José Luis carretero Miramar
1- ¿Dónde estamos?
En los inicios del año 2023 la economía de las principales potencias europeas se asoma a la recesión técnica (dos trimestres consecutivos de caída del PIB). La inflación se mantiene muy elevada, lo que ha provocado reiteradas subidas de los tipos de interés por parte del Banco Central Europeo, lo que ahonda aún más las tendencias recesivas.
La supervivencia de la industria de la Unión está comprometida. Grandes empresas como Bayer o Volkswagen anuncian que están estudiando cerrar plantas en Alemania y trasladarlas a otras ubicaciones. La sustitución del gas ruso (cuya cercanía y bajo precio sostenía las tasas de rentabilidad y la competitividad internacional de las fábricas del Este y del Norte de Europa) por hidrocarburos procedentes de Noruega o por Gas Natural Licuado norteamericano o qatarí es una operación no exenta de riesgos. Los costes son mucho mayores para las fábricas europeas, y mucho menores para sus competidores, por la venta a bajo precio del gas ruso, dado que las potencias emergentes del Sur Global están sorteando las sanciones occidentales mediante diversos mecanismos de ingeniería financiera. Además, la recuperación de la actividad económica de la República Popular China, tras el fin de su política de «Covid Cero», prefigura un escenario de competencia exacerbada por el GNL, los barcos metaneros y toda suerte de recursos relacionados con el mercado energético.
El proceso de transición energética intentado por la Unión Europea encalla en sus contradicciones: mientras se genera una enorme burbuja alrededor de las instalaciones de renovables (acompañada de una creciente resistencia al desarrollo de plantas por parte de las poblaciones rurales), Europa tiene que recurrir cada vez más a la reapertura de las minas de carbón y a la potencia de las centrales nucleares francesas. Mientras se multiplican las inversiones en nuevas instalaciones destinadas al hidrógeno verde, bien regadas de dinero público, como el futuro gasoducto entre Barcelona y Marsella, se apunta la necesidad de equiparar a este el llamado hidrógeno rosa, proveniente de la nuclear.
El Reino de España no es ajeno a toda esta agitación. Con alzas de la inflación que han superado el 8% en los meses finales de 2022, las subidas de salarios pactadas en los convenios no han superado el 2,5%. Estamos a las puertas de una gran ola de desahucios, provocados por las alzas de los tipos de interés. Las subidas de los suministros básicos (energía, agua, etc.) ahogan a gran parte de la clase trabajadora y los mecanismos de ayuda a los sectores vulnerables desplegados estos últimos años por el gobierno (Ingreso Mínimo Vital, ayudas específicas por la guerra, subvenciones al transporte, etc.) son exiguos y están destinados únicamente a la supervivencia de los sectores más empobrecidos, para evitar una explosión social, y no a evitar la acelerada pérdida de poder adquisitivo de la mayoría de la población.
En España los grandes fondos de inversión internacionales se están haciendo con prácticamente todo. Las gestoras Freeman y Miura Partners se hacen con el negocio de la fruta tras consolidar 13 empresas. Nuveen, Azora y otros fondos acumulan tierras y explotaciones agrícolas. El mayor arrendador de viviendas es Blackstone. BlackRock tiene amplias participaciones en gran parte de las empresas del Ibex 35. La vivienda pública, el turismo, la sanidad, la educación, las telecomunicaciones, la industria del azulejo (una de las principales en la Comunidad Valenciana), y, sobre todo, el desarrollo de las nuevas plantas de energías renovables: todo está cayendo en las manos de los fondos. Incluso plantas industriales ligadas a sectores burgueses tradicionales están siendo controladas por los fondos, no sin algunas batallas financieras angustiosas, como la que se está dando en la siderúrgica Celsa, a punto de pasar de las manos de la familia Rubiralta, perteneciente a la centenaria burguesía catalana, a las de los grandes inversores globales.
Esta preeminencia económica de los grandes fondos de inversión constituye la base material de una gran transformación social. El sueño de la clase media está tocado de muerte. Desde la Transición, la clase media (los sectores profesionales mejor pagados, los altos funcionarios y la pequeña burguesía) ha reclamado ejercer su función tradicional en la sociedad de consumo: delinear las bases de la cultura y el discurso que sostiene al sistema, a cambio de relevancia individual, una cierta influencia social y unas vidas materialmente cómodas.
Pero, en el mundo de los fondos, ya no es la clase media de profesionales liberales o funcionarios la que construye el discurso social hegemónico. Ni siquiera de manera subordinada a los intereses del sistema. A la red de redes de intelectuales de las capitales europeas que delineaban la cultura moderna hace medio siglo (profesores de instituto como Sartre o Camus, académicos como Foucault, periodistas, arquitectos, artistas, etc.) les han sustituido directamente los fondos globales y las grandes tecnológicas.
Para pensar la educación y crear un discurso pedagógico, por ejemplo, ya no hay redes locales de profesores de diversas ideologías que se asocian, publican revistas, convocan congresos u organizan eventos de debate. Toda esa trama intelectual ha sido sustituida por «Encuentros de Buenas Prácticas» organizados por fundaciones controladas por los fondos, las tecnológicas y las grandes empresas financieras (Caixaforum, Google for Schools, Bertelsmann, Open Society Foundation, etc). Estos tentáculos de los grandes inversores globales son los que, ahora, deciden qué discursos se hacen audibles o virales, y la gran mayoría de profesionales de la educación no pueden hacer otra cosa que adaptarse a sus necesidades si quieren tener alguna audiencia (fomento acrítico de la tecnología, empleabilidad antes que pensamiento crítico, emprendimiento como sustituto de la filosofía y la convivencia, etc.).
A eso hemos de unirle la profundización de los procesos de precarización de las bases materiales de la existencia de esos mismos sectores profesionales y de la pequeña burguesía. Temporalidad del empleo en la Administración Pública. Persistentes reformas laborales precarizadoras. Apertura a los fondos de los mercados tradicionalmente protegidos (taxistas, farmacias, etc.) Degradación de los servicios públicos e invitación, casi coactiva si se quiere mantener el status social, a sustituirlos por servicios privados. Entrada triunfal de los fondos en sectores profesionales corporativos (abogados, arquitectos, etc.)
La «clase media» occidental agoniza. La promesa de una vida cómoda y una cierta relevancia social se ha convertido en una ilusión sin fundamento. Sus hijos e hijas nadan entre la confusión, la frustración y la perplejidad. No pueden comprender que, hoy en día, la relevancia social no va asociada a escribir en la revista de un Sartre posmoderno, sino a cumplir las insondables exigencias de un algoritmo de Tik Tok o Meta.
La hegemonía ideológica sobre la «clase media» se juega ahora entre dos grandes corrientes teóricas: el soberanismo «neorancio» y el democratismo «woke». Sin embargo, no son dos propuestas ideológicas endógenas, sino versiones amigables a los fondos de las dos perspectivas clásicas de la pequeña burguesía: el fascismo corporativista y el radicalismo republicano-democrático. Decimos que son versiones amigables a los grandes fondos globales, pues son estos quienes financian los think tanks de ambas corrientes y los que garantizan su visibilidad en las redes sociales y los medios mainstream. Si Soros y su Open Society Foundation juega a lo «woke», los magnates norteamericanos de la energía como Paul Singer, e incluso grandes emperadores de las tecnológicas como Elon Musk, financian generosamente a los sectores «antiglobalistas».
¿Por qué promueven estas dos corrientes los fondos? Básicamente porque les interesa que la división ideológica y organizativa quiebre toda capacidad de reacción de la clase media. Y, sobre todo, también les interesa que esta «clase media» en descomposición se mantenga siempre alejada y ajena a toda posible alianza con la clase trabajadora. «Neo-Rancios» y «Posmodernos» comparten una misma visión de la clase obrera, como una amalgama de sujetos reaccionarios y atrasados políticamente. Para los profetas de lo «woke» los trabajadores son pasivos, machistas y conforman una «aristocracia obrera» a la que hay que reconvertir ideológicamente desde las cátedras anglosajonas. Los «soberanistas» se inventan una clase obrera llena de virtudes nacionales y perspectivas conservadoras, a la que adulan, pero a la que no otorgan ninguna posición protagónica y autónoma en la organización de las luchas sociales. Ambas corrientes comparten el anhelo de una política económica suavemente keynesiana, en la que la clave es la redistribución de la riqueza, pero nunca la socialización de los medios de producción o del poder.
La clase trabajadora, mientras tanto, nada en la confusión y la apatía, desorganizada e incapacitada para reactualizar su proyecto subversivo. Desarmada por décadas de silencio sobre sus propuestas y luchas. Con todas sus energías concentradas en la supervivencia diaria. Sin más perspectivas y horizontes que los que le imponen los discursos ubicuos de los fondos y de las dos corrientes que anegan el pensamiento de la pequeña burguesía (el conservadurismo nacionalista y la disolución demócrata).
2.-¿Qué hacer?
Ante este escenario complejo, cambiante y ambiguo, la reconstrucción de un movimiento revolucionario digno de tal nombre sólo puede llevarse a cabo partiendo de que es necesario construir una amplia alianza social, con la participación protagónica de los trabajadores, para hacer frente al Gran Capital constituido por los fondos de inversión, las transnacionales, las entidades financieras y sus agentes y servidores locales.
Para ello hay que partir de una idea básica: hay que superar la inercia, la desidia y el elitismo anodino que han alimentado gran parte del comportamiento del movimiento libertario en las últimas décadas. Ya no basta con hacer una labor de transgresión cultural (cada vez más adocenada y repetitiva) y hostigar episódicamente al sistema en ámbitos locales. La idea de que «haciendo lo mismo de siempre» el sistema caerá por su propia inercia o colapsará de una manera favorable para las mayorías es una forma de pensamiento burocrático que nos ha llevado a una deriva de décadas de pérdida progresiva de músculo organizativo y pretensiones revolucionarias. El culto de la marginalidad y la tesis de una acción política con un eje fundamentalmente individual (mantenernos individualmente ajenos a la basura circundante) nos han llevado a perder capacidad de intervención desde las prácticas colectivas y a ser incapaces de estructurar y mantener las muchas iniciativas virtuosas que, pese a todo, hemos sido capaces de implementar localmente.
Debemos tener presente que la única acción política viable es la que parte de la inserción real en los espacios en los que se socializa la gente que nos rodea. La inserción en esos espacios en los que todos y todas los que vivimos en esta sociedad, no tenemos más remedio que estar gran parte de nuestra vida. Los espacios de socialización natural de nuestra clase y nuestro pueblo. Básicamente: el trabajo, el barrio o municipio y la familia o grupos de convivencia próxima.
Como decía Albert Camus, en su libro «El hombre rebelde», frente a la política «de la medianoche», que articula vanguardias supuestamente esclarecidas desde abstracciones teóricas, y que justifica en nombre de ellas cualquier violencia (contra el enemigo de clase o contra nosotros mismos y nuestros compañeros y compañeras); hay que plantear una «política del mediodía», esencialmente «mediterránea», que se fundamenta en la inserción en los espacios de socialización natural de la clase, en torno a prácticas y problemas reales, y con una voluntad esencialmente pedagógica. Entendiendo, por supuesto, la pedagogía como un arte del aprendizaje colectivo de la capacidad de nombrar, entender y transformar el propio mundo, y no como una dinámica «bancaria» de transmisión de conocimientos acabados desde los que supuestamente «saben» a los que supuestamente «no saben». El propio Camus ponía un ejemplo histórico de esta «política mediterránea» y «luminosa»: el sindicalismo revolucionario de inicios del siglo XX en Francia.
Así pues, insertarnos y plantear alternativas en los espacios naturales de socialización. Generar trama y organización. Empoderar a trabajadores y trabajadoras reales y concretos. Generar discurso colectivo y, sobre todo, problematizarlo, debatirlo, hacerlo accesible para las multitudes explotadas, aceptando que en el trayecto éstas lo transformarán y matizarán, y cogerán lo que realmente les interese y dejarán de lado lo que sólo sean formas intelectuales del «personal branding» (la «marca personal» que garantiza la autoría y la relevancia de los discursos y los autores en el mercado del pensamiento de la «clase media»).
Primero, insertarnos en el ámbito laboral. Estamos en ello. No en vano, el movimiento libertario sigue teniendo una fuerte capacidad de intervención en el sindicalismo combativo y una cierta influencia entre el cooperativismo y los proyectos autogestionarios reales. Hemos construido plataformas de coordinación local del sindicalismo contestatario como la Taula Sindical de Catalunya o el Bloque Combativo y de Clase. En el momento en que escribo este texto, se están produciendo reuniones entre los comités representativos de las organizaciones anarcosindicalistas para impulsar una dinámica de movilización con otras organizaciones sindicales. Debemos profundizar en el trabajo en común y en la inserción en los centros de trabajo. Preparar un programa de reivindicaciones conjunto, coordinadoras sectoriales para compartir recursos y preparar estudios sobre las transformaciones del trabajo y las del modelo productivo, así como cajas de resistencia, en sus diversos modelos.
Pero hay que avanzar más. Romper el impasse de las últimas décadas con propuestas disruptivas. Constituir «Consejos Productivos Locales» en los que estén representados los sindicatos combativos, las redes de economía social y los proyectos de autogestión, los centros sociales, las plataformas en defensa de los servicios públicos y las organizaciones de parados y migrantes. La función de estos Consejos debería ser investigar y activar la estructura productiva local, las vías de expansión de la actividad autogestionaria e impulsar la solidaridad y las iniciativas de articulación democrática de un contrapoder económico efectivo con capacidad de sustentar la base material de una auténtica alternativa social.
En el ámbito rural habría que multiplicar los organismos de coordinación entre las organizaciones agrarias, las ecoaldeas y comunidades rurales, los sindicatos, y las iniciativas culturales y autogestionarias. Construir una trama social como la que está garantizando, en Francia, que el campo y las ciudades pequeñas son los principales espacios de movilización contra la reforma de las pensiones de Macron. Experimentar con bancos comarcales y regionales de conocimientos y recursos (semillas, maquinaria, trabajo voluntario, etc.) para amplificar las dinámicas de apoyo mutuo y generar economías de escala que puedan hacer frente a la agresividad creciente de los fondos de inversión, que están canibalizando todos los mercados agrarios.
En los barrios y municipios habría que apostar por la inserción social del movimiento, planteando propuestas como las redes de centros sociales e iniciativas culturales (librerías, editoriales, fundaciones sindicales, etc.), la extensión de mecanismos de financiación colectiva (cooperativas de crédito, bancos de tiempo, bancos comunes de conocimiento o recursos, etc.), las asambleas comunitarias y la recuperación de los bienes comunes locales. Podemos plantear dinámicas de coordinación estable de las plataformas en defensa de los servicios públicos y reivindicar la remunicipalización de los servicios privatizados, experimentando con nuevas formas de gestión basadas en la autogestión de los trabajadores bajo el control de las comunidades locales y de los usuarios.
Hay que impulsar los Mercados Sociales locales y la trama económica municipal y barrial, colaborando con el comercio de proximidad y con las iniciativas agroecológicas, y levantando cooperativas de consumo o supermercados sociales. Crear medios de comunicación centrados en el entorno. Federar las iniciativas, impulsar la sensación de ofensiva, experimentar con nuevos modelos organizativos, articular las dinámicas de autoorganización local con las organizaciones sindicales combativas y con las entidades ecologistas transformadoras.
La familia es otro ámbito de socialización en el que estamos inmersos. Debemos defender una vida comunitaria múltiple, rica y extensa. Frente a la familia nuclear (dos adultos y uno o dos menores) impulsada por el capitalismo en su desarrollo, y que suele configurarse como un «egoísmo a dos» aislado de la comunidad, debemos propulsar formas variadas y complejas de convivencia y de socialización. Frente al aislamiento y la individualización patológica que el propio Capital trata de suavizar con formas de consumo tecnológico alienante, hay que proponer formas de vida proliferante, conviviente, basadas en la abundancia de relaciones y el diálogo. El feminismo tiene mucho que decir respecto a esto. Las iniciativas culturales locales, también. Hay que proponer una familia rizomática en resistencia, antiautoritaria, que reviente las formas jurídicas heredadas del patriarcado romano. Exijamos el reconocimiento y los recursos públicos necesarios para las nuevas formas de convivencia y abramos espacios autogestionados para el cuidado y el bienestar de menores, mayores y dependientes.
Y, finalmente, contar lo que hacemos. Hablar de ello y problematizarlo, debatirlo, convertirlo en una sutil melodía que inunde los espacios comunes. Abrir espacios para el debate colectivo que superen los límites de las organizaciones o las banderías ideológicas. Periódicos, webs, eventos presenciales, encuentros sectoriales o locales, congresos, fiestas, revistas. No podemos tener miedo al debate ni debemos conformarnos con estar «como en casa», hablando siempre entre el núcleo de gente convencida. El pensamiento tiene que ser sometido a contradicción y encontrar sus límites en la experimentación práctica, en sus dificultades cotidianas de implementación. No hay que pensar sólo en lo que «debería ser», sino también en el «cómo hacerlo». Hay que construir un pensamiento tendido hacia el futuro, que impulse un ciclo dialéctico entre teoría y práctica, y que esté dispuesto a superarse a sí mismo.
Para planificar la subversión, primero debemos ser capaces de confrontar leal y honestamente nuestras posiciones individuales y colectivas. Y para eso hacen falta espacios concretos y un tiempo adecuado. Caminemos hacia un gran Congreso del Pueblo en Movimiento, que inaugure un nuevo escenario social de doble poder, en el que las fuerzas que proponen una nueva sociedad puedan provocar un colapso creativo del capitalismo, preñado de buenas nuevas para la mayoría social.
Y, en ese camino, tendremos que plantearnos muchas más cosas, por supuesto. Recordemos lo que planteaba el communard Tolain: «los seres humanos sólo se emancipan en el seno de los grupos naturales». Y los grupos naturales son complejos, contradictorios y conflictivos, porque son una creación colectiva que siempre pone en cuestión el solipsismo de los deseos, y las pulsiones infinitas de los egos. Construir una sociedad libertaria pasa por sumergirse en esa complejidad y mancharse las manos con la realidad, por debatir con quien existe y no con quien nos gustaría que existiese. Por construir con las manos que tenemos y las compañías que podemos concitar.
En ello estamos. Proponemos trabajar en común para construir lo común.
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