CEPRID

En el Cielo No hay Puntos de Control

Miércoles 30 de abril de 2008 por CEPRID

Ramzy Baroud Palestine Chronicle 30 - IV - 2008

Traducido por Meysalun Cage

Aún recuerdo el rostro de mi padre - arrugado, ansioso, cálido – en nuestra última despedida hace 14 años. Parado en las afueras de la puerta oxidada de la casa de mi familia en un campo de refugiados de Gaza. Llevaba una vieja pijama amarilla y una bata aparentemente antigua. Mientras cargaba mi pequeña maleta hacia el taxi que me llevaría a un aeropuerto israelí, a una hora de distancia, mi padre aún seguía allí. Deseé que volviera a la casa, hacía frío y los soldados podían aparecer en cualquier momento. Mientras el carro andaba, mi padre se perdía en la distancia, así como el cementerio, la fuente de agua y el campo. Nunca pensé que no lo volvería a ver más.

Ahora pienso en mi mi padre, justo como estaba ese día. Sus lágrimas y frenéticas últimas palabras: “¿tienes tu dinero, tu pasaporte, una chaqueta? Llámame en lo que llegues. ¿Estás seguro que tienes tu pasaporte? Chequea una última vez…”

Mi padre fue un hombre que siempre se resistió a la noción de que uno sólo puede ser producto de sus circunstancias. Expulsado de su pueblo a la edad de diez años, andando descalzo tras sus padres, pasó instantáneamente de ser el hijo de un hacendado terrateniente, a ser un refugiado sin un centavo en una tienda azul proporcionada por las Naciones Unidas en Gaza. Así empezaba su vida de hambre, dolor, desamparo, su lucha por la libertad, el amor, el matrimonio y las pérdidas.

El hecho de que él haya sido el escogido para dejar la escuela y ayudar a su padre a proveer para su familia, que ahora vivía en una tienda, le representaba una enorme preocupación. En una tierra extraña y ajena su nuevo papel era ir a las vecindades de los pueblos y campos de refugiados a vender goma de mascar, aspirinas y otros pequeños artículos. Sus piernas fueron testigo de las tantas mordidas de perros que sufrió durante sus viajes diarios. Las cicatrices de más tarde, fueron por los tiros de metrallas que recibió durante la guerra.

Jóven y soldado de la unidad Palestina del ejército Egipcio, pasó años de su vida marchando a lo largo del desiérto del Sinaí. Cuando la armada israelí tomó el control de Gaza, luego de haber vencido a los árabes en 1967, el comandante israelí se reunió con quienes servían como oficiales de policía bajo el mandato egipcio, y les ofreció el chance de continuar su servicio bajo el mandato israelí. Con mucho orgullo y ganas, mi joven padre escogió la miseria y pobreza, en lugar de trabajar para la ocupación. Y como era de esperar, pagó un alto precio por eso. Más tarde murió su hijo de dos años.

Mi hermano mayor está enterrado en el mismo cementerio que bordea la casa de mi padre en el campo. Mi padre, que no pudo con el pensamiento de que su único hijo había muerto, porque no le pudo comprar medicinas ni comida, se le veía despierto cerca de la pequeña tumba toda la noche, o colocando monedas y dulces en y alrededor de la tumba.

La reputación de mi padre como intelectual, su obsesión con la literatura Rusa, y su infinito apoyo a sus compañeros refugiados, le trajeron incalculables problemas con las autoridades israelíes, que se vengaban negándole el derecho de salir de Gaza.

Su severa asma, que desarrolló en su adolescencia, se agravaba por la falta de atención médica adecuada. Aún a pesar de los diarios ataques de tos y constantes jadeos por la dificultad al respirar, negoció implacablemente su camino por la vida, por la causa de su familia. Por un lado, se negó a trabajar como obrero en Israel. “La vida misma no vale una pizca de lo que vale la dignidad de uno”, insistía. Por el otro, con todas fronteras cerradas, exceptuando la israelí, necesitaba una vía para tener ingresos. Compraba ropa barata, zapatos, televisores usados y otros artículos, y encontraba la manera de transportarlos y venderlos en el campo. Invirtió todo lo que ganó para garantizar que sus hijos e hija pudieran recibir una buena educación, árdua misión en un lugar como Gaza.

Pero cuando explotó la revuelta Palestina de 1987, y nuestro campo se convirtió en un campo de batalla entre quienes lanzaban piedras y la armada israelí, la nueva obsesión de papá fue meramente de sobrevivencia. Nuestra casa era la más cercana a la Cuadra roja, llamada así arbitrariamente por la sangre derramada allí, y porque además bordeaba el “Cementerio de Mártires”. ¿Cómo puede un padre proteger a su familia de manera adecuada en un entorno así?. Soldados israelíes irrumpieron en nuestra casa cientos de veces, y era él quien de alguna manera les hacía retroceder, implorando por la seguridad de sus hijos, mientras nos acurrucábamos en un cuarto oscuro esperando por nuestro destino. “Lo entenderán cuando tengan sus propios hijos”, les decía a mis hermanos mayores cuando le reclamaban haber permitido a los soldados abofetear su rostro. Nuestro padre, “luchador por la libertad” se esforzaba en explicar cómo el amor por sus hijos sobrepasaba su propio orgullo. Él creció ante mis ojos ese día.

Han transcurrido catorce años desde la última vez que vi a mi padre. Como ninguno de sus hijos tenía acceso a la aislada Gaza, se le dejó solo arreglárselas por sí mismo. Tratamos de ayudar tanto como pudimos, pero ¿de qué sirve el dinero si no tienes acceso a las medicinas?. En nuestra última conversación, dijo que temía que iba a morir antes de ver a mis hijos, le prometí que encontraría una manera. Pero fracasé.

Desde el asedio a Gaza, la vida de mi padre se hizo imposible. Sus enfermedades no eran lo suficientemente “serias” para los hospitales llenos de jóvenes hechos pedazos. Durante la más reciente ola de violencia de Israel, la mayoría de los espacios de los hospitales pasaron a ser salas quirúrjicas, y no había lugar para un viejo como mi padre. Todos los intentos para transferirlo a un hospital mejor equipado en Cisjordania fracasaron, porque las autoridades israelíes le negaban constantemente el permiso.

“Estoy enfermo, hijo, estoy enfermo”, lloraba mi padre cuando hablé con él dos días antes de su muerte. Murió sólo el 18 de marzo, esperando reunirse con mis hermanos en Cisjordania. Murió como refugiado, pero como un hombre con un orgullo indiscutible.

La lucha de mi padre empezó 60 años atrás, y terminó hace pocos días. Cientos de personas descendieron a su funeral desde toda Gaza, oprimidos que compartieron su situación, esperanzas y luchas, acompañándolo al cementerio donde se le dejó descansar en paz... Hasta un fuerte combatiente se merece un momento de paz.

Ramzy Baroud (www.ramzybaroud.net) es autor y editor de PalestineChronicle.com. Sus trabajos se han publicado en muchos periódicos y revistas en todo el mundo. Su último libro es La Segunda Intifada Palestina: Una Crónica de la Lucha de un Pueblo (Pluto Press, Londres).


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