Introducción
Una vez más, después de algunos años de silencio, la reducción de la jornada laboral y el reparto del trabajo vuelve a ser noticia. Paradójica-mente, esta idea, que entronca con una de las reivindicaciones más antiguas y emblemáticas del movimiento obrero, ha sido acogida con no poco recelo en particular entre sindicalistas y asalariadas(os) en general que observan desconcertadas(os) como algunos sectores institucionales o de la patronal toman la iniciativa y a ratos hasta pasan retóricamente por la izquierda. La cautela está más que justificada: no hace falta ser un lince para ver las limitaciones y los riesgos de precarización que encierran gran parte de estas propuestas.
Pero de hecho, y salvo raras excepciones, el empleo, no el trabajo, ha sido el objeto de discusión. Esta parcialidad no sólo limita seriamente el debate sino que, al colapsar trabajo con empleo, permite ignorar o desestimar el peso específico de buena parte de los trabajos que se realizan en nuestra sociedad fuera del ámbito mercantil, su importancia en la configuración del propio mercado laboral -incluyendo diferencias en el grado de vulnerabilidad y riesgo de desempleo- y la situación más o menos reconocida de paro encubierto y forzoso en que se encuentra un amplio porcentaje del colectivo que realiza esos trabajos, notablemente las mujeres. Nos referimos a la producción de bienes y servicios que tiene lugar en el ámbito privado y que incluye desde tareas de gestión y organización doméstica, a la transformación directa de los alimentos, vestido y vivienda, funciones de representación y socialización, afecto, cuidados, etc. Este trabajo no se contabiliza ni se valora porque no es remunerado; es un trabajo invisible que permanece oculto por las relaciones familiares y personales. Sin embargo, el tiempo y esfuerzo invertido en la transformación del salario en bienes y servicios directamente consumibles es absolutamente imprescindible para asegurar, día a día, las bases materiales de la reproducción social; ignorarlo sólo es posible porque las mujeres lo realizan gratuitamente, presumiblemente por amor, y al margen, a priori, de cualquier consideración mercantil.
Empleo y trabajo desde la división sexual «clásica» del trabajo
La ausencia de referencias a todo el ámbito de trabajo no remunerado, especialmente el trabajo doméstico, y la tendencia a confundir trabajo con empleo es una de las cuestiones más llamativas del debate sobre reorganización y reparto del trabajo. Esta confusión se deriva de una visión economicista y androcéntrica del trabajo que reserva ese término a la actividad productiva que se realiza en un marco de relaciones laborales asalariadas o de autoempleo. El trabajo remunerado se identifica, además, con la producción en sentido estricto que tiene lugar mayoritariamente fuera del ámbito doméstico, en la esfera pública, masculina. En contraste, el trabajo familiar, no remunerado, se categoriza como reproductivo, se realiza en la esfera privada y es el ámbito de actividad femenina por excelencia.
La separación espacial y temporal entre producción y reproducción permite el funcionamiento cuasi-autónomo de dos esferas claramente diferenciadas: una pública, asimilada a la producción mercantil, y otra privada, ligada fundamentalmente a la producción para el consumo directo en el ámbito familiar. El resultado de esta rígida separación es el reforzamiento de una división sexual del trabajo preexistente que reserva para los hombres la esfera pública y relega a las mujeres a la esfera privada. Ajeno a la lógica del intercambio mercantil y la monetarización, el trabajo de la reproducción, realizado de forma individual, en el ámbito privado, y totalmente feminizado, se torna invisible y se desvaloriza, ocultándose así su importantísima aportación a la producción social.
La segregación de estas dos esferas de trabajo y de relación social y, especialmente, el reforzamiento de la división sexual del trabajo tiene graves consecuencias para las mujeres. En primer lugar, esta división del trabajo sirvió, durante la industrialización, para justificar la exclusión de las mujeres del espacio de la producción mercantil y confinar a buena parte de ellas en el ámbito doméstico.
En esta política de exclusión colabora activamente el movimiento obrero amparándose en el efecto de depreciación del precio de la fuerza de trabajo que suponía la participación de mujeres y niñas(os) en el mercado laboral, en la defensa de la familia y en la necesidad de resolver el problema del trabajo doméstico.
En segundo lugar, esta división sexual del trabajo ha condicionado radicalmente la forma en que las mujeres se han (re)incorporado a un mercado de trabajo constituido bajo un prisma esencialmente masculino. Los datos del mercado laboral son aquí concluyentes: en el estado español, por ejemplo, la tasa de actividad de las mujeres en el año 95, se sitúa en un escaso 36% mientras que la masculina es del 63% y, sin embargo, la tasa de desempleo, que entre los hombres es del 18%, supera el 30% entre las mujeres. Lo que esto significa es que del total de mujeres en edad laboral tan sólo una cuarta parte está realmente empleada mientras que casi dos tercios (64%) está, de hecho, fuera del mercado laboral, son las definidas como amas de casa.
Otros indicadores como el nivel de concentración sectorial, la discriminación salarial o los índices de precarización e inestabilidad completan un panorama bastante desolador: de los 10 millones y medio de mujeres en edad de trabajar, sólo algo más de 1 millón lo hacen en empleos «normales», con jornadas completas, en condiciones de relativa estabilidad y con sueldos más o menos dignos; el resto, casi 2 de cada 3 mujeres ocupadas laboralmente, tienen un contrato temporal o a tiempo parcial. El trabajo a tiempo parcial es, fundamentalmente, cosa de mujeres como lo demuestra el hecho de que el 85% de todos los puestos de trabajo a tiempo parcial en la Unión Europea en 1995 estuviesen ocupados por mujeres (Comisión Europea, 1995). Si, además, se tiene en cuenta que la mayoría de los empleos femeninos continúan concentrados en muy pocos sectores de actividad (un 84% en el sector servicios) y profesiones fuertemente feminizadas, y que las diferencias salariales entre hombres y mujeres se estiman en casi un 30% menos para éstas, se comprenderá que insistamos en considerar la inserción de las mujeres en el mercado laboral como desventajosa.
Y, en tercer lugar, la división sexual del trabajo y la invisibilización y desvalorización social del trabajo doméstico permite definir a las mujeres no ocupadas laboralmente como no productivas o «inactivas». Esta definición oculta el hecho de que las mujeres que no están activas en el mercado de trabajo están, sin embargo, muy ocupadas . Un estudio reciente realizado por Emakunde (1994) calcula que la jornada de trabajo de las amas de casa en el la Comunidad Autónoma Vasca se sitúa en torno a las 5 horas y media (aunque un 50% tiene una dedicación superior a 6 horas). Paralelamente, las mujeres con un empleo tienen una jornada de trabajo doméstico suplementaria estimada en unas 3 horas diarias y concentradas mayoritariamente en los fines de semana. Y, aunque es cierto qué la cantidad de tiempo que los hombres dedican a las tareas domésticas va en aumento mientras que la tendencia femenina es a descender, el ritmo de incremento de la participación masculina es desoladoramente lento: en Francia, por ejemplo, entre 1975 y 1985, la contribución de los hombres a las tareas domésticas aumentó en 10 minutos diarios (i.e., 1 minuto por año) mientras que las mujeres redujeron su participación en 5 minutos.
Producción, reproducción y la «nueva» división sexual del trabajo
En la mayoría de las sociedades industriales avanzadas, la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, a partir de los años 60, se ha realizado en condiciones muy desventajosas. Una de las principales razones materiales ha sido el mantenimiento en exclusiva por éstas del trabajo de la reproducción. Los datos mencionados arriba reflejan que el aumento de la participación de las mujeres en el mercado de trabajo no ha ido acompañado de una redistribución significativa, equivalente, familiar del trabajo reproductivo que sigue descansando fundamentalmente en manos de las mujeres. Esto hace que, a diferencia de los hombres, las mujeres se sitúen en el mercado de trabajo no como sujetos individuales sino como sujetos colectivos con responsabilidades y obligaciones que limitan su disponibilidad. Esta diferencia clave condiciona profundamente su inserción y explica, en parte, la elevada concentración de mujeres en los empleos a tiempo parcial que les permiten (a menudo involuntariamente) «conciliar» ese trabajo asalariado con las responsabilidades familiares, y su concentración en sectores y ocupaciones caracterizados por bajos salarios y cualificación, escasa movilidad y capacidad de promoción y en situaciones de fuerte temporalidad, inestabilidad y precariedad. El resultado es una inserción laboral desventajosa y subordinada para las mujeres, mediatizada por los condicionantes de la doble presencia y la desigualdad de oportunidades.
De manera que, aunque en términos generales podemos decir que las mujeres han trascendido la división sexual clásica del trabajo al incorporarse masivamente al mercado laboral, éste continúa reservando los empleos «normales» mayoritariamente para los trabajadores masculinos. Se consolida así una «nueva» división sexual del trabajo en base a la participación creciente de las mujeres en el trabajo asalariado y en la esfera pública, pero sin cuestionar el reparto de tareas en la esfera privada y sin que la sociedad haya tomado en cuenta las nuevas demandas sociales y las exigencias que se derivan de los cambios en las formas de vida y trabajo y en la propia identidad de las mujeres.
Mas allá de la conciliación de tareas sólo para las mujeres:
la reafirmación de la igualdad y la diferencia en el mercado de trabajo
Lo que las mujeres aportan es una visión de la sociedad omnicomprensiva de todo el trabajo productivo, que incluye los conceptos de actividad y tiempo presentes en la esfera de la reproducción; una visión que redefine, en consecuencia, la cualidad del contenido y la organización del propio trabajo productivo. De este modo, es posible hacer emerger el trabajo invisible de las mujeres y promover una concepción de la solidaridad basada en el derecho de la ciudadanía social reconocida a todas las personas. Se trata de universalizar, de promover la comprensión y ejecución por parte de todas las personas de las actividades que consideremos humanamente necesarias para nuestra reproducción como especie en condiciones de bienestar y seguridad. Para ello es necesario abogar por la generalización de la ética del cuidado, una ética que inserta a la persona en una red de relaciones, que reconoce las responsabilidades hacia los demás y que es proclive a la intervención de los sentimientos. Esta ética del cuidado se contrapone a la ética dominante de la justicia regida desde los principios de la imparcialidad, libertad individual y reciprocidad.
La oposición entre ética de la justicia y ética del cuidado está en el origen mismo de la teoría moral moderna y está ligada a la separación de esferas y la construcción de los géneros masculino y femenino. Se dice: la ética de la justicia es adecuada para lo público y para los hombres y la del cuidado para lo privado y para las mujeres. Desde el feminismo se intenta desmantelar este discurso normativo denunciando la falsa universalidad de la ética de la justicia y planteando la necesidad de desplazar la frontera entre lo público y lo privado.
Después de años de lucha por la autonomía y una mayor presencia en el mercado de trabajo y en la esfera pública, las mujeres hacen balance de los logros de la emancipación y éste, qué duda cabe, es positivo. Pero, lo cierto es que la nueva división sexual del trabajo estructura un marco de relaciones poco favorable a la igualdad; en él, no hay igualdad posible para las mujeres como no sea la de igualarse siguiendo miméticamente el modelo masculino, es decir, «liberándose» de las responsabilidades familiares y abandonando todo intento de conciliar la permanencia en el mercado laboral con el mantenimiento de esas responsabilidades.
Así pues, las mujeres empiezan a acusar el efecto de lo que algunas feministas llaman el «malestar de la emancipación»; un malestar que se deriva de los conflictos que a las mujeres se les plantean al incorporarse al mercado de trabajo y los dilemas de tener que elegir entre carrera profesional u ocupación laboral y maternidad, entre trabajo (remunerado) y afectos, entre disponibilidad profesional y familiar. Sin querer renunciar a los logros de la independencia económica, las mujeres, cada vez más, se resisten a pagar el precio personal de un tipo de emancipación que les exige subordinar, cuando no renunciar a toda una serie de valores relacionados con su identidad personal y su experiencia cultural, con el deseo de la maternidad y la familia, con las relaciones personales, con una forma de vivir los tiempos y las actividades menos utilitaria y productivista, para poder mantenerse y competir en un mercado laboral cuyo modo de funcionamiento se establece a partir de las necesidades masculinas y del modelo industrial; un modelo que segrega el tiempo de la vida del tiempo laboral anteponiendo este último a aquel; un modelo que, además, penaliza a las mujeres por valorar positivamente el tiempo dedicado a las ocupaciones domésticas o, en su caso, por estar obligadas a hacerlo.
La situación de doble presencia genera en las mujeres un sentimiento de escisión de la propia vida y múltiples contradicciones de difícil solución: intentos de jerarquizar las diversas situaciones de trabajo, el profesional y el familiar; dificultades de pensarse sólo en una de las esferas; estrés, culpabilidades, etc. La resolución de este conflicto supone la puesta en cuestión abierta y definitivamente de la dicotomía entre reproducción y producción, entre lo público y lo privado. La estricta reivindicación de la igualdad conduciría, en el mejor de los casos, a la generalización del trabajo asalariado para las mujeres. Pero este logro, aunque básico en sí mismo, no sería suficiente. Quedarían sin cuestionarse la mística masculina de la producción que, muy al contrario, se ofrecería a las mujeres como liberación y la mística tradicional de la femineidad que seguiría otorgando exclusivamente a las mujeres el «privilegio» de las relaciones personales y de lo privado.
Para salir de este impasse, algunas feministas han mostrado la necesidad de reconsiderar el modo de organizar y concebir el trabajo, el tiempo y la convivencia social incorporando la experiencia colectiva de las mujeres. Así, una propuesta de reorganización de los tiempos presentada en 1993 por las mujeres del Partido Democrático de la Izquierda al Parlamento italiano plantea dos cuestiones centrales: una, la necesidad de superar el marco de conciliación de papeles sólo para las mujeres y de la concepción de la familia como el espacio de la reproducción basada en el trabajo gratuito de éstas; y dos, el reconocimiento del valor social de la reproducción y de las tareas de cuidado y asistencia de las personas.
Desde este punto de vista, la Ley de tiempos de las italianas consiste en exigir: a) una mayor responsabilidad de la sociedad para con el trabajo reproductivo, incluyendo la creación de una amplia red de servicios colectivos: más guarderías, escuelas de infancia a tiempo completo, lugares de reunión para jóvenes fuera del horario escolar, centros para las personas mayores, asistencia a domicilio, etc., y b) una redistribución entre hombres y mujeres de toda la parte del trabajo que no puede ser socializado y que se mantiene en el ámbito privado: la organización y planificación de la vida doméstica, la atención y la seguridad afectiva de las criaturas, etc.
Por otra parte, la propuesta de la Ley de tiempos incluye la reivindicación del derecho a realizar tareas de cuidado y a recibir cuidados, validando esta actividad como algo no meramente complementario sino central a la experiencia vital de las personas. Se trata, por tanto, de organizar el Estado Social y las políticas laborales de forma que se garantice la existencia de recursos, medios y estructuras que permitan elegir individualmente, a hombres y mujeres, la posibilidad, modalidad y ritmo de entrada y salida del sistema ocupacional en función de las necesidades y deseos personales y/o familiares, aumentando así la autonomía de las personas en el uso del tiempo a lo largo de su vida. Esto supone incorporar una concepción menos lineal y productivista del tiempo y rechazar la primacía del tiempo de la producción y la rígida separación entre tiempo de vida y jornada laboral que domina en las sociedades urbanas industriales modernas. Significa, en definitiva, repensar las formas de entender y organizar el trabajo, el tiempo y la convivencia no sólo para que las mujeres puedan acceder en condiciones de igualdad sino para construir una sociedad radicalmente distinta.
Las mujeres ante la reducción de la jornada laboral y el reparto del trabajo
La perspectiva de género modifica y enriquece notablemente el debate sobre el reparto del trabajo y permite ir más allá de su capacidad para generar nuevos empleos. Porque ya no se trata únicamente de responder a la reivindicación del derecho a un empleo digno remunerado, como garantía de autonomía e independencia económica, por parte de los colectivos excluidos o precarizados del mercado laboral. Se trata, además, de dar una respuesta social a las nuevas demandas que surgen como consecuencia de la progresiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y a otras actividades de la esfera pública. Porque para que la reducción de la jornada laboral beneficie realmente a las mujeres y no mantenga, e incluso ahonde en las desigualdades existentes entre hombres y mujeres, es preciso garantizar la igualdad en el acceso y condiciones en el mercado laboral.
Pero, la igualdad en el empleo no será posible a menos que: primero, las mujeres puedan liberarse de la parte del trabajo reproductivo que corresponde a sus compañeros en la unidad de convivencia y que es responsable de su incorporación desventajosa; segundo, que los hombres asuman esas tareas y que, por lo tanto, se sitúen en el mercado laboral con la carga real de responsabilidades reproductivas inherentes a todo ser humano, esto es, no como individuos autosuficientes y eximidos de responsabilidades sino como sujetos dependientes y de los que dependen a su vez, con obligaciones y responsabilidades; y, tercero, que al mercado de trabajo se le «oblige» a asumir en la práctica que la disponibilidad para el trabajo productivo remunerado de todas las personas, hombres y mujeres está condicionada por la necesidad de responder a las exigencias diarias del trabajo reproductivo.
En definitiva, las mujeres incorporan a este debate la necesidad de superar la nueva división sexual del trabajo a partir de una profunda reorganización no sólo del trabajo productivo remunerado sino también del trabajo reproductivo. Y esto requiere actuar si-multáneamente en dos ámbitos: el público y el privado; en lo privado, asegurando la corresponsabilidad y una redistribución equitativa del trabajo reproductivo en el interior de las unidades de convivencia; en lo público, asegurando la corresponsabilidad de la comunidad en la reproducción social, creando estructuras colectivas de servicios que sustituyan buena parte del trabajo que ahora realizan las mujeres de forma individual y privada pero también mediante el desarrollo de políticas que favorezcan una mayor permeabilidad entre los distintos tiempos de trabajo, remunerado y no remunerado, con estructuras flexibles, heterogéneas, adaptables, más allá de la simple conciliación de tareas para todas(os).
En otras palabras, lo que se propone es una reorganización simultánea de las condiciones del trabajo doméstico y las estructuras del mercado laboral. Solamente de este modo se facilitaría la inserción laboral de las mujeres (y otros colectivos excluidos) en condiciones igualitarias. Más aún, esto permitiría restablecer un mayor equilibrio entre el tiempo social dedicado al trabajo de la producción remunerada y el tiempo destinado a otras actividades de la vida y, por lo tanto, permitiría aprovechar el verdadero potencial transformador de estas propuestas.
Arantxa Rodríguez
(Bilbo)