DE LOS SEXOS Y SUS DIFERENCIAS

“Abajo todos los dogmas religiosos y filosóficos —no son más que mentiras—; la verdad no es una teoría, sino un hecho; la vida misma es la comunidad de hombres libres e independientes, es la santa unidad del amor que brota de las profundidades misteriosas e infinitas de la libertad individual.“

CARTA A PABLO. Mijail Bakunin. París, 29 de marzo de 1845

Este artículo es un ejercicio de síntesis. Un intento de aunar algunos argumentos que he ido defendiendo en diversos foros —incluidos algunos números anteriores de esta revista— a lo largo de los últimos años. Argumentos que considero necesario volver a poner sobre la mesa ante el empuje que una corriente feminista concreta, a la que podemos denominar “antisexo”, parece estar ganando en los espacios autodenominados libertarios.

Por feminismo antisexo no me refiero, o no solo, a aquellas aportaciones feministas, herederas de las llamadas feministas culturales de los 80, que rechazan la erótica masculina al definirla como un terreno de dominación. Sino a toda una retórica que parte del feminismo más beligerante y que se asienta en la interpretación de la diferencia entre los sexos en términos de desigualdad y el consecuente rechazo de todo aquello que se considera masculino. Un feminismo cuyo fin último parece ser la negación de la realidad sexuada.

Considero que es un discurso peligroso y que, como trataré de argumentar en las siguientes páginas, no puede aportarnos nada bueno en el avance hacia la libertad. Es más, fulmina el potencial liberador de las ideas de las que partió y ensalza la idea de la mujer como paradigma de la víctima: necesitada de protección, desconocedora de los peligros que le acechan, frágil e indefensa frente al macho…

“Se impone a la mujer y otorga a esta imposición el valor de una emancipación, define para ella una verdad revelada tan coercitiva en la liberación como lo era en el pasado en la opresión.” (Bruckner, 1996, p.179)

Básicamente, y sin apenas variaciones desde los años 90, este discurso gira en torno a cuatro premisas que rara vez son cuestionadas:
– La separación entre lo biológico y lo cultural a partir de la que se desarrolla el sistema sexo/género, que nos ha llevado a perdernos en debates poco fructíferos sobre la igualdad y la diferencia.
– La apelación constante a la realidad totalizadora del Patriarcado, como si realmente las mujeres constituyéramos una clase social y olvidando que la cercanía ideológica y política entre una mujer y un hombre de la misma clase o etnia es mucho mayor que la de dos mujeres de diferente situación socioeconómica o cultural.
– La imposición de la igualdad en la esfera de lo íntimo y lo privado, como si todas las diferencias fueran realmente fruto de una socialización desigual y opresiva para las mujeres y siendo precisamente en este ámbito donde las diferencias se hacen más obvias.
– Y el salto de la igualdad a la victimización, que no hace si no apelar a las diferencias entre los sexos como fuente de desigualdad.

Pero, si nos detenemos en su análisis, vemos como este discurso se asienta sobre una serie de contradicciones y trampas epistemológicas que lo hacen insostenible cuando se va más allá de los eslóganes y lo políticamente correcto y nos asomamos a la realidad de los sexos, a los detalles más cotidianos, las cosas más íntimas, en las que la diferencia sexual se nos manifiesta de manera impetuosa.

En concreto, cabe señalar tres de esas trampas epistemológicas cuyo desenmascaramiento ha ido dando lugar a nuevos planteamientos dentro del propio feminismo que rompen con el discurso de género como marco interpretativo de la relación entre los sexos:
– La concepción rousseauniana de la existencia humana según la cual somos buenos por naturaleza y es la sociedad la que nos corrompe, por lo que bastaría con eliminar la desigualdad social para evitar cualquier malestar y jerarquía entre los sexos.
– La visión constructivista a partir de la que se considera que la naturaleza y la cultura (sexo/género) son dos realidades distintas, obviando que ambas están en constante interacción, siendo la naturaleza humana cultural y nuestro cuerpo natural el que media en nuestras experiencias vividas.
– La reformulación, por oposición a las teorías deterministas, de nuevos modelos de masculinidad y feminidad que, pese a su origen liberador, constriñen la identidad de unos y otras en un nuevo canon.

Nos encontramos ante un discurso político que como tal nos permite explicar muchas cosas relativas al poder y cómo este se organiza en las sociedades patriarcales, así como promover estrategias desde las que modificar tal situación política. Pero pretender explicar la realidad de los sexos y sus relaciones íntimas desde una teoría del poder supone un riesgo y una parcialidad.

Y sobre riesgos y parcialidades es sobre lo que trata este artículo, partiendo de la convicción de que el fin último de la lucha feminista no es la negación de lo sexual sino lograr una convivencia armónica entre los sexos, ya que las mujeres no podremos ser mujeres mientras no dejemos a los hombres ser hombres.

1. Un poco de historia y algunos conceptos olvidados

El ritmo acelerado del pulso de las sociedades occidentales nos lleva con frecuencia a correr hacia el futuro olvidando echar de vez en cuando un vistazo hacia el pasado, incluso hacia el más reciente. En la era de la información, la desinformación está a la orden del día; todos nos permitimos hablar, incluso teorizar, sobre cualquier cosa, nos formamos opiniones a partir de las opiniones de otros e, ignorando nuestra propia ignorancia, nos olvidamos de recurrir a las fuentes, de detenernos a mirar qué y por qué ha pasado. No siempre lo urgente es lo importante, pero a menudo nos dejamos arrastrar por la urgencia, lo inmediato y lo práctico. Así, los errores y aciertos del pasado caen en saco roto y se repiten como si de novedades se trataran. Puede que los individuos occidentales, como defienden muchos, hayamos alcanzado un nivel de desarrollo inaudito hasta el momento, pero tampoco nuestra falta de memoria histórica fue nunca tan grande.

Parece necesario, por lo tanto, detenerse y echar la vista a atrás, para entender cómo hemos llegado a donde estamos. Esto es, andar el camino que recorrió el feminismo durante el pasado siglo XX, aunque por una senda diferente a la que suele escogerse al hacerlo: la vía poco transitada que abrieron durante la Ilustración quienes abordaron la Cuestión Sexual, o sea, de los sexos.

“No somos ni fuimos feministas, luchadoras contra los hombres. No queríamos sustituir la jerarquía masculina por una jerarquía femenina. Es preciso que trabajemos y luchemos juntos. Porque si no, no habrá revolución social.”

(Colectivo Mujeres Libres, 1936. Citado Ackelsberg, 1999, p. 25)

La primera vez que leí este testimonio en el prólogo a la obra de Ackelsberg mi desconcierto no fue menor que el de la autora. Me resultó sorprendente que, para aquellas mujeres que pelearon por la liberación de la mujer “de su esclavitud de ignorancia, esclavitud de mujer y esclavitud de productora” (Ackelsberg, 1999, p.26) en el contexto de la lucha anarcosindicalista de los años treinta españoles, feminismo fuera sinónimo de lucha contra los hombres o deseo de remplazar una jerarquía masculina por una femenina.

Las mujeres miembros del colectivo Mujeres Libres, al igual que el resto de mujeres implicadas en las luchas anarcosindicalistas y por la liberación de la mujer durante los años 30 españoles son consideradas en la actualidad antecesoras del llamado Feminismo de la Segunda Ola, constituyendo junto a las mujeres sufragistas de los últimos años del siglo diecinueve y las feministas de los años cuarenta —destacando a Simone de Beauvoir— un grupo heterogéneo al que con frecuencia se ha llamado Feminismo de la Primera Ola. Por lo que al leer por primera vez éste u otros testimonios similares, resulta sorprendente la concepción del feminismo como lucha contra los hombres que tienen estas mujeres, supuestas precursoras del feminismo a día de hoy.

Sin embargo, a medida que fui profundizando en las aportaciones feministas de la segunda mitad del siglo pasado, extrayendo conclusiones acerca de lo que para unas y otras autoras significaba el Patriarcado y cómo se configuraban las relaciones de género, llegué a comprender en qué diferían los planteamientos de estas mujeres y los de sus supuestas herederas. Mientras para las primeras el objetivo era alcanzar la libertad y la igualdad en la diferencia de los sexos, para las segundas el objetivo será el desmantelamiento del Patriarcado, concebido como sistema político, entendiendo por política “el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud del cual un grupo de personas quedan bajo el control de otro grupo” (López Pardina. En el prólogo a de Beauvoir, 2002, p. 22).

Aquellas teóricas y militantes de las primeras décadas del siglo XX, no habían leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir —que no llegaría hasta unos años después—, ni manejaban la idea de género que Gayle Rubin popularizó en su Tráfico de Mujeres en 1975. Entendían la relación de los sexos dentro del marco del continuo entre los sexos, sin perderse en debates sobre lo natural y lo construido. Pero sin dejar de oponerse a la desigualdad entre hombres y mujeres.

Para las mujeres miembros del colectivo Mujeres Libres, del mismo modo que para gran parte de las autoras feministas de las primeras épocas como Goldman, Hildegart, Mead, o Elianor Marx, la liberación de las mujeres no era posible sin la liberación de los hombres. El problema, a grandes rasgos, era la Autoridad.
Al definir el marco patriarcal como sistema de dominación, entrada ya la década de los sesenta, el problema pasará a ser el hombre, definido primero como opresor y posteriormente como verdugo. A partir de este momento y bajo una perspectiva marxista, el Patriarcado deja de ser considerado el marco en el que se desarrollan las relaciones entre los sexos —relaciones que ambos sexos construyen— para concebirse como el sistema de explotación por medio del cual los hombres someten a las mujeres.

Merece la pena recalar ahora en la primera mitad del siglo XX, antes de la llamada Revolución Sexual de los años 60 y del apogeo de los movimientos feministas más combativos. Durante los años 20 comenzó a gestarse en Europa la llamada Reforma Sexual, previa a esa otra Revolución de la que tanto se ha hablado, y que se materializó en la creación de una organización conocida como la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas (LMRS).

Como ya señalaba Elianor Marx en el siglo XIX, no se debe confundir la Cuestión de las Mujeres con la Cuestión Sexual. Sobre la Cuestión Sexual se asentaron las bases del planteamiento sexual moderno –es decir, el propio de la época moderna a partir de la Ilustración–. Con la proclamación de los derechos de los individuos como tales individuos, hombres y mujeres, se situó en un primer plano el interés por sus identidades y por lo tanto sus diferenciaciones.

Nos encontramos en un momento de revolución, de abolición del absolutismo e implantación de los nuevos derechos de los ciudadanos. Muchos autores señalan la Declaración de los Derechos del Hombre en 1789 como el punto más representativo y desencadenante del histórico debate en torno a la Cuestión Sexual. Esos derechos excluían a las mujeres, y la respuesta no se hizo esperar. Era inconcebible que se pretendiera superar el antiguo régimen excluyendo a la mitad de la humanidad. No es por lo tanto de extrañar que el feminismo moderno sitúe su origen en este momento.
La Cuestión de las Mujeres era urgente y, dada su urgencia, llegó a eclipsar la Cuestión Sexual olvidando el fondo de ésta: la Cuestión Sexual puso de manifiesto que era impensable plantear los problemas de uno y otro sexo de manera independiente; el debate se centró en la identidad de uno y otro sexo, o, si se prefiere, de uno respecto al otro. Mientras la primera, y el feminismo en general, ha utilizado las diferencias para denunciarlas como clave de la dominación y luchar contra ellas, la Cuestión Sexual puso el acento en el otro lado, convirtiendo las diferencias por razón de sexo en la solución.

A lo largo de los siglos siguientes, y en especial durante el siglo XX, ha sido la Cuestión de las Mujeres y no la Cuestión Sexual la que más relevancia ha tenido. Cabe ahora preguntarse ¿por qué?, ¿qué pasó con las cuestiones planteadas en aquellos primeros debates en torno a los sexos?

La LMRS, como organización no duró mucho: de 1921 a 1935. Sin embargo, puede considerarse, al analizar sus diez puntos programáticos, un proyecto ambicioso y del que se obtuvieron grandes logros, algunos de ellos socialmente visibles en nuestros tiempos.

En las actas de su primero Congreso, celebrado en Copenhague en julio de 1928, encontramos que el fin primordial de la LMRS era:

“…hacer lo necesario para que se tomen en cuenta las consecuencias prácticas de los resultados de la investigación de la sexología biológica, psicológica y sociológica para el juicio y la reorganización de la vida sexual y amorosa de los seres humanos… La cantidad de personas que han sido víctimas, y que todavía lo son diariamente, de una falsa moral sexual, de la ignorancia sexual y de la intolerancia es desacostumbradamente grande. Es por ello urgentemente necesario que las cuestiones sexuales particulares (la cuestión de las mujeres, la cuestión del matrimonio, la cuestión de la natalidad, eugénica, las cuestiones de la incapacidad para el matrimonio y los no casados, la cuestión de la prostitución, la cuestión de las anomalías sexuales, el derecho penal sexual, la educación sexual, etc.) sean sometidas a una revisión según puntos de vista naturales y unificados y que sean reguladas en el sentido de la sexología.” (En Llorca, 1995, p.32)

En las mismas actas del Congreso de Copenhague se publican las demandas más importantes planteadas por la Liga:
1. Igualdad de derechos política, económica y sexual de la mujer.
2. Liberación del matrimonio (especialmente también del divorcio) de la tiranía actual de la Iglesia y el Estado.
3. Control de la natalidad en el sentido de una procreación responsable.
4. Manipulación eugénica de la descendencia [[El término eugénico puede resultarnos chocante dado el uso negativo que de la eugenesia se hizo durante épocas posteriores. Hay que entenderlo dentro del contexto de principios del siglo XX, como sinónimo de control de la natalidad para facilitar el cuidado y la salud de la descendencia.]].
5. Protección de las madres no casadas y de sus hijos.
6. Consideración correcta de las variantes intersexuales, especialmente de los hombres y mujeres homosexuales.
7. Prevención de la prostitución y las enfermedades venéreas.
8. Consideración de los desordenes sexuales del impulso no como hasta ahora, como crímenes, pecados o vicios, sino como fenómenos más o menos patológicos.
9. Un código penal que pene sólo los actos que dañen la libertad de una segunda persona, pero no los mismos actos sexuales entre adultos responsables, ejecutados por mutuo consentimiento.
10. Educación sexual e ilustración sistemáticas.

Pese a su carácter presuntamente apolítico [[Aunque la LMRS se definiera como un movimiento apolítico y enfatizaran su carácter científico, desde el momento en que surge como un movimiento para la Reforma Sexual y persigue unos cambios a nivel social considero inapropiada esta etiqueta de apolítica en tanto en cuanto entiendo por política cualquier acción encaminada a la transformación social. Ahora bien, definirse como apolítica y hacer hincapié en sus “bases científicas” permitió a la Liga romper con los planteamientos moralizantes de la época y centrar sus pro- puestas en la observación científica de los hechos.]], fueron circunstancias políticas las que desencadenaron el fin de la LMRS: la situación política y financiera mundial había ido a peor desde su fundación y el auge de los fascismos en Europa puso en evidencia la imposibilidad de continuar con un proyecto internacional de estas características.
Tras la Guerra y la caída de los fascismos parece ser que la única línea que se recuperó en lo referente a teoría sexológica, —esto es, de los sexos— fue la línea combativa propuesta por Reich.

Como afirma Puleo (1992, p.111), para Reich, liberación sexual y liberación política van a la par. Ambas se implican, ya que por la primera es posible una actitud de rebeldía frente al autoritarismo. La liberación sexual se convierte en el motor de la liberación política. Así, el sexo que se es quedará eclipsado, abandonado, por el sexo que se hace y éste reducido al coito, imponiéndose un modelo genital, masculino y heterosexuante, en el que la imposición del orgasmo se ve disfrazada de liberación y revolución, perpetuando lo que Foucault llamó la hipótesis represiva:

“…La pregunta que querría formular no es: ¿por qué somos reprimidos?, sino: ¿por qué decimos con tanta pasión, tanto rencor contra nuestro pasado más próximo, contra nuestro presente y contra nosotros mismos que somos reprimidos?” (Foucault, 1977, p.16).

Entrados los años 60, y de forma más concreta durante los 70, las teorías reichianas encontrarán respuesta en las teóricas del feminismo. Las teóricas feministas van a apoyar el placer femenino y a reclamarlo como derecho, así la sexualidad se convierte en un terreno de lucha y deja de ser un campo cerrado que sólo interesa a un pequeño grupo privilegiado.

Bajo el lema de Millet, “lo personal es político”, se subrayaron las repercusiones que tenía el sexismo en las vida doméstica y sexual de las mujeres, e incluso se forzó a los hombres a enfrentarse a los mecanismos que les otorgaban directamente los privilegios de su aceptada hegemonía social/sexual; la familia cayó bajo una estrecha vigilancia desde que se la situó en el punto de mira como el lugar fundamental de la opresión de las mujeres. Resultaba central el trabajo de redefinir los límites biologicistas que habían sido impuestos a las mujeres por los proteccionismos del poder masculino. El lema “lo personal es político”, de remarcado carácter emancipador, contribuyó, sin embargo, a reforzar la imposición del deber ser frente al propio deseo.

Centradas en el cuestionamiento de las teorías reichianas y la crítica al Patriarcado como realidad totalizadora, las teóricas de los feminismos de la segunda mitad del siglo XX olvidaron o perdieron el interés por las vindicaciones de esas primeras feministas y el debate en torno a la Cuestión Sexual. Las aportaciones de la primera generación de sexólogos, coetáneos de aquellas primeras feministas, quedaron silenciadas por teorías de mayor envergadura política: de una parte, la revolución sexual emprendida por Reich como pretexto para la revolución social. De la otra, la respuesta feminista.

Tanto Reich como estas teóricas construyen su discurso en torno a la represión –ya sea de uno de los sexos frente al otro, ya sea de la sexualidad y el cuerpo como escenario de ésta– olvidando la cuestión de fondo, esto es, la relación entre los sexos.

Ocurrió, por lo tanto, aquello sobre lo que Elianor Marx nos advertía a finales del siglo anterior: la Cuestión de las Mujeres se confundió e incluso llegó a absorber a la Cuestión Sexual.

Retrocedamos un poco, volvamos a 1928 y las demandas fundamentales consensuadas por la LMRS.

Bajo estos diez puntos programáticos, con los que se pretendía una reforma de la moral sexual dominante, subyacen una serie de conceptos y planteamientos que quedaron enterrados al desviarse la atención de la Cuestión Sexual hacia la Cuestión o Lucha de las Mujeres y, por ampliación, de la teoría de los sexos hacia teorías del poder. La recuperación de estos conceptos resulta fundamental para entender la actual relación entre los sexos y buscar salidas.

En primer lugar, la reflexión de la LMRS se asentaba sobre la idea moderna de identidad sexual. Es a partir de esta idea desde la que se hace posible pensar a la mujer como individuo diferente del hombre. Hasta la modernidad la mujer es considerada un hombre inacabado, inferior, incompleto, lo que facilita y justifica la dominación masculina. La identidad sexual permite profundizar en la feminidad y la masculinidad, esto es, en lo que hombres y mujeres tienen de diferentes y lo que comparten. Hace posible que La Cuestión Sexual se ponga sobre la mesa.
La identidad pasa a ser una necesidad fundamental del ser humano, constituye la percepción última que cada individuo tiene de sí mismo, el conocimiento subjetivo a partir del que cada uno toma conciencia de ser quien es. La adquisición de esta identidad sexual —hoy llamada de género— va más allá de los límites de la determinación natural, pero no por ello podemos considerarla independiente de ésta.
Junto a la identidad sexual, encontramos en los planteamientos de esta primera generación de sexólogos otros conceptos de especial relevancia para evitar caer en dicotomías obsoletas: por un lado la diferenciación sexual, que alude al proceso de sexuación —aunque este término será posterior— a partir del cual cada uno nos constituimos como esta mujer o este hombre concretos dentro del continuo de los sexos. Esto es, de los caracteres propios de cada uno de los sexos, permite explicar esta diferenciación o, lo que viene a ser lo mismo, la construcción de la propia identidad sexual –y sexuada– de los individuos.

“… y en ello descansa la mayor dificultad y punto de discordia, toda vez que junto a características puramente masculinas y femeninas también hay otras que no son ni masculinas ni femeninas, mejor expresado, son tanto masculinas como femeninas. Pero que ese monto de características no condiciona la completa igualdad de los sexos está fuera de duda: los sexos pueden ser de igual valor o tener los mismos derechos, pero sin duda no son iguales.” (Hirschfeld. Citado en Llorca, M. 1996, p.64)
Para la explicación de esta diferenciación, Hunter —ya en 1869— habla de los caracteres sexuales primarios y secundarios tomando su nomenclatura directamente de Darwin. Los caracteres sexuales primarios serán aquellos propios de cada sexo en exclusividad, esto es, los órganos y funciones asociados a la reproducción. Se denominaron secundarios aquellos caracteres que siendo dominantes en uno de los sexos no eran exclusivos de éste. Por ejemplo, el vello corporal se considerará un carácter sexual secundario masculino, aunque haya mujeres con mucho vello y hombres imberbes, del mismo modo que podemos considerar que la empatía es un carácter sexual secundario femenino, lo que no significa que todas las mujeres sean empáticas ni que los hombres sean insensibles a las necesidades de los otros sólo por ser hombres. La diferencia entre primarios y secundarios no reside, por lo tanto, en que se traten de rasgos biológicos o sociales como afirmaba el anterior paradigma y se ha seguido manteniendo incluso hasta nuestros tiempos, sino en criterios de exclusividad o compartibilidad por cada uno de los sexos.

Ya finalizando el siglo XIX, en concreto en 1894, Havelock Ellis esbozó la idea, en conjunción con las anteriores, de los caracteres sexuales terciarios para referirse a aquellos rasgos, gestos y conductas que, aunque atribuidos a uno u otro sexo, eran intercambiables y flexibles según factores de adaptación. Esta idea se corresponde, hasta cierto punto, con lo que hoy conocemos como roles sexuales o de género.
Con la adopción del sistema sexo/género por parte del feminismo, estos conceptos se vieron convertidos en objeto de polémica y rechazados por ser considerados excesivamente biologicistas y culpables de la perpetuación del androcentrismo.
Si nos detenemos a analizar estos conceptos, su origen y aquello que pretendían definir, veremos que esta acusación es falsa y probablemente se vio promovida por intereses ajenos a la descripción de la realidad y más vinculados a la lucha por el poder de la que hablaba más arriba.

En primer lugar, las críticas fueron producto de la errónea división entre lo biológico o “natural” y lo sociológico o “cultural”; la división bio, socio —a la que, con Freud, se añadió lo psico—, cuya existencia real es más que cuestionable.
Por otra parte, en el empeño en entender estos caracteres como fruto del androcentrismo imperante, se critican por ser inmutables y adscribir, por lo tanto, a cada sexo a unos roles que mantienen la dominación masculina. Sin embargo, desde el planteamiento inicial de estos caracteres resulta obvio que dentro del continuo de la diferenciación de los sexos sólo los primarios se consideraban exclusivos de uno de los sexos —y, ni siquiera, ya que en su formulación se acepta la transexualidad y los estados intersexuales como parte del continuo de los sexos—, siendo los secundarios más comunes a ambos y los terciarios fácilmente intercambiables o modificables, esto es, culturalmente flexibles. De hecho, esta flexibilidad y la necesidad de un cambio en la estructura moral sexual fueron el objeto de la Cuestión Sexual que ponía sobre la mesa la imposibilidad de plantear la realidad de un sexo sin referencia al otro.
Con el sistema sexo/género, el sexo, ligado a lo natural y supuestamente inmutable o más difícilmente modificable, vuelve a verse reducido a lo genital, como venía entendiéndose en el anterior modelo reproductivo. Si antes se hablaba de reproducción, la teoría reichiana y las aportaciones feministas comenzarán a hablar de placer pero en ningún caso abandonarán el paradigma antiguo, el locus genitalis.
Podemos entender los sexos desde un planteamiento dimórfico, hombre-mujer, aceptando por lo tanto una esencia masculina y otra femenina –como se viene haciendo desde las teorías basadas en la doble realidad sexo/género– o desde el planteamiento de la intersexualidad a partir del cual pueden comprenderse muchas cuestiones y desarrollarse nuevas vías explicativas más coherentes con la realidad.
Este concepto, introducido por Magnus Hirschfeld a finales del siglo XIX y recogido actualmente por los llamados postfeminismos, hace referencia a un sexo que se va haciendo en un continuo cuyos polos son dos representaciones teóricas y “extremas” de tal forma que cada individuo es un punto, un grado dentro de un continuo. Ésta será, a mi entender, la idea clave para comprender definitivamente el continuo de los sexos como el marco necesario para el planteamiento de la Cuestión Sexual y cada una de las cuestiones particulares que la conforman. Estas representaciones extremas: hombre-mujer, no son realidades absolutas sino que son constructos sujetos a la moral cultural y al imaginario social de cada momento. En la medida en que cambie este imaginario social cambiarán también estas representaciones.
La existencia de individuos transexuales a lo largo de la historia pone en evidencia las convicciones sobre las diferencias sexuales, subrayando cómo la conceptualización tradicional de género y la identidad sexual constriñe las posibilidades de vida y perpetúa la desigualdad.

La transexualidad puede considerarse el caso en el que la intersexualidad se hace más evidente. En las sociedades occidentales entendemos que el transexual es un individuo nacido con un cuerpo masculino o femenino pero que psicológicamente se siente del sexo opuesto. Muchos transexuales, a fin de conformar su cuerpo a su psique, recurren a ayudas médicas para transformar su cuerpo, por medio de tratamientos hormonales y, en última instancia, desprenderse de sus gónadas y remodelar quirúrgicamente sus genitales externos. La remodelación quirúrgica genital se considera requisito imprescindible para acceder al derecho legal del cambio de sexo.

En las últimas décadas, diversas asociaciones de transexuales han comenzado a promover la idea de transgenericismo. Partiendo de una crítica radical a la división entre sexo y género y a la violencia de la imposición del tratamiento hormonal y quirúrgico, estos individuos asumen una identidad transexual permanente que no es ni masculina ni femenina en sentido tradicional. La variedad de este colectivo es muy amplia: algunos optan por adoptar roles femeninos manteniendo intactas sus estructuras corporales masculinas (travestidos), otros aceptan el tratamiento hormonal, operan sus pechos pero no sus genitales, etc.

Es preciso insistir en que esta idea de intersexualidad promovida por Hirschfeld tiene muy poco que ver con el carácter patológico que se le ha atribuido posteriormente. De hecho, desde este planteamiento, podemos afirmar que todos somos intersexuales: nos construimos como este hombre o esta mujer concreta dentro del continuo sexual, ambos sexos conviven no sólo a nivel social sino dentro de cada individuo. No hay dos modos de sexuación exclusivos y excluyentes, el ándrico y el gínico, sino que se trata de un proceso complejo a múltiples niveles: la sexuación de cada uno de los elementos sextantes —genético, gonadal, hormonal, anatómico, social, y un largo etcétera— que se dan en cada individuo en una u otra dirección, o en ambas al mismo tiempo. La construcción de la propia identidad sexual, se trata, por lo tanto y en todos los casos, de un proceso intersexual.

Este carácter patológico es fruto, de nuevo, del empeño en mantener el sexo adscrito al ámbito de lo genital y considerar que hombres y mujeres son, y han de ser, estructuras perfectamente diferenciadas y mutuamente excluyentes.
Con Foucault entenderemos cómo esta patologización de lo sexual, esta implantación perversa por parte del discurso médico, que tiene su origen en la publicación de la obra Psychopathía sexualis por Kahn en 1844, no es sino una nueva forma de perpetuación de los antiguos juicios morales en torno al sexo, entendido éste desde el locus genitalis. Desde este movimiento, avalado por la supuesta objetividad y la autoridad de la ciencia médica, todas las manifestaciones sexuales no acordes con su fin reproductivo serán consideradas aberraciones o perversiones. El antiguo pecado se reviste de realidad científica y se convierte en enfermedad. Lo normal combate a lo patológico igual que desde antiguo el bien combatía al mal. Este movimiento alcanza su cumbre más alta con la publicación en 1886, de otra obra de igual nombre (Psychopathia sexualis) por Krafft Ebing, y convive con el otro planteamiento, el realmente moderno de la Sexología, hasta nuestros días. De hecho, más que convivir ha llegado a eclipsarlo, contribuyendo con el psicoanálisis –que también vio la luz en la misma época– a la desactivación del nuevo paradigma planteado desde la Cuestión Sexual y a la perpetuación de los antiguos cánones normativos encubiertos por nuevas escalas y nomenclaturas:

“¿Acaso la puesta en escena del sexo no está dirigida a la tarea de expulsar de la realidad las formas de sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción: decir no a las actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir las prácticas que no tienen la generación como fin? A través de tantos discursos se multiplicaron las condenas judiciales por pequeñas perversiones; se anexó la irregularidad sexual a la enfermedad mental; se definió una norma de desarrollo de la sexualidad desde la infancia hasta la vejez y se caracterizó con cuidado todos los posibles desvíos; se organizaron controles pedagógicos y curas médicas; los moralistas pero también los médicos reunieron alrededor de las menores fantasías todo el enfático vocabulario de la abominación…” (Foucault, 1977, p.48).
Encontramos, por lo tanto, un entramado de discursos que se fueron complicando a lo largo del siglo XX y que dificultaron la comprensión y profundización de la Cuestión Sexual, desviando la atención hacia otros focos desde los que se perpetúa el conflicto más que ofrecen soluciones. El feminismo puede entenderse como uno de estos focos de conflicto y tergiversación de términos, junto al psicoanálisis y la patologización de lo sexual.

No pretendo entrar a juzgar u oponerme al movimiento feminista como frente de lucha contra la desigualdad social, ni mucho menos plantear la necesidad de su desaparición como harán muchas de las teóricas postfeministas. Pero sí quiero destacar la necesidad para el propio feminismo de abrirse a nuevos planteamientos, a otros paradigmas, desde los que abordar la Cuestión de las Mujeres.
La sexología sustantiva, esa que quedó silenciada por el auge de la patología sexual y las teorías psicoanalíticas y en cuyo olvido han tenido mucho que ver las teorías feministas, puede darnos muchas claves para la comprensión de la situación actual y su posible solución encaminada, no a la supremacía o el poder de un sexo sobre el otro, sino a la superación definitiva de la represión en pro de la convivencia y la compartibilidad de los sexos.

La compartibilidad, unida a las ideas anteriores: identidad, continuo de los sexos, caracteres sexuales e intersexualidad, será la pieza que complete el puzzle de la Cuestión Sexual. Aludiendo, por una parte, a lo que cada individuo tiene del otro sexo: aquellos caracteres secundarios y terciarios de los que hablaba Ellis y que nos permiten situarnos en un plano diferente al dimorfismo sexual; y, por otra, a lo que hombres y mujeres tienen en común y a sus diferencias.

Si los criterios de igualdad nos llevan a pensar en la compatibilidad entre los sexos, serán precisamente las diferencias las que nos hagan comprender que hombres y mujeres no somos ni tenemos que ser compatibles en todo sino que somos compartibles, pues es precisamente lo que tienen de distinto lo que un sexo puede compartir con el otro (Amezúa, 1999).

2. El ideal igualitario

La igualdad entre los sexos ha sido y sigue siendo el motor de la lucha feminista, independientemente del momento histórico y las reivindicaciones concretas de unas y otras corrientes. Pero, será a partir de los años 60, con la definición del Patriarcado como sistema de explotación y la posterior formulación del sistema sexo/género, cuando la igualdad comience a plantearse como desiderátum absoluto en lo que concierne a los sexos: en su vida privada, su intimidad, su identidad. Las diferencias hombre/mujer pasan a considerarse fruto de la desigualdad y enmarcarse en su totalidad en el conjunto de relaciones jerárquicas y discriminatorias que se desarrollan en el Patriarcado.

El problema de este ideal igualitario es que es un imposible. La igualdad sexual es una paradoja: si somos iguales no podemos ser sexos, y el hecho de ser sexos evidencia que no somos iguales. De ahí que la sustitución del sexo por el género y el empeño puesto en silenciar u obviar cualquier diferencia entre los sexos, insistiendo en su carácter construido, pueda entenderse como una estrategia política útil para erradicar la discriminación de las mujeres por el hecho de ser mujeres, pero tramposa, ya que niega u oculta realidades del mismo modo que las negaban u ocultaban las anteriores teorías en las que la biología se utilizaba para justificar la desigualdad.
Imposible pero atractivo y que se nos presenta, a menudo, como única alternativa al Patriarcado y el machismo que lo sustenta —o estás conmigo y comulgas con mis ideas, o eres un/una machista y mereces todo mi desprecio— en un alarde del maniqueísmo que caracteriza al discurso que lo mantiene.

Este ideal igualitario, sustentado por la idea de que la diferencia entre los sexos es una construcción social —de género—, es interiorizado por los individuos, afectando a la construcción de su propia identidad y la relación con el otro sexo.
Al resaltar mediante el sistema sexo/género el carácter construido de las diferencias entre los sexos, un amplio sector del feminismo se propone como utopía una sociedad sin géneros. Pero, en tanto que el género es una construcción social a partir de las diferencias biológicas entre los sexos, ¿es posible tal sociedad?

Como plantea De Barbieri (1992, p.176), una cosa es que en vez de dos sean tres, diez o veinticinco los géneros socialmente creados; otra, que sea posible y deseable pensar en sociedades futuras con relaciones entre los géneros igualitarias, no jerárquicas ni excluyentes. Pero otra muy distinta es pensar que pueda no haber una elaboración social de sentido a partir de algo que está inscrito en la corporeidad.
Desde estas perspectivas, se extrae la impresión de que diferencia y desigualdad fuesen sinónimos, o que las diferencias fueran derivadas de la desigualdad, y se concluye que todas las mujeres están sometidas por igual, precisamente por su condición de mujer, mientras que los hombres se igualarían entre sí por su condición de dominantes, con independencia de perfiles y variaciones históricas y contextuales (Talego, Sabucco y Florido, 2012; p.203).

La lucha por la igualdad de derechos y oportunidades parece haberse convertido en deber de igualdad, la igualdad entendida como sinónimo de bueno y el rechazo, por lo tanto, de toda diferencia, olvidando que hombres y mujeres lo somos, y no somos otra cosa ni podemos dejar de serlo, precisamente porque somos producto de la diferenciación sexual.

Combatir las desigualdades requiere, sin embargo, del convencimiento por parte de ambos sexos de que acabar con la discriminación hacia las mujeres por el hecho de serlo beneficia tanto a unas como a otros al hacernos a todos más autónomos y más libres (Brukner, 1999; Badinter, 2004). Los intereses de hombres y mujeres no deberían entenderse como un juego de suma 0 (Toldos, 2013), por el contrario, cundo un sexo gana el otro lo hace también. Por lo que el camino hacia la emancipación de las mujeres ha de considerarse una tarea compartida y, por lo tanto, ha de hacerse junto a los hombres, no contra ellos, en tanto que no es posible pretender una convivencia armónica entre ambos sexos negando su condición de sexuados ni imponiendo los caracteres propios de uno al otro. Esto lo saben bien todas las mujeres que de una u otra forma, en una u otra época y contexto, luchan por la emancipación femenina.

La tentación de imponer a uno de los sexos los caracteres propios del otro a fin de alcanzar el objetivo de igualdad, se ha traducido, a menudo, como una masculinización unilateral según la que “el mundo se halla sujeto a la razón masculina, y, en su lucha por la igualdad de derechos, la mujer renuncia casi siempre a su feminidad para hacer valer mejor sus cualidades masculinas” (Badinter, 1994, p. 199), —valgan de ejemplo todas las Thatcher del mundo—. Mientras, en otros aspectos, parece que la solución a los problemas entre los sexos pasara por la feminización del hombre, en concreto en todo aquello que concierne a la vida privada e íntima de los sexos.

Sin duda, la lucha antipatriarcal y el análisis de las relaciones de género promovido por las feministas han ayudado a muchos hombres a cuestionar su propia masculinidad, rechazar el machismo en sus relaciones personales y convertirse, en suma, en mejores personas. Pero, al considerar lo masculino como sinónimo de machista, cualquier reconocimiento de su particularidad sexual —reconocimiento de sus caracteres sexuales masculinos— ha sido tenido por irrelevante; y en el caso de los caracteres sexuales terciarios, como indeseables. Puesto que la igualdad pretendida se ha fundamentado en la negación de lo masculino y la exaltación de lo femenino —negación del opresor, exaltación de la víctima—.

Así las cosas, ¿qué le queda al hombre blanco heterosexual —el opresor por antonomasia— más que fustigarse y condenarse a sí mismo al destierro? ¿Transformarse, comportarse como la mujer que no es, negarse a sí mismo?
Redefinir las diferencias como desigualdades obliga, además, a condenar los aspectos en los que tales diferencias se hacen ineludibles. Al no ser capaces de explicarlos, la solución más sencilla es rechazarlos. De esta forma, todo lo concerniente a la vida íntima de los sexos —amor, paternidad/maternidad, cuidado, pareja, vida doméstica, etc.—, donde la diferencia entre hombres y mujeres se hace más evidente, es interpretado como fruto de la desigualdad patriarcal y fuente de violencia contra las mujeres. Perpetuándose así el malestar entre unos y otras y sin aportar soluciones.

A modo de ejemplo, quiero centrarme en dos cuestiones concretas en las que la incapacidad de estas teorías para ofrecer soluciones a la eterna guerra entre los sexos —que no pasen por la castración de todos los hombres heterosexuales, claro—se pone de especial manifiesto. La primera es la llamada “crisis de los cuidados”, la segunda, la “criminalización de la erótica”.

Desde luego, yo tampoco tengo la solución a estas cuestiones y adelanto que no creo que exista una solución infalible al gusto de todos. Pero estoy segura de que si cambiáramos de perspectiva o de discurso, con el apoyo de los conceptos que nos ofrecieron los sexólogos y las teóricas feministas de la primera mitad del siglo XX: compartibilidad, intersexualidad, caracteres sexuales, continuo entre los sexos, identidad sexual… y también con un poco de ganas y más sentido del humor que el que se acostumbra al hablar de estos temas, al menos podríamos relajar un poco la tensión entre unos y otras y sentarnos a pensar juntos la estrategia a seguir en la lucha contra el Patriarcado.

3. La crisis de los cuidados

“Tareas de cuidado”, “tareas del hogar”, “cuidados”, “tareas domésticas”, “trabajo doméstico”, “trabajos de cuidados”… son algunos de los términos que se vienen usando para abordar un tema tan complejo como central en las actuales reivindicaciones feministas. Los cuidados han alcanzado hoy una centralidad desconocida anteriormente dentro de la agenda política, así como en investigaciones académicas y en las discusiones cotidianas que la gente de a pie mantiene.
Pero, ¿a qué nos estamos refiriendo?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cuidados? y, más concretamente, ¿de qué hablamos cuando hablamos de crisis de los cuidados?

En muchos de los estudios e investigaciones que se han realizado en torno al tema, la definición del término “cuidados” queda subordinada a cómo se puede insertar en la lógica del sistema capitalista y, por lo tanto, la definición nace constreñida, nace para adaptarse a un esquema ya existente.

Así, Agullo (2002, p.30) define el cuidado de la siguiente manera:

“Uno de los criterios utilizados para definir una actividad como cuidado, es que la persona a la que vaya dirigida la actividad no pueda satisfacer por sí misma sus necesidades. Las actividades de cuidados quedarían limitadas, por tanto, a las dirigidas a colectivos muy específicos, como los niños y niñas o las personas mayores dependientes. Los límites entre los cuidados y otras actividades no remuneradas son, a veces, difusos. Actividades como limpiar o preparar comidas forman parte claramente del trabajo doméstico, pero podrían ser entendidas como actividades de cuidado si se realizan para otra persona que no es capaz de realizarlas por sí misma”.

Tomando esta definición como ejemplo de la idea de cuidado que se viene utilizando desde las investigaciones sociológicas y psicosociales, encuentro en ella una serie de sesgos que cabe ahora destacar.

Para empezar, considera la autora implícitamente que no todas las personas son dependientes, sino sólo unos determinados colectivos. Olvida que todos somos dependientes y necesitamos ser cuidados, dependemos de los demás. No podemos centrar el análisis únicamente en aquellos colectivos más “desvalidos” porque esta idea reproduce la invisibilización de una realidad mucho más amplia y compleja.
El segundo sesgo que encuentro es la consideración de que dentro del término “cuidados” sólo entran aquellas actividades que se realizan para otras personas. ¿Dónde queda entonces el autocuidado? ¿Acaso cuidarse a uno mismo no es cuidar también a los demás?

En la mayor parte de las definiciones, el cuidado se ve reducido al grupo doméstico. Siendo el hogar el espacio propio de éste y enfatizando, con el uso de este término, trabajo doméstico, el componente material de esas actividades gratuitas: limpiar la casa, hacer la compra y la comida, lavar la ropa…

“Frente a esa “materialidad”, se sitúa la idea de trabajos de cuidados, donde el acento se pone en una componente afectiva y relacional, el cuidar de otras/os, atender sus necesidades personales, materiales e inmateriales –ayudar a un/a niño/a a hacer la tarea, acompañar a tu pareja al médico– y con límites más amplios que el grupo doméstico –también puedes acompañar a la médica a tu vecina–. Y luego vino el trabajo familiar, en respuesta a ese complejo mundo de instituciones con las que hay que lidiar –la escuela, los servicios sociales, la seguridad social, el banco, el seguro…– y a las que hay que dedicar tanto tiempo (¡los papeleos!) y esfuerzo mental. Así que, ahora, no sabemos muy bien como nombrarlo: trabajo doméstico y de cuidados, trabajo familiar y doméstico, o cualquiera de las posibles combinaciones con estos u otros términos.” (Pérez Orozco y del Río, 2002).

Al hablar de “tareas de cuidado” –o trabajos de cuidados– a lo que se pretende hacer referencia es a este conjunto de elementos, emocionales, relacionales y materiales, que conforman el cuidado de la vida, sin los cuales ésta no sería posible.
Lo más común a la hora de reivindicar estas tareas y señalar su importancia ha sido intentar traducirlas en términos monetarios: lo que supondría económicamente pagar esos trabajos, o en términos de tiempo: ¿cuántas horas al día dedican las personas a este conglomerado de tareas?

Pero, aunque estos análisis resulten interesantes en tanto que señalan, al menos, la existencia de esta realidad, siguen constriñéndose a términos cuantitativos y económicos que dejan de lado otros muchos aspectos de vital importancia, en especial la afectividad implícita en estas tareas.

La lógica del cuidado, del mantenimiento de la vida, no es asimilable a la lógica del mercado aunque éste sobreviva gracias a la existencia de la primera y haya asumido los cuidados como un elemento externo positivo, que ocurre fuera de lo público y de forma natural.

Para entender los cuidados desde esta nueva perspectiva, se impone la necesidad de cuestionar profundamente uno de los ideales de nuestros tiempos que más se está arraigando en nuestro imaginario, que va de la mano del capitalismo, y que entra en absoluta contradicción con el funcionamiento de la vida: la idea de que los individuos somos independientes unos de otros y que el mercado puede solventar todas nuestras necesidades.

Esta idea, unida a una determinada coyuntura económica, política y social está condicionando que la visión de cuidar y de ser cuidado sea, a todas luces, negativa. No queremos ser una carga para nadie, y que nadie sea una carga para nosotros, pero eso es obviar que todos necesitamos ser cuidados, en el día a día y, especialmente, en determinados momentos del ciclo vital como pueden ser la niñez o la vejez.

Como señalan Precarias (2003, p. 98), esta desvalorización del cuidado tiene que ver con una epistemología donde la civilización se entiende como desapego progresivo de todos los vínculos con la naturaleza; el hombre es hombre en tanto que piensa y trasciende su condición natural/animal. Así, el cuidado representa los nexos más básicos e inevitables con lo natural, con los cuerpos, con las emociones. Tiene muy poco de trascendente y mucho de inmanente. La desvalorización de los cuidados no es ajena a la desvalorización del medio ambiente, a una sociedad destructiva del entorno, a la negación de los cuerpos.

Desde las diferentes corrientes feministas que se sucedieron a lo largo del siglo pasado, se señalaron y denunciaron la dependencia económica que sufrían las mujeres respecto de los hombres, sobre todo cuando estas no se habían incorporado al mercado laboral. Pero parece que se olvidaron de hablar de la dependencia de estos mismos hombres hacia las mujeres respecto a las tareas del cuidado.
Las tareas del cuidado, del mantenimiento de la vida, tan difíciles de sistematizar por su transversalidad, por su combinación de elementos materiales e inmateriales, objetivos y subjetivos, han sido desplazadas de la atención que se merecían y han sido invisibilizadas. Han sido asumidas como naturales y, por ello mismo, desprestigiadas. Tradicionalmente estas tareas han sido realizadas fundamentalmente por las mujeres, y sólo ahora que se empieza a hablar de una crisis en las cadenas del cuidado es cuando nos percatamos de que algo tan sencillo y tan complicado como es cuidar era realizado por alguien.

Se han priorizado las necesidades del mercado sobre las necesidades humanas básicas, y esto no se puede sostener en tanto que no es posible crear bienestar teniendo como base el malestar de las personas.

Desde el llamado ecofeminismo, se señala como la “labor”, entendida ésta como atender las necesidades vitales producidas en el proceso biológico del cuerpo humano, ha sido despreciada desde antiguo por entenderse como una esclavitud de la necesidad. (Bosch, Amorosio y Fernández Medrano. En Carrasco y cols., 2003, p.45). Las actuales teorías ecofeministas –herederas de los presupuestos del feminismo cultural de los 80–, sostienen que la acción destructiva del varón –cultura– nos ha llevado a la situación actual en la que el planeta se encuentra en peligro de extinción, y que la tarea de la mujer, como portadora de valores tales como la capacidad de cuidado, la paz, la maternidad, etc., es la reconciliación con la naturaleza, la salvación del mundo.

Estos planteamientos llevan la división entre naturaleza y cultura a su máxima expresión, asociando, además, todo lo que la humanidad tiene de negativo al varón y la cultura y ensalzando la bondad de la mujer y la naturaleza. Afirman una diferencia tajante entre los valores de ambos sexos y condenan al sexo femenino a un prototipo idéntico al proclamado por la tradición patriarcal. Además, refuerza la condena del sexo masculino y la consecuente victimización del femenino y convierten el cuidado en una dimensión exclusivamente femenina. Sin embargo, sus esfuerzos por recuperar el valor de lo “natural” y la desafiante crítica que llevan a cabo del sistema capitalista, me parecen de gran utilidad al abordar el tema que ahora me ocupa.
De lo expuesto anteriormente se desprenden algunas ideas claves para la reconceptualización del término cuidado a partir de las que hilar esta revisión:
Bajo el nombre de cuidado se agrupan toda una serie de tareas y actitudes que conforman la base sobre la que se asienta la vida humana y sin las que ésta no sería posible. Se trata pues de una realidad transversal a todas las facetas de la vida, con varias dimensiones materiales, emocionales, afectivas y relacionales mediante las que los sujetos cubrimos nuestras necesidades y que tiene una lógica propia diferente a la lógica del mercado e irreconciliable con la de éste.

En esta definición me refiero al cuidado como conjunto de tareas y actitudes, a fin de enfatizar que el cuidado no implica sólo la realización de algunas cosas concretas –como las tareas domésticas o el jugar con los hijos– sino que se compone también de una serie de actitudes frente a la vida entre las que se encuentran una concepción del bienestar como equilibrio emocional –y no sólo como bienestar económico–, y el aceptar que todos somos interdependientes. Así, cuidar implica también cuidarse a uno mismo y dejarse cuidar por los otros.

Sobre estas tareas y actitudes se asienta la vida humana en tanto que es imposible el bienestar social sin el bienestar de sus individuos. Y digo humana porque no es ahora mi labor entrar a discutir el cuidado en otras especies y porque, lejos de lo que algunas corrientes de la diferencia pretenden, el cuidado no es una cualidad o una capacidad exclusiva de las mujeres, sino que el ser humano en sus dos modos, hombres y mujeres, necesita cuidar y ser cuidado.

Es una realidad transversal a todas las facetas en las que queramos parcelar la vida. Por lo tanto no se reduce a un espacio concreto: el doméstico, ni puede ser completamente cubierta por una sola persona o un grupo concreto, por ejemplo la familia.

El cuidado consta, principalmente, de cuatro componentes:
– Un componente o dimensión material o productivo que conforman todas las tareas que se realizan con el fin de cubrir necesidades y generar bienestar en los receptores.
– Una dimensión emocional que engloba todas las emociones suscitadas por el hecho de realizar esas tareas, tanto en quien las realiza como en el receptor de las mismas.
– Un componente afectivo, en tanto que esta interacción –cuidar y ser cuidado– es mediada por una serie de vínculos y genera o puede generar nuevos afectos.
– Y una dimensión relacional, ya que según la relación en la que se produzca –las relaciones son el contexto del cuidado– se concretará en unas tareas u otras: no cuidamos de igual modo a un amigo que a nuestra hija, a nuestros padres o a nuestra compañera de trabajo.

Por último, he querido enfatizar que el cuidado sigue una lógica propia basada en la interdependencia o la realidad de que todos somos dependientes; la afectividad, la implicación emocional y la imposibilidad, en tanto que es una realidad transversal, de ser cuantificable ni reducible a un espacio concreto que es opuesta e incompatible con la lógica del mercado.

La lógica del cuidado es transversal a todas las facetas de la vida y tiene un importante componente afectivo y relacional. Tanto las políticas de igualdad de oportunidades como la mayoría de las críticas hechas a estas políticas obvian este hecho y redefinen el cuidado desde la lógica del mercado, reduciéndolo a su componente material o productivo, limitando o confundiendo este conglomerado con las tareas de simple mantenimiento.

Considero que estas lógicas son diferentes e irreconciliables, y que parte de esta “crisis de los cuidados” es fruto de la confusión entre ambas o del intento de poner una por encima de la otra, así como del nivel de confusión y la amalgama teórica de la que somos herederos.

Por una parte disfrutamos, en ocasiones sin saberlo, de los logros del feminismo de la igualdad en la esfera pública. Y resulta que estos logros han ido en aumento a medida que se ha ido construyendo el modelo victimista desde el que se ha conseguido la imposición de sus leyes protectoras a los foros políticos: desde el endurecimiento de las penas por violación hasta las leyes de paridad y conciliación pasando por todo el entramado legal y mediático en torno a la llamada violencia de género.

Al mismo tiempo, a lo largo de las últimas décadas otro feminismo que apela a las diferencias ha ido cobrando fuerza, sacando a la luz las diferencias biológicas y la especificidad de roles y criticando al universal por ser masculino, heterosexuante y blanco.

La presencia de las mujeres en los círculos de poder político va en aumento, las políticas de paridad gozan de una cada vez mayor aceptación social, la inclusión de las mujeres en el mundo laboral y académico hace tiempo que dejó de ser sólo un deseo, encontrando, en los países desarrollados más chicas que chicos entre los estudiantes universitarios.

Lipovetsky (1999, p.243) señala cómo el triunfo en el seno de las organizaciones y el poner la mirada en puestos de responsabilidad se ha convertido en un objetivo femenino mediatizado y socialmente legítimo. Sin embargo, el fenómeno del techo de cristal continúa lejos de ser un mito: como denuncian las principales teóricas de la economía feminista, la proporción de paradas continúa siendo mayor que la de parados, los sueldos de las mujeres menores que los de sus compañeros varones, y, aunque el número de mujeres entre los dirigentes de las empresas y los políticos vaya en aumento, las esferas de poder financiero y político continúan siendo espacios mayoritariamente masculinos.

Este fenómeno suele explicarse a partir de estereotipos sexuales que presentan a las mujeres confinadas en un repertorio de actitudes poco valoradas en la esfera profesional: más emocionales, con menos iniciativa, menos luchadoras, con menor grado de implicación en la empresa… que desencadenan actitudes sexistas dentro de la empresa. Estereotipos que, a mi entender, no son sólo estereotipos sino que se fundamentan en la observación de actitudes realmente más habituales entre las mujeres que entre los hombres. Y, sin ánimo de ofender a nadie, ya que no considero que estos calificativos –ser más emotivas o implicarse menos en la empresa, por ejemplo– sean negativos, basta con pasar una jornada laboral en una oficina para percibirlos.

Los hombres han copado el poder político y financiero. Bien, ¿y cuál es el problema? El sistema financiero y político tiene una lógica determinada, una escala de valores propia, es como es en base a unos principios. Quien quiera formar parte de las altas esferas de este sistema sabe que ha de acatarlos, independientemente de su sexo. Entre estos valores está la implicación absoluta con la empresa –o el partido, la institución…– la competitividad, las habilidades sociales, el control de las emociones y otra serie de premisas opuestas a la lógica de los cuidados. La conciliación entre dos lógicas opuestas parece más bien difícil y es lo que se pretende desde el feminismo institucional cayendo en la trampa de supeditar una de estas lógicas a la otra: los cuidados adaptados a las necesidades del sistema.

Sin un replanteamiento radical del sistema socioeconómico y una revalorización de la lógica de cuidados, la única opción para las mujeres —y los hombres— que deseen formar parte de su cúspide parece ser la renuncia a otros valores, considerados tradicionalmente femeninos, o el acatar “apaños” como los propuestos por medio de las leyes de conciliación.

Se da por hecho una mayor importancia de la vida pública y la producción relegando los espacios privados y las tareas asociadas a éstos –entre las que el cuidado tiene un papel central– a un segundo plano de menor importancia y reconocimiento social. Así, sólo se “pelea” la igualdad en lo público, entendiendo el prestigio social, el trabajo asalariado, etc., como metas deseables que gozan de un reconocimiento social mientras que la igualdad en lo privado viene definida como una obligación al servicio de la anterior.

Es necesario dejar de percibir las tareas “domésticas y de cuidado” como cargas negativas, tanto desde las instituciones públicas como desde el conjunto de la sociedad. Como proponían algunas autoras ya hace más de una década (Pérez Orozco, 2002; Precarias, 2003), este momento de crisis de los cuidados es el ideal para comenzar este cambio.

Por otra parte, encuentro en todas estas críticas el presupuesto de que sólo las mujeres cuidamos y somos capaces de cuidar. La consideración de la lógica del mercado como una lógica en exclusividad masculina y de los cuidados como una esfera femenina.

Si tenemos en cuenta que los cuidados no se reducen al ámbito de las tareas domésticas -históricamente adscritas a las mujeres–, sino que se componen de una serie de tareas y actitudes mucho más amplias con diferentes componentes, me parece erróneo, además de injusto, afirmar que la lógica del cuidado sea exclusivamente femenina, como si los hombres, por el hecho de serlo, no fueran capaces de cuidar y, de hecho, no lo vengan haciendo también desde antaño.

El modelo fordista del hombre proveedor y protector y la mujer sumisa y cuidadora ya no es válido. Las mujeres y los hombres de ahora no queremos adaptarnos a esos estereotipos que implican desigualdad y sometimiento del uno al otro, de la una al otro, en la mayor parte de los casos:

“La ventaja de los antiguos estereotipos sexuales es que al definir clara y rígidamente los espacios de control y toma de decisión, garantizaban (en la pareja heterosexual) una menor conflictividad intradiádica por el ejercicio de poder: la cocina, la microeconomía, la educación de los hijos, la aceptación del encuentro sexual, las relaciones sociales, el mantenimiento de las tradiciones y costumbres familiares, etc. para la mujer. La macroeconomía, las decisiones de los grandes cambios, la defensa, la obtención de manutención y sustento, la introducción de elementos nuevos, etc. para el hombre.” (Pérez Opi y Landarroitajauregi. 1995; p.157).

Evidentemente este marco es inaceptable para muchas de las parejas heterosexuales actuales, fundamentalmente para las mujeres. Se impone la necesidad de renegociar en la intimidad de la pareja estos roles sexuales.

En lo referente a los cuidados, que, insisto, va mucho más allá de la realización de las tareas domésticas, ¿quieren realmente las mujeres abandonar su rol? Personalmente, considero que no. Las mujeres no quieren deshacerse de su deber de cuidar, sino que quieren que ellos también cuiden, y, no sólo que cuiden, sino que además lo hagan del mismo modo que lo hacen ellas.

Al concebir las diferencias como síntomas de que la igualdad deseada no es posible e interpretarlas como incompatibilidades, la renegociación de estos roles resulta complicada. Ante el deseo de igualdad, olvidamos que somos sexuados y que lo son también nuestros deseos, expectativas, comportamientos y actitudes.

Los esfuerzos nulos por eliminar estas diferencias llevan a la frustración y provocan situaciones insostenibles que producen un gran malestar. Pongamos un ejemplo —real y creo que más común de lo que pueda parecer a simple vista—:
Se trata de una pareja que tiene muy interiorizada la idea de igualdad sin matices entre los sexos y que se enfrentan al nacimiento de su primer hijo.

La ley vigente en el Estado español estipula que de las dieciséis semanas de baja maternal, sólo las séis primeras han de ser obligatoriamente disfrutadas por la madre, siendo las diez restantes transferibles al padre.

Meses antes del nacimiento de su primer hijo, nuestra “pareja igualitaria” deciden compartir la baja maternal. Tal decisión y el periodo del que disfrutará cada uno de los progenitores ha de ser comunicada a la Seguridad Social en el momento en que se tramita la baja, esto es, cuando el niño apenas unos días, y no puede ser modificada si así lo desean los padres más tarde por un cambio en su situación laboral o, sencillamente, porque se lo piensan mejor.

Desde la visión igualitaria de esta pareja, el padre es perfectamente capaz de cuidar de su hijo —cualquier hombre lo es con la ayuda de un biberón— y con la ayuda de un sacaleches que garantice la continuidad de la lactancia materna, no habría motivo para pensar que fuera más conveniente que fuera la madre quien permaneciera con el niño los primeros meses de vida.

Sin embargo, la maternidad/paternidad es una de las situaciones vitales en las que la diferencia entre los sexos se nos presenta de manera más evidente y en las que tal diferencia difícilmente puede reducirse a una cuestión de roles y estereotipos.
La OMS (2016) recomienda prolongar la lactancia los tres primeros años de vida y nos recuerda que la lactancia no es beneficiosa sólo a nivel alimentario sino que fortalece los vínculos afectivos entre madre e hijo, mejorando así su desarrollo cognitivo, su autonomía y autoestima. El vínculo de apego que el bebé establece con la madre los primeros meses de vida, promovido por la segregación de hormonas como la oxitocina o la prolactina, no es el mismo que establece con el padre o con otras figuras de apego y que se desarrolla posteriormente. Somos mamíferos, y como tales, las hembras —y no los machos— tenemos la capacidad de amantar y criar a nuestros hijos.

Por supuesto, nuestra pareja igualitaria no ha tenido en cuenta todo esto a la hora de decidir que ella volverá al trabajo al segundo mes de vida de su hijo, lo que no evita que al acercarse la fecha de su incorporación la mujer sienta cierto malestar: ¿por qué no quiero volver al trabajo si sé que mi hijo estará con su padre y bien cuidado? Si soy una mujer libre, ¿cómo es que a veces siento que debería quedarme en casa con el bebé y dejar que él siguiera trabajando? ¿Seré más patriarcal o retrógrada de lo que pensaba?

Obviamente, este niño puede crecer muy sano y muy feliz aunque sea su padre quien coja la baja, pero eso no resta valor al malestar de la madre, quien siente, y no puede evitar sentir, que está abandonando a su hijo o separándose de él de manera prematura. Esta madre se siente doblemente culpable: en primer lugar por esa sensación de estar abandonando a su hijo o anteponiendo sus intereses laborales al cuidado de su bebé, pero también porque sus sentimientos son contradictorios con sus creencias. El deber de igualdad se antepone así al deseo de asumir su propia diferencia.

Por otra parte, de la idea de autosuficiencia asociada a esta igualdad nacen otros motivos de desconcierto: la interdependencia que se genera en el seno de la pareja, por ejemplo, se interpreta como algo negativo.

El exagerado valor que nuestra sociedad otorga a la independencia, provoca que ambos miembros en una relación lleguen a considerar necesario eliminar toda dependencia, incluso a evitar cualquier relación en la que nuestra dependencia de los otros se ponga de manifiesto.

Así, la igualdad y la independencia se sitúan en el centro de los valores deseables en un tipo de relaciones que se asientan en el deseo del otro, que es otro biográficamente sexuado y por lo tanto diferente de mi —en el caso de las parejas heterosexuales es además un otro sexuado de un modo diferente al mío— y la mutua dependencia. La compartibilidad y su importancia clave en las relaciones entre los sexos no se tiene en cuenta y se menosprecia frente a la supuesta igualdad.

Numerosas investigaciones en Psicología Diferencial y Sexología ponen de manifiesto que la diferencia en estos estilos de comunicación no es sólo atribuible a la educación o socialización diferencial de los individuos. Esto es, no sólo se trata de un rol social –y sexual– aprendido y modificable, sino que en la sexuación de estos comportamientos intervienen otros factores o elementos sexuantes.

Así, encontramos diferencias sexuales a nivel neuronal. El cerebro masculino, por influencia de la testosterona fetal y postfetal tiende a lateralizarse más mientras que en el cerebro femenino se establecen más conexiones interhemisféricas:
“Ineludiblemente, los hombres –por serlo– tienden a ser más digitales e instrumentales (sus hemisferios cerebrales están menos intercomunicados o su cerebro está más lateralizado) y las mujeres –por serlo– tienden a ser más analógicas o expresivas (sus hemisferios tienen muchas más neuronas de conexión estando su cerebro funcionalmente menos lateralizado)” (Pérez Opi y Landarroitajauregui, 1995).

Pero, aún si éstas u otras evidencias biológicas no existieran, ¿por qué habría de ser deseable que desaparecieran tales diferencias? ¿Qué nos hace pensar que un estilo de cuidado es más válido que el otro? Si todos expresáramos de igual modo nuestros afectos, si cuidáramos a los demás del mismo modo, ¿no estaríamos perdiendo todo lo positivo que aportan las diferencias y el placer de poder compartirlas?

Decía más arriba que no creo que la mayoría de las mujeres deseen abandonar las tareas de cuidado, sino que esperan que ellos también cuiden y lo hagan del mismo modo que lo hacen ellas. Esperan que ellos asuman, no solo el rol, sino también su propio estilo sexuado de cuidar.

Cada vez con más frecuencia se habla de la feminización de las empresas a medida que más mujeres participan en la organización de las mismas, y los cursos de inteligencia emocional y escucha asertiva están a la orden del día en estas organizaciones. También se acepta como algo deseable la feminización de otras instituciones y de la vida pública en general. La moda, la estética, y otra serie de cuestiones asociadas tradicionalmente al interés de las mujeres se imponen hoy también a los hombres. Los espacios tradicionalmente sexados en masculino se están feminizando, y las mujeres ven en este hecho algo deseable, un signo de que la igualdad soñada comienza a ser real. Sin embargo, al pedirles a los hombres una mayor implicación en lo privado, se les pide también que modifiquen sus formas, que se adapten a la manera tradicionalmente femenina de hacer ciertas tareas, entre ellas las que se vienen nombrando como tareas de cuidado.

No se busca el equilibrio entre hombres y mujeres, entre sus deseos y expectativas, sino que se trata de imponer la feminización de toda la cotidianidad como modelo de convivencia. Lo digital e instrumental se desvaloriza, esperando que tanto hombres como mujeres se expresen y actúen de una forma analógica y expresiva.

“Las mujeres han traducido el modelo masculino como bloqueo afectivo y emocional en los hombres. Sin embargo no olvidemos que las mujeres, tras diversos avatares y abandono de “copias” de otros modelos, fueron capaces de expresar su sexualidad desde lo que no se dice ni se ve explícitamente; y ya nadie las puede acusar de bloqueadas sexuales, sino de funcionar sexualmente de forma distinta” (Sáez, 2003; p. 26).

En la lucha por el reconocimiento de nuestros caracteres sexuales las mujeres nos hemos apoyado en la negación de los de los hombres.

La compleja realidad de los cuidados se conforma de patrones de conducta, influencia de roles, criterios educativos y estereotipos sexuales, a los que subyacen otro tipo de características de índole más biológica, por lo que podemos definirla como un conjunto de caracteres sexuales terciarios. En la medida que seamos capaces de abstraernos de la división entre lo bio, lo psico y lo social podremos entender el proceso de sexuación que influye también en cómo los individuos disfrutan y ejercen ese cuidado.

Es cierto que el modo en que se articulen estos roles, estereotipos y patrones, da como resultado personas muy diferentes entre sí. Y es incuestionable la necesidad de que éstos se articulen de una manera no opresiva para uno de los dos sexos. Pero esta articulación más igualitaria no puede suponer la extinción de los caracteres sexuales terciarios puesto que pretender que un sexo se sitúe en el polo del otro es traicionar la esencia misma de la dinámica sexual.

La clave para entender esta diferencia sin hacer de ella una barrera infranqueable, es la comprensión de la construcción de la propia identidad sexual, de cada uno de los infinitos elementos que la conforman, en el marco de la intersexualidad que hace posible la compartibilidad o el encuentro.

Que las mujeres continúen, generalmente, mostrando un mayor interés y dedicación al cuidado no puede seguir interpretándose como consecuencia exclusiva de una socialización diferencial y opresiva para las mujeres. Por el contrario, que esto sea así a pesar del acercamiento en la socialización de los sexos, pone de manifiesto que el cuidado, especialmente la expresión afectiva del mismo, ocupa un papel importante en la configuración de la identidad femenina. Los problemas que hoy encuentran las mujeres a la hora de ejercer este cuidado no residen tanto en que lo perciban como un deber impuesto o como fuente de su opresión, sino en las múltiples trabas que encuentran para hacer compatible su deseo de cuidar con otros deseos como la realización profesional, así como de las expectativas de igualdad que hacen de los estilos sexuados de cuidado un hecho indeseable, síntoma de malestar.

Por supuesto, soy consciente de que las tareas de cuidado y en concreto las domésticas continúan en muchos casos considerándose una obligación exclusiva de las mujeres, y encuentro que éste es uno de los principales problemas de mi exposición: al referirme a la realidad concreta de los sexos en el contexto que podríamos denominar, parafraseando a Haraway (1995), Patriarcado Capitalista Blanco, esto es, la situación de las mujeres en occidente, parto de la idea de que la igualdad de derechos en tanto que individuos es un hecho, al menos sobre el papel, y que la negociación de las diferencias puede llevarse a cabo en ese contexto igualitario; olvidando que esa igualdad de derechos no es real en todos los casos ni aplicable a otros contextos socioeconómicos y culturales.

El problema no es tanto si es real la posibilidad de acabar con los roles de socialización diferenciales entre hombres y mujeres, aunque dicho sea de paso, lo considero bastante improbable. Sino por qué la extinción de estos caracteres sexuales terciarios se considera un valor a alcanzar.

4. La criminalización de la erótica

En la experiencia erótica encontramos otro de los ejemplos en los que la diferencia sexual se nos presenta de manera más impetuosa.

Como ya he señalado, a partir de los años 70 la sexualidad y la erótica femenina se convierten en un tema central para el feminismo. Los debates en torno a la erótica femenina que se plantean las llamadas feministas radicales—en respuesta a la heterogenitalidad promovida por las teorías reichianas en pleno auge en esos momentos— se centraron, en la concepción de la sexualidad femenina como un terreno de placer y peligro: el feminismo radical como movimiento se plantea, durante los años 70, que la sexualidad tiene que formar parte de una manera central en su agenda. Se reclama al feminismo que se cuestione el estatus de la sexualidad en el discurso feminista. Se deja de hablar sólo en términos de agresiones sexuales para hablar de poder: el placer es una fuente de poder y de vida, y no tanto debilitador y corrupto, como plantearán en los 80 otras grandes facciones del feminismo y, en concreto, el llamado feminismo cultural y antipornográfico.

“En la vida de las mujeres la tensión entre el peligro sexual y el placer sexual es muy poderosa. La sexualidad es a la vez un terreno de constreñimiento, de represión y peligro, y un terreno de exploración, placer y actuación.”(Vance, 1989, p. 9)
Frente a este planteamiento, las feministas culturales harán del peligro el único foco de análisis, olvidando cualquier reflexión sobre el placer y planteando la violencia masculina como una cuestión identitaria.

Bourdieu (2005) sintetiza esta visión explicando que la relación sexual aparece como una relación social de dominación porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo. El mayor impulso sexual se considera un estereotipo masculino frente a la mayor pasividad erótica femenina. Añadiendo que ese principio es el que rige el deseo. Así, el deseo masculino es definido como deseo de posesión, de dominación erótica, y el femenino como deseo de la dominación masculina o subordinación erotizada.

De esta forma, el deseo erótico masculino, que se presenta de una forma más directa y genitalizada, es definido como negativo: deseo de dominación. No ya masculino sino machista.

La sexualidad masculina: agresiva, irresponsable y genital, se sitúa como nunca antes en el punto de mira. El foco del problema no será ya en la construcción cultural de los sexos —género— sino en la propia naturaleza de ambos sexos. El llamado feminismo cultural de los 80 pasará, “de culpabilizar al Patriarcado — en tanto que sistema que concede el poder a los varones— a atacar directamente a los hombres, individual o colectivamente por el mero hecho de serlo” (Osborne, 1993, p.23).
La ruptura de estas autoras con el feminismo radical tiene su origen en la crítica del marxismo como marco insuficiente para ofrecer una explicación de la opresión femenina. Tal y como expresa Rich, se imponía la necesidad de romper con “el callejón sin salida que era el marxismo para las mujeres de nuestro tiempo.” (1982, p. 173).

En este sentido, las feministas culturales abandonarán el lenguaje propio del marxismo. En sus textos (Dowrkin, 1981; Brownmiller, 1981; Rich, 1982; MacKinnon, 1987) vemos cómo la relación opresor/oprimida propia del feminismo radical es sustituida por el binomio verdugo/victima acompañado de expresiones como coacción, jerarquía, lucha por los puestos dentro de la jerarquía, etc. Tal giro terminológico no puede entenderse como una simple cuestión de lenguaje, en tanto el oprimido— el proletario, la mujer, etc.— en la retórica marxista empleada por las feministas radicales, se caracteriza por ser consciente de su opresión y articular herramientas propias para salir de ella, entendiéndose la relación opresor/oprimido como una relación dialéctica en la que el cambio de una de las partes —la toma de conciencia por parte del oprimido de las condiciones de su opresión— modifica la relación. Mientras que la víctima carece de las herramientas necesarias para alterar los términos de la relación y es objeto, y no sujeto, de la misma. La mujer, en tanto que víctima, aparece sistemáticamente definida en el discurso de este sector del feminismo cultural como sujeto pasivo de la relación, que necesita del apoyo de otros: la ley, el Estado, otras mujeres, hombres comprometidos, etc., para escapar de las garras de su verdugo.

La separación definitiva entre el feminismo radical y el cultural se produce, básicamente, en el terreno de la sexualidad y, más concretamente, en la relación entre feminismo y lesbianismo (Malón, 2004). El lesbianismo se planteó, dentro del feminismo cultural, como una opción política —y no como opción sexual— que implicaba el alejamiento del mundo femenino y el masculino.

“La existencia lesbiana comprende tanto la ruptura de un tabú como el rechazo de un modo de vida obligado. Es también un ataque directo o indirecto contra el derecho masculino de acceso a las mujeres. Pero es más que esto, aunque podamos empezar percibiéndola como una forma de rechazo al Patriarcado, como un acto de resistencia”. (Rich, 1982, p. 25)

El lesbianismo es entendido como única alternativa de vida no susceptible de contaminación por el varón, convirtiéndose en una cuestión política que solidariza a las mujeres. La atracción entre mujeres no es sexual, porque eso es algo de varones, sino que se trata de una identificación consciente de unas con otras. Llegando incluso a afirmar que toda lesbiana que no esté politizada y no sea militante no puede ser llamada así (Daly, 1978).

Los besos, las caricias, la masturbación moderada, se consideran conductas adecuadas a la expresión erótica femenina, mucho menos genitalizada en tanto que el placer es más difuso o menos focalizado en ellas, mientras que todo lo que atañe al pene —y no ya al varón— se considera masculino y herramienta para la explotación de las mujeres. El coito, la felación, y cualquier otra conducta que se centre en el placer genital, aunque ese placer sea compartido por ambos, serán interpretadas como gestos de poder en los que el hombre sólo busca su propio disfrute.

Hay, por lo tanto, una erótica buena —la femenina— y una erótica mala —la masculina— y las mujeres que disfrutan de “la mala” siguen relegadas al papel de “malas mujeres” que les atribuía el antiguo orden sexual.

El deseo de las mujeres —ya sea hacia los hombres o hacia otras mujeres— y su gran variedad de experiencias sensuales, como la masturbación o el placer al amamantar a sus hijos o de realizar una felación a su pareja, no se tienen en cuenta, quedan desplazados por la “opresión masculina”, arrebatando a las mujeres su identidad como sujetos deseantes y transformándolas en mero objeto de deseo.
Y este deseo, considerado exclusivo del sexo masculino, se llena de connotaciones negativas. El sexo y la erótica quedan definitivamente ligados a la opresión y la violencia, y estas dos cualidades humanas son consideradas exclusivamente masculinas.

De esta forma, el deseo erótico y el sexo vuelven a verse arrojados al terreno del pecado, lo sucio, el vicio, el delito… partiendo de la afirmación de que no hay más erótica que la masculina y que detrás de ésta siempre se esconde el ansia de dominio.

Y el pecado sólo genera culpa: ellos pueden sentirse culpables de su propia masculinidad o se ven culpabilizados por ella y por ese deseo genital que no pueden evitar pero que es percibido como “sucio”. Ellas también se verán culpabilizadas por su feminidad: mal vistas por los hombres y las propias mujeres si manifiestan su deseo erótico en exceso, si juegan un papel activo como sujetos deseantes; pero también si no lo hacen, si se muestran pasivas o disfrutan de su rol de deseadas.

Muchas de las llamadas disfunciones sexuales, de forma especial aquellas relacionadas directamente con la erótica femenina como el vaginismo o la dispaurenia, tienen que ver con ese sentimiento de culpa, con la sensación de que lo genital es malo, de que una “buena mujer” no tendría que disfrutar de según qué prácticas.

La solución a este tipo de problemas pasa por comprender que el deseo erótico no puede ser entendido cuando se concibe como un mero instinto natural cuyo objetivo se reduce a la resolución de la excitación sexual a través del orgasmo o el placer genital.

Devolver el deseo a su lugar. Preguntarnos por los deseos que motivan los encuentros. ¿Qué desean los hombres y las mujeres? ¿Por qué se buscan? ¿Cómo se expresan, cómo satisfacen esos deseos? Comprender el deseo erótico como fuente de placer y encuentro, no de peligros.

Lo que deseamos, el objeto de nuestro deseo erótico, es el otro. Es el encuentro con el otro lo que dota a nuestras relaciones de un significado. Todos deseamos, de alguna manera, poseer a nuestro amante: fusionarnos con él/ella aunque sea por un instante, sentirnos/sentirle dentro, “hacerle mío”… y, al mismo tiempo todos deseamos sentirnos objeto de deseo del otro/a. En efecto, el deseo objetualiza a la mujer y del mismo modo objetualiza al hombre deseado, sin por ello perder unos ni otras su condición de sujetos. El otro, al objetualizarla la reconoce, igual que ella le reconoce al objetualizarlo a él y no por ello se cosifican.

El deseo erótico no es sólo el enamoramiento o la pasión y excitación con las que éste cursa. A lo largo del curso de la pareja, el deseo se transforma, la pasión va y viene, aumentan la intimidad, la complicidad, la ternura, etc. El deseo de compartirse con el otro se manifiesta de diversas maneras, también a través de la genitalidad, y ninguna de ellas es mejor o más adecuada que otras.

Sí, he dicho a lo largo del curso de la pareja, aunque ya sé que hablar hoy de pareja heterosexual tampoco es políticamente correcto y cada vez están tomando más fuerza las teorías que niegan o rechazan la pareja al considerarla un espacio de dominio y perpetuación de la violencia patriarcal.

“El sistema monógamo es una tiranía. No es una opción: es un mandato, y es la violencia simbólica inscrita en ese mandato la que nos impide escoger maneras diferentes incluso cuando creemos escogerlas.” (Vasallo, 2014; p.1)

La pareja heterosexual está hoy en el punto de mira. Si eres un hombre o una mujer liberada no puedes o no debes encerrarte en una relación monógama. Tampoco deberías “etiquetar” tu deseo, encerrarte en las experiencias heterosexuales. Abre tu mente, acuéstate con quien te apetezca independientemente de su sexo…

¿Y si me apetece acostarme sólo con personas del sexo opuesto? ¿Y si me apetece compartir mi vida, o un periodo más o menos largo de ésta, con una sola persona y crear juntos un proyecto a largo plazo? ¿Y si esa persona me atrae precisamente por lo que tiene de diferente a mí, por lo compartibles que somos? Ama a quien quieras y como quieras, significa, exactamente eso: a quien quieras y como quieras. Sacar el poder de nuestras camas y de nuestras vidas, ¿implica necesariamente negar la pareja?

El deseo no entiende de normas. No decidimos lo que deseamos y no siempre sabemos explicar por qué lo deseamos. Además no siempre es posible reprimir nuestro deseo, por el contrario, cuanto más tratamos de reprimirlo con más fuerza se nos presenta. Al criminalizar el deseo heterosexual, rechazando la erótica masculina y diciéndoles a las mujeres lo que deben o no deben desear, no estamos haciendo un favor a unas ni a los otros.

“Conviene, pues, no perder el sentido de ese Eros, de esa erótica o, si se prefiere, de ese erotismo, cualquiera que sea la variante o los nombres según las distintas lenguas, como deseo, afectos, sentimientos o emociones –o todo ello resumido en el vocablo amor− que no son sino ramas del deseo y sus formas derivadas. Los antiguos lo nombraron como un dios, los modernos, como un núcleo del sujeto, dentro, en lo más hondo: como su materia prima. Se trata de Eros, más que del amor. Se trata del erotismo más que del amor pasión o romántico. Se trata de la erotización de los sujetos.” (Amezúa, 2003, p.55)

Una erotización de los sujetos que no es posible mientras sigamos negando el deseo, descalificándolo, silenciándolo. Pues sólo observándolo y dejándolo fluir podremos comprenderlo.

5. La clave del bilingüismo

La opresión de las mujeres continúa siendo una constante en nuestras sociedades y se materializa de diversas formas. Lamentablemente continúa entorpeciendo el camino hacia la libertad individual y la consecución de una sociedad más justa. Continúa, por lo tanto, siendo un eje importante de lucha. Por eso es fundamental encontrar la estrategia adecuada, la fórmula que nos permita acabar con ella de forma definitiva.

Desde este feminismo “antisexo” la solución parece ser siempre la misma y resulta tan simple que no debería extrañarnos que cada vez más gente lo asuma como propio. No hay que pensar demasiado, basta con repetir el mantra de la represión:
– El sexo —el hecho de ser sexuados— ha servido para justificar jerarquías y la discriminación de las mujeres: pues negamos nuestra condición sexuada y nos marcamos la androginia como objetivo.
– La pareja heterosexual ha sido y sigue siendo uno de los principales espacios donde se perpetúa la violencia contra las mujeres: pues negamos la pareja heterosexual y ahora todos defendemos el poliamor como única forma de vivir nuestras relaciones en plenitud y libres de la tiranía de la pareja.
– Los malos usos del deseo erótico, especialmente el masculino, pueden traer consecuencias como las agresiones, violaciones, abusos, etc.: pues negamos ese deseo, lo criminalizamos.

Olvidando que ni el sexo, ni la pareja, ni la erótica son necesariamente los responsables de esas desagradables consecuencias.

Quejándonos, culpabilizando a otros —los hombres y su identidad machista— de todos nuestros problemas, olvidando nuestro papel activo y nuestra propia responsabilidad en la construcción de nuestras relaciones, no creo que lleguemos a erradicar el problema, más bien estamos desviándonos de lo importante, enturbiando el camino.

“El feminismo inteligente del siglo XXI debería abrazar toda la sexualidad y apartarse de los engaños, mojigaterías, gazmoñerías y odio a los hombres de la brigada Mckinnon-Dworkin. Las mujeres nunca sabrán quienes son hasta que dejen que los hombres sean hombres. Liberémonos del Feminismo de Enfermería (…) el feminismo se ha convertido en un cajón de sastre donde montones de hermanas lloriqueantes pueden acumular sus neurosis”. (Paglia, 2001, p. 191)

A día de hoy, se valora mucho el conocimiento de otras lenguas y todos —o casi todos— conocemos lo difícil que puede ser aprender un nuevo idioma, así como los problemas que puede suponer el vernos obligados a expresarnos en una lengua que no es nuestra lengua vernácula. Por eso funciona muy bien una metáfora utilizada a menudo en Sexología y desarrollada por Sáez (2003, 2005), que es la llamada clave del bilingüismo.

Dicha clave, parte de la asunción de que la diferenciación sexual se traduce en dos modos de expresión de los diferentes caracteres sexuales: el masculino y el femenino y que, el entendimiento entre los sexos pasa por entender y manejar, en la medida de nuestras posibilidades, las claves propias del otro sexo.

Apropiándome de esta metáfora, considero que durante mucho tiempo y aún hoy en muchas facetas de la vida, los hombres trataron de imponer a las mujeres una lengua que no es su lengua vernácula, y que, dándole la vuelta a la tortilla, la respuesta desde ciertos sectores del feminismo ha sido intentar imponer a los hombres la lengua de las mujeres.

Mientras no seamos capaces de sentarnos a hablar con toda sinceridad, de esforzarnos por entender la lengua del otro/a, de disfrutar aprendiéndola y aceptar que a veces cuesta pronunciar ciertos vocablos o que algunos sonidos nos chirrían, de reírnos con las meteduras de pata propias y del otro… Mientras no seamos capaces de hablar, chapurrear o, al menos, entender la lengua propia del otro sexo, sin que ello signifique que deban dominarla ni mucho menos abandonar nuestra propia lengua, no tenemos mucho que hacer más que echarnos mierda a la cara unas a otros y este no parece el mejor camino para resolver de una vez el conflicto entre los sexos.

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