DENTRO Y FUERA DE LA BALLENA

En uno de sus más conocidos escritos, Dentro de la ballena (1940), Orwell introducía a sus lectores a la obra de Henry Miller poniendo a éste como ejemplo del profeta que, como el Jonás bíblico, huía de su misión divina y, engullido por la ballena que el todopoderoso le enviaba como castigo, descubría que, dentro del enorme y oscuro vientre del cetáceo, finalmente no se estaba del todo mal. Como lo explicaba Orwell: «El vientre la ballena es un espacio bastante grande para un adulto. Uno está allí, en un espacio mullido que lo acoge, con metros[[Utilizamos aquí la traducción ofrecida por Octaedro en Escritos políticos 1940-1948. La traductora había traducido «millas» de grasa, lo que es más que una exageración. En el original, Orwell escribe «yards»; elegimos «metro» que no está muy lejos de la yarda.]] de grasa entre uno y la realidad, con posibilidades para mantener una actitud de completa indiferencia, pase lo que pase. (…) En su caso [el de Miller], la ballena es transparente, pero no experimenta ningúna impulso para alterar o controlar el proceso por el que está pasando. Ha representado el acto esencial de Jonás, el de permitirse a sí mismo que se lo traguen, permaneciendo pasivo, aceptándolo.» Obviamente, Orwell se servía de la interpetración personal que Miller se hacía de la historia de Jonás en uno de sus escritos, ya que en el verdadero relato bíblico, Jonás no se encontraba ni mucho menos a gusto en el vientre de la ballena y desde su oscuro interior clamaba al Señor para que le liberara y le llevara de nuevo a la luz del día. Ahora bien, lo que aquí nos interesa sobre todo es saber cual era esa misión que Dios había encargado a Jonás.

En su artículo, Orwell señala algo interesante con respecto a la obra de Miller, en especial su Trópico de cáncer (1934). Orwell analiza esta novela más como un síntoma que como una muestra de excelencia literaria. La novela de Miller, plagada de pícaros y buscones que se mueven siempre al borde de la supervivencia, sin proponer ningún mensaje moral ni edificante, se presentaba como el producto más acabado de la renuncia política. Miller, para Orwell, es el hombre que presenta el mundo tal y como es, sin ningún propósito de reforma o enmienda. Ahora bien, no duda en otorgarle algunas dotes de clarividencia. Miller sería el renegado profeta anunciador de la ruina que se avecina en occidente. «Casi seguro que nos movemos hacia una era de dictaduras totalitarias -una era en la que la libertad de pensamiento será, al principio, un pecado mortal y, después, una abstracción sin significado. El individuo autónomo va a ser borrado de la existencia. (…) Miller me parece un hombre fuera de lo común porque vio y proclamó este hecho mucho antes que muchos de sus contemporáneos (…)» (somos nosotros que subrayamos)

En el relato bíblico, Jonás es el profeta al que Dios ha encargado de anunciar a la ciudad de Nínive que, de no enmendar su pecaminosa conducta, será víctima de la ira divina. Jonás, queriendo eludir tan grave responsabilidad, se embarcará en un navío rumbo a la lejana Tarshis (¿Cádiz?), en el estrecho de Gibraltar pero, una vez en altamar, el barco será sorprendido por la tempestad. La tripulación, una vez advertida por el mismo Jonás de que la tempestad es con toda seguridad un elemento enviado por Dios para castigar su falta, le arrojará por la borda para escapar al desastre. Jonás será engullido por la ballena, que en el verdadero relato es simplemente un gran pez, y más tarde liberado y perdonado por Dios.

En el capítulo de Moby Dick de Melville la historia de Jonás es narrada a los marineros por el histriónico predicador Mapple, que describe a Jonás saliendo por fin de la ballena, golpeado y medio muerto, y dispuesto esta vez a seguir el mandato de Dios. ¿Y cual es éste? Como lo expresa Mapple: «Predicar la verdad en el mismo rostro de la falsedad.» Este mandato, aunque evidentemente no por imposición divina, será el que Orwell intentará satisfacer a lo largo de su vida y obra.

Orwell, de alguna forma, encontrará en Miller su exacto polo opuesto. Compárese su Sin blanca por París y Londres (1933) con Trópico de cáncer, libros contemporáneos que además reflejan a menudo ambientes equivalentes. Y, sin embargo, ¡qué abismo separa las intenciones de uno y otro! Orwell es el hombre acomplejado por su pasado pequeño burgués y sus servicios al Imperio británico, que va al encuentro de los desheredados, que busca una nueva vía para el socialismo que redima a las masas de la opresión y de las ideologías totalitarias. Miller, sin sentimiento de culpa, representa al vividor, cínico, egoista, perfecto irresponsable. Es el hombre del carpe diem en una Europa que viene del desastre y se encamina hacia el fin. Es el pequeño pícaro y pecador que quiere apurar su copa de vino antes de que le lleven al patíbulo. Orwell, de todas formas, exagera la eficacia literaria de la obra de Miller, casi siempre excesiva, hoy practicamente ilegible. Treinta o cuarenta páginas habrían bastado tal vez para decir lo que quería decir, lo que Orwell por otro lado presiente. Pero sin duda Orwell se siente impresionado por un hombre que es a la vez agudo e inteligente pero que rehuye toda responsabilidad política. El episodio que narra su encuentro con él en París en el momento en que Orwell se dispone a llegar a Barcelona para sumarse a la lucha contra el fascismo durante la guerra civil es muy revelador. Miller le indica que ir a España a morir por la causa es una completa idiotez. En ese cruce de caminos, dos visionarios de su tiempo toman direcciones equivalente pero totalmente opuestas. Los dos quieren defender la verdad humillada y aplastada del «hombre pequeño» pero si el compromiso de Miller es puramente estético, aunque vital, Orwell ha dado el paso hacia la acción: en la terrible marea de la confusión ha decidido instalar una baliza para guiarse. Su obra se hará enteramente política a partir de ese momento. Ahora bien, si Orwell es el Jonás para la sociedad de su época, el Jonás que asume su función y les grita a sus contemporáneos lo que estos no quieren oir, Miller seguirá siendo siempre el Jonas fugitivo para Orwell, un Jonás también legítimo que renuncia a su función en un mundo sin imperativo divino, que no quiere abandonar su ballena y al que no podrá dejar de escuchar de tanto en tanto. Es un Jonás que nos grita a todos una verdad que no siempre queremos escuchar porque es una verdad que causa desasosiego: ¿y si todo si todo compromiso político no fuera otra cosa que un instrumento para transfigurar o camuflar necesidades mucho más mezquinas e inconfesables?

Esto por lo que respecta a Orwell y Miller. Pero si nuestra historia de Jonás y la ballena se acabara aquí quedaría un tanto incompleta. Recordemos que otros autores, como Albert Camus y Lewis Mumford retomaron esta imagen del profeta Jonás para representarse a sí mismos. Camus, sin duda, conocía los textos de Orwell y Miller y su famoso relato «Jonás o el artista trabajando»[[Contenido en su libro de relatos El exilio y el reino.]] expresa casi de manera didáctica una posible respuesta al problema de la literatura y el compromiso político.
En realidad, Camus no intenta tanto dar una respueta como sugerir una modesta vía, una posibilidad. Tal vez, una dimisión casi digna. Pero Camus, en su relato, toma un ángulo diferente al de Orwell. No le interesa tanto partir de un ejemplo de artista político o politizado que se enfrenta al mundo como el mostrar que la única vía posible para el artista en la sociedad contemporánea es un determinado aislamiento, una soledad, un reducto estanco desde donde, ironicamente, pueda sentir por fin el latido de la comunidad que le rodea. El Jonás de Camus es un hombre sencillo, amable, que solo pretenda trabajar en su obra pero que al verse invadido por todo lo que es el contexto mundano del arte advierte que su capacidad creativa se asfixia y ya no encuentra gusto en lo que hace. Para poder seguir mirando al mundo, para sentirlo y apreciarlo, necesita retirarse a ese vientre oscuro de la soledad y la incomunicación.
Descubre su solidaridad a través de su soledad, y el famoso solidario solitario encarna para Camus el reducto último de la ética del creador. No se olvida de lo colectivo: es el hombre que se arroja al mar, al vientre de la ballena, para justamente salvar lo que de valioso hay en lo colectivo. Es un destino trágico e inquietante ya que muestra que solo por vía del aislamiento se puede seguir en contacto con lo que hace vivir a la humanidad. Una vez que Jonás, en el relato, se ha construido su curioso refugio y se ha quedado allí apartado de todos puede decir que: «Escuchaba las voces de sus hijos, el rumor del agua, el tintineo de la vajilla. Louise hablaba. La cristalera vibraba al paso de un camión por el bulevar. Allí estaba el mundo, joven y adorable: Jonas escuchaba el hermoso rumor que producen los hombres.» Por supuesto, el alejamiento de Camus es muy diferente del de Miller: el Jonás de Camus se sumerge en una especie de pureza contemplativa, el de Miller se hunde en el albañal de la sociedad.

El Jonás de Camus se exilia voluntariamente de la sociedad para preservar su amor por sus semejantes pero el aislamiento amenaza con destruirlo físicamente. Su internamiento en el vientre de la ballena es más una autoinmolación que una vía de escape hedonista como la pinta Orwell. Camus invierte por completo la interpretación que nos ofrecen Orwell y Miller. El vientre de la ballena no significa la irresponsabilidad sino el acto desesperado para salvar los últimos atisbos de responsabilidad posible en una sociedad banal. De nuevo, esta interpretación no cancela las anteriores sino que las completa. ¿De qué modo habría juzgado Orwell esta versión solidaria y humilde de la famosa torre de marfil? Es difícil saberlo. En cualquier caso, Camus ya no parece poner mucho énfasis en que el artista o el escritor deba gritar la verdad a sus contemporáneos, y mucho menos, anunciarles el porvenir. También hay que precisar que el relato de Camus se sitúa ya en la posguerra, después del desastre, mientras que Orwell todavía escribía su texto en el momento en que todo empezaba a derrumbarse. Orwell tenía una sensación de inminencia de la llegada de una verdadera y despiadada época de terror, presente en 1984, pero esta inquietud se muestra de otra forma en la obra de Camus. En todo caso, el autor de La peste alberga ciertas esperanzas estéticas porque todavía confía en que el artista solitario tiene algo valioso que proteger, más allá de las transformaciones políticas.

Se podría decir, en ese caso, que el texto de Lewis Mumford sobre Jonás es una especie de culminación de todo lo que hemos dicho. Mumford se identifica, de manera irónica, con el profeta Jonás. Con ocasión de la entrega del premio National Book Award, en 1972, un Mumford ya anciano ofreció a los concurrentes una pequeña conferencia que se tituló «¡Llamadme Jonás!» donde ofrece su particular visión de esta fábula. Mumford hace mención a la visión en Moby Dick de la historia de Jonás y señala que él no se identifica necesariamente con el profeta que no quiere decir la terrible verdad a sus conciudadanos y que huye. Da otra vuelta de tuerca a la historia ya que subraya el hecho indudable de la misericordia divina que salva a Jonás y que libra de la condena a los habitantes de Nínive. Viene a decir que, finalmente, Dios se ha burlado de Jonás porque éste ha esperado un castigo más terrible del que en realidad ha recibido. Y los ciudadanos de Nínive, a su vez, parecen dispuestos a admitir sus pecados y a intentar corregirse.

Mumford había podido ser considerado en Estados Unidos como un pájaro de mal agüero, especialmente a partir de los años cincuenta, cuando su obra se va llenando de lucidez analítica al mismo tiempo que de sombrías perspectivas. Mumford denigra la evolución de la sociedad industrial y urbana, como ya sabemos, y se convierte en una especie de profeta «en tiempos de sombra». A diferencia del Jonás-Miller, Mumford cumple su tarea de alertar a la humanidad sobre los peligros que le esperan de seguir por la senda trazada por la sociedad tecnológica. No es tampoco el Jonás de Camus de la soledad solidaria, ya que su presencia pública se impone; hay una dimensión política en Mumford y una cierta vocación de reformador radical de la sociedad. Sin embargo, de manera paradójica, Mumford concluye por tejer lazos con una aceptación del mundo y de la vida que no habrían disgustado del todo ni a Miller ni a Camus. Al final de su vida, como se ve en su conferencia, parece reconciliado con una tolerancia a los males menores, a las soluciones posibles si dichas soluciones ayudan a hacer que el mundo sea un poco menos espantoso.

Mumford critica el papel de los profetas sombríos: «El mostruoso error de Jonás consistió en imaginar que podría saber con anticipación lo mal que Dios y el pueblo de Nínive se iban a comportar.» En el pasaje citado de Moby Dick, el párroco Mapple declamaba: pobre del profeta que se desvía de su labor evangélica. Pero Mumford cambia ostensiblemente el significado: «Pobre del profeta que confunde su propia voz con la voz del Señor y que cree que puede saber con anticipación lo que el Señor esconde en su manga.»

De la historia de Jonás y la ballena, como vemos, Mumford extrae una enseñanza que es oblicua a lo interpretado por Miller, o por Orwell o por Camus. Más que en la misma historia de Jonás, Mumford centra su atención en la conclusión de la historia, una especie de happy ending que nos muestra que siempre hay caminos posibles para la vida y que debemos atenernos a las minúsculas verdades del día a día. En todo caso, nunca intentar evangelizar a los demás con los sombríos cuadros de nuestra imaginación. Mumford presentó a veces un futuro inquietante para la sociedad industrial… ¿estaba haciendo una crítica de sí mismo? ¿Sirve en todo caso de saludable reproche para todos aquellos que alguna vez nos hemos empeñado en la anticipación del desastre? Seguramente. Al final de su conferencia se presenta como alguien que no es ni pesimista ni optimista. Tampoco un utopista. Vuelve a sacar a relucir uno de sus lemas favoritos: La vida es mejor que la utopía. Y, señala, con Henry James, que nada hay más precioso que podamos poseer que la misma vida.

Esta exaltación de la vida le reúne a la vez con Miller, con Camus y con Orwell, pero de la misma forma, mantiene su peculiaridad frente a ellos. Es significativo que al despedirse al final de la conferencia, muestre su agradecimiento no solo a los que le han concedido el premio, sino también « a aquellas voces sin nombre que llegaban en la distancia y en la profundidad, cuando me encontraba sepultado en el vientre de la ballena». Mumford reconoce pues que se encontró también en el vientre de la ballena, y como el Jonás de Camus, recibía con agradecimiento esa comunicación tenue de los otros, lejanos, seres anónimos pero en todo caso último fundamento de su obra y de sus esfuerzos. De alguna forma, admite que los momentos de sombríos vislumbres eran pasajes inevitables y necesarios de un trayecto largo hacia la ansiada luz, la luz de esa vida que dice amar por encima de cualquier ideal utópico.

¿Y qué enseñanzas podemos sacar nosotros de todos estos ires y venires por la historia de Jonás ? Tal vez algunas. La primera es que, como dice Orwell en su texto sobre la ballena, es extremadamente difícil hacer una literatura que pueda afirmar ideales positivos sin caer en la retórica. Como él lo expresa: «Una novela de líneas más positivas y constructivas, y no emocionalmente espúrea es, por ahora, muy difícil de imaginar.» Esto lo escribía Orwell en 1939. Quería decir que en su época escribir algo como La educación sentimental de Flaubert, o Germinal de Zola, o Padres e hijos de Turguenev, es decir, algo equivalente, era extremadamente difícil. Pero, en términos generales, la época que describía Orwell se puede extender a nuestros días. La literatura que quiera expresar elevados ideales políticos o sociales con una construcción sólida y verídica es hoy rara, y la que surge es poco conocida. También es verdad que desde los años sesenta del pasado siglo, la literatura ha dejado de ocupar un cierto lugar de privilegio que le correspondía desde la Ilustración. Hay generaciones enteras que se han educado políticamente con la música, el cine, los comics, los fanzines, la ciencia-ficción e incluso las pintadas callejeras u otras formas de expresión que no dependen de grandes intermediarios.

Orwell señalaba entonces con lúcida ironía: «Entremos en la ballena -o mejor, admitamos que estamos en la ballena (puesto que lo estamos). Dejémonos llevar por el proceso mundial, dejemos de luchar contra él o de pretender que lo controlamos; aceptémoslo simplemente, conservémoslo, grabémoslo. Esa parece ser la fórmula que cualquier novelista sensible puede adoptar ahora.»

Orwell no pudo, no podía, seguir ese camino. Su sensibilidad era otra que la de un mero termómetro de la fiebre social. En cualquier caso, podríamos pensar que un consejo tal hubiera sido leido y tomado al pie de la letra por miles de artistas y novelistas de nuestra época. Pero si el truco de Miller tenía ya en su época sus límites, ¿qué pensar de todos los incontables discípulos de esta escuela de subjetividad omnipotente y despótica, de alegres y desdeñosos vitalistas? Si la ballena se vuelve tan grande como el mundo, entonces ni siquiera tendrá sentido aislarse. Habremos traido con nosotros, al vientre cálido y protector de la ballena, toda la miseria y tiranía que nos atenazaba. No es que no pueda quedar sitio para los humildes solidarios solitarios, es que ya no habrá escape ni para los maestros del cinismo. ¿Hay alguien que haya concebido esta terrible pesadilla? ¿No empieza a parecerse un poco demasiado a lo que vivimos?

Pero no, habíamos dicho que no íbamos a empezar otra vez a anticiparnos.

José Ardillo

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