DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEGAMÁQUINA

La historia de la civilización ha sido, en muchos aspectos, la historia de la concentración del Poder. Este proceso de unir y concentrar fuerzas humanas en estructuras cada vez mayores, mediante una organización piramidal y jerarquizada, ha dado lugar a lo que Mumford nombraba como Máquina o Megamáquina. Esta Megamáquina, una de cuyas caras es el Estado-Nación, comprende no sólo formas eficaces de oprimir y esclavizar a masas enteras de individuos, sino igualmente la posibilidad de coordinarlos mecánicamente para edificar proyectos fabulosos que rematan la misma existencia del Poder.

Para Mumford, la gran leva de hombres y mujeres empezó ya en la antigüedad, con los imperios despóticos de Egipto y Mesopotamia. Esta leva, verdadero reclutamiento humano para la construcción de pirámides, templos, canalizaciones y, por supuesto, gigantes máquinas de guerra, recorre toda la historia, de oriente a occidente, hasta nuestros días, en los que la conscripción estatal e industrial es un hecho «tan natural» que ya pasa inadvertido. La Máquina-Estado es hoy una realidad indiscutible, tremendo Moloch con rostro banalizado por la propaganda humanista, monstruosa extensión planetaria del Poder que apenas encuentra ya oponentes.
La historia de la construcción de la Máquina es un «mito», es decir, un cuento, una fábula. A la vez, para Mumford, la Máquina ha impuesto su narración como único mito aceptable, destruyendo otras posibilidades de habitar el mundo. La Máquina, o Megamáquina, proyecta su dimensión mítica como una sombra sobre la historia universal, cegando toda esperanza humana de vivir fuera de sus altos muros. Según el mito de la máquina, únicamente una organización autoritaria ejercida sobre una población en un gran territorio puede producir una forma próspera de vida colectiva. Sólo cuando se consuma esa división esencial entre dirigentes y ejecutantes, cuando los individuos se incorporan a una disciplina de trabajo continuado dentro de una estructura que les trasciende, cuando las decisiones del Poder se ocultan en las últimas cámaras del Castillo, sólo entonces podremos esperar pacientemente que la Historia nos compense a todos por haber dejado que nuestras almas hayan sido trituradas entre los engranajes de la Máquina.

Encontramos un antecedente literario de esta perversión histórica en las obras de Kafka, particularmente en su relato «De la construcción de la muralla china». Vemos ahí como los hombres de todas las regiones recónditas del imperio son llamados a la leva. Cómo la construcción de la muralla obedece a los temores paranoicos de un emperador, autoridad inalcanzable que tal vez carece de existencia real. La construcción de la muralla, narrada irónicamente por Kafka, se convierte en un absurdo despropósito, más absurdo en tanto que diseñado y realizado dentro de la más escrupulosa seriedad y fanatismo colectivo. Kafka no deja de resaltar, ciertamente, el papel de la Conducción, órgano supremo que dirige la construcción de la gran muralla, y sobre cuyas decisiones es mejor no pensar demasiado.
El relato de Kafka incide justamente en esa oscuridad que rodea el nacimiento del proyecto de construcción de la gran muralla y de la institución de la Conducción. La Conducción ejerce de hecho un poder arbitrario sobre los pobladores. ¿Cuándo y cómo nació? Parece que la Conducción era ya anterior a la decisión de construir la muralla: «Más bien la Conducción existió desde siempre, lo mismo que la decisión de construir la muralla.»

En efecto ¿cómo no poner en relación las reflexiones de Mumford sobre la Megamáquina con las visiones precursoras de Kafka en su novela El castillo y en otros fragmentos? La vida de muchas personas en los modernos estados industriales se parece a un mal sueño dominado por el mito de una organización técnica todopoderosa a la que deben rendir pleitesía. Este mito, basado en la eficacia y la productividad, hunde sus raíces en la construcción de las primeras megamáquinas urbanísticas, militares y burocráticas que describe Mumford:

«Ninguna divinidad vegetal, ningún mito de la fertilidad, podía producir este tipo de orden frío y abstracto, esta separación entre el poder y la vida. Sólo aquel con poder otorgado por el dios Sol podía eliminar todas las normas o límites respetados hasta ese momento para el esfuerzo humano. El rey figura en las primeras descripciones como un ser de carácter heroico, que mata a un león sin ayuda de nadie, construye grandes murallas para la ciudad, o como Menes, desvía el curso de los ríos. Esa tensa ambición, ese esfuerzo desafiante pertenece sólo al rey y a la máquina que pone en marcha.»

Mumford llama la atención sobre la estructura y el funcionamiento de esta Megamáquina antigua. Según él, para que esta gigantesca estructura funcionase era necesario poner a punto dos elementos. De un lado, una organización eficaz del conocimiento (y dice Mumford, «natural y sobrenatural»), de otro lado, un sistema elaborado de mandato. Lo primero era encargado a la casta sacerdotal, y lo segundo a la organización burocrática, ambas jerarquías establecidas respectivamente en el templo y el palacio. Como señala Mumford, sin ellas, la trama del poder no podría funcionar.

La medición del tiempo, la observación de la regularidad de los fenómenos meteorológicos, la elaboración de calendarios y registros, todo ello contribuyó igualmente a la institución de un conocimiento que estaba en manos de la casta dirigente. Este monopolio del saber reforzaba su posición de dominio y consagraba el secretismo como uno de los rasgos típicos de las clases gobernantes. Como afirma Mumford: «El conocimiento secreto es propio del cualquier sistema de control total.»

Por lo demás, esta articulación de la burocracia, del saber y de las estructuras de mando permitía a los gobernantes, por primera vez, extender su poder en la distancia. En efecto, lo que hoy de manera neutra denominamos «administración», reproducía en todas partes el poder unívoco de los príncipes, logrando además que los sometidos interiorizaran rápidamente la ley que se les imponía.

«Una vez la estructura jerárquica de la máquina humana fue establecida, no había límite al número de manos que podía controlar o sobre las que podía ejercer su poder. La eliminación de las dimensiones humanas y de los límites orgánicos es de hecho el principal alarde de la máquina autoritaria. (…) La especialización ocupacional era un paso necesario en el ensamblaje de la máquina humana: sólo mediante la intensa especialización en cada parte del proceso se podía alcanzar la precisión y perfección sobrehumanas del producto. La ubicua división a gran escala del trabajo en la sociedad industrial comienza en este punto.»

Llegamos a ese proceso de destrucción de la responsabilidad individual del que hablaba Günter Anders y que permite que el alma humana se disuelva en una poderosa estructura cuyos productos finales le superan enteramente. También en su libro L´État, escrito en los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, Bernard Charbonneau destacaba este fenómeno de inhibición de la libertad dentro de la gran maquinaria estatal, Leviatán que vuelve inconmensurable la responsabilidad frente a los crímenes del Poder.

Ahora bien, y lo que es más interesante, Mumford describe como la Megamáquina ha vuelto a tomar forma en la edad contemporánea. Resulta significativo que Mumford sitúe este renacimiento en el llamado siglo de las Luces y, sobre todo, en el estallido de la Revolución francesa:

«La reconstrucción de la antigua megamáquina tuvo lugar en tres estadios principales. El primer estadio estuvo marcado por la Revolución francesa de 1789. Aunque esta revolución depuso y ejecutó al rey tradicional, restableció con un mayor poder su abstracta contrapartida, el estado nacional, al cual, de acuerdo con las teorías pseudodemocráticas de Rousseau sobre la voluntad general, se le otorgó poderes absolutos, como la conscripción –poderes que los reyes hubieran envidiado…»

El segundo estadio adviene con la Primera guerra mundial aunque, siempre según Mumford, muchos pasos previos habían sido ya dados desde los tiempos de la guerra franco-prusiana: la constitución de un orden industrial-científico, la escolarización obligatoria, el adocenamiento de la clase obrera mediante el sufragio universal y el llamado estado de bienestar…

El tercer estadio se completaría en los años posteriores con el nacimiento de los sistemas totalitarios, fascistas o comunistas. De acuerdo con Mumford los regímenes totalitarios de la Unión Soviética y de la Alemania nazi guardaban, por un lado, rasgos arcaicos de las antiguas megamáquinas, fusionados a la vez con innovaciones técnicas y organizativas que afectaban a la misma naturaleza del sistema, como la propaganda masiva, y que serían poco después ampliamente adoptados por las sociedades liberal-capitalistas.

Los errores estratégicos junto con las barbaridades cometidas dentro de las megamáquinas nazi y soviéticas, y que en el caso de Alemania aceleró su derrumbamiento, no produjo sin embargo la desaparición de la Megamáquina como tal. Como dice Mumford: «Lejos, entonces, de ser enteramente desacreditada por los errores colosales de su élite dirigente, la megamáquina fue reconstruida por los aliados occidentales sobre directrices científicas avanzadas, con sus partes humanas defectuosas remplazadas por substitutos mecánicos, electrónicos y químicos, y –eventualmente- enganchados a la fuente de energía que ha vuelto todas las formas de producción energéticas tan obsoletas como los misiles de la Edad de Bronce.»

Para Mumford, la reconstrucción de la Megamáquina a nivel planetario coincide con la inauguración de la era nuclear. En los Estados Unidos la casta militar y técnica se refugia en el Pentágono, nuevo enclave para los príncipes que operan en el más riguroso secreto. El presidente reúne ahora sobre sí poderes incontestables, con el pretexto de garantizar la seguridad nuclear. Las dos grandes potencias de ese momento, la Unión Soviética y los Estados Unidos, intercambian rasgos y métodos. El contagio mutuo quiere que la propaganda, la persuasión, la coacción, la censura, impongan al este como al oeste el mismo estilo de régimen industrial-burocrático, a pesar de las apariencias, aunque será la Megamáquina soviética, con todas sus torpezas autocráticas y su rigidez, la que saldrá derrotada. En todas partes triunfa lo que Mumford designa como el Hombre de la Organización, figura arquetípica que se encarna en toda persona conforme con su destino dentro de la gran maquinaria. El Hombre de la Organización, en otros tiempos, podía ser el verdugo, el delator, el torturador, todo aquel dispuesto a ejecutar órdenes despiadadas sin pestañear. Pero en los tiempos modernos, dado que la Megamáquina ha implantado un régimen total que integra todo el universo de la producción, consumo, tiempo de ocio, etc. cualquiera de nosotros puede ser el Hombre de la Organización.

Al comparar las dos megamáquinas, la antigua y la moderna, Mumford advierte que la moderna, en muchos casos, puede permitirse el lujo de renunciar al esclavizamiento y el exterminio masivo, pero si esto es así se debe sobre todo a la eficacia de sus terribles instrumentos de persuasión que anulan toda posibilidad de independencia. En cualquier caso, una de sus conclusiones no deja lugar a dudas: «La ideología que subyace y une la antigua y la moderna megamáquina ignora las necesidades y los propósitos de la vida con el fin de fortificar la trama del poder y extender su dominio.»

El juicio de Lewis Mumford sobre la sociedad industrial es rotundo. En su elaborado análisis, poder, economía, trabajo, técnica, urbanismo, arte y antropología, todos estos elementos se fusionan en un conjunto integrado y coherente.

Quiero considerar aquí que los escritos de Mumford pueden servir para fundamentar sólidamente una cultura refractaria a las trampas del sistema. Aunque Mumford nunca se consideró así mismo como un pensador anarquista, en su obra podemos tener una fuente de inspiración para continuar nuestra reflexión contra el Poder.
De hecho, no son pocos los que de alguna manera han seguido el camino crítico de Mumford. Por referirnos aquí a los más conocidos, podemos señalar a Murray Bookchin, Paul Goodman, Th. Roszak, Langdon Winner, Colin Ward, David Noble, David Watson, Fredy Perlman… Las corrientes relacionadas con la ecología social, la ecología radical, el anti-industrialismo, deben mucho a las obras de Mumford, incluso aunque algunos tomen distancia frente a sus posiciones, lo que siempre es saludable.

El urbanismo libertario de Murray Bookchin es deudor de la obra de Mumford, en particular, de su libro monumental The City in History (1961). En su obra Los límites de la ciudad, publicado a principios de los años setenta del pasado siglo, Bookchin continuaba esa tradición mumfordiana de valoración de los aspectos positivos de la civilización, en especial cuando describía la vida en las ciudades independientes de la Edad Media. Al igual que Mumford, y aún considerando que toda la arquitectura urbana es de una forma u otra producto del Poder, Bookchin no rechazaba calibrar la declinación de formas urbanas menos coercitivas hacia otras decididamente opresivas e inhumanas. En su libro, Bookchin lanza una condena sobre la vida urbana moderna en unos términos que no desentonan con algunos de los textos de Mumford. Más interesante es la valoración que hacía de algunas experiencias de rechazo radical a la ciudad moderna, nacidas en la ola contracultural y que, a pesar de una inevitable ingenuidad, ensayaban vías de reapropiación del espacio urbano como respuesta a la crisis global.

El rechazo a la centralización, a la estandarización, a la dominación territorial del Estado, todo ello constituye la base mínima para un programa de transformación de la sociedad. Lo que estaba presente en un autor como Paul Goodman, autor libertario estadounidense, comprometido con la contestación juvenil y estudiantil en los años sesenta. En obras como People or Personnel (1965) o Like a Conquered Province (1967), retoma muchos de los problemas que están presentes en la obra de Mumford. En People or Personnel, Goodman denunciaba la terrible tendencia hacia la centralización de la sociedad americana, la fortificación del Estado y el debilitamiento de los individuos y las colectividades, la creación de una gigantesca burocracia enemiga de la gente común. Frente a esta hipertrofia estatal y centralizadora, Goodman opta por ofrecer algunas soluciones prácticas, intentando reafirmar el valor de la autoorganización de las unidades pequeñas frente a los grandes aparatos de decisión. Resulta curioso señalar que Goodman, siendo un líder reconocible de la protesta juvenil, y declarándose él mismo «anarquista», se muestre en muchos casos más moderadamente crítico frente a la ciencia o frente al aparato industrial que el mismo Mumford, apostando por un pragmatismo más que discutible. No obstante, en estos dos libros como en otros, y en sintonía con Mumford y Kropotkin, Goodman no deja de denunciar la urbanización catastrófica del suelo y defiende un proceso de reconstrucción rural.

De hecho, el pensador anarquista británico Colin Ward, que ejerció durante años la profesión de arquitecto y educador, retoma esta herencia de Mumford para plasmarla en ensayos críticos sobre el urbanismo, la motorización, la escuela, el agua… En 1974 se ocupa de lanzar una redición del libro de Kropotkin Campos fábricas y talleres, libro muy valorado por Mumford. La redición de Ward tenía la virtud de resituar el libro de Kropotkin en el momento en que saltaba la alarma de la crisis energética y que el movimiento ecologista empezaba a tomar fuerza. Ward, en los apéndices del libro, señalaba la conexión entre las ideas descentralizadoras de Kropotkin y la de autores como Geddes, Howard, Mumford y el mismo Paul Goodman.

Pero más allá de estos autores ubicados en la órbita de los años sesenta y setenta, la obra de Mumford ha dejado un poso en otros libros importantes para la crítica de la sociedad industrial. Hablamos de Forces of Production. A social history of industrial atuomation (1984) de David Noble que, siguiendo la estela de Mumford, dirige una advertencia a la sociedad sobre el empleo de tecnologías que encierran en su mismo diseño el deseo de controlar y explotar a las personas, de consolidar la estructura piramidal de la Megamáquina, de deshumanizar el trabajo y volverlo ajeno a la colectividad. En su libro, Noble trazaba una descripción minuciosa de cómo la automatización había sido introducida en las fábricas norteamericanas para destruir el control de los propios trabajadores sobre su trabajo y consumar la división entre dirigentes y ejecutantes. Un estudio de campo, como se suele decir, que hizo derivar a Noble hacia posturas decididamente refractarias frente a la tecnología y el maquinismo.

De ese hilo es del que han tirado otros tantos autores para fundamentar una crítica severa de la civilización técnica. En ese aspecto, el libro más explícito es Against the Megamachine (1996) de David Watson, miembro veterano del colectivo que edita la revista antiautoritaria Fifth Estate en Estados Unidos. El libro de Watson, que ha sido en parte traducido en castellano por Alikornio, recoge ensayos penetrantes sobre la debacle de la sociedad industrial y sus oponentes.

Pero este rápido recuento quedaría incompleto sino mencionásemos la obra de Fredy Perlman Against Leviathan. Against His-Story (1983). Perlman fue amigo de Watson y estuvo también involucrado en Fifth Estate durante años. El libro de Perlman contiene numerosos paralelismos con el Mito de la Máquina de Mumford. Ambos describen, aunque de manera distinta, la gestación de la máquina de Poder que desde la antigüedad absorberá la vida colectiva. Donde Mumford ponía la Megamáquina, Perlman alza el Leviatán, forma monstruosa y hobbesiana que destruye la libertad de los pueblos. Resulta evidente que uno de los puntos de partida para Perlman pudo ser el libro de Mumford, cuando en su capítulo tercero Perlman comenta: «La más grande hazaña del Leviatán, como lo sugiriera Lewis Mumford, es la de reducir los seres humanos al estado de cosas, de transformar los hombres en unidades combatientes y mecánicas, eficaces.»

Pero si el propósito de Mumford era el de mostrar que existía una posibilidad para la civilización de librarse de sus fuerzas destructivas y resucitar espiritualmente, encontrando la armonía entre cultura y naturaleza, el libro de Perlman constituye una condena sin paliativos de la vida civilizada. De hecho, el libro de Perlman podría entroncar con las posiciones contrarias a toda forma de civilización que existen, y han existido, en el anarquismo. Sin querer extenderme sobre esta cuestión, considero que la obra de Mumford tiene la ventaja de superar los análisis puramente ideológicos y de asentar su crítica sobre un conocimiento profundo de la historia y de la evolución de las ideas. Esto rompe el esquema fácil que nos hace pensar que la plenitud vital está situada en un momento u otro de la historia o la prehistoria, cuando su obra muestra que nada de lo que le ha pasado a la especie humana es insignificante y que el horizonte de su libertad está tanto en el pasado, civilizado o no, como en el porvenir siempre incierto.

No está de más señalar que el libro El Mito de la Máquina aparece en los años sesenta en una Norteamérica sacudida por los vientos de la contracultura. El movimiento contracultural constituía, entre otras cosas, un rechazo a la sociedad tecnificada y deshumanizada que poco a poco se iba imponiendo en todo occidente. Resulta curioso resaltar que, a pesar del rechazo de Mumford por las manifestaciones de la contracultura, la revuelta juvenil, etc. su libro representa inevitablemente la expresión meditada y fundamentada de ese rechazo informe y salvaje que estaba recorriendo en aquel momento el país. Cuando uno lee los versos que el poeta Gregory Corso le dedicó a Jack Kerouac en 1969, a la muerte de éste, encontramos el mismo aliento romántico, contrario a la civilización de la Máquina, propio de Mumford:

Vinimos a anunciar el espíritu humano en nombre
de la belleza y la verdad; y ahora este espíritu aúlla
por amor a la naturaleza el horrendo desequilibrio
de todo lo que es natural… ¡la naturaleza esquiva ha sido atrapada! Como
un pájaro apresado, enjaezado y manipulado por
las formas sin evolución del experimento y la técnica.

Pero ¿y en el caso español? Quizá la única obra que muestra de manera explícita una provechosa lectura de El Mito de la Máquina es el libro colectivo Extremadura saqueada (1978) de José Manuel Naredo, Mario Gaviria y otros autores. Las intenciones de este estudio eran las de desentrañar el estado de miseria social y de devastación ecológica sufrida por la región de Extremadura, utilizando el símil de la Megamáquina centralizadora en relación al Plan Badajoz que se desarrolló durante el franquismo. Este libro tenía la virtud de constituir una recusación del Estado y su legitimidad: «Pero si el Estado no es un ente neutral ello no se debe sólo a que sea el instrumento de una determinada clase social, sino también a que por su propia naturaleza, su organización burocrática, jerárquica y centralizada no puede más que reproducir relaciones de dominación sobre individuos y territorios cualesquiera que sean los que la controlen.» Sus autores, después de denunciar el saqueo del territorio extremeño por parte de las empresas apoyadas por el Estado, abrían el camino hacia vías de reapropiación colectivas, reivindicando la autonomía de las pequeñas comunidades y del ámbito regional, pero no de un punto de vista «identitario», tan de moda por aquellos años, sino por la conciencia de la crisis ecológica y de la necesidad de recuperar una escala humana para la vida social. Sin nombrarlo en sus premisas, este libro defendía un «regionalismo» que no habría disgustado a Mumford. Es una pena que los autores de este libro no hayan seguido este fructífero camino, en lugar de aceptar el posibilismo y el estéril diálogo con el ente público, actitud típica de los ecologistas de nuestra época.

Y mientras nuevas Megamáquinas se van forjando en nuestro tiempo, nos preguntamos si vencerán algún día aquellos que se proponen resistir a su influjo y destruirlas.

José Ardillo

Noticia bibliográfica
Los fragmentos de Mumford citados en el texto provienen de su obra en dos volúmenes El Mito de la Máquina. Esta obra fue parcialmente traducida al castellano en los años sesenta. La editorial Pepitas de Calabaza saca hoy una edición completa y cuidada de la obra y anuncia publicar también próximamente La Ciudad en la Historia.

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