habría que responder a la pregunta de cuáles son las condiciones materiales sobre las cuales esa oscilación mítica se hace posible. Para entender la relación causal entre estos dos mitos habría que entender en un primer momento que éstos son, en parte, proyecciones colectivas de, por un lado, ese deseo de omnipotencia generado por la fe ciega en la tecnología y de, por otro lado, ese complejo de impotencia del aparato psíquico de los individuos generado tanto por los límites biofísicos del planeta y las catástrofes climática y ecológica, como por la explotación y las escisiones a las que el capitalismo somete a individuos y colectividades.

Lo primero que sorprende es que el mito del progreso, con todas sus promesas de superación tecnológica y sus ansias por someter bajo sus designios la naturaleza, lo que en realidad ha provocado es una desvinculación entre el sujeto y el mundo. Paradójicamente, cuanto más se impone y triunfa el sujeto moderno sobre el mundo, más aislado estará aquel de éste. De hecho, la ciencia al servicio de la gran industria no se resistió a poner en práctica, literalmente, tal escisión. Fue el caso del proyecto Biosfera 2 que en 1991 confinó a 8 científicos de la biosfera, tratando de recrear en su interior algunos de los ecosistemas del exterior. En el fondo, ese es el propósito del capitalismo industrial: el de crear una suerte de «cosmogonía cerrada» para alojar al sujeto y desvincularlo todavía más de la realidad misma. Ya en los orígenes mismos de la modernidad, Kant, al definir al «sujeto trascendental» y su ley pura moral mediante la oposición entre libertad y sensibilidad, estableció ya una separación del sujeto respecto del mundo sensible similar a la actual. Siglos después, el mito del progreso, al extremar su deseo de dominio y control sobre la naturaleza, y gracias a los nuevos avances tecnológicos terminó por desterrar del todo al sujeto del dominio sensible convirtiendo al «sujeto trascendental» en lo que Marx denominaría «sujeto automático», hasta llegar a nuestros días, décadas en las que gracias a las Nuevas Tecnologías, el Internet de las Cosas y la Realidad Virtual el capitalismo fosilista ha dado el salto de la dominación formal a la dominación real, creando un sujeto totalmente sometido a las relaciones capitalistas. No se me escapa, desde luego, el papel que juega en todo esto la propiedad privada y el robo de terrenos y bienes comunales iniciado por parte de los nuevos Estados y el capitalismo moderno a partir del siglo XIX, como principal causa de escisión y de expropiación del mundo.

Pero esa expulsión del mundo real iniciada en la modernidad comienza en la materia misma que forma el sujeto; éste ha sido expulsado de la propia materia que le constituye. Vivir inmerso en el mito del progreso es pensarse y sentirse sin mundo, sin relación ética –o con una ética cada vez más limitada- con los ecosistemas en los que se vive, incluso sin relación poética con la realidad, pero lo más trágico de vivir diluido en ese mito es que el sujeto actual llega a considerarse a sí mismo sin ni siquiera cuerpo. No se trata sólo de desprecio sino de un verdadero odio hacia la materialidad del mundo. Ante esta expulsión del mundo y de la materia misma surgen entonces deseos regresivos de retornar a la no-existencia. Freud vería aquí una pulsión de muerte, un impulso inconsciente de retornar a la «calma inorgánica», un estado anterior a la vida. Pero la pulsión de vida que aún late en el espíritu humano, como un innato mecanismo de supervivencia, a veces logra expulsar esas pulsiones de muerte hacia el exterior, deseando la destrucción del mundo. Hay por tanto, un apetito subterráneo por destruir aquello de lo que uno ha sido escindido, al no poder establecer una relación real con ese mundo inalcanzable. El mito del colapso responde en parte a ese deseo de destrucción. Con todo eso aún habría otra vía más mediante la cual el capitalismo tecnológico puede provocar esa escisión entre el sujeto actual y el mundo; dado el contexto de declive energético el sujeto actual se enfrenta también al trauma y la frustración de vivir en un sistema de producción que ha chocado ya con los límites biofísicos del planeta, a lo que se une el incremento de la privatización de capital público y el empobrecimiento de las clases subalternas. Ante la imposibilidad de no poder satisfacer, ya no los deseos que el capitalismo mismo prometiera, sino de no poder ni siquiera satisfacer las necesidades más básicas, se activa un mecanismo psicológico comprensible: la emergencia del deseo de la destrucción del mundo que le limita y aliena. Atravesar la frontera de la impotencia cuando la carta de la omnipotencia ha sido ya gastada puede llevar, por tanto, a un deseo de acabar con todo.

Desde luego que existen otros modo de superar esa angustia, como por ejemplo el restablecimiento de los sentimientos de omnipotencia y la reactivación de los procesos de fe en la tecnología del capitalismo en busca de una solución hipertecnologizada, lo que vuelve a reforzar la negación narcisista del mundo e incrementar el aislamiento del sujeto respecto de éste. Lo cierto es que a lo largo del siglo XX, en la subjetividad de las clases trabajadoras y de los excluidos, ambos mitos presentan una continua alternancia y sólo pueden concebirse correlativamente, a la manera de dos olas que se suceden. Ya la propia burguesía del siglo XIX oscilaba entre sentimientos de impotencia y omnipotencia similares, algo presente en numerosas obras literarias, filosóficas, epistolares y científicas de la época. Ahora bien, si a partir de la segunda mitad del siglo XX el polo abatido e impotente de este sistema de fuerzas fue paulatinamente perdiendo peso, en la tercera década del siglo XXI, con la llegada del peak oil y el choque de un capitalismo expansivo con sus límites biofísicos, este polo ha ido adquiriendo peso y parece estar desnivelando la balanza. Así que en los últimos años, desde los medios de comunicación de la burguesía se intuye un deseo de nivelar esa oscilación hacia la omnipotencia con, por ejemplo, noticias esperanzadoras de coches voladores o acerca de los últimos adelantos en relación a la citada fusión nuclear.

Por resumir: ante ese juego de desequilibrios, si se es lo suficientemente ingenuo e infantil se corre el riesgo de ceder al mito del progreso y creer que la tecnología lo resolverá todo; si se está lo suficientemente desencantado y se tiene la certeza de que vamos a colapsar pero a la vez se es tan igualmente ingenuo e infantil como para no saber quiénes son los verdaderos responsables del desastre en marcha y como para creer que no hay nada qué hacer, se corre el riesgo de caer en el otro polo: en la impotencia absoluta, es decir en el mito del colapso. Pero si se salta neuróticamente de un mito a otro uno estará igualmente atrapado en esa espiral en cuyo centro sólo esperan el pesimismo, la frustración y el nihilismo. Por tanto, en cómo reaccionemos los de abajo ante esa alternanza mítica en las próximas décadas se dirimirá otra posible consumación: la consumación total del nihilismo, que facilitaría que grandes sectores desfavorecidos de la población encuentren una tabla de salvamento en movimientos reaccionarios e identitarios, lo que abriría de par en par las puertas a toda suerte de regímenes autoritarios y ecofascistas.

¿Cómo escapar entonces a ese vaivén mítico?

En pocas palabras: en primer lugar habría que desnaturalizar estos dos grandes mitos, es decir, hacerlos descender a las condiciones históricas que enmascaran, para que dejen de actuar en la subjetividad colectiva como mitos. Estamos ante un proceso excesivamente complejo pero cuyos primeros pasos pueden ser dados incluso a nivel individual. Por ejemplo, cuando uno se halle ante un significante mítico, ya sea éste asociado al mito del progreso o al mito del colapso, siempre puede desarrollar estrategias que bloqueen los procesos de consolidación de estos mitos. Para ello habría que acudir al núcleo mismo del mito y buscar la trampa de la significación que allí subyace. Retomaré el ejemplo del anuncio publicitario del vehículo privado. Pensemos de nuevo en su forma y en su significado; dependiendo de qué elemento de este binomio capte más nuestra curiosidad o interés y más nos persuada, éste actuará o no como refuerzo mítico. Este juego de persuasiones revela la excesiva complejidad que se esconde en el proceso de mitificación; si me fijo únicamente en la forma que nos muestra su significante mítico, es decir, en los aspectos más visualmente atractivos del vehículo en cuestión o en el paisaje idílico que recorre, sin pensar en por qué se me muestra todo eso, no habrá ambigüedad: el coche se me presenta sin más como un ejemplo demasiado aislado, entonces le faltará un apoyo al sentido y éste se convierte en un mero símbolo, con lo que este significante no fortalecerá este mito. De algún modo, evidenciar tan explícitamente su realidad de símbolo diluye esa aparente certeza relativa al poder ilimitado de la sociedad tecnológica que lo ha creado. Igualmente, si uno cae en la cuenta del sentido real de ese significante y no se deja distraer por el carácter espectacular del significante, el significado absorberá demasiado el significante, que es incapaz de maravillar y persuadir, destapándose la farsa. El sentido de ese significante no se trasvasará, entonces, al concepto del mito que el anuncio quiere fortalecer desde el lenguaje propio del espectáculo capitalista relativo al poderío tecnológico; el espectador lo leerá como una estratagema sistémica de los capitalistas para extender toda la sofisticación y eficiencia de ese objeto a todo el sistema de producción del que surgió. Encontramos aquí, por tanto, dos formas opuestas de desenmascarar el mito y evitar que este cuaje y coja fuerza en nuestra subjetividad colectiva. Si el subversor de mitos detecta los puntos débiles del mito podrá aprovechar, entonces, esas grietas para que éste pierda efectividad.

Pero la tarea que tenemos por delante va más allá de no dejarse obnubilar por esos significantes -massmediáticos o no, subliminales o no- pues para romper en la medida de lo posible con el régimen de sentido asociado a este mito hace falta hacerse cargo del «conjunto técnico» asociado tanto a los recursos energéticos de la tecnología como a su grado de responsabilidad en el ecocidio actual, en la tragedia climática y en sus vinculaciones con el denominado por el poder «complejo industrial-militar», es decir, con la industria de la matanza de seres humanos. Ciertamente, el régimen mítico actual no sólo se sostiene gracias a significantes dispersos pues también lo constituye todo un engranaje de normas, códigos, deseos, costumbres, actos de habla y ritos de paso ligados entre sí e integrados en las dinámicas de producción y consumo. Por consiguiente, para derribar estos mitos hay que entender que éstos se soportan en ese negacionismo climático y en esa ceguera energética que tanto inundan la cultura popular y que impiden ver las vinculaciones de sus significantes míticos con las relaciones de producción capitalistas. Así pues, habría que iniciar un trabajo educativo, a ser posible no escolar, para adquirir y transmitir conocimientos relativos tanto a la tragedia climática y las limitaciones energéticas, como a la nocividad de la actividad industrial del capitalismo fosilista. No voy a entrar en muchos detalles al respecto pero creo que esta labor pedagógica y educativa se debería realizar tanto en Centros de Adultos y Universidades como en Centros Cívicos, librerías asociativas y sedes de asociaciones vecinales pero también en conversaciones informales con todas las personas de nuestro entorno. La coeducación y la autoformación serán entonces vías fundamentales para que los de abajo podamos escapar de los mitos despóticos del capitalismo.

Sin embargo, no basta con debilitar la base mítica de los discursos tecnolátricos actuales. Para escapar de esa pulsión entre omnipotencia e impotencia habría que saltar a nuevos mitos que sustituyan los dos mitos mencionados. El pensamiento, queramos o no, no puede prescindir del mito. Habría que crear, entonces, nuevos mitos o recuperar mitos viejos o mitos desactivados. Llegados a este punto habría que distinguir claramente entre los mitos que pudieran surgir como soporte de una futura sociedad libre y los mitos que pudieran surgir hoy en día al calor de los procesos de lucha; en el caso de que en un futuro la humanidad llegase a hacer la revolución, ignoro qué mitos servirían de base para esas nuevas sociedades, libres ya de la dictadura del capital y de toda opresión, pero lo más seguro es que éstos no tengan mucho que ver con los posibles mitos de transición asociados a los conflictos sociales actuales y venideros a corto plazo, entre otras razones porque estos mitos tendrían una utilidad puntual y pasajera. Podemos por tanto jugar a imaginar cómo serían esos mitos que darían soporte a una sociedad emancipada pero mientras ese futuro utópico no llegue, los mitos a los que podemos recurrir serán esencialmente mitos destituyentes, es decir, mitos que impulsen las luchas encaminadas a derrocar la tiranía actual del capital. Estos mitos podrían impulsar no sólo las luchas en el ámbito laboral, en el sindicalismo combativo, mediante huelgas, piquetes o Redes de Autodefensa Laboral sino que podrían impulsar también las luchas que brotan en la defensa del territorio contra, por ejemplo, el extractivismo verde y, en un sentido más general, podrían ser mitos que se opusiesen a la lógica de las mercancías y a la producción de valor. Sirvan de ejemplo la recuperación del mito judeocristiano de la reencarnación, que nos permitiría recuperar a los de abajo el dominio sensible, arrebatado por las redes sociales y la digitalización de la vida, el mito de la Gran Tarde, mito que tanto alentó a socialistas utópicos y románticos revolucionarios siglos atrás, el mito bretoniano de los Grandes Transparentes como mito superador del mito de Gaia o el mito de la Gran Asamblea, sugerido por Jorge Riechmann y en el que todos los seres vivos del planeta participarían en la toma de decisiones a la hora de crear una sociedad nueva. Sea como fuere, estos mitos en ningún momento deberían entenderse como fórmulas cerradas, ni responder a principios organizativos rígidos o superiores pues una mitología libertaria se irá constituyendo a partir de la agudización de los antagonismos de clase e irá mutando de forma imprevisible en el desarrollo mismo de los conflictos venideros.

Vicente Gutiérrez Escudero
Miembro del movimiento surrealista de Madrid
28 de febrero de 2023.

NOTAS

  1. André Breton, «Prolegómenos a un tercer manifiesto del surrealismo o no» (1942), en Manifiestos del surrealismo, Ed. Visor, Madrid, 2002, p. 212.
  2. José Ardillo, Las ilusiones renovables. Ecología, energía y poder, Editorial El Salmón, Alicante, 2022, p. 113.
  3. Adrián Almazán, Técnica y tecnología cómo conversar con un tecnolófilo, Ed. Taugenit, Madrid, 2021, p.108.
  4. Isaac Puente «Tres mitos, tres ilusiones y tres verdades», en revista Estudios nº 79, Ed. Estudios, Valencia, marzo de 1930.
  5. «La OPEP+ anuncia el mayor recorte en la producción de barriles de petróleo desde el inicio de la pandemia», cadenaser.com, 5 de octubre de 2022.
    https://cadenaser.com/nacional/2022/10/05/la-opep-anuncia-el-mayor-recorte-en-la-produccion-de-barriles-de-petroleo-desde-el-inicio-de-la-pandemia-cadena-ser/
  6. Mar Nuevo, «The Line: Arabia Saudí diseña una ciudad oculta entre dos muros de 170 km cubiertos de espejos», www.economiadigital.es, 27 de julio de 2022.
    https://www.economiadigital.es/tendenciashoy/arte/arquitectura/the-line-arabia-saudi.html
  7. Bernardo de Miguel, Lluís Pellicer, Manuel Planelles, «La Comisión Europea fija para 2035 el fin de la venta de coches de combustión», 14 de julio de 2022.
    https://elpais.com/clima-y-medio-ambiente/2021-07-14/la-comision-europea-fija-para-2035-el-fin-de-la-venta-de-coches-de-combustion.html
  8. Guillermo Abril, «El Parlamento Europeo respalda el sello verde de la UE al gas y energía nuclear», 6 de julio de 2022.
    https://elpais.com/economia/2022-07-06/el-parlamento-europeo-respalda-el-sello-verde-de-la-ue-al-gas-y-energia-nuclear.html
  9. Rodrigo Alonso, «Los taxis voladores del futuro que podrán recorrer tu ciudad en 15 minutos», www.abc.es, 30 de octubre de 2022.
    https://www.abc.es/tecnologia/informatica/soluciones/taxis-voladores-futuro-podran-recorrer-ciudad-minutos-20221027153008-nt.html
  10. https://www.libremercado.com/2019-05-14/jeff-bezos-quiere-aterrizar-en-la-luna-en-2024-y-elon-musk-en-marte-en-2022-1276638241/
  11. Alba Pérez, «El rápido crecimiento del coche eléctrico se topa con la escasez de litio», 14 de marzo de 2022.
    https://www.eleconomista.es/empresasfinanzas/noticias/11662604/03/22/El-rapido-crecimiento-del-coche-electrico-se-topa-con-la-escasez-de-litio.html
  12. https://www.eleconomista.es/empresas-finanzas/noticias/11662604/03/22/El-rapido-crecimiento-del-coche-electrico-se-topa-con-la-escasez-de-litio.html
  13. https://as.com/meristation/2022/09/15/betech/1663261900_481203.html
  14. José Pichel, «Hito histórico de EEUU en fusión nuclear: qué falta ahora para tener energía inagotable». 13 de diciembre de 2022.
    https://www.elconfidencial.com/tecnologia/ciencia/2022-12-13/eeuu-fusion-nuclear-energia-inagotable_3538891/
  15. Jorge Riechmann, Simbioética. Homo sapiens en el entramado de la vida, Ed. Plaza y Valdés, Madrid, 2022, p. 148.
  16. Este concepto aparece tanto en su libro La batalla por el colapso. Crisis ecosocial y élites contra el pueblo, como en varias de sus entrevistas:
    https://www.cordobahoy.es/articulo/gente/entrevista/20220702190203119407.html
  17. Vivien Doherty Luduvide, «Artemis: cinco razones para volver a la Luna», 18 de noviembre de 2022.
    https://elpais.com/videos/2022-11-18/video-artemis-cinco-razones-para-volver-a-la-luna.html
  18. https://www.businessinsider.es/plan-nuclear-nasa-proximas-colonias-luna-968819
  19. André Breton, «La lámpara en el reloj», en La llave de los campos, Ed. Hiperión, Madrid, 1976, p. 132.
  20. Jesús Díaz, «El fenómeno natural que nos devolverá a la Edad Media en 72 horas», 18 de noviembre de 2022.
    https://www.elconfidencial.com/tecnologia/novaceno/2022-11-18/ciencia-tormenta-solar-evento-miyake-carrington_3524698/
  21. Adrián Almazán, «El “anticolapsismo” y el debate como estrategia (populista)», www.ctxt.es, 28 de diciembre de 2022.
    https://ctxt.es/es/20221201/Firmas/41667/colapsismo-debate-green-new-deal-decrecimiento-mas-pais.htm
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