Pero ¿qué andan por ahí distinguiendo entre unos y otros productos del Mercado Cultural? ¿Para quién diablos siguen reservando el nombre de ‘Cultura’? Cuando un nombre ha venido a verse de tal modo prostituído, lo solo decente que queda es abandonarle el nombre al enemigo: todo es Cultura, la artística, la literaria, la científica, la nacional, la universal, la televisiva, la clásica, la revolucionaria, el foot-ball, la Bolsa, los Premios, las Drogas, los congresos, la Cultura Física del propio cuerpecito… todo, todo es Cultura; o ¿no es verdad?
Y, en esta ciénaga borboteante de cultura, ya lo que nos queda de sentido común y de salud amenaza con anegarse. Que se anegara del todo es lo que el Poder querría. Pero no: nunca.
Y, para que no, lo primero es no dejarse embobar con las distinciones: contemplar, desde acá abajo, esa invasión de cultura con la indignación y el asco que se merece, pero con la serenidad de quien siente que lo vivo y verdadero nunca puede morir del todo, y serenamente preguntarse a qué viene todo eso, y reconocer en ello otra manifestación de la locura del Dinero, que cunde por los ámbitos de la Industria y el Comercio, como una enfermedad que les ha sobrevenido a los Estados y Personas, pero que no es tan fatal como pretenden los que quieren venderos el Futuro.
Tal, sin embargo, es el dominio, que a veces le quita a uno las ganas de confiar por las buenas en los asomos de pueblo que entre las poblaciones del Régimen afloran, ni en los niños o niñas o los menos formados, los que el Poder, infame, llama Jóvenes, y que han de someterse a toda prisa (son un tanto por ciento tan importante de clientela prospectiva) a la ley de consumo de cultura a todo pasto.
Todo se lo tragan ellos, inocentes, obedientes, todo lo que les venden para su formación, su preparación para el Futuro, su divertimiento, hasta para su indisciplina y rebelión. Son demasiado buenos chicos, y los han educado para eso: para que crean; para que se crean que eso que les venden, imponen, recomiendan, suministran, como necesidades o también como tentaciones para sus gustos en formación, puede ser algo bueno y haber pasado, sin envenenarse, por operación del tráfico y la propaganda.
Y hasta tal punto que, a veces, si se encuentra uno por ventura con un chico o chica que están afanosos y encandilados por cosas buenas (o sea, vamos, de las que no son bazofia declarada) de artes, letras, ciencia, música (¿no la llaman hasta Clásica?), no puede uno menos de sentir un resquemor secreto (escaldado como está uno y maniático seguramente) de si será de verdad que aquello les interesa y apasiona, o si no será por algún deber que se han impuesto, como un compromiso personal de promoción hacia lo más puro y elevado: ¡son tantos siglos de educación de los que tienen que desnudarse, tantos siglos de meterles Cultura (libros, conciertos, clásicos, vanguardias, filosofías) como trabajo para la formación, para el Futuro!
Quiero decir que, harto como lo tienen a uno de sustitutos de placer y sentimientos, hasta en esos casos venturosos, en los que apenas puede confiar para consuelo y alegría, echa de menos todavía algo de pasión y de malicia contra lo mandado, algo de aquello con qué a uno le parece que él, de muchacho, se metía entre los papeles a la busca lo mismo de las heterodoxias de Unamuno que de las lascivias de Boccacio.
Porque es que ello es que, tal como está el mundo desde que lo conocemos, cualquier placer de veras implica rotura de prohibición de vida, cualquier descubrimiento lo es de algo que se oculta, de lo falso de la Fe. Si te mandan disfrutar del Amor o Pornografía o Droga que te venden, estudiar y saber las ideas que la Ciencia del Poder divulga, ¿qué diablos vas a disfrutar ni averiguar que valga?
Bueno: lo importante y primero es la negación: no comprarte la moto, no tragar tele, no leer lo que se vende, ni panfleto revolucionario ni hojita parroquial siquiera, no ver películas con Premio Gordo ni nada que esté culturalmente promocionado (¡confía, chaval, en la necesidad de mal gusto que el Poder padece!), no embutirte auriculares que te impidan tararear nunca una canción viva, no ir al estadio a chillar al Futbolero o al Roquero infame, ni aprenderte sus nombres para luego intercambiar cromos culturales en la conversa con otros fans, no empollarte más rollos para el examen de Empresariales o sufrir para ponerte al día en lo último de la Informática, no pasártelo guay en la discoteca hasta que te caigas de madrugada…
Eso. Lo demás, se da por añadidura. Florece solo.
Agustín García Calvo
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