Entre anarquistas, la relación entre imprenta y movimiento es tan vieja o más que el propio movimiento. Si la Internacional llegó a formalizar contacto con los núcleos de obreros de avanzada fue gracias a la labor de personajes tan fundamentales como desconocidos en la épica revolucionaria, como Tomás González Morago. Un grabador, corresponsal de Bakunin, que supo desde su taller rodear al enviado de la Internacional Fanelli en su visita madrileña de quienes serían el pilar local del movimiento obrero organizado. Por su parte, Rafael Farga i Pellicer, dibujante y tipógrafo, fue figura esencial para que se formalizara la alianza en el congreso fundacional de la Internacional de Barcelona en 1870, que presidió.
Detrás del movimiento entonces, e incluso antes de él, encontramos gente que, apostada en el oficio de impresor, ha posibilitado que colectivos y personas se encuentren y que no pocos proyectos puedan llegar a florecer. Fue el caso de la Imprenta Luna de Bilbao, en pie desde mediados de los ochenta para desaparecer discretamente con la pasada década. Una imprenta que nacía desde el impulso de dos jóvenes libertarios trabajadores de las artes gráficas despedidos de otro taller, y que contaba con las tareas de agitación de la secretaría de propaganda de la CNT bilbaína. Una imprenta que tomaba el nombre de otra experiencia colectiva, la imprenta homónima en Amsterdam, que daba trabajo a compañeros locales y cobertura informal a una populosa flota de exiliados provenientes de la variada izquierda antiautoritaria en guerra contra el statu quo.
A su manera, la imprenta bilbaína adoptó aquel común espíritu Luna, y con el impulso de los compañeros que la pusieron en marcha y que serían siempre su columna vertebral, acogió como peones informales o como pequeña industria auxiliar a muchos otros, que fueron sobreviviendo gracias a los encargos que allí llegaban. Pero si no fue despreciable aquella labor de apoyo material basada en una actividad comercial siempre reñida, por los talleres de la Imprenta Luna acabaría pasando lo más granado de los colectivos bizkainos y vascos, encontrando en su interior asesoramiento y apoyo para la realización de los más variados proyectos. Desde la pegatina con la que financiar el colectivo juvenil o de barrio hasta la revista en la que plasmar las informaciones y reflexiones del movimiento.
Los objetivos de quienes promovían aquellas propuestas de agitación encontraban siempre allí el cómo para materializar sus ideas: en Luna sabían convertir aquellos buenos propósitos en una verdadera realidad gráfica y la posibilidad de demorar su pago las convertía en un hecho. Todo gracias a una siempre exigua captación de clientes para las actividades comerciales convencionales de las artes gráficas que intentaba compensar aquella labor de financiación de hecho de muchos proyectos que posibilitaban sus grandes nombres sobre las espaldas anónimas de aquellos talleres. En cuanto a fanzines y revistas, el pacto era pagar el número cuando se fuera a imprimir el siguiente. En pegatas y demás artículos recaudatorios, cuando estos se vendieran.
Seguir los devenires de la Imprenta Luna es atender al crecimiento de las diversas propuestas emancipadoras durante los treinta años largos en que estuvo abierta. Desde los primeros balbuceos pegatineros hasta sus últimas y sesudas publicaciones en formato libro. Una labor paternal, en el mejor sentido del término, llevada a cabo desde una retaguardia discreta. La Imprenta Luna cerró sus talleres y con esas brumas se difumina la presencia de los compañeros que la sostuvieron durante tres décadas. Aunque detrás del movimiento e incluso antes de él, se adivinan sus siluetas.
Jtxo Estebaranz
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