Como ya es costumbre, la avalancha de interpretaciones, elucubraciones, denostaciones, predicciones, reflexiones moralizantes, etc., e incluso soluciones a propósito esta vez de la invasión de Ucrania por las tropas rusas, inundará el supermercado mediático de la retaguardia europea. Pero la verborrea de expertos, analistas, consultores, profesionales y demás opinadores profesionales o amateurs se queda en humo de paja ante las decisiones de los consejos de administración empresariales y los estados mayores de los ejércitos que son los que mueven tanques, aviones y bombas en los dos bandos. Así que una de las primeras prevenciones a la hora de pronunciarse sería la de intentar desmarcarse de unos y otros, comenzando por reconocerla como una guerra nuestra.
Desde luego, la guerra es una maniobra más de reajuste del capitalismo transnacional globalizado cuyas consecuencias directas, además de las que sufre la población ucraniana, ya son perceptibles sobre las actividades productivas y de consumo de los países espectadores. Está por ver cuál será el alcance de los efectos de la guerra (reconstrucción, refugiados, estanflación) sobre las previsiones del Plan de Recuperación de la UE Next Generation. Eso sin olvidar la posibilidad nunca tan probable de un holocausto nuclear.
Morirán unos miles de personas, algunas llevadas a la fuerza al campo de batalla y otras impulsadas por el espíritu nacional, todas debidamente sacrificadas en aras de un nuevo mapa geopolítico pactado por nuestras respectivas clases dominantes y del reparto de beneficios en la reconstrucción y reparación de los estragos militares que, a su vez, impulsará la industria de armamento. Los países de la UE ya anuncian mayores gastos de «defensa».
En este juego criminal los cimientos de los dos totalitarismos enfrentados salen beneficiados, independientemente del resultado que se dé en el campo de batalla, pues las grandes compañias oligopolistas de la energía y de las materias primas que operan en el mercado mundial ya están mejorando sus cuentas de resultados con los aumentos de precios e incluso con las ventajas supuestas de su posición geográfica en la cadena de suministro. Los directivos de Enagas se congratulan del renovado papel que jugará la península ibérica en el suministro del gas argelino, el lobby nuclear clama por la soberanía energética y la industria armamentista disimula su euforia.
Esta guerra enfrenta a dos élites gestoras del capitalismo transnacional pero al mismo tiempo interdependiente, con intereses entrecruzados, lo que dificulta entender la situación y tomar partido. Son dos facciones del capital transnacional que concurren por una mayor cuota de mercado y esfera de influencia gepolítica y se presentan bajo dos formas de totalitarismo; el renovado nacionalimperialismo ruso y el imperialismo del mercado, basado en los «valores democráticos» que cínicamente invocan los funcionarios de la UE para intentar esconder la debilidad real ante la iniciativa agresora de sus homólogos rusos.
Si, como reconoce un reputado analista de izquierda (S. Alba Rico en la web aporrea), hasta se hace difícil pensar y aún más tomar posición, sin embargo, esa debilidad intelectual y práctica de la izquierda que certeramente señala el autor vuelve a confirmarla la vaguedad de su propuesta («la mejor forma de decir “no a la guerra”, en Madrid, en París y en Berlín, es decir sí a la democracia»). Sin duda, la intoxicación propagandista complica aún más la comprensión del desastre y de nuestra propia impotencia a la luz de las categorías de la derecha e izquierda del capital en el marco de la política tradicional como representación y materia de discusión mediática.
Pero, si no queremos llamarnos a engaño, la mayor dificultad es el miedo, el temor a plantearnos hasta dónde estamos dispuestos a asumir el sacrificio que comporta un rechazo a la guerra que vaya más allá de la denuncia, del bureo mediático, de los gestos humanitarios y, en última instancia, del alineamiento con nuestra burocracia democrática.
Hemos llegado a un punto en el que no cabe la autocomplacencia del rechazo testimonial a la guerra y probablemente, contra lo que pueda sugerir el citado analista, quizá si, quizá sea una buena idea socavar aún más la economia europea. Al menos, en lo que pueda contribuir a socavar la economia globalizada de la guerra.
Como quiera que sea, esclarecer las causas inmediatas de la guerra es solo un parte del problema; la otra, la fundamental, es elucidar las causas de nuestra impotencia en una circunstancia que nos supera y ante la cual parece que solo queda alinearnos con nuestro enemigo interior, o sea, con nuestros gestores europeos en torno a una democracia de mercado que es precisamente una de las causas subyacentes de la guerra.
Ni los llamamientos a la solidaridad del proletariado internacional, ni las consignas humanistas y pacifistas, ni las manifestaciones de masas expresando rechazo simbólico a la guerra y derrochando sentimentalismo, ni la adhesión a nuestros gestores democráticos, evitará la realidad de la guerra porque simplemente no depende de nosotros; porque es algo que nos viene dado e impuesto por las decisiones de las élites gestoras en unas determinadas circustancias y siempre en función de sus intereses, desde luego, pero no solamente. Porque el poder de decisión de la clase dominante descansa también sobre nuestra complicidad en mayor o menor grado, sobre ese pacto social en el que se nos otorga un determinado nivel de vida, a cambio de su impunidad. Por eso la guerra es una consecuencia lógica, comprensible y, circunstancialmente, necesaria como sostén de un determinado modo de vida soportable para una parte de la población del mundo: la espectadora impotente, solidaria en manifestaciones de oposición y rechazo simbólicas.
Tampoco hace falta darle muchas vueltas para reconocer que tras la impotencia política está la conciencia del riesgo que implica la acción contra la guerra porque, como la gestión de la pandemia puso de manifiesto, cualquier iniciativa de intervención nos interpela directamente acerca de la adhesión a nuestras respectivas clases dominantes; o, por decirlo con otras palabras, tiene que ver con nuestra implicación concreta en la organización social, política, económica y cultural que hace posible la guerra.
Es habitual que las oligarquías dominantes, independientemente de sus disensiones coyunturales, sigan la estrategia del hecho consumado. Válida tanto en el plano macropolítico (Balcanes, Irak, Afgnistán, Siria, Líbano, Palestina, Mali, Yemen… Ucrania), como en el micropolítico (implantación de la MAT, del AVE, del sistema agroindustrial, de la especulación inmobiliaria, del rescate bancario o de los cierrres empresariales de la reestructuración). Es decir, las grandes firmas capitalistas ejecutan sus proyectos mientras las instituciones (ayuntamientos, ONG, asociaciones ciudadanas, etc.) se enzarzan en interminables y costosos procesos judiciales y la población asume las consecuencias.
Con la guerra ocurre algo parecido. Son situaciones de hecho, cuya supuesta solución se encuentra dentro de los parámetros manejados por quienes crean el problema. Las oligarquías gestoras del capital y los estados se han convertido en los verdaderos situacionistas a la hora de crear situaciones en las cuales solo somos víctimas directas o espectadores sumisos y contribuyentes de mejor o peor grado. No podemos parar la guerra porque la guerra es una cuestión que se dirime entre los gángsteres en quienes delegamos la gestión de nuestras vidas; y cuyas decisiones y resoluciones están totalmente fuera de nuestro alcance.
La guerra la pararán quienes la hacen cuando, por una u otra razón, les convenga. En la negociación, como en la declaración de hostilidades, nosotros, la masa proletarizada, no contamos; tan solo somos la carne de cañón, de exilio, estadísticas y banderitas sobre mapas y diagramas en el juego de salón de las cúpulas militares y, llegado el caso, la fuerza de trabajo y de consumo en la recuperación económica de la posguerra.
No paramos la guerra de los Balcanes ni la de Irak ni ninguna otra porque somos una sociedad desactivada y reducida a la impotencia más o menos autocomplaciente y reducida al ejercicio de una solidaridad que es representación ritualizada en días señalados a horas fijas. Y hemos de reconocer que esas experiencias frustrantes hacen mella en nuestras conciencias, pero no en los gobiernos, en los consejos de administración empresariales ni en los estados mayores de los ejércitos.
Manifestaciones más o menos grandilocuentes aparte, el caso es que, como ocurriera en el consenso cimentado en torno al orden sanitario durante la pandemia, solo esperamos que pase, que corra el tiempo, entretenidos en la solidaridad emocional; cualquier cosa menos abordar cómo hemos llegado aquí y en qué compete realmente a nuestro modo de vida este nuevo episodio criminal masivo.
Hemos asumido tácitamente la impotencia como consecuencia de nuestra imbricación en esa megamáquina que es la organización social capitalista, pues el capital -como el estado- es una relación social; o sea, la nuestra. Y nuestra implicación en la estructura, sistema, dinámica, o como se quiera llamar, del capital ha llegado a tal extremo, nos hemos hecho capital hasta tal punto en virtud de nuestras conquistas (estado de bienestar, y reivindicaciones del movimiento obrero industrial) como de nuestras claudicaciones (cesión de soberanía a las instituciones y a los estados mayores de nuestros ejércitos), que cualquier reacción antagonista comporta un riesgo concreto, personal y colectivo aparentemente autodestructivo, suicida. Y ahí estamos, en la disyuntiva de seguir como hasta ahora, mirando de salvar los pocos muebles que nos quedan en connivencia con nuestros gestores y entregarnos a una extinción gozosa o bien indagar modestamente en la posibilidad de romper amarras con la farsa criminal que nos mantiene.
Pues, a fin de cuentas, en el fondo del antimilitarismo y del pacifismo late la cuestión de hasta qué punto es posible un «tercer campo», al estilo del que propusieron unos «descerebrados» izquierdistas durante la segunda guerra mundial, y cómo sería efectivo en la actualidad. Una cuestón nada retórica y que tiene que ver directamente con lo que uno está dispuesto a hacer o, más bien, a poner en juego para plantar cara no a una guerra que está fuera de nuestro alcance, sino a la situación de guerra que implica nuestro alineamiento práctico con las élites dominantes en nuestro quehacer cotidiano. Pues no conviene olvidar que nuestros gestores hacen la guerra no solo en nuestro nombre y «valores», sino en nuestro beneficio y bienestar de ciudadanos consumidores.
Una vez más, la tesitura histórica nos emplaza a morder la mano que nos da de comer si queremos intentar realmente el boycot a la guerra y llevar a cabo una solidaridad activa con las víctimas, comenzando por la paralización y reconversión a producción de uso civil de nuestra industria de armento como de las empresas constructoras de aviones y barcos de guerra. Y entrarle de frente al chantaje de la pérdida de empleos que tal reconversión supondría, que es lo que propicia la actitud cómplice de la clase trabajadora en la industria de guerra.
La oleada de producción discursiva o de relatos, como ahora se usa decir, sobre el dramático episodio que estamos viviendo, servirá de nada si se pierde en sofisticadas -e incluso lúcidas- elucubraciones sobre la biopolítica… No se trata ya de poner el cuerpo en el juego metafórico de la neolengua posmoderna, sino de ponerlo en la materialidad concreta de nuestra vida, Qué estoy, estás, estamos dispuestos a sacrificar de nuestro estatus para dejar de ser cómplices más o menos vergonzantes del mundo de la guerra.
La inflación galopante intensificada con la guerra ya ha disparado los beneficios de las grandes firmas de la energía, de las materias primas, del transporte, de la logística y de la distribución en detrimento de las condiciones de vida material de la población proletarizada, especialmente en los estratos más bajos.
Pero las oportunidades de los beneficios empresariales de las guerras puede ser igualmente la oportunidad para las iniciativas de autorreducción y boycot contra los oligopolios del gas y la electricidad que pongan en el primer plano de discusión el modelo de producción y consumo de energía que esta guerra, una vez más, nos muestra inviable. Una manera de romper la impotencia radical que nos paraliza mentalmente y prácticamente ante el hecho consumado de una guerra en la que somos a un tiempo rehenes y beneficiarios subsidarios. Y probablemente sea también un tímido paso en la recuperación de una perspectiva que no se limite a ser la izquierda política del capital cuya radicalidad esté a la altura de la radicalidad de la guerra entre dos totalitarismos que son exponentes de un mismo modo de reproducción social capitalista en crisis total.
Corsino Vela
Marzo de 2022