Marineros y taberneras contra la explotación colonial

Este texto está basado en las investigaciones de David Cordingly (Mujeres en el mar. Capitanas, corsarias, esposas y rameras. Ed. Edhasa, Barcelona, 2003) y de otros historiadores, sobre todo, de Peter Linebaugh y Marcus Rediker: La hidra de la revolución. Marineros, esclavos, plebeyos en la historia oculta del Atlántico revolucionario. Ed. Crítica. Barcelona, 2005 y Entre el Deber y el motín. Lucha de clases en mar abierto. Ed. Antipersona. Valencia, 2019 escrita, únicamente, por Rediker.

Estudios que analizan las conexiones que se establecieron en la Época Moderna y conformaron el mundo actual, describiendo aspectos como la desposesión de europeos pobres y nativos americanos, el surgimiento de la clase obrera industrial, las características de los piratas y los trabajadores de los buques, el tráfico esclavista y las ideologías religiosas radicales. Todo ello, no como elementos independientes, si no como realidades entrelazadas.

El barco fue un elemento clave en la carrera militar y económica de las potencias europeas. Mientras algunos marineros fueron fieles servidores de la expansión mercantil, muchos otros conformaron un proletariado Atlántico en resistencia a las condiciones y disciplina impuesta por comerciantes y autoridades navales. Las tabernas de los muelles —así como bodegas de buques, talleres, capillas o prisiones— además de ser lugares de desahogo, alienación o destrucción, fueron espacios donde confraternizar y conspirar contra el Estado. Camareras, sirvientas, cordeleras y prostitutas, unidas a otros oprimidos entre los que destacaron viejos y niños, se opusieron al reclutamiento forzoso y encabezaron insurrecciones como la de 1741 en Nueva York.

Los explotados de Europa, América y África, que padecieron la imposición de la extensión del mercantilismo colonial y de la movilización, fueron capaces de utilizar ese mismo factor: la movilidad, para propagar el rechazo a una sociedad basada en el trabajo y la desigualdad social, llevando sus proclamas, motines y revueltas a los muelles, los barcos, las plantaciones e, inclusive, los campos de batalla.

Naufragio y deserción del Sea Venture

En 1609 zarpó de Inglaterra un convoy de ocho buques con destino a América, organizado por la Virginia Company y con la intención de consolidar y aportar habitantes a la nueva colonia americana.

La población transportada en los barcos iba desde artesanos y profesionales reconocidos, hasta pobres desposeídos de tierras y viviendas, pasando por una «multitud improductiva» según palabras de los propios responsables de la expedición. El objetivo era explotar los territorios «descubiertos» y «poner a trabajar a jóvenes irregulares sin creencias religiosas». John Popham, uno de los fundadores de la compañía, manejaba una lista de «personas itinerantes que, siendo individuos con cuerpos capaces, callejean ociosos y se niegan a trabajar por salarios razonables». Clasificó a los pícaros, mendigos, vendedores ambulantes, calderos y buhoneros, por un lado; malabaristas, saltimbanquis, juglares y curanderos, por otro y soldados y marineros jubilados o heridos o, supuestamente, lisiados, por último.

El Sea Venture era el buque más grande del convoy, en él viajaban ciento cincuenta personas, entre pasajeros y miembros de la tripulación. Los barcos, en esa época, eran auténticos castillos flotantes, donde jerarquía y disciplina se hacían seguir a rajatabla.

En los camarotes principales via­jaban las autoridades militares, navales y de la Virginia Company. En los más pequeños, el piloto, el contramaestre, el escribano, el maestro de velas, el cirujano, el capellán, el barbero, el farolero, el calafate, el buzo, el armero, el intérprete y el despensero. En la bodega, y entre los cañones, se apiñaban los colonos pobres y el resto de la tripulación: criados, pajes, grumetes y marineros.


Debido a los peligros de altamar y la coordinación constante de tareas, los marineros estaban acostumbrados a la cooperación. Entendían más lenguas, y se enteraban más rápido de las noticias, que el resto de personas. El devenir de un motín, las consignas de una revuelta, la brutalidad de una represión o los relatos sobre la agradable vida de los indígenas viajaban de barco en barco y llegaban a oídos de trabajadores de puertos y tabernas. 

Era frecuente su unión para pedir mejoras de sus condiciones de vida o hacer caer a un capitán cruel. Experiencias que luego trasladaban a los asalariados de los muelles y viceversa. Una de las creencias más arraigadas entre los marineros era que su conciencia moral estaba por encima de la ley, el Estado y las odiadas autoridades navales que no escatimaban castigos para imponer la disciplina.

«Cualquier marinero que fuera descubierto por tercera vez durmiendo durante la guardia era atado al palo mayor con un cesto de balas colgado de sus brazos; si cometía una cuarta infracción, le colgaban del bauprés con un bizcocho y un cuchillo, viéndose el infortunado en la obligación de decidir si moría de hambre o cortaba la cuerda y se ahogaba.» (Linebaugh y Rediker, 46).


El 26 de julio de 1609, en medio de una terrible tempestad, el Sea Venture se separó del convoy y comenzó a sufrir destrozos. El agua entró a borbotones. Tras dos días de tormentas y ventiscas intensas, de lo que muy probablemente sería un huracán, los marineros se convencieron de que había llegado su hora. El barco se hundía. Desafiando a las autoridades navales y miembros de la Virginia Company, abrieron las botellas de licor que encontraron a su alcance y «se las bebieron una tras otra, despidiéndose los unos de los otros hasta un encuentro más alegre y feliz en un mundo mejor».

Sorprendentemente la embarcación quedó atrapada entre dos grandes rocas de las islas Bermudas. Sin esperar a las órdenes de los superiores, los marineros y quienes estaban destinados a ser la mano de obra de las nuevas plantaciones se dirigieron hacia la orilla. Pasado el temporal, comprobaron que la isla era agradable y ofrecía comida en abundancia. Felices por haber salvado sus vidas se dispersaron por la costa y empezaron a hacer cabañas para pasar la noche.

Los primeros días fueron armoniosos. Inclusive a los subalternos que, en medio del huracán habían dejado de obedecer a sus superiores, parecía no molestarles que, de vez en cuando, estos les dijeran cómo y cuándo debían construir el campamento o ir a buscar comida. Además de peces y frutas, abundaban cerdos negros, supervivientes de otro naufragio.

Por su parte, los miembros de la Virginia Company y demás capitostes eran conscientes de que no estaban en condiciones de tener más privilegios, comida o mejores chozas. Durante días, la cooperación y el reparto equitativo de alimentos fue una constante.

Sin embargo, los intereses de unos y otros chocaron con la determinación de las autoridades de construir dos barcas, abandonar la isla y llegar hasta Virginia, donde ya habían llegado los restantes trescientos cincuenta colonos.

Por muy bien que pintaran la vida en el Nuevo Mundo, parecía evidente que no estarían mejor que en aquella isla, donde los poderosos apenas tenían privilegios y los desposeídos no se deslomaban trabajando para ellos. Vivir allí era saludable e, incluso, placentero.

Los jerarcas de la empresa no tuvieron más remedio que sacar a relucir su autoridad, a unos les recordaron las deudas que habían adquirido con ellos o con la justicia y a los trabajadores del mar, que tenían que seguir obedeciendo como si estuvieran en el barco. Las amenazas y la ejecución de dos rebeldes sirvieron para restablecer el orden y las diferencias de clase que el huracán y el naufragio habían borrado. Unos pocos huyeron hacia el interior de la isla, para escapar del yugo del trabajo y vivir libres y salvajemente.

La huelga y el cimarronaje fueron las formas de resistencia más extendidas en América. La huida para esconderse o refugiarse en la clandestinidad, que ofrecían selvas y montes, fue protagonizada por esclavos fugados ya fueran indígenas o afrodescendientes. Sin embargo, también hubo eurodescendientes que desertaron de un porvenir de explotación y opresión. El caso de los bucaneros de la Isla Tortuga, de los leñadores de palo de tinte de la Bahía de Campeche o hispanos que vivieron entre tehuelches o araucanos fueron otros ejemplos.

El 10 de mayo de 1610, tras nueve meses de estadía en la isla y varios días de navegación, las dos barcazas llegaron a Virginia. En los montes de las Bermudas se quedaron tres rebeldes.

El enclave colonial era un desastre, sin alimentos, plagado de enfermedades y disciplina militar. El hambre y la mortandad eran cosas de cada día.

Cuando llegó el invierno los colonos se negaron a trabajar, se amotinaron y en muchos casos huyeron para unirse a las tribus de los indios powhatan. Uno de cada siete colonos de Jamestown desertó. «Durante esta época de hambruna muchos de nuestros hombres, con el fin de poder comer, huyeron para unirse a unos salvajes [sic] de los que nunca tuvimos noticias después de aquello» se lamentaba un responsable de la villa colonial.

Para evitar las deserciones y la hospitalidad de los indígenas, se perpetraron matanzas de nativos para que desconfiaran del hombre blanco. «En 1611, una expedición militar recuperó a unos pocos de los que habían huido para refugiarse con los indios. Sir Thomas Dale, adoptando una postura sumamente severa, los hizo ejecutar […] algunos ahorcados, otros quemados, a otros los atormentarían en el potro de tortura, otros serían empalados y a algunos los matarían con armas de fuego» (Linebaugh y Rediker, 50).

Ese mismo año, las autoridades recordaron la abundancia de comida de las Bermudas y mandaron una expedición a por carne, pescado y alguna noticia de los desertores que se habían quedado en la isla. No hallaron pista alguna de los rebeldes pero sí abundantes alimentos. George Somers, un funcionario de alto rango que aun hoy tiene varios lugares conmemorativos en las Bermudas, murió empachado al intentar comerse un cerdo entero.

Margaret Kerry, la taberna de Hugshon y la revuelta de 1741 en Nueva York

«Ancla azul», «Chusco mesón», «Racimo de uvas» o «Corona de viuda» eran nombres de tascas, el lugar preferido por los trabajadores del mar para pasárselo bien.

Un marino con la paga en el bolsillo siempe se juntaba con otros para echar un trago y si no tenía compañía invitaba a quien tuviera alrededor. El trabajador de mar odiaba beber solo.

«Fuera lo que fuese que buscaban (alcohol, comida, descanso, una pipa corta rellena de tabaco, jugar a las cartas, a los dados o informarse de las últimas noticias marineras), normalmente podían encontrarlo en estos establecimientos ‘regentados por pobres y para pobres’» (Rediker, 45). Si necesitaban buscar capitanes o reclutadores de buques mercantes, entraban a licorerías más selectas y preguntaban por el destino o el salario de los barcos amarrados.

«Soldados, marineros y esclavos acudían a las tabernas y antros ‘de perdición’ situados a lo largo de los muelles […]. En aquellos lugares narraban historias, a veces exageradas, a veces ciertas, entre las cuales estaban los relatos de las rebeliones que habían convulsionado Nueva York en 1712. Allí también maldecían, organizaban juergas, se peleaban, bailaban y ocasionaban constantes alteraciones del orden público, después de lo cual, a menudo, se despertaban en los calabozos del Ayuntamiento» (Linebaugh y Rediker, 209).

* * *

Margaret Kerry fue una famosa tabernera, prostituta y conspiradora. De origen irlandés, vivía en el piso de arriba de la taberna de John Hugshon, un nido de rebeldes y contrabandistas, situado en el muelle de Manhattan, cuando Nueva York tenía once mil habitantes.

Su compañero sentimental era John Gwin, un soldado de Fort George y antiguo esclavo negro, llamado Caesar por su último amo. Debido a su color de piel y para evitar escándalos, cuando la pareja quería dormir junta, él escalaba y entraba por una ventana de la taberna. Fruto de la relación nació un bebé mulato. Algunos vecinos conservadores, que odiaban que negros y blancos se mezclasen, mostraron su indignación.

Los pudientes ciudadanos de la ciudad, descendientes de Inglaterra, usaban camisas con corbata chorrera y solían sentirse seguros con sus propiedades y con las fuerzas del orden que los protegían. Sin embargo, por aquél entonces, empezaron a preocuparse.

En Nueva York la miseria iba en aumento, se agudizaba el descontento social y, para colmo, varias guarniciones habían abandonado sus puestos. Se habían desplazado hacia el norte para repeler las agresiones francesas e iroquesas o, hacia el sur, para contener a los corsarios de la corona española.

Mientras élites y autoridades esperaban la llegada de un enemigo exterior, el ataque se fraguaba desde las propias entrañas de la ciudad: la fonda «Comfort», la casa de un tal Saunders y la tasca de Hugshon.

Este tabernero tenía una forma muy peculiar de regentar su negocio y tratar a sus clientes, muchos de los cuales se comportaban como una verdadera cofradía de marineros hastiados, soldados a punto de desertar, prostitutas, contrabandistas, afrodescendientes e indígenas. Allí se invitaba a comer y beber a los que no tenían dinero, ya fueran irlandeses o africanos, y funcionaba como centro de contrabando y de compra y venta de objetos robados.

La taberna de Hugshon fue reconocida como el lugar donde «los desposeídos de todos los colores festejaban, bailaban, cantaban, prestaban juramentos y planeaban la resistencia». Criticaban las desigualdades sociales y la explotación de los negros. El lugar era frecuentado por indios iroqueses que cambiaban sus pieles por armas, pólvora y municiones, que los soldados robaban de las casernas. También había empleados que trabajaban de carniceros y expropiaban piezas de ternera, cordero o gansos para comer allí junto a sus compañeros, en unas veladas amenizadas por violines y canciones.

Planeaban una insurrección general, para que la ciudad de Nueva York pasara a ser autogobernada por el pueblo, y se propagara a otros confines del continente. Aquella comunidad de lucha se había coordinado con líderes afrodescendientes de la zona, muchos de los cuales habían sido “soldados» de los ejércitos de los estados militarizados expansionistas de África. Un chamán repartió veneno entre los insurrectos por si fracasaba la revuelta. Otro alentó a quemar las casas de los que tenían más dinero con la gente dentro, como en los incendios de 1712.

Además había más de treinta proletarios de origen irlandés implicados en el plan, algunos de ellos enrolados en el ejército de Inglaterra. Dos de los cuales eran centinelas de la puerta del gobernador. Otros, como los hispanoamericanos mulatos, tenían largas condenas a trabajos forzados.

«Los marineros hispanos tenían algo que ofrecer, en particular su conocimiento de unas sustancias incendiarias llamadas bolas de fuego que se habían utilizado durante mucho tiempo en las guerras de merodeo, saqueo o quema de ciudades que habían tenido lugar en el Caribe. En una de las reuniones celebradas en la taberna de Hughson, un marinero hispano hizo rodar algo negro entre sus manos, luego lo rompió y repartió entre los demás, siendo dichos pedazos lo que se tenía que arrojar sobre las casas para incendiar las tablillas del tejado» (Linebaugh y Rediker, 220).

También formó parte de la rebelión un predicador itinerante abolicionista que luchaba para que «todo sea propiedad común, tanto las esposas como los bienes materiales».

En el núcleo conspirativo hubo algunas mujeres, entre las que destacó Margaret Perry. En una de las reuniones Margaret animó al resto, asegurando que «cuando se produjeran los incendios, los negros de las zonas rurales se iban a unir a los rebeldes urbanos».

La revuelta se iba a lanzar a principios del mes de mayo, coincidiendo con un ataque de corsarios españoles. Algunas fuentes apuntan a que la corona española había prometido la libertad de los insurrectos, o el refugio hacia otro lugar seguro, si fracasaban. Se acordó que la señal para empezar a actuar serían las llamas del fuerte. Ese bastión era lo primero que se quería atacar porque en la algarada anterior, la de 1712, los ricos y los poderosos, al sentirse atacados y ver quemadas sus mansiones, corrieron a refugiarse en Fort George.

Un lugareño llamado Quack era el encargado de iniciar el fuego. Había sido elegido porque su esposa trabajaba en la cocina del gobernador y le proporcionaba información detallada. El 17 de marzo de 1741, a Quack le prohibieron entrar en el fuerte para visitar a su esposa. Se sintió humillado y se produjo una fuerte discusión. En un ataque de ira, se saltó los acuerdos del plan y provocó el incendio de forma prematura. Pilló desprevenidos al resto de insurrectos que, al ver la señal, se apresuraron a encender una docena de fuegos.

Se produjeron saqueos en comercios, oficinas y almacenes pero la rebelión no se expandió como habían planeado. La desorganización se hizo patente. Para colmo, el cambio de la dirección del viento y la repentina lluvia, aminoraron los daños. La casa del Gobernador, una capilla y otras partes de Fort George y de la ciudad fueron destruidas.

Otras fuentes apuntan que Quack no precipitó el plan, sino que encendió la mecha el día acordado, el día de San Patricio (17 marzo) el santo que había abolido la esclavitud en Irlanda, y que, simplemente, no se produjo el contagio que habían imaginado.

Reestablecido el orden, la represión se extendió por toda la ciudad. Doscientas personas fueron detenidas e interrogadas. Margaret, el propietario de la taberna y su hija, así como otros marineros, soldados, empleados y sirvientes fueron acusados de «conspirar, unirse y combinar esfuerzos con varios negros y otras personas para quemar la ciudad de Nueva York y así matar y aniquilar los habitantes». Sin embargo, una de las investigaciones sobre la revuelta aclaró que se trataba de «proscritos de todas las naciones de la Tierra […] que conspiraban contra los amos en la taberna de Hughson. Buscaban dinero y libertad para ellos mismos, deseaban ejercer la venganza contra personas poderosas concretas (no contra todos los «blancos») y perseguían la destrucción de ciertas zonas (no toda la ciudad) mediante el fuego» (Linebaugh y Rediker, 207).

Fueron quemadas o ahorcadas treinta y cuatro personas, treinta afrodescendientes, incluido Gwin, y cuatro blancos, entre los que se encontraban Hugshon y Margaret Kerry, que entonces tenía veintidós años.

Además, cinco eurodescendientes fueron trasladados a la primera línea de frente, en la guerra contra España, y setenta personas de origen africano fueron desterradas a Madeira, Curaçao y otros lugares. Sarah Hugshon, la hija del tabernero, también tuvo que abandonar Nueva York, llevándose con ella, al hijo de Gwin y Margaret.

A partir de entonces se evitó por un tiempo que la ruta de los esclavos pasara por el puerto de Manhattan, se aseguró la permanencia de un buen número de soldados en el fuerte y se vigilaron más de cerca las tabernas de la ciudad.

En palabras de Linebaugh y Rediker (p. 208) se trató de:

«Una conspiración planeada por un proletariado variopinto para incitar a una insurrección urbana, no muy diferente de la rebelión liderada en Nápoles por el pescador Masaniello en 1647. Surgió en los muelles, gracias a la cooperación organizada de muchos tipos de trabajadores, cuyas experiencias atlánticas se convirtieron en los elementos sobre los cuales se construyó la conspiración. Los rebeldes de 1741 combinaron las experiencias de los barcos de altura (hidrarquía), de los regimientos militares, de las plantaciones, de las cuadrillas de los muelles, de los conventículos religiosos y de las tribus o clanes étnicos para hacer algo nuevo, poderoso y sin precedentes. En consecuencia, los acontecimientos de 1741 sólo pueden entenderse teniendo en cuenta las experiencias atlánticas de los conspiradores en los poblados y en las factorías del tráfico de esclavos en la Costa de Oro, en África, en las chozas de Irlanda, en el destacamento militar español de La Habana, en las reuniones callejeras donde despertaba el fervor religioso, en los asentamientos de cimarrones de las Blue Mountains de Jamaica y en las plantaciones de azúcar».

Reclutamiento forzoso y motines a bordo

«Cruel fue la cuadrilla de reclutamiento por llevárselo al mar.
Cruel fue el capitán, el contramaestre y los hombres,
a quienes no les importó un comino si nos volvíamos a ver.
Cruel fue la esquirla que rompió la pierna a mi amado,
ahora está obligado a tocar el violín y yo, a pedir limosna».
Balada marinera
(Cordingly, 387)

Durante la Época Moderna, debido a la conquista y reparto del mundo, las potencias europeas se la pasaron guerreando, aniquilando proletarios y nativos por doquier. En tiempos de guerra, a pesar del aumento salarial, escaseaban los voluntarios para trabajar en los buques militares, por lo que los estados beligerantes no dudaron en reclutar por la fuerza a marineros. Práctica que también llevaron a cabo barcos mercantes estatales que, en el caso de Inglaterra, dependían del rey.

El reclutamiento forzoso dejaba a las mujeres sin compañía en la organización de la casa y el cuidado y manutención de los hijos. El rechazo de éstas a la política de leva, a veces, era diplomática, explicando por carta situaciones desesperadas, pero otras iban desde la resistencia doméstica a la revuelta general. (Cordingly, 60) cuenta cómo un oficial de reclutamiento intentó llevarse por la fuerza a un marinero de una tasca de Bristol y fue defendido por tres taberneras (la dueña del establecimiento, su hija y una empleada) que facilitaron su fuga por una puerta trasera.

Otras veces, la resistencia se generalizaba y acababa en disturbios. En 1747, en Boston, «una muchedumbre iracunda, que incluía a ciudadanos negros, criados y centenares de marineros asedió la casa del gobernador, apresó a un teniente de la Armada, atacó a un sheriff y engrilló a su ayudante a un cepo. En Newport, Rhode Island, en junio de 1765, cerca de quinientos marineros, niños y negros causaron destrozos como acto de protesta después de sufrir cinco semanas de reclutamiento forzoso» (Cordingly, 66).

William Richardson, un marino reclutado a la fuerza afirmó que aquéllo: «era tan horrible como el tráfico de esclavos negros, y comentó que si un hombre se quejaba por no poder ver a su esposa, amigos o parientes, lo más probable es que lo ‘azotaran más fuerte que a los esclavos’, y si deserta, lo flagelan en presencia de la tripulación hasta casi la muerte» (Cordingly, 63).

La técnica de los buques militares era esperar en un puerto la vuelta de los mercantes, interceptarlos y secuestrar a los trabajadores de a bordo. Como esa medida solía exasperar a los amigos y familiares que se apelotonaban en los muelles para dar la bienvenida a sus seres queridos, la combinaban con el reclutamiento por tascas, calles y puertos.

La leva tenía el problema que no siempre era fácil saber si un tipo que bebía en una taberna era un mero carretero o un marinero experimentado. De ahí que las diferentes cuadrillas de enganche buscaran tatuajes en los antebrazos, heridas de cuerdas en las manos o de latigazos en la espalda. También a jóvenes de piel bronceada y arrugas prematuras en la cara. A su vez, los marineros fingían trastornos mentales u otras enfermedades como el escorbuto, provocándose heridas y quemándoselas con vitriolo para que parecieran las marcas características de esa dolencia.

Como se ha mencionado, anteriormente, el proletariado de los muelles también recurrió a la acción directa, volcando barcas llenas de reclutas, atacando a las patrullas de enganche o asaltando el Ayuntamiento de la ciudad.

Un reclutado por el buque militar Su Majestad Buckingham, llamado Spavens, narró la lucha de 1759, en las calles de Liverpool, puerto conocido por su resistencia contra la leva forzosa. El primer día de patrullaje, Spavens y sus compañeros, captaron a dieciséis hombres de los cuales solo uno resultó ser marino. Al día siguiente, soltaron a todos los que no servían para la mar y se prepararon para efectuar una nueva razzia, esta vez formando una cuadrilla de ochenta reclutadores. Detuvieron a toda la tripulación del Lion que volvía de una larga travesía y era esperada con alegría por sus familiares y amigos.

«Varios centenares de mujeres, ancianos y niños los persiguieron y los atacaron con piedras y ladrillos. Los marineros del Buckingham dispararon sus revólveres por encima de la multitud, y se las arreglaron para llegar a la orilla; ‘pero las mujeres demostraron ser muy atrevidas, y nos siguieron hasta la línea de bajamar, hasta que les llegó el lodo a las rodillas” (Cordingly, 59). Sin embargo, no pudieron evitar el secuestro y partida de sus seres queridos.

Ese mismo año, y no lejos de allí, una acción minoritaria protagonizada por dos proletarias logró la liberación de catorce reclutados. Entraron con permiso al buque, cuando aun estaba anclado y sin casi personal de vigilancia y, una vez allí, redujeron a la guardia y rompieron las cadenas con un hacha. Después desaparecieron en bote junto a sus compañeros y todas las armas de a bordo.

El reclutamiento forzoso no era el único problema con el que se encontraban los marineros. La crueldad de los capitanes, la pésima calidad de la comida, la falta de subsidio para heridos, los bajos salarios, la negación de permisos al llegar a puerto y las modificaciones y alargamientos de las travesías fueron otros factores que los llevaron a luchar.

Huelgas, motines, deserciones, piratería y conspiración, con sus compañeras de los muelles, fueron los modos de resistencia más habituales por mejorar sus condiciones de vida.

«A partir de 1776, los marineros de la armada inglesa resultaron ser cada vez más propensos a amotinarse, en parte inspirados por las batallas que habían sostenido contra las patrullas de enganche y la autoridad del rey en América; se calcula que unos cuarenta y dos mil marineros desertaron de los barcos de guerra entre 1776 y 1783» (Linebaugh y Rediker, 279).

De 1795 a 1805 hubo más hombres procesados por deserción que por alcoholismo, hurto, homosexualidad o cualquier otro «delito». El castigo del tribunal de guerra por huir eran más de doscientos latigazos o la horca.

El motín del fondeadero del Nore (Inglaterra, 1797) fue uno de los más famosos por la extensión y éxito obtenido. En Spithead, los marineros de la Flota del Canal de la Mancha no tardaron en unirse. Para alimentarse durante la huelga, los amotinados saquearon barcas de pesca amarradas y robaron ovejas. Las autoridades tuvieron que prometer que no habría represalias contra los huelguistas y aceptar sus demandas: mejor comida, días de permiso asegurados al regresar a puerto, subsidio para los heridos y un aumento de sueldo, que desde 1653 no había registrado modificación.

El riesgo constante de motín hacía la vida a bordo más soportable pero, como se ha señalado anteriormente, las formas de resistencia de los marineros no solo fueron los motines. También recurrieron a la deserción, el cimarronaje y el asesinato de jueces o capitanes, en este caso, haciéndolos pasar por accidentes durante la travesía. De igual forma, fomentaron los conflictos y competencias entre la jerarquía naval, por ejemplo, entre el capitán y el primer oficial. El enemigo, cuando estaba dividido, tenía menos fuerza para seguir impune o recortando víveres. Otro de los métodos más usados fueron las huelgas. De hecho el propio término strike (huelga o hcer huelga) proviene de la medida que adoptaron los marineros de Londres en 1768, al arriar las velas (strike the sails), paralizando el flujo comercial del Támesis.

Hermano «Brea»

Era como se designaba a los marineros que habían construido una relación de reciprocidad y protección. A veces eran grupos de dos y, otras, de cuatro, cinco o más. Este apelativo, que venía del carácter colectivista que muchos tenían, fortalecía el sentimiento de comunidad.

Los bailes en círculo y los cantos también favorecían la hermandad. Cantaban baladas sobre aventuras, tragedias, amores, tormentas, naufragios y luchas. También, salomas a coro, con llamada y respuesta, para facilitar, aumentar y coordinar las tareas. Posiblemente esto último lo copiaron de los africanos.

Cantar, bailar, contar historias y beber eran elementos de cohesión y muestras de aceptación en la her­mandad marinera. Como dice Rediker (p. 239): «ceremonias sociales esenciales en el solitario mundo de madera», un lugar caracterizado por haber «muy poco espacio en el buque y demasiado allá afuera».

Jack Cremer, recuerda el consejo que le dio un viejo marinero cuando se enroló de joven en un barco: «sin asociación, las largas travesías no te hacen un hombre, sino un esclavo».

La siguiente anécdota ilustra la actitud de hermanamiento de los trabajadores del mar. A principios del siglo XIX, un marinero de un buque militar británico obtuvo un permiso para que su esposa, a quien le faltaba poco para dar a luz, viajara con él. Sin embargo, un día antes de que naciera el bebé, el marinero murió. La mujer y la recién nacida pensaban desembarcar lo antes posible y volver a casa, pero antes de que esto ocurriera, la madre falleció. Los compañeros de mesa del padre de la niña se hicieron cargo de ella, primero alimentándola con galletas y agua y luego con otras pitanzas. Se la pasaban de hamaca en hamaca, según los turnos de trabajo que tuvieran que realizar. Como aun no tenía nombre, la llamaron Sally Trunnion, haciendo referencia al munón, en el que se apoyan los cañones, donde ella había nacido. En 1805, cuando Sally contaba con cinco años, pensaron que ya debía abandonar la vida marinera y la enviaron al hospital de la Armada de Londres, con cincuenta libras esterlinas en billetes cosidos a su ropa.

Otro acto que simboliza la solidaridad entre los trabajadores del mar se producía cuando uno de ellos moría. Debido a la imposibilidad de conservar su cuerpo y llevarlo a tierra, el compañero de fatigas era tirado por la borda. A los más queridos o respetados se les ataba una bola de cañón para que no quedaran flotando en el agua. Sin embargo, casi siempre solía haber un momento para el recuerdo y el cariño. Reunidos bajo el palo mayor, se subastaban los bienes del difunto: arcón, zapatos, ropa de vestir y lo poco que pudiera poseer de más, una baraja de cartas, dados, libros, un instrumento musical o algo de pacotilla (hilo, tabaco o la mercancía que transportara el buque y que los marineros embarcaban para ellos). La compra de objetos no la hacían como estaban acostumbrados a ver entre los mercaderes burgueses, cual buitres peleando por el botín, sino honrando al muerto y, sobre todo, intentando ayudar a la mujer, hijo o madre del mismo. Adquirían los artículos a un precio diez o cien veces más caros que en el mercado para luego enviar lo recaudado a los familiares.

Rodrigo Robledal

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