MOTIVOS, CONDICIONES Y POSIBILIDADES PARA UNA LUCHA SOCIAL ANTICARCELARIA

Aunque haya muchos otros tipos de condicionamiento social y político, el Estado es fundamentalmente violencia, coacción, amenaza sobre la población que pulula dentro de sus fronteras para obligarla a adaptarse a unas condiciones determinadas de dominación y explotación. El sistema penal es la compleja tecnología social en la que se organiza esa violencia, esa coacción y esa amenaza. Su función principal es regularizar las conductas, vigilar y neutralizar a la gente refractaria, tipificando y reprimiendo las desviaciones, identificando y aislando a la porción de la población que incurre en ellas, sometiéndola a unos mecanismos de control y castigo que la debiliten, por desgaste y por miedo, y la hagan previsible. O, por lo menos, tenerla controlada como anomalía, en una situación que se pueda administrar y explotar.
Puesto que el mundo capitalista no puede ni quiere ofrecer verdaderos incentivos positivos para ese proceso de «reinserción», y que siempre habrá un gran número de individuos con claros motivos para buscarse la vida por su cuenta o ir contracorriente, la integración en la vida social de los supuestos desviados consistirá necesariamente en un debilitamiento subjetivo, que les ponga, permanentemente a ser posible, en posiciones de humillación y dependencia, haciéndoles representar ante los sumisos el pecado castigado, la inviabilidad de la rebeldía, de la libre autodeterminación. La cárcel, el castigo por excelencia para quienes son atrapados desobedeciendo las leyes penales, además de un negocio, es un arma, un antagonismo, tecnología coercitiva, violencia organizada para dominar y, si no, destruir a una clase de gente, la de quienes no ofrecen al sistema social la suficiente «seguridad cognitiva», como dicen los teóricos del «derecho penal del enemigo».

Ofrecer una visión de conjunto de lo que está pasando ahora mismo en las cárceles del Estado español sería una tarea amplia y compleja. Y tampoco nos interesa a nosotros hacerlo desde un punto de vista supuestamente objetivo, «científico» (antropológico, sociológico, jurídico…), o desde una óptica autodenominada moral, humanitaria, describiendo la catástrofe y lamentándonos por ella, como hace la sociedad del espectáculo con todos los desastres que ella misma provoca. Y menos aún ninguna perspectiva integracionista, asistencialista o garantista, basada en los «derechos y libertades fundamentales» proclamadas por el régimen político imperante, ni siquiera una perspectiva abolicionista. Porque nos resulta repugnante la hipocresía democrático-humanista que todas ellas comparten y que tanto contribuye a justificar la dictadura del Capital. Un Estado capitalista sin poder punitivo nos parece aún más utópico que la misma anarquía, y nada deseable, ya que lo único que podría hacer posible un capitalismo sin coacción penal sería la extensión e intensificación hasta el absoluto de la servidumbre voluntaria, el logro de un objetivo soñado y ya casi totalmente logrado por la dominación: que todo el mundo obedezca pensando que es libre y que hace lo que ha decidido que le conviene, que sus deseos y las maneras de alcanzarlos no desborden en ningún momento los cauces estatales y mercantiles.

Para nosotros, no se trata de discutir con los agentes de la dominación sobre cómo debe ser ejercida, sino de acabar con ella, o al menos de minarla, de ir haciendo una labor de zapa, de sabotaje. La nuestra es una perspectiva anarquista, que ve el sistema penal como un momento fundamental del régimen de dominación y explotación al que vivimos sometidos, debilitando el cual se debilita también éste, y viceversa. Además de que nos parece imposible enfrentarse a ese régimen soslayando sus mecanismos de control y represión. Estamos hablando de una máquina social, que hace de los individuos humanos piezas suyas, o más bien, hace uso de nuestros órganos, de nuestras células, de nuestras neuronas, se vale de nuestros miedos, de nuestros odios, de nuestros deseos… para funcionar. Y esos espacios subjetivos están directamente a nuestro alcance, es responsabilidad nuestra lo que haya en ellos. El sistema punitivo es un mecanismo de dominación y queremos que nuestra perspectiva sea la de la resistencia contra él, pero no una resistencia testimonial, ideológica, sino una resistencia efectiva, real. La que haya, por débil que sea, pero real. Ese es el punto de vista que nos interesa, el único que nos parece digno adoptar. La cárcel es una lucha, es lucha de la máquina de guerra punitiva contra la gente que tiene atrapada, y la gente se defiende, porque está viva. Así que en la cárcel hay siempre lucha, un conflicto permanente. Pero nosotros, cuando hablamos de «lucha anticarcelaria», queremos hablar de una lucha social anticarcelaria, una lucha solidaria de los oprimidos contra la opresión.

La lucha contra el FIES como marco de referencia

Para enfocar la situación presente dentro de las coordenadas generales esbozadas, hemos escogido como referencia la lucha contra el FIES. Sobre todo, porque las fuerzas sociales capaces de afrontar problemas como el que estamos intentando plantear no surgen por generación espontánea y desaparecen sin dejar rastro, en un instante, sino que vienen de lejos. Como el Estado y el Capital, que medran dominándolas y explotándolas, y sin abolir los cuales no se puede neutralizar el aspecto punitivo de su poder. El desarrollo del régimen totalitario de dominación y explotación imperante ha abarcado toda una época y aún está en pleno auge. Para considerar seriamente las condiciones de existencia de una colectividad consciente –equiparable al «proletariado revolucionario» o al «movimiento anarquista»–, capaz de hacerle frente, si queremos identificarnos con ella para darle continuidad en el tiempo y en nuestras vidas, necesitamos una perspectiva histórica que permita reflexionar sobre su origen, vicisitudes y manifestaciones, sus momentos de evolución y regresión, sus derrotas y sus victorias, sus aciertos y sus errores, para potenciar los unos y minimizar los otros.

Cualquiera que se interese hoy en día por contribuir a que exista una lucha social anticarcelaria, una resistencia organizada contra la violencia punitiva por la que se logre plantear la cuestión criminal como un aspecto decisivo de la cuestión social, se tiene que interesar, con una consideración histórico-estratégica, por los intentos del pasado reciente, para sacar conclusiones, para aprender de ellos. Se puede disponer de una larga serie: desde la COPEL, del 76 al 78; pasando por la campaña de denuncia de las torturas de Herrera de la Mancha, en el 79; la movilización de los preventivos, del 81-83; las fuertes luchas de los presos fuguistas, del 83 al 89, o de la Asociación de Presos en Régimen Especial, del 89 al 91. De todos ellos se pueden recoger como herencia muchas enseñanzas estratégicas, tanto subjetivas, sobre las potencias y debilidades del bando de los oprimidos, como objetivas, sobre cómo se ha ido fortaleciendo el enemigo, golpe a golpe, conflicto a conflicto, desarrollando la máquina carcelaria hasta la situación actual. Pero tal vez sea mejor empezar por lo más cercano, por la experiencia común, compartida por una parte significativa de la gente «de ahora», experiencia que, se puede decir, aún forma parte de nuestra biografía, de nuestros recuerdos personales o directa y personalmente recibidos.

Y la lucha contra el FIES fue el momento en el que lo que insistiremos en llamar «movimiento libertario» –a pesar de que nos resulta dudosa la existencia del sujeto colectivo a que alude esa expresión–, después de muchos años de casi total indiferencia, entró en relación directa, tuvo un encuentro material, no meramente ideológico o simbólico, con la realidad carcelaria, y una participación verdadera en la resistencia práctica frente a ella. Aunque sería mejor enfocar las luchas anticarcelarias desde el presente, o sea, la situación carcelaria desde la lucha presente, es necesario reconocer que apenas hay lucha presente y que ninguna que haya habido después de la del FIES ha alcanzado aquel nivel de realidad. Ha habido experimentos, tentativas que tenían aquella experiencia como referencia, en ocasiones muy positiva, pero todas esas campañas han fracasado aún en mayor medida que la que les servía de modelo, que también se puede ver como un intento fallido. Aún así, la lucha contra el FIES ha sido durante todos estos años la única intervención colectiva en el campo carcelario de quienes se consideraban anarquistas que ha durado lo suficiente y ha suscitado los suficientes acontecimientos como para proporcionarnos alguna experiencia que merezca ese nombre, algún recuerdo, alguna idea útil. Otras situaciones han resultado demasiado efímeras, irrelevantes o sencillamente lamentables, como la campaña Cárcel=Tortura.

Sea como sea, en todos esos intentos, en mayor o menor medida, se han han podido ver las cárceles desde abajo, con el punto de vista de la lucha, afrontando los problemas y las oportunidades, con una perspectiva estratégica cuyas coordenadas han sido trazadas y medidas sobre el mismo campo de batalla social –penal y penitenciario en este caso– por los mismos pasos de los compañeros combatientes, en las mismas maniobras que ellos han hecho para atacar o defenderse. Entre esas coordenadas, hay algunas que a nosotros nos parecen las más fundamentales, y especialmente ciertos rasgos de la lucha contra el FIES que hemos decidido tomar para construir un marco de referencia con el que enfocar el panorama carcelario actual comparándolo con aquella situación, tanto en lo que se refiere a cómo estaba el monstruo y cómo está ahora como en lo que se refiere a cómo estaba la oposición al monstruo y cómo está ahora. Para considerar cómo estaba y cómo está el monstruo, tomaremos las cuatro reivindicaciones que se esgrimieron entonces –«ni FIES, ni dispersión, ni enfermos en prisión» y la demanda que se añadió después, «límite de cumplimiento efectivo, en veinte años»–, considerando hasta qué punto se ha avanzado o se ha retrocedido en estos años en el intento de lograrlas. Para calibrar la oposición, tomaremos la noción de espacio de lucha, propuesta en sus primeros comunicados, tanto a los grupos «anárquicos» como a las asociaciones ciudadanistas, por algunos presos en lucha. Se trataba de crear una situación en la que pudieran encontrarse todos ellos para discutir, decidir, ponerse de acuerdo, actuar y coordinarse. Un hallazgo práctico basado en una red de comunicación entre los de dentro, entre los de fuera y entre los de dentro y los de fuera que se había establecido espontáneamente. La experiencia y el concepto que se desarrollaron al ser utilizada esa red para la lucha colectiva y la coordinación, aunque no resultaron de la aplicación de ninguna teoría, constituyeron una aportación teórico-práctica muy clara y el principal acierto estratégico de la lucha contra el FIES.

El error legalista

También hay que tener en cuenta lo que, para nosotros, fue el principal error estratégico de aquella campaña: la perspectiva legalista que se adoptó en ella, por influencia de las organizaciones de la «sociedad civil» que, sin quitarles los méritos que pudieran tener, estaban animadas por planteamientos reformistas, ciudadanistas.
Y el planteamiento general que se impuso, sobre todo en la calle, a pesar de la participación de grupos «anárquicos» y de las experiencias de «acción directa», era legalista: «hay que denunciar el FIES porque es ilegal». Un planteamiento bastante débil, insuficiente, incluso desde el punto de vista jurídico, porque el «Régimen Especial» también vulnera según algunos juristas los principios constitucionales de legalidad, reserva de ley y jerarquía normativa, al haber sido instaurado por medio del Reglamento Penitenciario en lugar de por la Ley Orgánica, como correspondería a unas decisiones que afectan a los derechos fundamentales de los presos que las padecen. Y el FIES fue ilegal durante 18 años y, cuando llegó el momento de que se considerara su legalidad ante el Supremo y se declaró la ilegalidad, el gobierno socialista de entonces lo legalizó por decreto, en el 2011, incluyéndolo en el Reglamento Penitenciario, consolidando así la práctica de regular situaciones que afectan a los derechos fundamentales por medio de un reglamento administrativo en lugar de en una ley orgánica, procedimiento que podría dar motivos para seguir cuestionando su legalidad al mismo tiempo que la del «Régimen Especial», aunque casi nadie lo hace. De todas formas, el FIES nunca ha dejado de estar en vigor, porque la dirección carcelera había dictado una nueva circular y la que había sido declarada ilegal ya no era la que lo regía.

No hay que perder de vista que la ley es un instrumento de dominación, igual que la violencia, y por así decirlo, caminan de la mano, sólo se oponen formalmente, aparentemente. Como se puede ver, sin que haga falta ir más lejos, en la promulgación de la LOGP[[Ley Orgánica General Penitenciaria, entró en vigor en 25 de octubre de 1979. (Nota de la Redacción)]], que fue un instrumento de deslegitimación de la lucha de los presos y de legitimación, e incluso de legalización, de las medidas que adoptó el Estado para acabar con ella. Por ejemplo, su artículo 10, que legaliza las disposiciones represivas que se habían tomado contra la lucha de COPEL, en el 78, trasladando a los presos rebeldes a los departamentos celulares de los penales de primer grado de El Dueso, Ocaña, Burgos, Cartagena y el Puerto de Santa María, donde había retenes permanentes de antidisturbios, para hacerles malvivir en condiciones de aislamiento, indefensión y humillación totales, recibiendo al menos una paliza diaria, obligados a pasar una y otra vez por aquellos pasillos formados por carceleros y maderos armados con porras. Y creando, por medio de circulares como en el caso del FIES, un «régimen penitenciario» especial, llamado «de vida mixta», que culminó en Herrera de la Mancha, en el 79, donde se sometió a los presos en lucha a una «modalidad de vida» dividida en fases evolutivas –de la tortura permanente a la sumisión «voluntaria», un verdadero prototipo del sistema penitenciario aún en vigor y que estaba a punto de instaurarse entonces–, aplicando un método sofisticado de palo y zanahoria para lograr por todos los medios su división, atomización e «individualización». Y donde, sin embargo, se denunciaron por fin judicial y públicamente, en un impulso ejemplar de coraje colectivo y unión entre los presos y de coordinación del apoyo que todavía existía en la calle, las torturas que allí se estaban practicando. Coincidiendo con la discusión en las Cortes de la nueva ley, de apariencia progresista y, en realidad, una herramienta de legitimación de la represión, la tortura y la astucia del «divide y vencerás» y de la bifurcación entre presos que se someten y reciben un determinado tratamiento –donde se llama «evolución positiva» a una «gradual» degradación– y presos que no y, entonces, deben ser neutralizados por todos los medios. En fin, que estamos cansados de experimentar cómo la legalidad es una trampa para la gente de abajo, que la ley no va ni ha ido nunca contra los intereses de sus supuestos agentes, sino que evoluciona según su conveniencia.

En las cárceles siempre se incumple la ley, pero justificándose, manipulando las apariencias, legitimando lo ilegitimable. En el ámbito punitivo, la ley se adapta a la práctica más que la práctica a la ley, de manera que, cuando hay una situación ilegal, como pudieran ser, sin ir más lejos, el FIES o el Régimen Especial, no es que los jueces intervengan y ordenen y el Gobierno responda eliminando esa situación que es ilegal, sino que que lo ilegal se legaliza y, desde luego, la práctica represiva y punitiva va por delante de la ley. No es que la represión y la violencia del Estado se ajusten a la ley y funcionen conforme al principio de legalidad, es al revés. El principio de legalidad es una falacia que se adapta a las necesidades de la violencia estatal, de la dominación. Se puede seguir diciendo sin temor a equivocarse «hecha la ley, hecha la trampa», o mejor aún, «hecha la trampa, hecha la ley». Con todo ello, no es que nosotros estemos en contra de la lucha legal, nosotros estamos siempre por que haya el apoyo jurídico mayor, más combativo y fuerte que sea posible. Para afrontar el grave problema, que también es una oportunidad para la lucha, de la indefensión de las personas presas, sometidas a multitud de decisiones administrativas u oficiosas que afectan a sus condiciones de vida o al cumplimiento de sus condenas –es decir, a la porción del tiempo de sus vidas que les está siendo arrancado– y que se toman arbitrariamente o con criterios pragmáticos de seguridad o de mera conveniencia, sin que los Juzgados de Vigilancia cumplan su función de «tutela judicial efectiva» de los derechos de la gente presa, entre otras razones, porque nadie se lo reclama. Pero de poco sirve la lucha legal si no existe otra más importante, la lucha social en todas sus dimensiones.

Ni FIES…

Los FIES (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento) y la dispersión van de la mano y surgieron al mismo tiempo, como medidas de excepción dentro de la «lucha del Estado contra el terrorismo» e incluso de la guerra sucia. Cuando se decide, para comerles la moral y con intención de debilitar a sus organizaciones, la dispersión de los colectivos de presos políticos, éstos estaban concentrados en unas pocas prisiones especializadas, por así decirlo, en tenerlos encerrados y cuyas plantillas de carceleros disponían desde hacía años de toda la información posible sobre ellos y sabían cómo tratarlos. Ahora, la administración carcelera tenía que organizar de otra manera esa información y ese tratamiento. Se hicieron unos ficheros informáticos y unos protocolos para que los directores de las cárceles que recibían presos dispersados supieran qué hacer con ellos, ordenando y regulando su uso por medio de una circular. Y eso fue, todavía sin nombre, el antecedente inmediato de los FIES.
Con los sucesos relacionados con el APRE (Asociación de Presos en Régimen Especial), al acumularse en un corto espacio de tiempo varios virulentos motines, en algunos de los cuales hubo muertes de presos a manos de otros presos, morbosamente retransmitidas en los medios de manipulación de masas, culminó mediáticamente un ciclo de luchas que duraba desde el 83. Se había iniciado con espectaculares fugas por la brava, para lograr las cuales pequeños grupos de presos sociales secuestraban a los guardias y se apoderaban de los módulos y algunas veces de la prisión entera. Intentaban escapar a toda costa, incluso por la misma puerta, a tiros, a puñaladas, a patadas o como fuera, de unas cárceles que, por el hacinamiento, la drogadicción, el tráfico de estupefacientes y la propagación de enfermedades infecciosas, estaban en situación de catástrofe humanitaria y en las que era imposible vivir con dignidad. Hubo algunos éxitos, aunque, en realidad, casi nunca lo conseguían y, entonces, aprovechaban su dominio momentáneo del espacio de encierro y la posesión de rehenes para hacer públicas listas de reivindicaciones donde denunciaban las degradantes condiciones de vida que les estaban imponiendo.
Bien pronto, casi todos los presos fuguistas fueron a parar a las nuevas cárceles de máxima seguridad que se habían estado construyendo desde el 79, donde se les aplicaba el régimen especial de aislamiento, control y tortura del que ya hemos hablado. Allí continuó la lucha por los mismos medios, en condiciones en que la fuga era prácticamente imposible, para intentarla de todos modos, denunciar las condiciones crueles, inhumanas y degradantes a que se les tenía sometidos y resistir dignamente frente a ellas. Se convirtió, precisamente, en una lucha contra el «Régimen Especial».

Así que el FIES, que apareció en escena entonces, durante el año 91, no es más que una tecnificación de las condiciones extremas de control y castigo que ya estaban sufriendo los presos definidos como «extremadamente peligroso e inadaptados» y contra las que se habían levantado. Un instrumento de control y represión diseñado para hacer frente al mismo tiempo a los presos sociales en lucha, a las necesidades de la «guerra contra el terrorismo» y a otros problemas menores de la administración carcelera, sintetizando, con el uso de la informática y otros medios tecnológicos –como las puertas de apertura mecanizada o la videovigilancia– las medidas aplicadas contra los sociales y las que se habían probado con los políticos. Tampoco era esto mucha novedad, pues ya se había visto, por ejemplo, como iban a parar los políticos a la muy moderna prisión de máxima seguridad de Herrera, inaugurada en la represión contra la COPEL, donde se aplicaba el correspondiente «régimen de vida mixta», primero, y enseguida el artículo 10 de la LOGP en el que aquél se legalizaba. Como tampoco era nuevo el uso de los traslados para concentrar o dispersar, con criterios de control y desarticulación, a los colectivos de presos conflictivos, fueran políticos o sociales. Y menos aún el uso de circulares u órdenes administrativas para instaurar este tipo de medidas.

Lo que sí era una novedad eran las macrocárceles que se empezaron a construir por entonces siguiendo el primer «Plan de Amortización y Construcción de Centros Penitenciarios», cuyo modelo –el «centro-tipo»– ha quedado implantado a estas alturas en todo el «mapa penitenciario». En cada una de ellas, hay módulos de régimen cerrado, de régimen especial y de aislamiento, lo que las ha hecho útiles, junto con una astuta utilización de los traslados, para dispersar a los presos conflictivos impidiendo que se forme en ningún momento un grupo de presos rebeldes, una comunidad de lucha suficientemente fuerte como para decidirse a actuar. En el 96, con la refundición de todas las circulares relacionadas con el FIES y la reforma del Reglamento Penitenciario, que reincorporaba el «Régimen Especial» en su articulado y desarrollaba nuevas posibilidades en su uso, quedó casi completo el catálogo de herramientas represivas del que ahora dispone la administración carcelera, para evitar que se reproduzcan los disturbios de los años 70, 80 y 90, enriquecido en 2011 con la «legalización» de los FIES. Y eso es lo que determina tanto la vigencia actual del Régimen Especial y del FIES como la de la dispersión.
Desde entonces, tanto el FIES como el Régimen Especial del que no era más que otra vuelta de tuerca no sólo siguen en vigor, sino que se han fortalecido. En primer lugar porque, aunque, como ya hemos dicho, todavía es discutible su legalidad, también se puede decir que han quedado blindados jurídicamente. En todo momento, la confusión de los límites entre los FIES propiamente dichos, el «primer grado de tratamiento» y el Régimen Especial de castigo ha sido utilizada por la administración carcelera para despistar a sus posibles críticos. Siempre se han intentado difuminar las fronteras entre una situación y las otras, haciendo difícil dilucidar si el FIES era meramente un depósito de datos o instauraba además un régimen de vida especial para los presos incluidos en él. Hoy en día, después de la decisión al respecto del Tribunal Supremo, se supone que no es más que una base de datos, quedando la asignación a los presos incluidos de un modo de vida u otro encomendada a la aplicación de los artículos del reglamento que regulan la «clasificación» y los regímenes cerrado y especial. Sin embargo, los motivos para ser incluido en las categorías 1, 2, 3 y 5 de los FIES[[El régimen FIES está dividido en diferentes categorías: FIES 1 CD (Control directo), FIES 2 DO (Delincuencia Organizada), FIES 3 BA (Bandas armadas), FIES 4 FS (Fuerzas de Seguridad y Funcionarios) y FIES 5 CE (Características Especiales. (NdR)]], coinciden con los que corresponden a la clasificación en primer grado o al destino a departamentos especiales. Se podría decir que éste lleva aparejada inevitablemente la inclusión en FIES 1 CD y que la clasificación en primer grado implica la inclusión en algunos de los otros tres.

Ahora bien, a partir de la incorporación de los FIES en el Reglamento, parece que se ha abierto la posibilidad de estar en uno de ellos y clasificado en segundo grado, lo cual no es ningún paso adelante, sino todo lo contrario. Además, con las nuevas circulares, los FIES se han refinado mucho, pudiendo incluir, con criterios casi exclusivamente carcelarios, a todo tipo de presos relacionados con la «delincuencia organizada» –categoría definida con maleable ambigüedad–; a cualquiera que tenga, según los observadores penitenciarios, la menor relación con los «terrorismos» yihadista, anarquista o de la clase que sea; y, en el cajón de sastre de las «características especiales», prácticamente, a quienes decidan los carceleros. Una herramienta supuestamente diseñada para hacer frente una situación de emergencia ha llegado a ser de uso normal. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de disponer por parte de la administración carcelera de un margen amplio de arbitrariedad a la hora de tomar medidas de excepción ante situaciones conflictivas y, más en concreto, de definir unos colectivos de presos supuestamente peligrosos cuyos derechos están suspendidos permanentemente, pudiendo imponerles un grado muy alto de violencia e intromisión en sus vidas, en situaciones y condiciones que también son definidas arbitrariamente por los mismos que aplican esas medidas.

Es posible que a un observador interesadamente superficial llegara a parecerle que el FIES, hoy en día, estuviera desactivado. Pero no lo está, sino todo lo contrario, se están utilizando algunos de sus aspectos de forma rutinaria y algunos otros se mantienen como en reserva, para usarlos cuando convenga. Y con mayor cobertura legal de la que ha habido nunca para la posibilidad, en manos de los carceleros, de recurrir arbitrariamente a la violencia o a medidas que atentan contra los »derechos fundamentales» de los presos. Desde los tiempos de García Valdés[[Director General de Instituciones Penitenciarias en el periodo 1978-1]], nunca han dejado de estar reguladas unas categorías de presos que por su «peligrosidad» viven sometidos permanentemente a medidas especiales de control, como observación exhaustiva, intervención de comunicaciones, cacheos frecuentes, cambios de celda o traslados de cárcel y, en cuanto lo decidan los carceleros, a un encierro más estricto y a todo de tipo de maniobras violentas e invasivas de su espacio vital. Y esa regulación ha llegado hoy a su máximo grado de funcionalidad.

Aunque, en realidad, en su aspecto de control y recogida de información, los FIES casi ya no hacen falta, porque ahora la dominación cuenta con medios que instauran una situación que es como un FIES generalizado: todo el mundo informatizado, sometido a seguimiento «en tiempo real»; se trata de lo que podemos llamar el «big data» penitenciario. Por ejemplo, hay una cosa que se llama el SISPE (Sistema Informático Social Penitenciario) donde se acumulan, en unos ficheros de acceso inmediato, los informes sociales, familiares, psicológicos, disciplinarios, penitenciarios, penales, etc. de todos los presos, a disposición de los carceleros, de la fiscalía, de los juzgados o de la policía. Y también los de todos los que hayan estado presos alguna vez, porque, después de la libertad, la información continúa figurando en la base de datos. Y, luego, hay otros programas de tratamiento automatizado de datos –por ejemplo, el RISCANVI, en Cataluña, y otros–, útiles para «prevenir la reincidencia en el uso de la violencia», para clasificar a la gente en un grado u otro o para quién sabe qué. Cada día hay más procedimientos de control y observación, recogida, acumulación y manipulación de información. Los cuales, con la agilidad en la toma de decisiones que permite el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, más la astucia en el uso de procedimientos de «ingeniería jurídica» para que las apariencias legales queden siempre a salvo, contribuyen a la consolidación de la población peniteciaria como un grupo de ciudadanos de segunda, sometidos a una «relación de sujección especial» con la administración que, cada día más, puede hacer con ellos lo que decidan arbitrariamente los agentes de la autoridad. Se ha consolidado también la vigencia de un «derecho penitenciario del enemigo» a través del cual, como sucede en otros ámbitos del sistema punitivo –el Código Penal o la Ley Mordaza, por ejemplo– los criterios de seguridad ante supuestas emergencias han ido contaminando las situaciones normales: la excepción se ha convertido en ley.

La otra cara del FIES son los «módulos de respeto», que los socialistas querían hacer prácticamente obligatorios, ya que decían que iban a convertir en tales el 99 % de los módulos existentes. Y hay situaciones en que efectivamente lo son, por ejemplo, en aquellas prisiones donde sólo hay un módulo de mujeres y es de respeto, de modo que no queda más remedio que adaptarse a la situación o ser trasladada lejos de tu familia y amistades. Y digamos que los módulos de respeto y las «Unidades Terapeúticas y Educativas» (UTE), que se presentan como la «cárcel de la esperanza», un modelo penitenciario totalmente volcado en la reinserción, en realidad son como un FIES voluntario en el cual hay que aceptar un «contrato terapeútico» que impone unas condiciones de vida donde está todo reglamentado, hasta lo más nimio, en una especie de terapia de grupo donde todo el mundo controla a todo el mundo y donde, de hecho, la «actitud positiva» consiste en chivarse del compañero. Y las supuestas ventaja dependen de eso. Un preso podría entrar en un módulo de respeto para conseguir antes un permiso o una condicional, pero allí lo que reina es la arbitrariedad y el mamoneo. El que se adapta, humillándose y degradándose, obtiene todos los beneficios y, al que no, hasta le pueden pegar –como ha sucedido en más de un caso del que hemos tenido noticia–, tratarle peor que en un módulo normal y obligarle a comerse la condena a pulso.

Ni dispersión…

En cuanto a la dispersión, en la actualidad está institucionalizada, se ha convertido en rutina, no sólo en lo que se refiere a los presos incluidos en colectivos «de riesgo», sino para todos. Hoy por hoy, la administración carcelera usa los traslados a su antojo tanto con criterios de seguridad y neutralización como con cualquier otro. Situación que también se encuentra, si no perfectamente legalizada, al menos tan blindada frente a potenciales ataques jurídicos como el régimen especial y los FIES con los que forma, en tanto que herramienta represiva, un tándem inseparable. El argumento de que, para que sea posible la aplicación del principio constitucional de reinsercción como finalidad obligatoria de las penas, los presos deben cumplir sus condenas lo más cerca posible de sus lugares de arraigo social y familiar ha quedado sin apenas apoyo legislativo, con una única y ambigua referencia en el reglamento penitenciario, y desvirtuado por sentencias de los más altos tribunales, que afirman que la reinserción no es un «derecho subjetivo», reconocido a cada persona presa al mismo tiempo que la mera «ciudadanía», sino solo un «precepto orientativo» para la política penitenciaria. En la misma LOGP que reconoce la «reeducación y reinserción social de los penados» como «fin primordial» de la «actividad penitenciaria», se definen criterios que, para la autoridad judicial, tienen más fuerza, como el de que corresponde al mando carcelero «la dirección, organización e inspección de las instituciones que se regulan en la presente ley», los de seguridad y otros.

Y, así, por ejemplo, a la gente que está en FIES 5 o en FIES 1 se la está trasladando, como mínimo, una vez al año, de forma rutinaria. Es decir que, lo repetimos, la dispersión está institucionalizada. A los presos políticos no se les ha dejado de aplicar, aunque ya no parezca necesario, habiéndose generalizado además su uso contra la práctica totalidad de la población reclusa, como medida de seguridad, como sanción encubierta, como instrumento de desarticulación de colectivos, etc., etc., etc.
Lo cual, además del gasto insoportable que supone para familias de muy bajo poder adquisitivo el obligado desplazamiento para las visitas y el riesgo de accidente en los viajes, provoca situaciones como las de las personas presas enfermas que han perdido varias citas médicas concertadas o turnos de quirófano por haber sido trasladadas. O las que sufren, sólo por serlo, las mujeres presas, obligadas mayoritariamente a cumplir condena en cárceles de hombres, pues sólo un 20% lo hace en las pocas prisiones para mujeres. Al no existir en las cárceles normales departamentos de primer grado para ellas, las mujeres así clasificadas suelen ser trasladadas automáticamente. Tampoco hay departamentos para madres y las mujeres con hijos menores de 3 años tienen que optar entre cumplir la condena cerca del lugar de origen, pero sin sus hijos, o tenerlos con ellas, pero lejos de su familia.

Además, hay otras posibilidades legalmente previstas de someter a la gente presa tanto a medidas de aislamiento y «control coercitivo» como a traslados fulminantes. Por ejemplo, el empleo del artículo 75 del Reglamento Penitenciario, que justifica, con paradigmática ambigüedad y astucia, tanto la aplicación de »limitaciones regimentales» a cualquier preso que, a juicio de los carceleros, perturbe de cualquier manera «la seguridad y el buen orden de los establecimientos» como su traslado inmediato, creando subrepticiamente un nuevo régimen de vida, aplicable a discreción por el director de cada cárcel, que restringe los derechos de quien lo sufre. O el del artículo 95, que otorga al «centro directivo», cuando la propia autoridad carcelera decida que ha participado en un motín, toma de rehenes, agresión armada o intento de fuga, la potestad de trasladar a una persona presa, sin previa clasificación, a un centro de régimen cerrado o a un departamento especial. Por sentencia de 2012 del «Tribunal de Conflictos de la Jurisdicción», al no afectar, según los tribunales competentes, a los «derechos fundamentales» de las personas presas, los recursos contra los traslados están restringidos a la jurisdicción contencioso-administrativa, donde ya sabemos, «las cosas de palacio van despacio» o, más bien, se resuelven «tarde, mal y nunca».

Ni enfermos en prisión

Esta reivindicación se refería a la aplicación de los artículos 104.4 y 196 del Reglamento Penitenciario que regulan el adelantamiento de la libertad condicional a «enfermos muy graves con padecimientos incurables», en el caso de los penados, y de los artículos correspondientes de las leyes penales a los preventivos. Afectaba, sobre todo, a los enfermos de VIH, de los que todavía hay muchos muriéndose prisión. A pesar de que ha disminuido desde entonces –entre otras razones, porque la cárcel mata y la cárcel con SIDA mata mucho más–, la prevalencia de este síndrome en las cárceles españolas es 28 veces superior a la de la calle, afectando a un porcentaje de le población reclusa entre un 9 y un 11 por ciento, según fuentes. Pero la legislación que podría ponerles en la calle «por razones humanitarias y de dignidad personal», se está aplicando tan lentamente y con tantas restricciones como en los años 90, de forma que se suele soltar a la gente, si es que eso llega, cuando están al borde de la muerte, para que se mueran en la calle y no engrosen las estadísticas de fallecimientos en prisión. Y, mientras, se les mantiene presos en condiciones infrahumanas, cuando, si les soltaran, podrían mejorar o morir, al menos, algo más dignamente y cerca de sus seres queridos.

En cuanto a la situación médico-sanitaria general en las cárceles, no ha hecho más que empeorar desde entonces. En la reforma del Reglamento del 96, se estableció un modelo sanitario mixto, en el que la atención primaria corría a cargo de la administración penitenciaria «con medios propios o concertados», pero casi siempre encomendada al cuerpo de médicos carceleros, con lo que la »relación penitenciaria de sujeción especial» ha continuado interfiriendo en la relación terapeútica, pues la mayoría de ellos, además de mostrarse autoritarios, desconfiados y negligentes, defienden los intereses de la institución, haciendo, por ejemplo, la vista gorda ante las torturas y malos tratos y falseando los partes de lesiones correspondientes. De la atención especializada debía encargarse el Servicio Nacional de Salud,

«formalizándose entre ambas administraciones convenios de colaboración». La ley de cohesión y calidad del sistema nacional de salud de 2003 fijaba un plazo de 18 meses para la integración de la sanidad penitenciaria en el sistema nacional a través de su transferencia a las Comunidades Autónomas, pero desde entonces, sólo Cataluña y el País Vasco han asumido esas competencias. El abandono por parte de las diferentes administraciones y la descoordinación entre ellas han tenido como consecuencia que, contra lo que dice la ley, la atención médico-sanitaria y las «prestaciones farmaceúticas y complementarias» que recibe la gente presa sean mucho peores que las de la población en general, alcanzando la sanidad carcelaria en muchos aspectos, los rasgos de una verdadera catástrofe.

Como claro ejemplo de todo ello, tomaremos la situación de la gente presa infectada por el virus de la hepatitis C, cuya prevalencia en las cárceles es muy superior a la de la calle. Un 22% de la población reclusa (unas 14.000 personas) está afectada por el VHC y, de ese porcentaje, un 40,5% –o sea, casi un 10 % de las personas presas: unas 6300– tiene también VIH. La actitud de la autoridad carcelera ha sido en todo momento restringir, para ahorrarse unos euros, el acceso de las personas presas, ya no a los nuevos tratamientos capaces de curar, según parece, en un 90 % de los casos, sino a los que habían salido anteriormente al mercado, no tan eficaces como los actuales, pero bastante más que el interferón que se estaba administrando en las cárceles, de terribles efectos secundarios. Restricción ejercida por todos los medios posibles: prohibiendo a los médicos bajo sus órdenes la prescripción de los nuevos fármacos; excluyendo a los coinfectados; estableciendo cupos; poniendo como condición para su administración el traslado a un hospital de Madrid; negándose a pagarlos, alegando de mala fe que el gasto corresponde a las comunidades autónomas, aunque tuviera que entrar en litigios con ellas, y llegando incluso a desobedecer varias sentencias judiciales que le obligan a ello. De manera que el gasto en tratamientos de hepatitis C bajó un 26,04% entre 2012 y 2013 y un 48% desde 2006. Más tarde, se asignó una partida presupuestaria para el 2016 de 20 millones para tratamientos de la hepatitis C en las cárceles, cantidad que, por otra parte, sólo alcanzaría para unos 700. Sin embargo, la autoridad carcelera continúa negándose a poner un céntimo para cuidar a la gente encarcelada y afectada por el VHC. Sólo se están atendiendo los casos más graves en las pocas «autonomías» que se están haciendo cargo de la financiación. Según informes penitenciarios, de 2.576 personas presas que se encuentran en los estadios más graves sólo han sido tratados con los antivirales de última generación 622 presos, un 24 por ciento del total, y los coinfectados con VIH, que en la calle tendrían que ser tratados de urgencia, continúan abandonados.

Hay que señalar también el problema de los enfermos mentales, que son muchísimos en prisión, porque, al haber quedado suprimidos teóricamente los psiquiátricos e instaurado el tratamiento ambulatorio y las camisas de fuerza químicas, quien no se adapte a eso donde puede verse fácilmente en la cárcel. Según informes oficiales, un 40 % de la población presa padece algún trastorno mental, grave en un 8 % de los casos, y entre un 70 y un 80 % tienen problemas de drogodependencia. Por un lado, hay un montón de gente en la cárcel con problemas psiquiátricos que no sólo no está recibiendo ningún tratamiento adecuado, sino que muchas veces va a parar a los departamentos de castigo. Por otro lado, se está dando medicación psiquiátrica a cantidad de presos, sin apenas control facultativo, para que no molesten, o incluyéndoles, muchas veces sin necesidad, en programas de metadona. Tienen a mucha gente presa cotidianamente drogada y dependiente de la administración, que actúa como su camello.

Límite máximo de cumplimiento en 20 años

Casi toda la gente que participó en la lucha contra el FIES eran presos en Régimen Especial, que tenían encima grandes condenas, sobre todo porque se habían buscado, en la etapa anterior, muchos marrones, por «quebrantamiento de condena», por «atentado a la autoridad, por secuestros, o por enfrentamientos con los guardias. Muchos de ellos sufrían una cadena perpetua encubierta, ya que no se decía su nombre en el código penal. Eran, sobre todo, casos de personas que tenían diferentes bloques de condena entre los que no había «conexidad» y, aunque en el código penal se habla de un límite máximo de cumplimiento, es un límite máximo para cada bloque, de manera que, sumando todos los bloques, la gente que está en esos casos puede estar obligada a pasar en la cárcel un número de años superior al de la duración normal de una vida humana sin apenas posibilidad de reducción alguna. La cosa empeoró en el 2003 con la «ley para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas», una trampa del populismo punitivo, que ampliaba los plazos máximos y disminuía las ya escasas posibilidades de reducción. La vieja cadena perpetua encubierta es peor que la «prisión permanente revisable», instaurada demagógicamente en la última reforma penal de 2014, porque ésta, al menos, obliga teóricamente a revisar la situación del preso cada tanto tiempo. Sin embargo, de hecho, también es perpetua, pues aunque la ley incluya unos subterfugios para que parezca que es revisable y que es posible la reinserción, eso es mentira, pues los requisitos para ello son prácticamente imposibles de cumplir. Así que ahora tenemos dos cadenas perpetuas, la vieja y la nueva, cuya suma construye un escenario que es como decir: «vamos a coger a 300 o 400 personas y las vamos a someter a la muerte en vida, para que el electorado del PP, o de Ciudadanos, o del PSOE, o de Podemos, se quede tranquilo, para que la clase media se sienta segura viendo el crimen duramente castigado y protegidas del lumpen las condiciones de su «calidad de vida» amenazadas, en realidad, por la rapacidad capitalista».

Una reivindicación muy paradójica esta de los 20 años de cumplimiento, ciertamente, pero el hecho de hacer reivindicaciones, de pedir que el sistema penal o punitivo se reforme en un sentido u otro resulta paradójico, ambiguo, contradictorio, es una opción que no resulta obvia, ni mucho menos. Ahora bien, el tema de la situación penitenciaria enfocada críticamente con las coordenadas de una plataforma reivindicativa que marca motivos y objetivos, en conjunción con elementos como unas siglas, una identidad, un repertorio de tácticas, de procedimientos que se extienden, adoptados espontáneamente por un número significativo de presos que se van animando a participar, se ha repetido desde la COPEL, pasando por las otras situaciones mencionadas, hasta el APRE y hasta la lucha contra el FIES, y aún pertenece actualmente al acervo estratégico de los presos en lucha. Y la energía para luchar, los incentivos y los argumentos se han de extraer, sobre todo, de las necesidades reales, de los deseos realizables, del análisis de la situación real, de las oportunidades palpables; si no, no hay ninguna posibilidad de que se sume gente.

El espacio de lucha

En octubre de 1999, un «colectivo de presos en aislamiento de Soto del Real» se dirigía a una reunión de coordinación entre grupos de sensibilidad anticarcelaria, con una propuesta donde encontramos formulado con la mayor claridad el concepto de espacio de lucha, como se puede ver en el siguiente fragmento:
«A pesar de la represión, en los módulos de aislamiento seguimos luchando, y vosotrxs, a pesar de veros confrontadoxs a las dificultades estáis reunidxs y comprometidxs en la misma lucha ¿No os parece una victoria? ¡A nosotros sí! Que hoy día siga existiendo un movimiento de resistencia es, indudablemente, una victoria.
Puede que seamos pocxs pero nunca se ha visto que los cambios se fraguasen en el seno de las mayorías sino que siempre provinieron de una minoría harta de verse inmersa en una realidad impuesta y capaz de proyectarse y construir una realidad más acorde con su sensibilidad. No obstante, si la existencia de un movimiento de resistencia es en sí misma una victoria, uno de los rasgos característicos de las organizaciones y colectivos pro-presos no deja de ser su carencia de eficacia a la hora de obtener resultados. Que nadie se lo tome a mal, aquí dentro nos ocurre lo mismo. Es un hecho que genera un sentimiento de impotencia y que a la larga puede mermar considerablemente nuestra combatividad. Por ello en nuestra opinión resulta imprescindible buscar otras formas que nos permitiesen promover un cambio real.

Para lograrlo nos parece necesario la creación de un espacio en el cual cada cual pudiere expresarse y participar en la planificación de la lucha contra la cárcel. Ello implicaría una autocrítica de los medios empleados y por lo tanto un no estancamiento de los mismos. Hemos pensado en la posibilidad de tejer una red de comunicación mediante escritos. Desde la cárcel mandaríamos escritos a diferentes colectivos que se encargarían de mecanografiarlos y difundirlos a cuantxs presxs pudieran. Evidentemente, lo que sería realmente interesante sería que los colectivos difundiesen también escritos con sus informaciones, ideas y opiniones.

Creemos que es importante crear un espacio que nos permita comunicar entre todos. Nos permitiría romper con no pocos estereotipos y enriquecernos mutuamente. Unificarnos a partir de nuestras diferencias es el único modo viable de hacer frente a la represión. Es indudable que un hombre o una mujer que no se deja absorber por la masa, posee una riqueza creadora capaz de aportar nuevos métodos reivindicativos e ideas que nos permitieran fortalecernos. Por ello, creemos necesaria una mayor comunicación y eso lo podemos conseguir solamente a través de la comunicación escrita.

Si mañana un colectivo se pusiera a recepcionar y difundir escritos, la DGIP intervendría la correspondencia, pero si todos los colectivos se pusieran manos a la obra, difícilmente se podría contrarrestar.

Un espacio difuso, no solo nos permitiría hacer frente a la represión, sino que, como explicábamos, permitiría un nexo de unión entre los diferentes planteamientos. El movimiento pro-presos es muy heterogéneo. Se compone de colectivos provenientes de diversos horizontes. Nos interesa tanto la sensibilidad y las ideas de Madres Unidas Contra la Droga, como las de los grupos abiertamente anárquicos, y os interesa conocer la opinión de los que padecen la cárcel. Creemos indispensable un acercamiento real a los planteamientos e inquietudes de lxs presxs. Nos parece fundamental que la lucha se articule en torno a quienes vivan la represión. En el caso contrario el movimiento corre el peligro de dar vueltas sobre sí mismo hasta convertirse en un nuevo movimiento de beneficencia.

En los aislamientos no nos falta combatividad. Nos falta coordinar nuestras propuestas. Vosotrxs, desde el exterior podéis ayudarnos a organizarnos, y, a partir de mencionado espacio, juntxs promover acciones y reclamar que se cumpla la legalidad. Con vuestro apoyo creemos posible erradicar las torturas y malos tratos. Tenemos la convicción de poder hacer frente a los abusos, pero os necesitamos, nada podemos hacer sin vosotros salvo seguir pudriéndonos en la celda.

Vosotrxs pesad los pros y los contras. Nosotros creemos en la conveniencia de un espacio que sustente nuestras reivindicaciones. Pueden existir otros medios pero pensamos que es imprescindible encauzar nuestras energías en esa dirección.
En todo caso si pensáis que la idea es buena, os proponemos exponerla entre los presos susceptibles de apoyarla. Ya la hemos difundido entre los compañeros, pero tenéis más posibilidades que nosotros de llegar a un mayor número de personas.
Creemos que vale la pena intentarlo. Según se vaya construyendo, conjuntamente buscaremos solventar las dificultades que se puedan presentar.»

Este concepto, basado en las primeras experiencias de la comunidad de lucha anticarcelaria que se estaba formando a partir de la comunicación entre los presos en lucha y los ámbitos libertarios, tuvo gran influencia en la evolución posterior de esa comunidad y en toda la experiencia de la llamada «lucha contra el FIES» que se iniciaba entonces. Y cuya práctica se puede ver en muchos momentos como un intento de realizar esa idea, no porque los presos cumplieran el papel de una especie de vanguardia teórica, sino porque el concepto y la situación a la que se refiere señalan el punto de confluencia, posible en toda lucha y que corresponde precisamente a los anarquistas intentar abrir, mantener y ampliar, entre la teoría y la práctica, la estrategia y la táctica, donde se pueden tomar horizontalmente, a través del diálogo directo e igualitario y la reflexión colectiva, las decisiones necesarias para actuar conjuntamente y coordinarse. Todas las experiencias posteriores de lucha anticarcelaria se han apoyado de alguna manera en los restos de lo logrado en ese sentido entonces y se pueden ver como intentos más o menos conscientes o eficaces de restablecer o reabrir aquel espacio de lucha.

Desde principios de 2016, un grupo de presos, pequeño por ahora, viene realizando huelgas de hambre, de patio, de silencio… y ayunos mensuales, denunciando situaciones concretas de abuso y tratos crueles inhumanos y degradantes contra personas presas, y articulando al mismo tiempo una propuesta de lucha colectiva. Los primeros promotores eligieron unas siglas, nombraron coordinadores y encargados, elaboraron unos estatutos, una tabla reivindicativa, un calendario de acciones… Todo lo cual se ha estado discutiendo con participación de un par de grupos de apoyo de la calle y nuevos compañeros presos que se han ido sumando a los ayunos. Había quienes no estaban de acuerdo en la existencia de cargos, ni en que el calendario de luchas, las siglas o las reivindicaciones estuvieran fijadas de antemano, sino que pensaban que todas esas cuestiones debían ser decididas en diálogo abierto entre quienes se fueran sumando a la movilización. Se lo hicieron saber a los autores de la propuesta, y eso es lo que está sucediendo: con apoyo de algunos grupos de la calle, se está constituyendo una red de comunicación, útil para discutir horizontalmente, entre todos los compañeros presos que quieran participar, la propuesta de lucha y las condiciones de su puesta en práctica.

Los mismos compañeros que están promoviendo o considerando esta propuesta han usado también los ayunos como expresiones de solidaridad con situaciones como la de las tres personas de Lleida denunciadas y procesadas por asistir, durante la campaña Cárcel=Tortura, a un juicio en apoyo de un compañero preso participante, acusado por una contradenuncia de los carceleros, a quienes había denunciado a su vez por torturas. Él fue condenado, lo mismo que quienes le apoyaron, sentenciados, a principios de junio, a 2 años y 4 meses y 2.400 euros de pena-multa, 2 años y 2.400 euros de pena-multa y 6 meses; los carceleros salieron impunes. Los compañeros han expresado igualmente su apoyo a las Nais Contra A Impunidade gallegas, que también han sido perseguidas judicialmente y podrían ir a la cárcel, por denunciar la no aclarada muerte del hijo de una de ellas en un cuartel de la guardia civil. El 6 de junio se aplazó hasta el 2 de noviembre el juicio que había contra ellas, pero aún les pide la fiscalía, a quince personas, en total, 44.000 euros de pena-multa, unos nueve meses de prisión para cada una. La experiencia de la solidaridad desplegada ante esos ataques está recordando a quienes participan la necesidad y las posibilidades de autodefensa frente al poder punitivo del Estado.

Con todo lo cual, nos parece, se están dando pasos hacia el restablecimiento de aquel «espacio de lucha» del que lúcidamente hablaban en el 99 los compañeros en aislamiento de Soto del Real, cuyo llamamiento viene a ser ahora más actual que nunca. A pesar de que, como hemos explicado, la situación dentro de las cárceles es aún más difícil que la de aquellos años y el apoyo en la calle se ha debilitado considerablemente, pues las energías encaminadas a la autodefensa solidaria frente al poder punitivo han disminuido, quedando en gran medida encerradas en perspectivas ciudadanistas y en rutinas asistencialistas, garantistas o abolicionistas, plenamente integradas en la «sociedad civil» democrática. Mientras en los ambientes libertarios el interés real, no meramente ideológico o aparente, por lo que sucede en las cárceles ha decaído hasta la casi total indiferencia, a falta de grupos organizados y de dinámicas de acción y compromiso realistas y duraderas. O quizá sea todo eso una parte importante de lo que da actualidad al comunicado del 99. A continuación, insertamos la mencionada propuesta de lucha, que se está discutiendo y empezando a poner en práctica desde hace mesas en las cárceles del Estado español, para que cada cual juzgue si, además de ser justa y estar bien formulada, va o no en la dirección adecuada en cuanto a contribuir a la formación de una verdadera comunidad de lucha anticarcelaria.

Grupo Tokata

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