Berlín mola

El verano de 1990 el fanzine Porrot organizó un viaje a Berlín. Yo tenía veintipocos años y siempre me había atraído esa ciudad, además justo acababa de caer el Muro. Allí vi a mucha gente emigrando del Este al Oeste, pero bueno, eso ya me lo imaginaba. Lo que realmente me sorprendió fue que miles de berlineses del Oeste también aprovecharan la caída del Muro, aunque para ir en sentido contrario y mudarse a Berlín Oriental. Y es que en la Alemania socialista, que estaba a punto de desaparecer y hacía aguas, toda la vivienda era del estado y había montones de pisos vacíos.

En Berlín Este se okuparon 200 edificios sólo durante el primer año sin Muro, y en sus bajos se abrieron bares, tiendas de ropa de segunda mano, librerías, tiendas de discos y hasta una peluquería. La escena alternativa era tan grande que yo prácticamente no salía de ella. A 1990 en Alemania del Este se lo llamó «el año de la anarquía», no sólo por el caos del estado, en pleno colapso, sino por el movimiento contracultural que surgió. Era como el boom vasco de los 80 (gaztetxes, fanzines, radios libres, punk…), una auténtica explosión tras 40 años de dictadura, pero a la alemana, después de 40 años de dictadura del proletariado. Total, que el viaje del Porrot se volvió a Eibar pero yo decidí quedarme. No podía perderme todo aquello.

En dos años ya hablaba alemán o al menos eso creía yo, hasta que un día mi pareja, la berlinesa Katja, me dijo que el domingo iríamos por primera vez a comer a casa de sus padres: «Les vas a encantar, no te preocupes, pero cuando habléis, procura, por favor, no decir esas palabras que tú usas». ¿Qué palabras uso yo?, -respondí. «Ya sabes, que en vez de decir Ey, alte, der Mampf schmeckt voll geil! (Tía, el papeo está mu’ guapo), digas que la comida está muy rica».

Así, de golpe y porrazo, me di cuenta de que lo que yo hablaba no era «alemán», sino una especie de jerga alternativa, la que oía a diario en la escena, pero que, fuera de ella, o no se entendía o te marcaba como a un bicho raro. Así que, al final, me apunté a una academia. Allí me sentía tan extraño como un euskaldun zaharra aprendiendo batua en un euskaltegi. Como si de repente tu idioma ya no sirviera y tuvieras que aprender una versión 2.0.

Pero poco a poco Berlín también fue cambiando. Tras la reunificación de las dos Alemanias, las grandes empresas del Oeste compraron a precio de saldo todo lo rentable que aún quedaba en el Este, entre ello, las viviendas, y comenzaron los desalojos. Fue el principio del fin. Más tarde, la capital del país pasó de Bonn a Berlín y la especulación inmobiliaria hizo el resto, rematando un movimiento que lentamente fue desapareciendo.

Habíamos tratado de cambiar el mundo pero al final fue el mundo el que nos cambió a nosotros, aunque esa ya es otra historia. Yo acabé volviendo a Bilbao, donde ahora trabajo como guía turístico en alemán. Hay días en los que, al final del recorrido, si veo que son de mi quinta y con aspecto alternativo, les suelo decir unas palabras en su idioma, que traducidas al castellano sonarían más o menos así:

«Esa peña, espero que esta visita os haya molao. Si os ape, ahora podéis daros un rule por el Casco, apalancaros en un algún bareto guapo y pribar unas garimbas. Sí, troncos, ha estado mu’ guay conoceros, pero ahora me tengo que ir pa’ keli a sobar, que mañana curro mazo pronto. Eso sí, si os fumáis un peta, no seáis demasiado notas y al loro con los txakurras, que Babilonia está en tooodas partes. Y si os ponéis to’ ciegos, cuidao no os vayan a dar el palo, que dais más el cante que una almeja, porque tenéis pinta de guiris y aquí nunca falta quien se busca la vida. Bueno, no os doy más la brasa. Me las piro, vampiros.»

Algún turista se me queda mirando entre sorprendido y alucinado, y otros creen que estoy de broma, pero ese es realmente mi alemán, y no el que me habían oído hasta entonces. Para muchos es una forma de hablar vulgar, pero para mí son palabras mágicas que, cuando las pronuncio, me trasladan a una época en la que fui joven e inmensamente feliz.

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