¿Cuándo brillarán de nuevo las estrellas en Burkina Faso?
Viernes 18 de noviembre de 2022 por CEPRID
Vijay Prashad
Instituto Tricontinental
El 30 de septiembre de 2022, el capitán Ibrahim Traoré dirigió un sector de los militares de Burkina Faso para deponer al teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba, que había tomado el poder en un golpe de Estado en enero.
El segundo golpe fue rápido, con breves enfrentamientos en la capital, Uagadugú, en la residencia del presidente, el Palacio Kosyam, y en el campamento Baba Sy, sede de la administración militar. El capitán Kiswendsida Farouk Azaria Sorgho declaró en la emisora nacional Radiodiffusion Télévision du Burkina (RTB) que su compañero, el capitán Traoré, era ahora el jefe del Estado y de las fuerzas armadas. “Las cosas vuelven poco a poco al orden”, dijo mientras Damiba se exiliaba en Togo. No se trata de un golpe contra el orden gobernante, una plataforma militar llamada Movimiento Patriótico para la Salvaguarda y la Restauración (MPSR), sino que surge de los jóvenes capitanes del MPSR. Durante el breve mandato de Damiba, la violencia armada aumentó un 23%, y no cumplió ninguna de las promesas que los militares hicieron cuando derrocaron al ex presidente Roch Kaboré, un ex banquero que había gobernado el país desde 2015. L’Unité d’Action Syndicale (UAS), plataforma de seis sindicatos de Burkina Faso, advierte de la “decadencia del ejército nacional”, cuyo desorden ideológico se manifiesta en los elevados sueldos que cobran los golpistas.
Kaboré fue el beneficiario de una insurrección masiva que comenzó en octubre de 2014 contra Blaise Compaoré, que estaba en el poder desde el asesinato de Thomas Sankara en 1987. Cabe señalar que en abril, mientras estaba exiliado en Costa de Marfil, Compaoré fue condenado a cadena perpetua en ausencia por su papel en ese asesinato. Muchas de las fuerzas sociales de las revueltas masivas llegaron a las calles con fotos de Sankara, aferradas a su sueño socialista. La promesa de ese movimiento de masas fue sofocada por el limitado programa de Kaboré, el Fondo Monetario Internacional, y por la insurgencia yihadista de siete años en el norte de Burkina Faso, que ha desplazado a cerca de dos millones de personas. Aunque el golpe del MPSR tiene una perspectiva confusa, responde a la profunda crisis social que afecta al cuarto productor de oro del continente africano.
En agosto de 2022, el presidente francés Emmanuel Macron visitó Argelia. Mientras Macron caminaba por las calles de Orán, sintió la ira del pueblo argelino que le gritaba insultos: ¡va te faire foutre! [vete a la mierda], lo que le obligó a marcharse rápidamente. La decisión de Francia de reducir el número de visados concedidos a personas marroquíes y tunecinas provocó una protesta de las organizaciones de derechos humanos en Rabat (Marruecos), y Francia se vio obligada a despedir a su embajador en Marruecos.
El sentimiento antifrancés se agudiza en todo el norte de África y en el Sahel, la región al sur del desierto del Sahara. Fue este sentimiento el que provocó los golpes de Estado en Mali (agosto de 2020 y mayo de 2021), Guinea (septiembre de 2021), y luego en Burkina Faso (enero de 2022 y septiembre de 2022). En febrero de 2022, el gobierno de Mali expulsó a los militares franceses, acusando a las fuerzas francesas de cometer atrocidades contra la población civil y de coludirse con los insurgentes yihadistas.
Durante la última década, el Norte de África y el Sahel han lidiado con los estragos producidos por la guerra de la OTAN contra Libia, impulsada por Francia y Estados Unidos. La OTAN envalentonó a las fuerzas yihadistas, que estaban desorientadas por su derrota en la Guerra Civil de Argelia (1991-2002) y por las políticas antiislamistas del gobierno de Muamar Gadafi en Libia. De hecho, Estados Unidos trajo combatientes yihadistas endurecidos, incluidos veteranos del Grupo Islámico Combatiente Libio, desde la frontera entre Siria y Turquía para reforzar la guerra contra Gadafi. Esta llamada «línea de ratas» se movió en ambas direcciones, ya que los yihadistas y las armas pasaron de la Libia posterior a Gadafi a Siria.
Grupos como Al Qaeda (en el Magreb Islámico), así como Al Mourabitoun, Ansar Dine y Katibat Macina —que se fusionaron en Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin [Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes] en 2017— se extendieron desde el sur de Argelia hasta Costa de Marfil, desde el oeste de Mali hasta el este de Níger. Estos yihadistas, muchos de ellos veteranos de la guerra de Afganistán, se unen por causa común a pandillas y contrabandistas locales. Esta denominada “pandillización de la yihad” es una de las explicaciones de cómo estas fuerzas se han arraigado tan profundamente en la región. Otra es que los yihadistas aprovecharon las antiguas tensiones sociales entre los Fulani (grupo étnico mayoritariamente musulmán) y otras comunidades, ahora agrupadas en grupos de milicianos llamados koglweogo [guardianes del monte]. La introducción de diversas contradicciones en el conflicto yihadista-militar ha militarizado significativamente la vida política en gran parte de Burkina Faso, Mali y Níger. La participación de Francia a través de la Operación Barkhane, una intervención militar en Mali en 2014, y su establecimiento de bases militares no solo no ha logrado contener o erradicar las insurgencias y los conflictos, sino que los ha exacerbado.
La Union d’Action Syndicale ha dado a conocer un plan de diez puntos que incluye la ayuda inmediata a las zonas que se enfrentan a la hambruna (como Djibo), una comisión independiente para estudiar la violencia en zonas específicas (como Gaskindé), la creación de un plan para hacer frente a la crisis del costo de la vida, y el fin de la alianza con Francia, que incluiría la “salida de las bases y tropas extranjeras, especialmente las francesas, del territorio nacional”.
Un reciente informe de Naciones Unidas indica que 18 millones de personas en el Sahel están «al borde de la inanición». El Banco Mundial señala que el 40% de las y los burkineses viven por debajo del umbral de la pobreza. Ni los gobiernos civiles ni los militares de Burkina Faso, ni los de otros países del Sahel, han articulado un proyecto para superar esta crisis. Burkina Faso, por ejemplo, no es un país pobre. Con un mínimo de 2.000 millones de dólares anuales en ventas de oro, es extraordinario que este país de 22 millones de habitantes siga sumido en la pobreza.
En cambio, el grueso de los ingresos es absorbido por empresas mineras de Canadá y Australia —Barrick Gold, Goldrush Resources, Semafo y Gryphon Minerals—, así como por sus homólogas en Europa. Estas empresas transfieren las ganancias a sus propias cuentas bancarias y algunas, como Randgold Resources, al paraíso fiscal de las Islas del Canal. No se ha establecido un control local sobre el oro, ni el país ha podido ejercer ninguna soberanía sobre su moneda. Tanto Burkina Faso como Malí utilizan el franco CFA de África Occidental, una moneda colonial cuyas reservas se encuentran en el Banco de Francia, que también gestiona su política monetaria.
Los golpes en el Sahel son golpes contra las condiciones de vida que afligen a la mayoría de quienes viven en la región, condiciones creadas por el robo de soberanía por parte de las empresas multinacionales y la antigua autoridad colonial. En lugar de reconocerlo como el problema central, los gobiernos occidentales desvían la atención e insisten en que la verdadera causa del conflicto político es la intervención de mercenarios rusos, el Grupo Wagner, que luchan contra la insurgencia yihadista (Macron, por ejemplo, calificó su presencia en la región de “depredadora”). Yevgeny Prigozhin, uno de los fundadores del Grupo Wagner, afirmó que Traoré “hizo lo necesario […] por el bien de su pueblo”. Mientras tanto, el Departamento de Estado de Estados Unidos advirtió al nuevo gobierno de Burkina Faso que no hiciera alianzas con el Grupo Wagner. Sin embargo, parece que Traoré busca cualquier medio para derrotar a la insurgencia, que ha absorbido el 40% del territorio de Burkina Faso. A pesar del acuerdo con la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), firmado por Damiba y continuado por Traoré, según el cual Burkina Faso volverá a un gobierno civil en julio de 2024, las condiciones necesarias para este traspaso parecen ser la derrota de la insurgencia.
En 1984, el presidente Thomas Sankara viajó a la ONU. Cuando tomó el poder en su país el año anterior, su nombre colonial era Alto Volta, definido únicamente por su condición geográfica de tierra al norte del río Volta. Sankara y su movimiento político cambiaron ese nombre por el de Burkina Faso, que significa “Tierra de gente recta”. Los burkineses ya no encorvaban los hombros y miraban al suelo mientras caminaban. Con la liberación nacional, las “estrellas empezaron a brillar por primera vez en el cielo de nuestra patria”, dijo Sankara en la ONU, al darse cuenta de la necesidad de “la revolución, la eterna lucha contra toda dominación”. “Queremos democratizar nuestra sociedad, abrir nuestras mentes a un universo de responsabilidad colectiva, para que seamos lo suficientemente audaces como para inventar el futuro”, continuó. Sankara fue asesinado en octubre de 1987. Sus sueños se han mantenido en el corazón de muchos, pero todavía no han influido en un proyecto político suficientemente poderoso.
En el espíritu de Sankara, el cantante maliense Oumou Sangaré lanzó en febrero de 2022 una maravillosa canción, Kêlê Magni [La guerra es una plaga], que habla por todo el Sahel:
¡La guerra es una plaga! ¡Mi país podría desaparecer!
Te lo digo: ¡la guerra no es una solución!
La guerra no tiene amigos ni aliados, y no hay enemigos reales.
Todos los pueblos sufren esta guerra: Burkina, Costa de Marfil…
¡todos!
Se necesitan otros instrumentos: nuevas estrellas en el cielo, nuevas revoluciones que se basen en la esperanza y no en el odio.