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El campo de concentración de Gaza: el nazismo del siglo XXI (Parte I)
Miércoles 20 de agosto de 2008 por CEPRID
Agustín Velloso CEPRID
1. Noticias de la entrada a la Franja de Gaza en julio de 2008.
Cuando uno se aproxima al puesto fronterizo de Erez para entrar en Gaza desde el norte de Palestina, o sea lo que ahora es Israel, advierte inmediatamente un campo de concentración incluso si nunca antes ha visto los que permanecen convertidos en museos y centros educativos o los que aparecen en documentales y fotografías.
Hace unos años la misma zona se asemejaba más a un puesto fronterizo entre dos países enemistados. Una ametralladora pesada instalada en un promontorio, manejada por un soldado perteneciente al ejército de ocupación israelí, apuntaba hacia el lado palestino. Un grupo de soldados con actitud desganada controlaba el paso de una zona a otra en una garita de mala muerte, mientras otros grupos observaban desde sus puestos listos para cualquier eventualidad. Más adelante, tras caminar un rato por una especie de tierra de nadie, aparecía otra garita desvencijada, donde unos soldados palestinos controlaban el paso. Al fondo, varios taxis esperaban para llevar al viajero a su destino.
El paso era incómodo, desagradable y atemorizador, además de que los israelíes hacían lo posible para que un mero trámite fuese un castigo, pero hoy es aún peor. Por supuesto que los palestinos que tenían permiso para trabajar en Israel como mano de obra barata padecían ya entonces a diario el racismo y la arbitrariedad de los soldados de ocupación israelíes. Éstos les hacían pasar buena parte de la madrugada en colas interminables a las que fueron añadiendo diversos elementos de deshumanización, como corredores aptos solamente para el paso de ganado, cacheos y otros procedimientos de registro denigrantes, mecanismos electrónicos pagados por los propios controlados, exclusión arbitraria de personas fichadas, imposición de cierres, etc.
Hoy no queda nada de aquello porque, salvo casos contados con los dedos de una mano, lisa y llanamente ya no hay paso para los palestinos. Punto final. En la lógica sionista no basta con no darles permiso para pasar a Israel por el norte y el este, donde miles perdieron sus tierras y casas cuando fueron expulsados en 1948, sino que tampoco les dejan salir por el sur, sencillamente cruzando la frontera con Egipto, ni por el oeste, puesto que a través del mar Mediterráneo lo tienen prohibido, ni por el aire porque está igualmente prohibido, a pesar de que no tienen ni barcos ni aviones para hacerlo y de que el aeropuerto –pagado casi por completo con dinero español- fue destruido por las bombas de la aviación israelí.
Un zeppelín militar de inocente color blanco se mece lentamente en el aire por encima del muro que rodea Gaza, controlando que ningún infeliz se mueva más allá de lo establecido por los guardianes del campo o realice algún movimiento sospechoso.
El muro de hormigón armado impresiona por su altura, grosor e inacabable longitud, pero más aún porque muestra que a pesar de los juicios de Nuremberg y la Declaración Universal de Derechos Humanos, que presagiaban una nueva era para el mundo libre de crímenes de guerra y contra la humanidad, hoy hay cemento de sobra para que Israel construya un campo de concentración en la Franja de Gaza (38 kilómetros de largo por 12 de ancho en su parte más extensa) en el que encierra a un millón y medio de personas, mientras que éstas no lo pueden obtener para construir sus casas porque Israel lo impide mediante el bloqueo al que somete al campo.
Varios militares o agentes de policía de paisano con una más que mediana metralleta en ristre, procuran dejar bien claro con sus paseos rasantes alrededor de la decena escasa de personas que esperan bajo un sol de justicia frente a una garita en mitad del descampado que rodea la zona edificada, que es mejor que no se muevan de su sitio. Al cabo de un largo rato de espera, a través de megafonía, la soldado que está instalada en la garita blindada les da el paso al recinto.
Se trata de una nave industrial de una altura inusual con aire acondicionado y varias garitas en su interior, de las que sobran todas menos una porque no hay tráfico de personas que las haga necesarias. Se produce una nueva espera que tiene su lógica a pesar de la inexistencia de movimiento.
En la mentalidad sionista es esencial que todo el que no colabore con el sistema pague por ello. Ni siquiera hace falta ser un enemigo declarado del mismo. En este caso, los visitantes vienen de un Estado con buenas relaciones de todo tipo con Israel, o sea, el Reino de España, muestran sus documentos en regla, van completamente desarmados, disponen de la coordinación previa por parte del consulado español en Jerusalén con las autoridades israelíes, tienen billete de avión de vuelta a su país, dinero para su mantenimiento y un objetivo humanitario declarado que cumplir que dura exactamente tres días con sus correspondientes noches.
La razón de que la policía de fronteras israelí en Erez haga pasar un mal rato a los extranjeros, es que a los sionistas no les hace mucha ilusión la llegada de testigos al campo de concentración, pues eso y no otra cosa son los extranjeros que llegan a Erez con intención de pasar adelante (los israelíes tienen prohibido el paso). Puede que le nieguen a uno la entrada, para lo que no hace falta una justificación razonable. Basta por ejemplo con manifestar alguna solidaridad con los palestinos, ser un activista por los derechos humanos, estar en una lista negra, tener apellidos de origen árabe o que resulten sospechosos, etc.
Se trata de desanimar a los visitantes como sea. Si la vista del muro, las metralletas peripatéticas y la espera bajo el sol no lo consiguen (obviamente, pues nadie va hasta allí para disfrutar del ambiente), entonces se les somete a interrogatorio. El interrogador habla sentado por megafonía tras un cristal blindado y el interrogado lo hace de pie frente a la garita.
Es importante que el individuo se sienta incómodo, asustado, culpable, desorientado y sobre todo impotente ante el funcionamiento del campo. Contra lo que puede parecer a primera vista existe una lógica en ese funcionamiento, aunque no sea una lógica humana por así decir. El fin es poner nervioso al entrevistado, que se equivoque en alguna respuesta. A veces las preguntas se repiten una y otra vez y cuando el fallo sucede entonces aumentan la presión y consiguen que la persona cometa nuevos errores y que les facilite así una excusa para que no la dejen pasar: un dato sospechoso a juicio de los soldados, una mala contestación fruto de la presión, una contradicción tras varias respuestas a la misma pregunta, etc.
Nadie se dirige a los visitantes ni se les informa del procedimiento a seguir. Pasa el tiempo, no se mueve nada. Uno decide por fin acercarse a la garita, pero es devuelto al grupo. No entra ni sale absolutamente nadie, no hay nada de actividad salvo el paseo enérgico de los soldados con sus metralletas.
Por fin, llaman para que se acerquen de uno en uno. Las preguntas varían de lo razonable a lo cómico: ¿qué va a hacer en Gaza? ¿ha estado antes en Israel? ¿habla ruso? ¿tiene carné de conducir? ¿cuántos pasaportes tiene? ¿cómo se llama su jefe? Desde el elevado piso superior cámaras y personal de vigilancia graban y observan a los visitantes sin ser vistos. Posteriormente hay que pasar de uno en uno a través de un estrecho torno de barras metálicas que se puede bloquear a voluntad del personal de servicio, una o dos puertas blindadas más que se abren por control remoto y –siempre bajo cámaras de vigilancia- se abandona el recinto para ingresar en un corredor metálico y cruzar definitivamente el muro de hormigón hacia el lado palestino.
El cruce de Gaza a Israel es igual salvo que se añade una parada de algunos segundos en una especie de cámara anti-explosivos que se ajusta al cuerpo como un ataúd y en la que hay que colocarse en un lugar concreto con las piernas abiertas y los brazos en alto y separados. Una especie de cinta o cinturón vertical electrónico da una vuelta completa alrededor del cuerpo tantas veces como sea necesario para dejar satisfecho al soldado que está en el piso superior de que la persona no supone ninguna amenaza.
Es un procedimiento tan impresionante como estúpido, ya que los soldados saben perfectamente de antemano quiénes son los visitantes y qué hacen en Gaza, ya que han entrado con la documentación revisada previamente por las autoridades españolas e israelíes, eso sin contar con que no ha habido jamás casos de ciudadanos europeos en misión oficial o humanitaria que hayan atacado al cuarto ejército más poderoso del mundo.
2. Sonrisas de alegría al entrar en Gaza desolada.
Una vez se ha conseguido pasar a Gaza se experimenta una sensación de alegría. Aunque se entra en un campo de concentración, cuyo control tienen los sionistas, resulta reconfortante no verlos por unos días, algo de lo que no se libran los visitantes a Cisjordania debido a los más de 500 puestos de control esparcidos por el territorio y a las incursiones diarias a ciudades y pueblos palestinos bajo la ocupación.
La humillación que se les inflige al dejar patente que si se cruza el mar de punta a punta no es para visitar la “única democracia en Oriente Medio”, sino para pasar de largo cuanto antes y estar junto a sus víctimas, los internos, compartiendo por unos días la durísima vida que se les impone, produce ciertamente mucha satisfacción.
También se conforta el espíritu al comprobar que han pasado muchos años desde el inicio del proyecto sionista y que tanta represión, castigo e injusticia contra los palestinos, no han conseguido que desaparezcan ni que el resto del mundo los culpabilice por resistir o los desprecie por considerarlos seres inferiores como hacen los sionistas.
El aspecto de desolación que ofrece la vista al dejar el corredor techado es máximo. Restos de construcciones destruidas o parcialmente derrumbadas, amasijos de hierros, montículos de escombros, silencio, arena, polvo por doquier y una temperatura asfixiante. De pronto aparece un grupo de palestinos que se ofrecen a transportar el equipaje a mano o en sus espaldas a cambio de unas monedas. Aún quedan 500 metros a pleno sol para llegar al puesto palestino. Es la distancia de seguridad impuesta por Israel y que explica la presencia de los restos que salpican la explanada que se extiende hasta el horizonte rota únicamente por el muro imponente: los israelíes destruyen todo lo que consideran contrario a sus intereses y que perturba sus propósitos.
Son miles las casas y edificios palestinos arrasados, en ocasiones con sus habitantes dentro, para dejar un terreno expedito para las operaciones militares, para despejarlo por las omnipresentes razones de seguridad, para que los colonos no tengan que soportar la presencia de palestinos a su alrededor, principalmente para que éstos sepan que su vida y sus bienes no valen nada, que están por completo a disposición de los sionistas, seres superiores, miembros del pueblo elegido por Dios, a quienes se debe satisfacer por encima de todo y de todos: Israel über alles.
El Comité Israelí Contra la Demolición de Casas (ICAHD por sus siglas en inglés) anunció el 11 de octubre de 2007 que el gobierno israelí ha demolido más de 18.000 casas palestinas desde que empezó la ocupación de Cisjordania y Gaza en 1967. Añade que pueblos enteros de beduinos han sido arrasados varias veces debido a que sus habitantes los reconstruyen mal que bien cuando se marchan las excavadoras sionistas y los soldados que les dan protección. Concluye que “las políticas israelíes están diseñadas para limitar el número de palestinos viviendo en áreas que se destinan para las colonias o en sus alrededores.”
Amnistía Internacional recuerda en su página web el 11 de marzo pasado: “Las autoridades israelíes llevan muchos años aplicando una política de demolición de casas discriminatoria, permitiendo, por un lado, que se construyan decenas de asentamientos israelíes en el territorio palestino ocupado, en flagrante violación del derecho internacional, al tiempo que confisca las tierras palestinas, niega a la población palestina el permiso para edificar y destruye sus casas. La tierra desocupada a menudo se utiliza para levantar asentamientos israelíes ilegales. El derecho internacional prohíbe a las potencias ocupantes levantar asentamientos para sus propios ciudadanos y ciudadanas en los territorios que ocupan.”
Si se compara con España, 18.000 viviendas para unos 4 millones de palestinos dan unas 180.000 para unos 40. ¿Se quedarían los españoles quietos ante la destrucción ilegal de este patrimonio y ante sus inhumanas consecuencias: otras tantas familias a la calle y en la pobreza?
Los que con poco conocimiento y menos conciencia se refieren a los palestinos como extremistas y terroristas, harían bien en reflexionar sobre el hecho de que esa destrucción viene acompañada de miles de muertos palestinos a manos del ejército israelí de ocupación, de miles de secuestrados palestinos en cárceles de Israel, de millones de euros en pérdidas palestinas a causa de los continuos ataques, bloqueos, robos y un sinnúmero de acciones violentas por parte de Israel contra personas indefensas y abandonadas por la comunidad internacional, más preocupada por el velo y otras manifestaciones de lo que consideran extremismo musulmán que por la ley internacional.
Hoy, con el beneplácito y el dinero de la “comunidad internacional” (eufemismo para referirse al grupo de estados cómplices del terrorismo de Israel), el paso de Erez se ha convertido en la entrada a un campo de concentración en pleno siglo XXI. Para ello no ha hecho falta renunciar al Proceso de Paz entre Israel y los palestinos, que ya ha cumplido 15 años, ni a la Carta Universal de los Derechos Humanos, que ya tiene 60, ni deshacerse de las Naciones Unidas (ONU).
¿Quizás ocurre esto porque han pasado tantos años desde su establecimiento, sus miembros han olvidado que se destinó “a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana” (Preámbulo de la Carta)? ¿Quizás porque el mundo se enfrenta a la amenaza del terrorismo islamista? Claro que no, es que los campos de concentración sionistas en el siglo XXI, a diferencia de los nazis del siglo XX, cuesta mucho ocultarlos a Internet y a Aljazeera.
Hoy resulta más difícil llevar a cabo la expulsión étnica y el genocidio de un pueblo. La expulsión de una población ha de hacerse por medio de la “transferencia voluntaria” y el genocidio ha de aparecer bajo la forma de una “guerra civil” en los territorios. Es preciso cortar los medios de vida a los palestinos para que abandonen la tierra donde se les asfixia y es preciso enfrentar a unos con otros para que las balas proporcionadas por Estados Unidos sean disparadas por los propios palestinos.
Cualquier acción por parte de Israel que contribuya a esos objetivos ha de darse a conocer al mundo como una acción de salvaguarda de la paz, de defensa de la seguridad de Israel, de lucha contra el terrorismo, de fortalecimiento del proceso de paz. Joseph Goebbels no podría hacerlo mejor.
Ha bastado con que Israel, uno de los países más delincuentes del mundo, con el apoyo incondicional de Estados Unidos, el principal delincuente, desarrolle sus políticas sionistas, para que un millón y medio de palestinos –la mitad de la población de la Franja es menor de edad- se vean privados de sus derechos humanos y se conviertan sin comerlo ni beberlo en internos de un campo de concentración a merced de sus carceleros. Donde impera Israel no existe la ley humanitaria internacional, la protección a la infancia, el derecho a la salud, a la alimentación, a la educación, a la justicia, a la vida misma.
Agustín Velloso es profesor de Ciencias de la Educación de la UNED en Madrid avelloso (arroba) edu.uned.es
CEPRID
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