POBRES, PERO RENTABLES

“Dijo el pescador al gusano:

acompáñame a pescar”

La educación que no contribuya a que los pobres se liberen de su pobreza no es educación sino fraude, pues la pobreza no es una calamidad pequeña en la vida de los que la padecen.

Y por otra parte tampoco es un mal inevitable que se vaya a aliviar con la generosidad de los pudientes, porque, lo que a los pobres fastidia, a éstos pudiera encantar; lo que para unos constituye una calamidad, para otros supone fuente de ingresos; lo que para unos acarrea desgaste, a otros beneficia. Dicho llanamente, el desempleo le duele de verdad tan sólo a los parados.

A lo largo de mi convivencia con ciertos sectores de población trabados en dificultades sociales, he visto cómo se han sucedido y les han ido afectando al menos tres momentos bien diferentes: el de la pobreza carencial, el momento multiplicador de la caducidad y el momento de la pobreza aprovechable.

Pobreza carencial

Los que me educaron, cuantas veces se referían a la pobreza lo hacían para hablarme tan sólo de ese tipo y en su sentido más restrictivo. Es la pobreza que azota cualquier posguerra, cuando escasean los recursos y la gente pasa hambre y el hambre dificulta el pensar en los que se enriquecieron con la guerra. Lo mismo ocurre con la interpretación paya de la trashumancia gitana: siempre atareada en sus efectos nunca en sus causas. O con la pobreza del tercer mundo que se diría sólo reclama nuestra «ayuda humanitaria», aunque resulte evidente su dimensión estructural. Hoy, cuando son multitud los inmigrantes que simplemente «no existen» porque no les dan los «papeles» ¿cómo podríamos seguir eludiendo el carácter programático de la pobreza?.

Caducidad

Cuando la pobreza carencial se cronifica tiende a envilecer la autoestima y a distorsionar la percepción de la realidad propiciando formas de vida desgastadas, que son campo abonado para la explotación que a tantos encandila.

Con la sociedad de consumo surge el momento multiplicador de la pobreza y de su caducidad. La sociedad de consumo prioriza ciertas formas de satisfacción respecto a todas las demás, sometiéndonos a un reduccionismo de intereses. Además, multiplica las expectativas de disfrute pero sin multiplicar las posibilidades de contar con medios para conseguirlo, es decir, agudiza el desequilibrio entre la enormidad de los deseos y la parquedad de los recursos. Y por tanto desequilibra, desestabiliza social y psíquicamente.

Desestabiliza al pobre mientras afianza al que más posee. Y jerarquiza a todos en concordancia a su capacidad de consumir.
Pero además el consumo origina toda una cultura de la caducidad. Evidentemente para acrecentar el consumo se tecnifica la caducidad de los productos e incluso su permuta por sucedáneos. Con lo cual terminamos dando por bueno el que nos metan gato por liebre. Esta mayor caducidad de lo que consumimos nos exige m ayor gasto, mayor esfuerzo, nos desgasta más.

Destaco ese nos, que no solemos ni notar: Todas las personas inevitablemente formamos parte del propio entorno, nos ofrezca bienestar o desgaste, ¿cómo podríamos salir indemnes de un mundo tan embargado por lo caduco?. Sin apenas darnos cuenta, sobre todo ciertos sectores sociales han pasado de ser «sociedad de bienes y consumo», a ser «población con intenso desgaste social», es decir, de ser sociedad de consumidores a ser sociedad de consumidos. Dicho de otro modo, hay individuos que no se privan de nada, junto a individuos que en vez de consumir están siendo consumidos, materia de consumo. Esto, de momento sólo salta a la vista en los flecos marginales: ¿se han preguntado alguna vez por qué la esperanza de vida de la población consumidora a la de la población que se consume?.Peligrosa transición hacia una «sociedad» que ahonda la disociación entre expendedores de caducidad y consumidores cada vez más caducos.

Tomemos el caso del trabajador que consume exceso de alcohol o el del jubilado que se consume en las máquinas de juego de los bares. Ambos consumen su tiempo y sus recursos familiares, a veces hasta su hígado, con mucha más intensidad que el supuesto objeto de consumo. Es decir se consumen más que consumen.

Ambos ejemplos, juego o alcohol, podrían inducirnos a imaginar que son achaques minoritarios, marginales, irrelevantes. Sin embargo es fácil comprobar que las exigencias del consumo se están convirtiendo en las termes o termitas de la sociabilidad humana. Y no sólo porque podamos ser consumidores de misiles o minas personales sin proponérnoslo, sino porque cada vez con más subyugante despliegue de marketing se lanzan al mercado productos nuevos, médicos, alimentarios, etc., que no son ni imprescindibles ni inocuos.
La dicotomía entre el enriquecimiento y el empobrecimiento se nos está volviendo asocial, comerciando con nuestra salud, trabajo o subsistencia, como cuando comerciaba abiertamente con esclavos.
Pobreza aprovechable.

Siempre ha estado de moda la explotación del sudor ajeno, pero este consumismo asocial da un paso de gigante hacia la rentabilización de la miseria y el aprovechamiento de las calamidades del prójimo. De la misma manera que de los residuos de la fabricación del petróleo se extraen otros productos, también la pobreza y el sufrimiento ajeno pueden reciclarse y rentabilizarse hasta la última naftalina. Basta tecnificar e institucionalizar aspectos de esa población para que nada de los desposeídos resulte desaprovechable.

Para que no suene a gratuita divagación esto que digo voy a ilustrarlo con un ejemplo muy concreto, el de la rentabilización de la inseguridad ciudadana.

Hemos dicho que el desequilibrio entre incentivos al consumo y posibilidades reales de consumir opera como un poderoso desestabilizador de conductas, que a su vez multiplicará los motivos y ocasiones en que podamos sentir inseguridad ciudadana, la cual a su vez nos invitará a demandar renovadas medidas de control y seguridad. Que inmediatamente se transforman en intereses, leyes, instituciones, industrias, empresas, negocios, ONGS, profesionales y voluntariado de la seguridad.

Si me siento inseguro o provoco inseguridad, lo mismo da, justifico el «que se reclamen» medidas de seguridad. Que se reclamen: lo que en la comercialización de un producto se llama «demanda«. Y quienes nos proporcionen esa seguridad, policías, psicólogos, servicios sociales, guardas jurados, van a rentabilizar nuestro conflicto en forma de puestos de trabajo en empresas e industrias de la seguridad. Así las relaciones de inseguridad/seguridad se convierten en fiel trasunto de las relaciones de empobrecimiento/enriquecimiento, como lo sucio y el detergente, como la gallina y el huevo, de oro.

Y cuando la alarma social o simplemente el miedo y la sospecha aumentan, el negocio prospera. Así el negocio de la seguridad ciudadana se convierte en el negocio de la sospecha y el miedo. De nuevo la paradoja: el negocio de la seguridad ciudadana radica en el consumo de inseguridad ciudadana. El miedo de los ciudadanos que es parte de ellos mismos, de su intimidad, se convierte en la materia imprescindible del negocio. La asocial sociedad de la desconfianza mutua. La desconfianza como imprescindible soporte del negocio.

Y el que antes carecía de recursos, sin haberlos mejorado, se convierte en materia de inseguridad reciclable, materia de consumo manufacturable, que origina puestos de trabajo y salarios: en definitiva bienestar para otros. Y el empobrecimiento progresivo de unos, reclamará intervenciones de los otros, cada vez más frecuentes, más cualificadas, con mayor precio. El colmo de la paradoja: las carencias, como mercancía a la que se le puede sacar provecho. Y como tal mercancía, ha de tener la conveniente apariencia.

Educar es inculcar, inducir, influir, o al menos hacer emerger algo en alguien: incluye la dicotomía educador/educando. Si sólo fuera una dicotomía mental, nocional, no habría problema.

El problema aflora cuando una política utiliza esa dicotomía para disociar los intereses, en beneficio de alguien. Educar, respecto a la pobreza, debiera ser todo lo contrario, debiera ser liberarla de sus ataduras, erradicarla.

Si el educador y el educando estuvieren inmersos en ella, ambos coincidirían en un mismo interés, partirían de una misma expectativa; ambos necesitarían mutua colaboración. Pero el educador, por serlo, dispone de un estatus del que nunca disfruta la población marginal, por eso es tan difícil que desde su situación de privilegio pueda liberar al otro, casi imposible que no se originen entre ellos relaciones de prestigio/ desprestigio que son el manantial del dominio.

El dominio, cuando se mezcla con el altruismo, da origen al asistencialismo, al proteccionismo. Lo peor del asistencialismo no es que refuerce el protagonismo del protector, al que es tan fácil la suplantación a la hora de tomar decisiones cruciales, sino que induzca al protegido a identificarse en una condición inferior, a desvalorizarse, y le acostumbre a dejarse sustituir cuando se tomen las decisiones o a acomodarse en la tutela e incluso aprovecharse del protector, consciente de ser un aprovechado.

En mi opinión, los servicios sociales casi siempre fueron un instrumento de dominio asistencialista y no digamos muchos programas y proyectos sobre el tercer mundo. Ahora, ni eso: son mero batallón de control (hasta hace bien poco mejor aceptado que la policía). Excuso advertir que me estoy refiriendo a marcos de referencia, no a las buenas intenciones de las personas que están insertas en ellos. Buenas intenciones que el marco siempre procura o aprovechar o excluir.

Ignoro por qué se da por supuesto que para erradicar la pobreza siempre tengan que ser los ricos los que intervienen sobre los pobres. Como opinión, presupone la estupidez de que les interese erradicarla, y como constatación, siempre se ha hecho así y no parece que con muy buenos resultados. Para evitar toda impostura, erradicar la pobreza supondría que no perjudicase a unos beneficiando a los otros; porque si alguien saca beneficio ¿por qué la iba a querer erradicar?. Para evitar toda impostura, erradicar la pobreza supondría padecerla en común, para tener en común los motivos de sacudirla. Por eso ¡con qué distintos ojos y qué distintos aspectos del problema perciben los que lo hacen desgastándose y los que lo perciben como ejercicio de esgrima intelectual y cordial!.
Más que en ningún otro tema, educar sobre la pobreza es educarse respecto a ella, dejarse cuestionar por ella. No es reducible el problema al supuesto de que unos sean demasiado ricos porque otros sean demasiado pobres o viceversa. El reparto de responsabilidades no es tan simple.

En este sentido sería craso error que los pobres depositaran su confianza en manos de sus educadores o guardadores sociales: ¿quién evitará que mientras el cuidador recibe su salario en tranquila convivencia con la pobreza ajena, el pobre la pueda estar padeciendo cada vez con mayor agobio?. Los economistas, los políticos, los educadores que nos «asisten», «educan», «corrigen», aún en el supuesto de que sean parte de la solución, que ya es bastante suponer, también son parte fundamental del problema, que legitima toda esa asistencia, educación, corrección.

Educar para erradicar la pobreza requeriría realizar sobre la riqueza un riguroso y concreto análisis del origen y mantenimiento de su predominio. Y paralelamente, sobre la pobreza, el mismo y riguroso análisis sobre las formas concretas de complicidad que predisponen al sometimiento.

Educador/educando: ¡cuidado con esa dicotomía!, tan proclive a las relaciones de prestigio/desprestigio que de ellas se nutre el dominio. Cuidado con el camuflaje del dominio en formas de asistencialismo, que tanto degradan la autoestima y dignidad de los «protegidos». Cuidado sobre todo con las nuevas formas de «tutela», que aprovechan nuestros aspectos más vulnerables y caducos y los convierten en objeto de consumo y materia de enriquecimiento ajeno.

Enrique Martínez Reguera

(Extraído del libro Cuando los políticos mecen la cuna, Ed. DelQuilombo)

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