Montañismo, una historia apresurada

«Hoy, llevado solo por el deseo de ver la extraordinaria altura del lugar, he subido al monte más alto de esta región, al que no sin razón llaman «Ventoso». Corre el 26 de abril de 1336 y el que escribe es Petrarca, que relata, al final del día, su ascensión al Mont Ventoux al fraile agustino Dionigi da Borgo San Sepolcro. Podemos fechar el nacimiento del alpinismo moderno con esa exactitud: nació aquel día, y lo alumbró el autor de Cancionero, príncipe y pionero del despertar renacentista del humanismo. Cumplía Petrarca un anhelo añejo: «el hado, que mueve las cosas de los hombres, me ha hecho rodar por estas tierras desde la infancia, y este monte, visible desde lejos por cualquier parte, está casi siempre ante nuestros ojos. Por fin tuve el impulso de hacer de una vez lo que me proponía hacer todos los días». George Mallory responderá a su vez, cuando le pregunten por qué subir montañas, que «porque están ahí». En ese momento, han pasado siglos de aquella ascensión primigenia de Petrarca, pero el pionero que también es Mallory (intenta, fallece en el intento de, y no sabemos a ciencia cierta si consiguió o no, ascender al Everest en 1924) se nos presenta como un alpinista bastante parecido a aquel. Petrarca había llevado consigo al Mont Ventoux las Confesiones de san Agustín, que había abierto al azar en la cumbre tras solazarse con la «insólita sutileza del aire» y el «vasto espectáculo» del paisaje y quedarse «como pasmado», y donde se había topado el pasaje en el que el de Hipona amonesta así la admiración de la belleza terrena, olvido de la espiritual: «Y van los hombres a admirar las cumbres de las montañas y las enormes olas del mar y los amplísimos cursos de los ríos y la inmensidad del océano y las órbitas de las estrellas, y se olvidan de sí mismos». Mallory era otro renacentista de los riscos que acostumbraba a llevar libros como parte del equipaje de sus expediciones, y entretenía a sus compañeros de campamento base leyéndoles paisajes de Hamlet, El rey Lear o una antología de poesía y prosa editada por Robert Bridges y titulada The spirit of man.

El alpinismo es una práctica incomprensible para el prosaísmo de cierta mentalidad tradicional; la del pastor o el centinela que solo sube a las alturas con el propósito estrictamente utilitarista de ver a sus cabras o los ejércitos enemigos desde arriba. El propio Petrarca se topa ya entonces con un pastor que le advierte de que, del empeño de coronar el Ventoux, no obtendrá otra cosa que «arrepentimiento y cansancio, y el cuerpo y la ropa lacerados por rocas y zarzas». Pero históricamente, también ha sucedido que los hombres glorifiquen montañas instalando en ellas a sus divinidades. Del monte griego Olimpo al coreano Paektu —donde hasta el peculiar comunismo norcoreano inventará el nacimiento del fundador Kim il-Sung— o el japonés Fukuyama, pasando por el armenio Ararat o el judío Sinaí, sociedades de todo el globo y toda la historia han imaginado la presencia obligada de ángeles y dioses a esas alturas en las que nacen los ríos, se arrebujan las nubes y son perpetuas las nieves. La edad contemporánea, tiempo de sacrilegios y desencantamiento del mundo, solo podía tratar de conquistarlas. Pero ella misma acabará tejiendo religiones seculares que sigan hallando deidades en las cimas del mundo: singularmente, el nacionalismo, criatura decimonónica que contará el montañismo entre sus primeros despliegues.

«No, no ha sido en libros, no ha sido en literatos, donde he aprendido a querer a mi Patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones», decía el andarín Unamuno, partícipe de la veneración de la Generación del 98 por el paisaje y promotor, en España, del auspicio oficial de la creación de grupos de montaña, sociedades excursionistas y caravanas escolares naturistas a través de los cuales se robusteciese la raza. El modelo era sobre todo francés e italiano: en ambos países, los clubes montañeros patrióticos llevaban tiempo funcionando con un ramillete de objetivos de índole nacionalista que incluía la revigorización de la juventud de las ciudades –a la que se creía blanda e indolente–, la exploración de los mejores lugares para resistir una eventual invasión extranjera y la búsqueda de la esencia más prístina de la nación, que se creía refugiada en los parajes montañosos, los mismos que habían preservado los viejos romances. En cumbres como la del Mont Blanc —se disertaba en 1876 en el anuario del Club Alpino Francés— «no somos ni republicanos ni monárquicos, ni de izquierdas ni de derechas», sino que «un mismo grito nacido de todos los pechos aclama a este soberano […] cuyo trono está a salvo de todas las revoluciones».

Ello es que también a hacer revoluciones se ha ido a las montañas. Por los mismos años en que, en España, los mendigoizales vascos –montañeros adscritos al pnv, prosecutores de los mismos objetivos que el montañismo patriótico francés– exploraban los montes de la soñada Euskal Herria, otros colectivos políticos y culturales acudían a la naturaleza con propósitos distintos: desde esperantistas que buscaban en la confraternización de los bosques, los ríos y las peñas la ocasión de practicar el idioma nombrando con él las cosas que se iban viendo, pasando por asociaciones nudistas, hasta el fértil montañismo anarquista barcelonés, que iba a los Pirineos, además de a recrearse, a explorar los mejores pasos para que militantes perseguidos por la policía o los patronos escaparan a Francia. Unos lustros más tarde, en la negra noche del fascismo, las sierras y macizos del país entero conocerán el extremo de la transformación de los montes en espacio político, haciéndose pebetero de la luz y la lumbre de la dignidad guerrillera.

Todos los ismos de la edad contemporánea han tratado de arrimar el ascua de las montañas a la sardina de su cosmovisión. Y el capitalismo no podía ser menos. Hay, también, una mercantilización de las cordilleras: la del «Everest para cualquiera» que han llegado a prometer algunas agencias de viaje, capaces de llevar a ciegos, cojos o ancianos a la cima del mundo. Bajo el signo del capital, todo es posible si uno puede pagarlo: siempre habrá una cohorte de peones poscoloniales que se lo proporcione, y en este caso sherpas que lo trasladen, poco menos que en volandas, al techo terráqueo, donde será preceptivo –y una cola de decenas de otros excursionistas lo respetará escrupulosamente– tomarse un selfi en el que parezca que se ha conquistado solo la cima que anheló Mallory. No solo el Everest, sino otras muchas montañas emblemáticas de los cinco continentes, del McKinley al Cervino, pasando por el Kilimanjaro o el Aconcagua, sufren una masificación creciente y devastadora.

Altísimos vertederos llegan a ser también las montañas. Expediciones que acuden regularmente al Everest a vaciarlo de basura suelen recoger del orden de las diez, once, doce, trece toneladas: tiendas de campaña abandonadas, botellas de oxígeno, bombonas de gas, piolets, kilómetros de cuerdas, latas con toda clase de comida, fármacos, baterías, etcétera, dejadas atrás por expediciones irresponsables, ajenas por completo a la limpia sencillez del estilo alpino predicado por los Reinhold Messner, observante del mandamiento de dejar la montaña tal como se la encontró. En algunos puntos estrechos, como el Collado Sur, se camina literalmente sobre inmundicias. Y en algunos lugares, se acumula otra clase de basura cuyo amontonamiento sería cosa de risa si no fuera un problema tremendamente serio: lo que Víctor Muiña llama purines de hipster; miles de kilos de excrementos humanos nunca eliminados y que, congelados, van acumulándose, y llegan a amenazar con provocar una catástrofe medioambiental debido a la posibilidad de que acaben contaminando las cabeceras de algunos ríos cuya agua consumen y utilizan varias comunidades humanas en sus cursos medio y bajo. El capitalismo es un jinete del Apocalipsis cuya cabalgada deja tras de sí, literalmente, una estela de mierda.

La última vuelta de tuerca del thatcherismo alpinista es el mundo, de reciente eclosión, de los trails y las ultramaratones: carreras exitosísimas –éxito parejo a la decadencia, en todo el planeta, de Suiza a Chile pasando por España, de los clubes de montaña– que convierten en pista de atletismo los espacios naturales y montañosos, devenidos mero trasfondo de las apoteosis ególatras del socialdarwinismo neoliberal y no ya un espacio para la re-creación, el aprendizaje y el enriquecimiento humanista. No se mira el paisaje con la morosidad de un Petrarca, ni se aprende de él, si se lo mira corriendo; si se sube el Ventoux a toda prisa y solo para darse inmediatamente la vuelta y echar a correr de vuelta para abajo, ansioso por arañar segundos al cronómetro. Pero este es exactamente el gusto de cada vez más personas, que abarrotan estas carreras que, con mucha frecuencia, se celebran entre denuncias de los ecologistas como dañinas para el medio; daño que cobra la forma de basura, erosión de caminos o molestias a la florifauna. En Asturias ha llegado a suceder que se proponga una maratón que atraviese los cantaderos de uroga­llo –animal en serio peligro de extinción, molestado de este modo en los espacios de su reproducción– del protegidísimo Muniellos, el mayor robledal de España. En la vecina Somiedo, el DesafíOSOmiedo, la prueba más conocida de la región, atraviesa a su vez las arandaneras a las que van a alimentarse los osos pardos, otro animal en peligro de extinción. No lejos de allí, en Valporquero de Torío (León), un así llamado espeleotrail discurre por el interior de las cuevas de Valporquero, una catedral de la espeleología en la que se pide que los visitantes lentos hablen bajito y lleven la mochila por delante para no arriesgarse a dañar las delicadas estalactitas. No parece haber límites a la creatividad negligente de los trails, convertidos en activo turístico de muchas comarcas rurales despobladas, desesperadas por atraer turistas y dispuestas, para ello, a revisar a la baja los reglamentos de protección de sus tesoros naturales.

Pero existe también un montañismo anticapitalista; un alpinismo alzado en pos, no del individualismo, sino de la trabazón de lazos comunitarios; no de la competición, sino de la fraternidad; no de la velocidad, sino de la lentitud; no de someter la montaña, sino de dejarse someter por ella; no de convertir el camino en un castillo o un palacio, fortaleza del ego, sino en un ágora, espacio lineal de diálogo con el entorno y los otros. Hace falta un 15-M de los senderos que los ocupe de nuevo; que expulse a los mercaderes del templo de los bosques, los riscos y los arroyos; que en ellos y desde ellos grite que tampoco allá hay pan para tanto chorizo. Y que coma con calma pan y chorizo literales en las cumbres del mundo.

Pablo Batalla Cueto

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