«Nuestro problema no es hacer posible el anarquismo hoy, mañana o dentro de mil años, sino avanzar hacia el anarquismo hoy, mañana y siempre». Enrico Malatesta, 1910
Desde los tiempos del anarquismo «clásico» hacia ahora el sistema (paradigma) de los opresores ha cambiado. Hoy en día la explotación no se sustenta más sobre el capitalismo industrial nacional, y ya no se justifica por medio de la democracia representativa. Por lo tanto, el estado nacional no es la principal herramienta. El sistema actual es normalmente transnacional, «gestionado» por multinacionales que controlan el capital financiero, cuyas decisiones se imponen a los estados nacionales, sin dejar el menor margen para llevar a cabo políticas económicas diferenciadas. El imperialismo también está superado; éste era un sistema al servicio de los estados-nación poderosos, que contaban con territorios, fronteras, instituciones y gobiernos propios: los estados más fuertes explotaban a los países pobres. Ahora, el imperio se ha descentralizado y desterritorializado, no tiene fronteras geográficas, se expande continuamente, tiene identidades culturales mezcladas y cambiantes, y está bajo una jerarquía que no controlan la elecciones.
Otro problema es el del balance y la imagen dejada por las revoluciones comunistas violentas del siglo XX. Aunque el anarquismo criticó desde el principio su orientación autoritaria y dictatorial, lo cierto es que si no cuestionamos la historia que hemos compartido con ellas y los moldes con los que hasta ahora hemos concebido la revolución, no avanzaremos. Por citar dos ejemplos: la confianza en la ciencia «liberadora» y la tarea prometeica de «dominar» la naturaleza.
La evolución de la clase trabajadora como posible protagonista de la revolución ha roto la identidad entre oprimidos y libertadores. La clase trabajadora no es más una clase-masa o clase-pueblo, compacta, el «sujeto» revolucionario: aunque la población asalariada sigue siendo amplia, es un hecho que la atomización de clase y la cultura consumista e individualista que ha reemplazado a la cultura obrera específica han cambiado muchas las cosas. La primera, el sindicalismo: muchos sindicatos se han convertido en gestores orgánicos del sistema, en el mejor de los casos al servicio de los sectores «privilegiados» que disponen de empleo, garantizando con ello la paz social. En este clima de desconfianza hacia los sindicalistas pocos trabajadores se afilian. Otro problema: entre las diversas categorías que conforman a los oprimidos no existe conciencia de clase o no se encuentra un sentido histórico común; emigrantes, parados, minorías… todos merecen apoyo, pero, a menudo, su implicación no se realiza en términos de «revolución para todos», sino de «un hueco para mí». Algunos dicen que estas luchas nos alejan del sujeto revolucionario, de la clase trabajadora; estando ese sujeto, sin embargo, en cuestión, parece mejor una lucha sin falsas ilusiones, para que las que existen se puedan juntar y complementarse.
Hay que dar respuestas generales a la globalización de los explotadores, y ligarlas a los objetivos libertarios: generando pequeñas unidades de producción y gestión, autogobernadas y unidas mediante el federalismo. El camino frente la globalización no es la resurrección de unos estados-nación que traten de asegurar la libertad y la justicia dentro de unas fronteras cerradas y protegidas: estas son soluciones del viejo mundo, asociadas a la nostalgia de un socialismo autoritario y antilibertarias.
La política de los regímenes populistas no es una salida. Nuestro camino tampoco es el de los socialdemócratas, o el de los grupos de presión, que por medio de elecciones o de lobbys traten de aliviar las consecuencias sociales y ecológicas de la globalización. Nuestro altermundismo es una forma de antimundialismo: en cuanto a la gestión, tratar de impulsar y relacionar las iniciativas de producción y apoyo mutuo a nivel local; en política, rechazar la estrategia de tomar el poder (mucho menos cuando se trata de grandes unidades), y confiar en la capacidad de la gente para enfrentarse con los poderes locales y coordinarse a nivel general, incluso mundial.
En Euskal Herria, como en otros lugares, los libertarios (anarquistas) se han mantenido fieles a la corriente y a los ideales fundamentales del movimiento: educar y alentar al pueblo, crear instituciones de solidaridad, organizar a los trabajadores, tomar parte en las luchas y alimentar la insurrección. Para empezar, no deberíamos situar a una tendencia por encima de otras: todas tienen su lugar, y su prioridad en función de la situación y de los tiempos. Cuál debe ser el campo de acción se debe decidir en función de las circunstancias y de los escenarios: fábricas o barrios, asalariados o precarios, producción o consumo, asociaciones o calle, educación o violencia,… Si propusiéramos una fórmula única, caeríamos en el comunismo autoritario del siglo pasado: la dictadura del sentido obligatorio de la historia y de la minoría rectora que todo lo entiende.
Hay que trabajar en el seno de la clase trabajadora, en la organización y en las luchas. En cuanto a la organización, en sindicatos anarquistas, por supuesto, pero también en las iniciativas que desarrollen otros sindicatos combativos; En este sentido, otros tipos diferentes de organización (coordinadoras y acciones radicales unitarias) que han surgido para tratar de superar la crisis del sindicalismo pueden ser muy adecuados para los libertarios.
El ámbito de la Democracia tampoco nos resulta extraño. Hoy en día se ha recortado mucho, y parece que solo sirve para delegar el poder en políticos profesiones cada cuatro años. Pero el principio que está en la base de la democracia es el siguiente: que el sistema democrático se justifica para posibilitar los derechos individuales, sociales y culturales de las personas. El sistema de exclusión que impulsa el Estado (económico, social, jurídico, sexual, lingüístico,…) se adapta a la mecánica de las elecciones, pero no se casa bien con la democracia verdadera. Por eso, si exigimos día a día y en todos los terrenos la «la libertad basada en la igualdad», le abrimos la puerta al surgimiento de un sin fin de las luchas legítimas. El Estado no puede dejar sin derechos a grupos enteros de personas sin dañar los principios generales de libertad que se aplican a todo el mundo. Para los inmigrantes los derechos de ciudadanía, la igualdad entre hombres y mujeres, la posibilidad de desarrollo de medios de comunicación libres en cualquier lugar, es decir, las luchas contra la discriminación pueden ser admitidas por todo el mundo. Esta aceptación legítima la desobediencia civil y después, cuando todos los recursos pacíficos se agotan, el sabotaje. No estamos hoy en tiempo de insurrección, mañana no lo sé; mientras tanto, el sabotaje es lícito y se une a la violencia legítima y necesaria para tratar de cambiar el sistema.
Merece una explicación la cuestión de las luchas para proteger los derechos sociales. Debemos defender los beneficios históricos conseguidos por el pueblo llano, los cuales se están perdiendo como consecuencia de la globalización: subsidios de desempleo, salarios negociados, jubilaciones dignas, servicios públicos gratuitos (salud, educación, transporte,…), pero con ello no le queremos dar una nueva legitimidad al Estado. En la lucha contra las multinacionales, no tenemos como fin darle al Estado el monopolio de la propiedad o de la distribución de los recursos: reivindicamos la gestión (y autogestión) social. En nuestro pasado existieron diversas iniciativas, ateneos, cooperativas, colonias de verano,…; Hoy en día, existen nuevas experiencias, el AMAP[[Associations pour le maintien d’une agriculture paysanne. Movimiento por el mantenimiento de una agricultura de productor, biológica y local. Trata de establecer relaciones directas e igualitarias entre productores y consumidores.]], que asocia a productores y consumidores, el SEL[[Système d’Echange Local (Sistemas locales de intercambio).]] que potencia el comercio local directo; tenemos a la okupas de siempre; y también existen en el mundo iniciativas más amplias: el movimiento indigenista de Chiapas, el comunalismo de Oaxaca, algunos movimientos sociales en Argentina,… El objetivo: fomentar las iniciativas de gestión en circuito corto que unen a individuos y comunidades naturales, en colaboración igualitaria, con democracia directa y con una economía a una escala controlable. La clase trabajadora ha desaparecido como sujeto único, pero se están multiplicando las oportunidades para que se unan los trabajadores y los explotados, y si el futuro tiene un color, ese es el libertario.
En Euskal Herria, merece una mención especial la interacción entre el grupo nacional y la cultura. En la Izquierda Abertzale algunos quieren dar una única salida a un pueblo vasco ideologizado con una «identidad fija», esto es un estado vasco unitario. Teniendo en cuenta el cambio de paradigma antes mencionado, la construcción del socialismo nacional en un estado unitario es una utopía reaccionaria. Para dar una alternativa libertaria a los que viven en Euskadi, y en beneficio de todos, se debe establecer un cauce natural para una comunidad diferenciada que tiene conciencia vasca (e idioma): reconocer su personalidad nacional y proporcionarle los medios para que pueda plasmar su derecho a la autoorganización, así como erigir un sistema federativo que nos junte a todos. Es decir, así como existe fantasma de una identidad general y única, la carencia de identidad o sus continuas fluctuaciones son quimeras postmodernas. Una identidad básica no imposibilita la existencia de prácticas múltiples, y en esas prácticas se une la posibilidad sana de vivir y trabajar juntos. Es posible ser abertzale y libertario tanto individual como colectivamente: abiertos a los demás e impulsados por ellos.
Emilio Lopez Adan, Beltza
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