Emilio Barco, Pepitas de Calabaza, 2019
Últimamente, a algunos comentaristas culturales les ha dado por hablar de un fenómeno protagonizado por jóvenes escritores y escritoras que intentan abrirse paso en la saturada jungla del mercado editorial con libros que, supuestamente, aportan nuevas perspectivas sobre el mundo rural. Incluso, hay quien le ha puesto nombre: «la generación de la España vacía», aludiendo al título del bestseller de Sergio del Molino.
Como bien dice su autor, Donde viven los caracoles, no acaba de encajar en esta «generación». Para empezar, porque a él difícilmente se le puede acusar de ser un joven escritor; pero, sobre todo, porque sus contenidos se alejan de la fijación encorsetada y algo impostada en el asunto, que en absoluto carece de importancia e interés, de la despoblación rural.
Emilio Barco nos habla del campo, por supuesto, pero lo hace partiendo y centrándose en un aspecto que, en demasiadas ocasiones, brilla por su ausencia en los libros que protagonizan este viraje ruralizante en los escaparates de las librerías: Emilio escribe sobre la agricultura y quienes la practican.
Donde viven los caracoles puede funcionar como un paliativo eficaz frente al espejismo del «boom de la España vacía», entendido como una novedad radical en el panorama del pensamiento y la escritura, pues nos recuerda (o muestra a los más desorientados) que, lejos de los focos del glamour literario, son muchas las personas que llevan años analizando y criticando estas cuestiones.
El libro recoge una serie de artículos publicados durante los últimos treinta años en periódicos y revistas de La Rioja. Con un tono directo, alejado de la corrección política, que, sin embargo, no cae en la jerga de la «crítica social», Emilio Barco transita por distintos registros y ámbitos ofreciendo una imagen bastante completa de lo que podríamos denominar una crónica de la industrialización agraria en su territorio. Capaz de fijar la atención en aquellos pequeños gestos y detalles heredados del mundo campesino extinguido, al mismo tiempo que, sin tapujos y de forma rigurosa, saltarle al cuello a la Política Agraria Comunitaria o a la locura desatada en La Rioja con la explosión del negocio del vino.
No se trata del libro definitivo sobre la modernización agraria y la extinción de la agricultura campesina. Tampoco encontraremos en sus páginas el abrumador despliegue estilístico de la crítica implacable a la sociedad industrial de los títulos publicados por la Encyclopédie des Nuisances. Probablemente, tampoco logre el eco mediático de las figuras emergentes de la narrativa rural contemporánea; pero es, sin duda, uno de los libros más certeros que sobre estos asuntos se han publicado recientemente.
Certero por sus afiladas reflexiones, pero también porque toda aquella gente que, repentinamente, se ha sentido interpelada por «la problemática rural» tomará conciencia de lo mucho que le queda por aprender. Un libro que combina las referencias propias del mundo académico con la vehemencia y la sinceridad de un hortelano mosqueado, capaz de soltar, sin ruborizarse, afirmaciones como la siguiente:
«Cualquiera, desde la ciudad, puede decir que sobran agricultores y no pasa nada. Cualquiera puede decir que se van los pueblos y nadie hará nada.
Y si ahora digo que sobran la mitad de los curas y de los policías, y de los militares, y de los funcionarios, y de los taxistas y de los fundidores… ya está liada. Pero cualquiera puede decir, sin preocupación, que aquí sobran la mitad de los agricultores.» Un libro, en definitiva, que nos recuerda que la agricultura campesina era un trabajo que se podía amar. Una forma de estar en el mundo que, al ser despreciada por quienes hacen y escriben la Historia, nos sitúa en una época que ya no es capaz de ubicarse ni comprenderse a sí misma.
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