LA GUERRA SOCIAL EN LA MEMORIA

“Verase una guerra, al parecer tenida en poco, y liviana dentro en casa; más fuera estimada y de gran coyuntura, que en cuanto duró tuvo atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos, lejos y cerca; primero cubierta y sobresanada, y al fin descubierta, parte con el miedo y la industria, y parte criada con el arte y la ambición.” (DIEGO HURTADO DE MENDOZA, Guerra de Granada)

Hace unos pocos años, pasaron por televisión unas “Memorias de la transición”, difundidas después en cintas de video, realizadas por una empleada de los medios de comunicación que, en compensación por el servicio prestado a la historia del poder, vio cómo su obra era unánimemente ensalzada y puesta a la venta con beneficios garantizados. Se trataba de una contribución entre muchas (por ejemplo, las “memorias” de políticos retirados, o las confidencias selectivas e interesadas de periodistas a su servicio) a la parálisis de la memoria y, por tanto, de la historia. Un ejemplo de lo que Debord calificaba de falso sin réplica. El periodo político transcurrido entre 1975 y 1981, correspondiente al laborioso relevo de la clase dirigente española tras la muerte del dictador Franco y conocido con el nombre de “Transición”, era presentado como un vaivén de personajes que, discretamente, de despacho en despacho y de reunión en reunión, con el inapreciable auxilio de abnegados correveidiles mediáticos y la ambigua tolerancia de las más altas instancias, iban atando los cabos del nuevo sistema político de dominación. Cuando aparecían las masas lo hacían como decorado de fondo, siempre dispuestas a seguir las prudentes y acertadas disposiciones de sus líderes, protagonistas absolutos del espectáculo de la historia en tanto que dueños exclusivos de la misma. La historia reducida a la cronología del poder, salpimentada con anécdotas de salón y cotilleos de trastienda, demuestra hasta qué punto los individuos tienen expropiado el tiempo, su tiempo, donde sólo están presentes como objetos y donde la vida histórica transcurre monopolizada por las élites fácticas y sus representantes. Esto no siempre ha sido así, la usurpación tiene fecha, es ella misma histórica, por lo que la función del charlatán mediático consiste menos en revelarnos el quién es quién de la clase dirigente en otros tiempos y de paso recomponer alguna que otra mala reputación, que en ocultar el momento de la usurpación, negando la existencia cercana de movimientos sociales autónomos. La dominación persigue la desaparición del conocimiento histórico, porque es lo único que, al traer el pasado al presente, posibilita la comprensión de lo nuevo, y por consiguiente, permite plantear la transformación de la sociedad sobre bases liberadoras. Como decía IBN JALDÚN a propósito de las diversas formas de la falsificación histórica, “los charlatanes tienen en las artes del conocimiento un campo extenso: las praderas de la ignorancia están siempre dispuestas.” Alguien podría objetar que, de todas formas, los hechos son los que cuentan. Pero con el espectáculo, los hechos mismos pasan a la clandestinidad. No sólo el camino hacia la realidad está plagado de obstáculos puestos por la falsificación sino que el mismo camino es indiscernible. No existe opinión crítica, puesto que no existe espacio público ni medios donde se pueda formar y manifestarse, y en esas condiciones, todo da igual. Los voceros del espectáculo pueden filmar, decir o escribir lo que quieran, y volver a hacerlo cuando gusten, por ejemplo, a la hora de los aniversarios. Como los hechos se vuelven rápidamente obsoletos ante la avalancha de informaciones, la falsificación que sirve al poder los pone al día, reinventándolos si es preciso, de acuerdo con el método totalitario.

“Toda la historia se convertía así –escribía ORWELL en 1984- en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación”.

El presente perpetuo está en la base de la sociedad moderna, la abundancia de seudoacontecimientos alcanza un punto de banalización que suprime y a la vez distorsiona el tiempo: a la vez que desaparece la memoria, el pasado transcurre en la época de Maricastaña. Hechos tales como el Mayo del 68, la revolución portuguesa del 74 o el movimiento asambleario de los obreros españoles de 1976-78, resultan extraños y remotos, como si realmente no hubieran ocurrido, y aunque en ellos participaron decenas de miles de personas, casi todas vivas en la actualidad, es extremadamente difícil dar con un relato de los mismos que posea algún sentido, que los recuerde como episodios recientes de la guerra social, como momentos de un proceso histórico. Asimismo, si consultamos el artículo “Italia” en una enciclopedia o en un digest de actualidades, o nos tropezamos en la prensa con alguna efemérides del 77-78, con toda seguridad daremos con el rapto de Moro, con un indescifrable terrorismo y, a lo sumo, con Negri y las Brigadas Rojas. Nadie describirá el Movimiento del 77 como movimiento sin dirigentes, como la subversión más profunda de los tiempos modernos, ni hablará de la situación más preñada de posibilidades revolucionarias que jamás se diera en pleno capitalismo, por lo que nadie podrá comprender mínimamente el montaje del terrorismo de Estado -la “estrategia de la tensión”- o la función esencialmente contrarrevolucionaria del partido llamado comunista y de los sindicatos, ni el papel manipulador de los medios de comunicación o el de la contestación parcial y recuperadora, ni el efecto nefasto del seudodebate sobre la lucha armada o el espectáculo deprimente de los “disociados” y “arrepentidos”, consecuencia última de aquél, y, en fin, nadie sabrá nada del auxilio decisivo que presta la droga en la aceleración de la descomposición del medio rebelde.

Todo ello es el resultado de una serie sucesiva de derrotas proletarias, la perdida de la memoria no es más que un aspecto del corolario de la derrota, la desaparición dei pensamiento revolucionario: “La memoria, en cuanto tal, es solamente el modo extrínseco, el momento unilateral de la existencia del pensamiento” (HEGEL). Nada escaparía a la falsificación y a la trivialidad -tanto daría la huelga insurreccional de Vitoria como la Expo de Sevilla- a no ser por la obstinación de unos pocos en practicar la actividad subversiva por excelencia en los tiempos sombríos: la memoria. Es la mejor arma para reconstituir una comunidad de rebeldes, por restringida que sea, único lugar donde es posible la comunicación autónoma. Con ella se recobran los puntos de referencia históricos y los nuevos movimientos contestatarios pueden considerar su actividad como continuación de la subversión anterior, inscribirla en el decurso histórico.

Entonces, enfrentándose con el discurso unilateral del poder que sólo habla de los imperativos de la economía y del progreso tecnológico, y refutando su versión de los hechos, en tanto sean capaces de reapropiarse del pasado y de controlar su presente -la tarea de la memoria histórica, volviendo a Hegel, “es la pura comprensión de lo que ha sido y de lo que es, sucesos y acciones”- prepararán el terreno de la unificación de las luchas donde habrán de formarse ab ovo las condiciones de una secesión antieconómica de grupos extensos que permita la aparición de la historia consciente.

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