COMUNICADO SOBRE EL INCENDIO DE GUADALAJARA Y LOS INCENDIOS EN GENERAL

«En la época a que me refiero en que los montes no estaban completamente como ahora sometidos a la acción del Gobierno central, los pueblos, como más inmediatamente interesados en su conservación y más amaestrados por la experiencia en los medios de realizarlo, conforme a las circunstancias de cada comarca, procedían de un modo más sencillo, económico y equitativo, muy diferente del que ahora se emplea en virtud de órdenes emanadas de una oficina regida por personas que sólo por el mapa o por un plano conocen el monte de que se trata.»[[Testimonio de D.Juan Serrano Gómez, «Burgos,Soria, Logroño» en Derecho consuetudinario y economía popular en España, Joaquín Costa y otros autores, tomo II, Barcelona, 1902.]]

«El ICONA no va a proteger la naturaleza, la va a reservar para que la disfruten unos pocos, convirtiendo la sierra en un museo caro, fotogénico y folklórico a costa del éxodo de sus habitantes, a los que previamente se ha despojado de sus medios de subsistencia.»[[Carta de Jaime Axel Ruiz citada en La destrucción de los montes (Claves histórico-jurídicas), Emilio de la Cruz Aguilar, Universidad Complutense, Madrid.]]

Según los periódicos que dan cuenta de lo ocurrido, el incendio de Guadalajara fue obra del descuido de unos imprudentes domingueros, propiciado por la sequía y sin obstáculo por la falta de medios. He ahí, según el masoquismo intelectual de la época, la tríada causante del fuego que arrasó más de 12.000 hectáreas y acabó con la vida de 11 personas.

La respuesta institucional a un problema tan mal planteado de antemano no podía ser otra que reforzar la política forestal vigente, haciendo hincapié en la necesidad de más medios técnicos, la profesionalización de los agentes y el aumento presupuestario -medidas todas acompañadas, qué duda cabe, por el látigo del Código Penal en esa materia-. Una vez más en la larga historia de la política forestal española, el camino emprendido por la reacción institucional y sus asalariados será el de la sistematización continua del error.

Sin embargo, quien quiera apartarse del espejismo tecnocrático de tan nefasta política, y escuchar las voces olvidadas de algún anciano de pueblo podrá entonces juzgar la amplitud del problema, y ver que el razonamiento institucional sólo está avalado por la ignorancia o la hipocresía.

Antaño, cuando los parajes naturales eran todavía los paisajes de una vida rural en relación directa con su entorno, ¿por qué no se quemaban tantas hectáreas -con muchos menos medios, cabe precisar, y ni siquiera una movilidad motorizada-? ¿Por qué el monte no se había convertido aún en la verdadera pólvora que es actualmente? La respuesta es sencilla: pastores, leñadores, resineros, todas gentes del pueblo que sacaban su principal fuente de energía del bosque, y cuya economía quedaba limitada por los recursos locales y en menor proporción por una pequeña economía de mercado, habían establecido con su entorno una singular relación, conformaban con él un ecosistema más o menos equilibrado. Los bosques eran limpios, transitables y poco propicios a convertirse en pasto de las llamas.

¿Qué ha ocurrido para que todo esto haya desaparecido y que sólo quede en su lugar un problema inaudito? La ampliación de una economía de mercado (nacional, pronto internacional), la maquinización creciente de varios sectores de la producción (incluida la agricultura), la galopante urbanización del territorio, el desarrollo desenfrenado de la locomoción motorizada y, en fin, como sostén de todo lo anterior, un consumo energético sin precedentes en la historia de la humanidad basado en el descubrimiento y la explotación de los hidrocarburos, han sentado las bases del desbaratamiento del modo de vida rural. Pero la industrialización de la sociedad no lo puede explicar todo, ya que a veces es tanto causa como consecuencia del abandono del campo.

El mayor ataque, prolongado a lo largo de varios siglos, que han sufrido las comunidades rurales, ha sido ante todo político e ideológico. Quien se atreva a mirar a la historia sin prejuicios progresistas y a ceñirse a los hechos, descubrirá que el campo ha sido el escenario de dos guerras: la del Estado contra el Municipio, esto es, de un poder centralizador, usurpador y parasitario contra la autonomía local y la propiedad comunal; y la de la ciudad contra el campo.

La perniciosa y tenaz pugna del Estado contra las comunidades rurales se ha plasmado en una legislación cada vez más contraria a los derechos consuetudinarios de éstas, en el quebrantamiento sistemático de sus aprovechamientos comunales, y en una falta a la justicia distributiva. Los Intendentes de Marina en el siglo XVIII, la Guardia Civil y el cuerpo de ingenieros forestales a partir del siglo XIX, cuyos planteamientos sólo podían ser estatistas, han representado los medios burocráticos y represivos para borrar del mapa ibérico la persistente existencia de un modelo de vida contrario a sus ensoñaciones de omnipotencia.

Por lo que respecta a la ciudad, ésta ha cargado el peso de sus necesidades cada vez mayores y superfluas sobre el campo: del abastecimiento de alimentos, carnes, minerales, madera hasta su ansía de ocio consumista.

La ideología se encargó de lo demás: primero la ideología liberal promovió la privatización de las tierras según su disparatado y santo principio de propiedad individual e interés particular, y la monetarización de la economía; luego, la aplastante propaganda de masas promovió los valores y hábitos urbanos, el afán consumista y logrero, la manía progresista y una aculturación descomunal. Sólo un bizco masoquista podría ver en los logros de la modernidad (su confort tecnológico, su régimen político) algo semejante a una cultura responsable y respetuosa con su entorno.

Es del todo aberrante y deprimente ver cómo los autodenominados expertos y especialistas ignoran o escoden su responsabilidad histórica detrás de una profesionalidad complaciente, afín por esencia al programa devastador de la sociedad capitalista e industrial. Al fin y al cabo, son funcionarios o agentes sociales subvencionados por el Estado. En este sentido, sus propuestas y exigencias son inconfundibles: quieren más medios técnicos, profesionalización y parques naturales.

La sociedad hoy se vuelca en la magnificación de los medios para actuar en una situación de alarma. Como en el caso del hundimiento del Prestige, se insiste en la insuficiencia de los medios técnicos para paliar el desastre. Y esta fatal insuficiencia sirve para animar el despreciable regateo entre políticos, periodistas y diversos representantes públicos. Se difunde tal cantidad de informaciones, disparates y críticas confusas que la verdad pasa a ser un puro exotismo incapaz de romper los altos muros de los discursos de aquellos que viven de la mentira. Y el discurso del aumento de los medios en las esferas públicas nos lleva al discurso de la profesionalización de los trabajadores de la campaña de extinción. No es otra cosa lo que pedían los trabajadores de los retenes contra incendios en la improvisada asamblea que tuvo lugar en Cogolludo (Guadalajara) la noche del 21 de julio: formación, profesionalización, mejores sueldos, mejores condiciones, más seguridad. Es decir, ampliación del dispositivo técnico y profesional, siempre externo al ámbito de las causas reales de los incendios y la devastación ecológica. No podía ser de otra forma. La sociedad podrá seguir sistematizando y mejorando sus medidas de choque contra los males que ella misma promueve, pero es incapaz de descabalgar esta ola de destrucción que está en el corazón mismo de su delirio económico.

Por otra parte, resulta tristemente irónico que en el último número de julio de 2005 del boletín del Parque Natural del Alto Tajo, las autoridades se congratulasen del aumento de subvenciones concedidas a los Ayuntamientos. Ahora tendrán que rehacer las cuentas. Pero, a la larga, seguro que incluso el incendio le reportará a algún alcalde alguna inconfesable alegría, pues con la declaración de zona catastrófica, volverán a llover las subvenciones[[El presidente Zapatero ya anunció un «plan de promoción económica» para la zona.]]. No dudamos de la buena fe de las autoridades locales, lo que nos inquieta es su visión del mundo, la cual comparten con los líderes centrales y la mayoría bienpensante. En la mentalidad mítica de alcaldes, concejales y agentes de desarrollo local la riqueza está representada únicamente en forma de mágicas subvenciones, pronto han aprendido que la única forma de defender la naturaleza es viviendo de ella a través de su devastación ralentizada y sostenible. Y en cuanto a la historia de los modos de vida anteriores de la comarca, parece ya imposible probar su existencia fuera de la catalogación etnográfica. Así, hablando por ejemplo de los chozones pastoriles de la zona, se puede leer en el mismo boletín: «A partir de los años sesenta del siglo pasado, la fuerte caída de la actividad económica del Alto Tajo produjo una migración masiva hacia las capitales de provincia. Esto repercutió inmediatamente en el mantenimiento de los chozones». Pero esta constatación no debe, según estos técnicos de la conservación, llevarnos más allá, para evitar, tal vez, que el mero deseo de restaurar lo muy antiguo vaya a ser remplazado por una necesidad imperiosa de destruir lo muy moderno.

Por último, el colmo de tan desastrosa política conservacionista se alcanza con la creación de espacios naturales o Parques, que forman parte de la fantasía urbana. Lugares donde ya no vive nadie, ya que en la historia de los paisajes de esta nueva naturaleza interpretada se han borrado los perfiles humanos (campesinos, leñadores, pastores) y sólo quedan en pie los postes coloridos de la información del medioambiente gestionado. Y es así como el espíritu de la moderna conservación protege sobre todo la naturaleza deshabitada, espacio abstracto al que nadie podrá regresar si no es como visitante autorizado. La naturaleza intocable del Parque protegido se corresponde de manera exacta con el saqueo industrial y tecnológico del mundo vivo. Un tipo de sociedad que ya no conserva ninguna práctica concreta, realizada en común, y en contacto directo con la naturaleza para obtener ventajas materiales del medio sólo puede producir individuos que sienten una total indiferencia por dicho medio o, como mucho, que desarrollan una pasión exótica por la naturaleza salvaje, progresivamente museificada.

El fuego hoy destruye los inmensos decorados de la nueva naturaleza interpretada que son los parques protegidos; en ningún caso destruye la espléndida naturaleza salvaje de otras eras, ni los espacios convivenciales de la cultura campesina, todo ello ya sepultado bajo siglos de pragmatismo económico y tecnológico, de estatismo triunfante. El dogma de la conservación ha ayudado a destruir mentalmente la naturaleza que ya había empezado a ser eliminada físicamente por los abusos y disparates de los tiempos modernos. Porque si hay algo que se le escapa a nuestra sociedad es precisamente la capacidad de conservar cualquier cosa. Por el contrario, dotados de su valor de uso en una sociedad de escala reducida y fundada básicamente en la autoorganización, los montes, bosques, dehesas y pastos eran aún la sustancia de una responsabilidad colectiva, no demagógica ni fantasmal. El conservacionismo de los montes que se promueve hoy desde las instituciones oculta la verdadera pesadilla de todos los Estados de todas las épocas: los bienes comunes y la posibilidad de la autoorganización.

En realidad, poco podrán hacer quienes han tenido como condición previa de su trabajo el despoblamiento del campo y siguen considerando éste como res nullius, un territorio vacío[[Emilio de la cruz en su libro ya citado, La destrucción de los montes, observaba acertadamente las contradicciones del conservacionismo estatal que actúa «como si las montañas estuviera vacías (…) ignorando una historia milenaria de relación humana con el monte, regida por el derecho».También advertía el autor que el conservacionismo «choca directamente con los efectos de una propaganda masiva que dirige a miles de urbanitas hacia esa naturaleza, contra los que hay que defenderla». Lo que le llevaba a la conclusión siguiente : «La declaración de una zona como parque natural puede ser uno de los pasos más eficaces para su degradación.»
]]. Poco podrán hacer biólogos, ecologistas, forestales y sindicalistas para frenar la devastación de los montes, el avance de la erosión, la sequía y los incendios. Las subvenciones cuantiosas, los medios técnicos, las mejoras profesionales, y los planes de revitalización económica que se les promete no ayudarán en absoluto a recuperar el rostro perdido de una sociedad en paz con su entorno. Es más, precipitarán su definitiva destrucción pues su presupuesto, como hemos dicho, es el de la conservación de la naturaleza separada de la vida social.

Ahora bien, nuestra sociedad se encuentra frente a una encrucijada casi insuperable: o bien seguir su rumbo catastrófico en gran medida ya irreversible (desertización, pérdida de la biodiversidad y la fertilidad, cambio climático, agotamiento de los hidrocarburos, etc.), o bien apostar por volver a una vida material limitada cuyo modelo se encontrará más en la sociedad rural tradicional que en la improbable sociedad sostenible de los cantamañanas ecologistas. ¡Toda una involución histórica! ¡Todo un sacrilegio para la mente progresista!

Sin embargo, ¿qué remedio nos queda? A los que tachen de nostálgicos a los autores de estas líneas, les invitamos a leer las observaciones y conclusiones de un libro publicado por el mismísimo Ministerio de Medio Ambiente (del que no podemos sospechar ninguna intención revolucionaria). En La Seca, el decaimiento de encinas, alcornoques y otros Quercus en España (2004), los autores apuntan, entre otras causas como el suelo y el clima, el abandono del manejo silvícola tradicional, y se atreven a señalar como única solución con sentido común (aunque lamentando enseguida su imposibilidad en la situación actual) la vuelta a un régimen agro-silvícola tradicional.

Pero cabe preguntarse: ¿dónde están los hombres y mujeres dispuestos a emprender el camino de la reapropiación, la vuelta a una economía local limitada? Es cierto, la realidad es aterradora: la hipnosis social ha alcanzado pautas de ceguera insospechables. Todo el mundo ha quedado obnubilado por el crecimiento económico y el desarrollo tecnológico. Todos miran a otra parte cuando se trata de asumir el funcionamiento mortífero del sistema. Pero pronto, no tendrán dónde dirigir la mirada, pues todo a su alrededor se habrá convertido en un desierto. Hasta el mundo rural mismo se ha convertido en el reflejo deforme de lo que sucede en las ciudades.

No cabe otro remedio que constatar la doble desposesión de los individuos: 1) la que se refiere a un estado de aceptación de la situación existente; 2) la que se refiere a la pérdida de las bases materiales que permitían un cambio radical hacia formas de organización distintas de las actuales, pues la economía de autosubsistencia desapareció, y con ella, el entorno natural que la posibilitaba. ¿Qué hacer si de entrada estamos abocados a la desesperación o a la utopía?

La sociedad ideal por la cual apostamos debe ser la respuesta a la pregunta siguiente: ¿cómo conjugar un respeto al medio natural con una economía local limitada en su consumo de recursos propios y ajenos, no intervenida por políticas ajenas, y no alienada (en la medida de lo posible) por un mercado exterior? Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿qué tipo de libertad humana se puede defender en el marco de una sociedad con una economía voluntariamente limitada? Cabe esperar que la elección (individual o colectiva) de condiciones materiales limitadas afectaría al régimen de libertad tal como lo entiende la mente moderna y progresista. Todo apunta a pensar que se reduciría cuantitativamente el abanico de posibilidades de la actividad humana; sin embargo, esta pérdida podría revertir en una concentración mayor sobre la cualidad de la experiencia humana. Frente a la encrucijada que hemos señalado, esto es lo único que motiva nuestros esfuerzos.

Sólo nos queda recuperar las bases materiales a nuestro alcance, recuperar el control de nuestras condiciones de vida (limitada y austera), de los intercambios entre nosotros y con la naturaleza. Sólo nos queda contar con nosotros mismos y los pocos que querrán emprender el camino de la reapropiación. En la medida en que el bosque y el monte puedan volverse de nuevo una fuente de vida y de energía para tales pequeñas comunidades, sólo nos queda arrancarlos de las manos de los gestores del desastre, de la rurbanización, del turismo. En resumen, sólo nos queda aprovechar cualquier oportunidad para poner freno a la cultura del desierto fomentada por el modo de vida actual.

Los amigos de Ludd

Verano de 2005

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