RECULANDO SIN DESCANSO

El declive meteórico de los movimientos populares en Euskal Herria es una realidad sencilla de ratificar y sobre todo, sentir, en los entornos militantes. Trazar la trayectoria de esta decadencia no es tarea tan fácil, pero desde estas páginas se trata de ofrecer una perspectiva expuesta al debate.

Finales de los noventa. Encaminándonos hacia la tregua de Lizarra-Garazi

El final de la década de los noventa es testigo de dos hechos claves en el desarrollo del proceso que aquí se trata de relatar, por un lado, el fin de una lucha como la de la insumisión, por el otro, el pacto de Lizarra-Garazi. Pese a que en un principio pueda parecer que ambos acontecimientos no tengan demasiado que ver, la insumisión sirvió como efecto aglutinador de dinámicas más o menos autónomas en torno a las que se generó un tejido social amplio. Con la desaparición de este ciclo de reivindicaciones, acaba tanto el tejido social creado, como un referente en torno al que dinamizar las protestas de o con un carácter autónomo. Tras la desintegración de este proyecto común, ningún otro ha ocupado su lugar. No se puede negar que aún existen luchas de carácter parcial con un carácter autónomo, como la que se lleva a cabo contra el TAV, pero los intentos posteriores que en teoría podrían haber suplido este vacío, no han hecho sino dejar en evidencia la ausencia total de un referente válido. Los gaztetxes y centros sociales no han recogido el testigo y el supuesto movimiento antiglobalización se ha revelado como un espejismo efímero.

Los efectos del Pacto de Lizarra-Garazi son más complejos en su desarrollo como en sus resultados. La llegada al gobierno del Partido Popular es celebrada por este con una oleada represiva que en poco tiempo se traduce en el encarcelamiento de la Mesa Nacional de Herri Batasuna y el cierre del periódico Egin. No conviene pasar por alto que durante el ingreso en prisión de la Mesa Nacional, una nueva hornada de dirigentes pasan a tomar las riendas de la izquierda abertzale. En esta sucesión, no deja de antojarse curioso que quienes ocupan los puestos relevantes son personas que en el pasado, como Arnaldo Otegi, fueron militantes o defendieron las tesis de ETA Político Militar. Los elementos más afectos al marxismo leninismo son sustituidos por otros que hacen mayor hincapié en la cuestión nacional exenta de connotaciones clasistas y que conciben la lucha en la calle, no como una estrategia constante y de uso incondicional, sino como un instrumento con el que ejercer especulación política. Un dato que puede adquirir dimensiones esclarecedoras en los posteriores movimientos y estrategias auspiciadas por la izquierda abertzale.

Tras varios errores, como el asesinato de Miguel Ángel Blanco y algún traspiés, como una huelga general fracasada, en los que la fuerza independentista por excelencia no queda socialmente en la mejor de las posiciones posibles, tiene lugar el Pacto de Lizarra-Garazi, que agrupa a las formaciones políticas más importantes excepto, claro está, PP y PSOE.

Un escenario político que ETA Militar respalda declarando una tregua. Tras mucho tiempo de lucha, se alcanza una situación que parece en cierta forma satisfactoria para una parte importante de la sociedad vasca, inevitablemente, se generan expectativas esperanzadoras. El tiempo pasa y esta mesa de negociación no parece materializarse en resultados concretos. Durante ese período, HB ha pasado a convertirse en EH (Euskal Herritarrok) y recoge ciertos frutos electorales a la par que pierde enteros en cuanto a credibilidad política. Un desengaño al que contribuyen decisiones como no votar a favor de esas 35 horas tan cacareadas por LAB (hay que recordar que durante su votación, uno de los parlamentarios que se abstiene es Rafa Díez) o la ruptura de la tregua por parte de ETA sin que nadie sepa dar una respuesta satisfactoria.

Este fin de Lizarra-Garazi da comienzo a una actividad armada especialmente cruda por parte de ETA, la escalada de violencia es significativa (varias decenas de muertos entre el verano de 2000 y el de 2001) y las esperanzas de que el conflicto vasco se encontrara en una fase de resolución quedan en nada. En cuanto a la reanudación de las actividades armadas, hay varias cosas que advertir. Es necesario tener en cuenta que si esta inactividad se hubiera prolongado en exceso, la vuelta a las armas se hubiera tornado aún más complicada en muchos sentidos. Desde otro plano, es difícil de estimar si este retorno con pretensiones más bien arrolladoras no era sino una estrategia para forzar a los agentes políticos a sentarse de nuevo en una mesa de negociación. Por su parte, el Estado retoma con una crudeza desconocida la ofensiva iniciada en los meses inmediatamente anteriores a la tregua. Las detenciones y caídas de comandos dejan a las claras que el nivel de enfrentamiento con el Estado que se está practicando no es tan asumible. Jarrai es declarado ilegal, y cuando las organizaciones juveniles abertzales de Hego e Ipar Euskal Herria convergen en Haika, esta sigue idéntico camino legal. El mismo destino padecerá Segi, heredera de Haika y toda una institución en el universo político vasco, Gestoras Pro Amnistía. Pero la rueda de ilegalizaciones no se detiene y en 2003 el Estado Español dicta que también Batasuna (EH tras «purgar» de su seno algunos elementos críticos con la lucha armada, parte de los cuales formarán Aralar) queda fuera de la ley. Después de esta ilegalización y con sorprendente rapidez, la izquierda abertzale cambia de táctica, de un combate frontal y tensión constante con el estado pasa a una postura casi letárgica, seguramente en espera de que esto depare una legalización de sus formaciones herederas (AuB, HZ) que no se da.

Lo que sí tiene lugar es un recrudecimiento de la represión. Para cuando la izquierda abertzale desea reanudar las dinámicas de confrontación y agitación en la calle, ha pasado el tiempo necesario para que la empresa se antoje complicada. Ante semejante tesitura y de cara a recrear (en el sentido de volver a crearlo y en un sentido básicamente espectacular y espectacularizante) ese conflicto que «hay que sacar de las calles para ponerlo sobre la mesa», como proclama la propuesta de Anoeta, la izquierda abertzale busca nuevas vías. La convulsión que genera el desalojo del Euskal Jai parece ponerla tras la pista de una brecha y comienza a darse un apoyo hasta entonces inaudito a Gaztetxes como Sorgintxulo o Kukutza. Otro de los intentos de regenerar el movimiento juvenil y popular se vertebra en torno a iniciativas como las de los diferentes Gazte Eguna que han tenido lugar a lo largo y ancho de la geografía de Euskal Herria.

Retornando a la ruptura de Lizarra-Garazi, se puede apuntar que el hecho de que fuese ETA quien la abandonó unilateralmente le ha pasado una gran factura a la izquierda abertzale. Algo que el propio Jon Idigoras expresó en la publicación Hika (nº 123-124, julio-agosto de 2001) con las siguientes palabras «Yo creo que la declaración de la tregua fue un gran acierto por parte de ETA. A mi modo de ver, lo que fue un error fue la ruptura de la tregua».
Varios años después, y en el caso de que se diese una oportunidad de negociar la resolución del conflicto, la izquierda abertzale parece encontrarse en una posición más débil.

De cualquier forma, este declive de la izquierda abertzale no se puede explicar tan sencillamente, existen muchos otros elementos que pueden ayudar a contemplarlo. El cambio de mentalidad en la sociedad no se puede obviar. La sociedad vasca se encuentra inmersa en las dinámicas dominantes del llamado Primer Mundo. La ideología del consumo y el hedonismo es la hegemónica. Ikea, Skunkfunk y las miles de marcas y hábitos de consumo del capitalismo global se han colado por la puerta de atrás ayudadas, principalmente, por las políticas neoliberales del Partido Nacionalista Vasco. Tampoco se puede pasar por alto que de un tiempo a esta parte, la estrategia de la izquierda abertzale es difícil de definir por su carácter cambiante y desconcertante, ya que lo que sus voceros proclaman y sus bases llevan a cabo se encuentran, muchas veces, en franca y esquizofrénica oposición (así mientras Segi se las veía y deseaba que con la Ertzaintza a las puertas del parlamento vasco durante la votación del Plan Ibarretxe, Batasuna no detenía el proyecto, sino que le otorgaba el beneplácito).

ETA y la izquierda abertZALE como referentes simbólicos

Podemos considerar la Kale Borroka y las algaradas fenómenos ya casi extintos, aunque siempre queden expresiones aisladas que se resisten a desaparecer. La crítica a ETA y la izquierda abertzale ha sido ampliamente desarrollada[[A veces sólo como una forma de ocultar o desviar la atención sobre la miseria de quienes articulaban la crítica.]] (vanguardismo, estalinismo, oportunismo, jerarquía…), pero tampoco se pueden pasar por alto los impactos positivos que su lucha, como una de las últimas que se manifiesta a través de la forma de «lucha de masas», ha tenido.

En tanto en cuanto ETA y la izquierda abertzale han sido quienes más decidida y radicalmente (pese a que sus objetivos fuesen reformistas, el sabotaje anticapitalista se practicaba con profusión) han presentado batalla al Estado, se establecieron como el referente, a nivel abstracto, de lo radical en las luchas. Las acciones del grupo armado y las relacionadas con su represión han servido de catalizador para la expresión de la ira popular en modos que en ocasiones han adoptado formas casi insurreccionales. No es preciso indagar demasiado en la memoria para recordar los conflictos y disturbios que han tenido lugar con las muertes en comisarías y acciones de diferentes tipo de militantes de ETA.

Como ya se ha comentado, pese a la evidente disconformidad con las estrategias y prácticas de ETA, sus métodos, que negaban la legalidad, han servido para que la izquierda abertzale, como referente más o menos hegemónico entre el espectro de fuerzas vivas izquierdistas o ultraizquierdistas, evitase y rechazase las prácticas reformistas que se extienden entre la supuesta «radicalidad». En este sentido, en los últimos tiempos, el papel de la organización armada no ha sido el de vanguardia, sino el de una retaguardia que actuaba a modo de dique de contención que evitaba que la izquierda abertzale se desparramase en un maremágnum netamente reformista. Solo hay que constatar que las iniciativas por la desobediencia civil tanteadas desde la tregua, han quedado reducidas a esperpentos reveladores de las nuevas derivas (una de las reivindicaciones del EHNA es que se acepte en la liturgia capitalista por excelencia, pagar con tarjeta de crédito en las grandes superficies).

Hasta que la izquierda abertzale no ha perdido esta preeminencia como referente válido (respaldado en todo momento por su actividad), Euskal Herria no ha comenzado a dejarse impregnar por fenómenos de una pretendida extrema izquierda marcadamente posmoderna. De esa manera, podemos ser testigos del afianzamiento de ideologías más o menos periféricas (liberación animal, revolución interior…) y que parecen carecer del contenido clásico de las luchas (de masas, que reivindican y se desarrollan en la calle, más o menos violentas) en detrimento de otras características. Y eso obviando la aparición de una lacra de nuevo cuño, un artistariado que pretende vivir del cuento e ingresar del Ministerio del Espectáculo a través de subvenciones y negocios varios.

La falsa protesta, el gueto Y la radicalidad como producto de consumo

Bajo el amparo del espectro «antiautoritario» (Gaztetxes, Casas Okupadas y espacios liberados de diverso pelaje, medios contrainformativos y contraculturales o alternativos…) ha tenido lugar la eclosión de esquemas mentales muy diferentes a los que hasta ahora tenían lugar en Euskal Herria. Por un lado, las luchas de masas y la vocación de tratar de aglutinar a un cuerpo social determinado (llámese pueblo, proletariado, o como se desee) en base a cuestiones económicas o políticas, han dejado paso a una supuesta protesta basada en general en contenidos de tipo cultural.
Esto ha supuesto la creación de un gueto heterodoxo más o menos extendido, esencialmente interesado en su eterna perpetuación. La lucha frontal ha sido sustituida por la creación y mantención de unas estructuras basadas en el ocio en las que sus integrantes se dedican básicamente a la construcción y consumo de identidades recubiertas de elementos «políticos» (el último grito parece ser el anarcopunkveganismo). El gueto es un ambiente balsámico de consenso, de pose, una especie de terapia colectiva en la que la «radicalidad» de unxs y otrxs es reconocida mutuamente en la estética y en lo retórico, a falta de algún tipo de práctica real. Así, en este desierto de una actividad auténtica, no es de extrañar que la radicalidad y el reformismo supongan lo mismo, nada. De hecho, la ausencia de un espacio práctico de acción real hace que cualquier crítica destinada inequívocamente al gueto, sea asumida por este sin darse por aludido en ningún momento y además con la capacidad de hacer bandera de ello.

Sobre esta nada, esta ausencia de referentes válidos, se van dando y sustituyendo unas modas políticas a otras. De igual manera que llega la antiglobalización, se va, y la sustituye el insurreccionalismo, la crítica antiindustrial o la liberación animal. Este naufragio se plasma en la decadencia de actividades como las manifestaciones y la confrontación en la calle y en la trayectoria emergente de valores más bien pequeñoburgueses como la «coherencia personal». Sin dejar de reconocer la utilidad de la inmediatez, de tratar de atajar problemas desde ahora a través del comportamiento individual, poner el acento en las actitudes más o menos privadas (hábitos de consumo) hace relegar a un segundo plano el hecho de que los cambios solo pueden ser eminentemente sociales y públicos. El gueto no reconoce ningún tipo de sujeto político que no sea él mismo y ello le hace replegarse en torno a posturas que guardan más relación con la inocuidad filosófica que con la acción. Tras todo esto se esconde la miseria de quien prefiere vivir en la cómoda cotidianidad occidental, creyendo restarle radio de acción a la dominación, a asumir las contradicciones y tratar de superarlas a través de un conflicto que amenace el confort del rebelde de pose. (¿Qué hay más allá de los conciertos, el consumo de drogas y de ideología, y de la estética juvenil?)

Asumiendo realidades, trabajando En consecuencia

Partiendo del hecho de que las construcciones supuestamente autónomas presentan nula capacidad operativa real, la única izquierda que parece presentarse en Euskal Herria es, por desgracia, la cada vez más escasa estructura militante que alberga la izquierda abertzale (en el caso de que no se haya diluido en su propio gueto, como en el caso de Bilbao). Una conclusión muy pobre, pero tremendamente realista. Esta misma realidad de escasez de referentes válidos tras la tregua de Lizarra Garazi ha hecho que la izquierda abertzale, al menos en su vertiente juvenil, adopte una postura de permeabilidad hacia luchas que hasta el momento no reconocía.
Esto le permite al discurso autónomo el acceso a un espacio tradicionalmente cerrado, en el que, si se ha de ser realista, no tiene visos de arraigar, pero sí al menos de alcanzar un reconocimiento mutuo más allá de la autorreferencia y las colaboraciones plataformistas esporádicas de cara a conflictos futuros (amnistía, luchas locales…). Algo que podría dar pie a un trabajo conjunto a determinados niveles concretos y puntuales. Es de reconocer que esta es una reflexión poco ambiciosa, pero ceñida a una realidad que hay que aceptar: la autonomía vasca es una entelequia. Partiendo de ello hay que descartar prácticas que se ahogan en sí mismas y tratar de ubicarnos en este compás de espera del conflicto. Afrontar la posibilidad de un agitación futura, cuyo germen atañe no solo a las «minorías pensantes», sino a un cuerpo social, desde una postura que nos permita un trabajo efectivo y no desde los espejismos de la falsa conciencia.

Jon Aguirre

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