Una reseña del libro Escalantes, de Maria Francisca Mas Riera
Antes de entrar de lleno en la reseña del libro Escalantes, es necesario ubicarnos en unas ciertas coordenadas. ¿Qué pasa con la escalada? ¿Cuál es el momento histórico en el que nos encontramos en relación a esta actividad? No es temerario decir que la escalada es una moda. Que la montaña en sí misma es una moda. Que el ejercicio físico, el bienestar y la potencia deportiva son modas. No me refiero a que la búsqueda del bienestar sea uno de los engranajes del sistema opresor y todas esas cosas. ¡El bienestar mola! Me refiero más bien a que son elementos conceptuales y prácticas que conforman la subjetividad y los gestos de nuestros cuerpos, esos que habitan la contemporaneidad. Y que operan como mercancías.
En un artículo publicado en septiembre de 2021 en eldiario.es titulado «¿Habrá roca para todos? El ‘boom’ de la escalada multiplica los rocódromos y llena el monte de aficionados», Pau Rodríguez ya analizaba las tendencias del mundo de la escalada. Y lo cierto es que no hay más que ver el paisaje y su mutación: no hay más que echar un vistazo y considerar el creciente número de rocódromos y su forma. Frente a las instalaciones de pequeñas dimensiones integradas en los barrios de las zonas urbanas de los noventa y de la primera década del siglo XXI, aparecen ahora mastodónticas arquitecturas que se mudan a los polígonos industriales de las afueras y que adoptan la forma de densos núcleos integrales —en lugar de estar integrados en un ecosistema social extensivo, fagocitan el ecosistema y lo sitúan en sus adentros intensivamente— en los que es posible comer en un restaurante, visitar una exposición, ir a un concierto, hacer yoga o apuntarse a una master class sobre cómo prevenir las lesiones de polea, más allá de escalar, claro. Los grandes rocódromos contemporáneos, además, tienden a pertenecer a cadenas, como ocurre en otros ámbitos en los que proliferan los Starbucks o los Burger King con su monoforma estética y su modo generalizado de disponer el espacio. Se industrializa de una forma cada vez más intensa el mercado de la escalada.
Y todo este proceso va de la mano del desarrollo imparable —en el Estado español (siguiendo la estela de una inercia global)— de la profesionalización, de la oficialización y de la homogeneización de los programas de formación reglada para devenir Técnicxs Deportivxs en Media Montaña, en Escalada, en Barrancos o en Alta Montaña. Existe una guerra declarada al llamado intrusismo laboral en esta carrera acelerada por afianzar las posiciones de lxs nuevxs profesionales del monte. La cantidad de alumnado que ingresa en estos programas de formación es cada vez mayor –y aparecen centros que ofertan las titulaciones por doquier–. Los requisitos cambian, el perfil profesional ya no está asociado al guiaje —entendido como conducción en el medio— solamente; aparecen, así, otras palabras como route-setting que cobran importancia y que dan cuenta del desplazamiento del foco de atención hacia el deporte en sí. Y es que también se ha intensificado la profesionalización deportiva, asociada al crecimiento igualmente acusado de los estudios académicos en relación al entrenamiento, a la optimización del rendimiento y a las ciencias del deporte. La montaña se acelera hacia una sofisticación agónica e imparable del material, de la técnica, de la dificultad, de la evidencia científica, hacia una gran presión laboral y comercial, hacia el apuntalamiento del marketing —centrado en el sujeto individualista y en el diseño de su marca personal/identidad— y de la redsocialización de la comunicación en detrimento del periodismo de montaña, hacia la producción acelerada de subjetividad de aventura y riesgo (que le toma el testigo al romanticismo de exploración, a las nociones de libertad y a la épica más propia —aunque no exclusiva— de otros momentos históricos del alpinismo de los que tampoco hay por qué sentir especial orgullo), hacia la turistización y el culto al fitness… El broche final es que la escalada es deporte olímpico, como ya sabéis.
Cabe decir, no obstante, que si bien esta es la tónica hegemónica de la escalada, también existe toda una ecología de otras formas de establecer el vínculo con el monte, a través, por ejemplo, de proyectos autogestionados, clubes y grupos de montaña, etc. Muchos de estos proyectos son de reciente creación, pero otros tantos tienen ya solera y una trayectoria histórica prolongada. Hay que evaluar con honestidad estos proyectos digamos, «alternativos»: al denominarlos alternativos indicamos que su relación con la lógica dominante es únicamente una relación de fuerza, de tensión. No son intrínseca ni necesariamente más éticos ni justos por ocupar una posición de poder subalterna. La ética y la justicia no se destilan de la posición de poder que se ocupa, sino del tipo de relación que se establece, en este caso, con una práctica (la de la escalada), con un medio (el de la montaña), con unos objetos, con una comunidad, con el cuerpo de una misma… Probablemente, la propia noción de poder impida el desarrollo ético, dicho sea de paso. Además de los proyectos «alternativos», es de rigor nombrar los flecos que se deja colgando la historia, es decir, los caminos que se inician pero que se truncan. Las posibilidades —tanto deseables como indeseables— que se quedaron a medio gas. Y las hay, solo es menester indagar un poco.
En medio de este berenjenal, aparece el otro eje de coordenadas que nos interesa para entender la posición del libro Escalantes: el eje de género. La escalada se populariza en un momento en el que las cuestiones de género cada vez son más visibles. El empuje de los feminismos, los debates públicos y las acciones de protesta han situado la cuestión de género en un lugar ineludible. Ya no solo es un tema de asamblea, de sindicato, de espacio de lucha. Ya no es un tabú —lo que no quiere decir que ya todo esté resuelto y sea fácil—. Se trata de una problemática omnipresente, porque el género se concibe como uno de los organizadores sociales que atraviesan los cuerpos todo el tiempo, al menos en esta parte del mundo. Por supuesto, existen las estrategias de captura del feminismo. El feminismo también es susceptible de trabajar como mercancía. El resultado es que ni decir «escalada» ni decir «feminismo» implican nada concreto a priori. Habrá que ver.
Escalantes es un libro sobre esa encrucijada marcada por la intersección entre la escalada y el género a partir de un enfoque feminista. Personalmente, creo que ese enfoque feminista se observa sobre todo en la forma que adquiere el libro. Ya planteo esta cuestión en el prólogo al estudio de Maria Francisca Mas Riera: quizás lo más característico de su texto sea la relación dinámica que se establece entre lo centrípeto y lo centrífugo en un caldo de cultivo polifónico. Me explico: Maria Francisca Mas Riera hace acopio de diferentes voces a través de ciertos temas —y también de un nutrido surtido de imágenes—. Su trabajo consiste en recolectar a través de una serie de entrevistas los puntos de vista de diferentes cuerpos (mujeres, sobre todo, pero también de otros géneros —ninguno de esos cuerpos es hombre cis—). De este modo, la autora reúne una pequeña muestra de la polifonía y de la poli-imaginería existentes en una parte del mapa, recoge las experiencias variopintas y heterogéneas —que muchas veces confluyen y conectan y otras veces, se distancian— de un número determinado de personas cuando practican escalada. Esta tarea es una tarea centrípeta, que concentra.
Pero, al salir el libro al espacio público, al publicarse, ese racimo concentrado de narraciones personales regresa al mundo ancho. Cae en las manos de otros cuerpos que lo leen. Y, de este modo, el objeto se vuelve centrífugo, se expande, se distribuye. Muchas personas leen lo que tienen que decir otras muchas personas. Se trata de una polifonía leyendo a otra polifonía. Por esta razón, pienso que Escalantes funciona un poco como un espejo que condensa la imagen de un trocito de exterioridad y la refleja de vuelta hacia el amplio exterior, pero sin ser idéntico y sin obrar una magia representacional. No se trata de un objeto representativo, se trata, quizás de un objeto reflexivo. No es reflexivo porque nos «haga pensar» o nos salve a través del pensamiento. Sino porque nos invita a mirarnos, porque nos refleja, porque nos permite hacer una cierta autoetnografía y ser objetos de nuestro propio estudio cotidiano dejando fuera el ego, curiosamente.
Escalantes se instala en ese «habrá que ver» al que me refería antes. Si las palabras «escalada» y «feminismo» no son elocuentes por sí mismas puesto que existe el riesgo de la captura mercantilista, entonces es más necesaria que nunca la curiosidad. Es necesario el gesto de arremangarse y ponerse a investigar, ponerse a hablar, a escuchar, a pensar colectivamente, poner y ponerse en jaque. Ponerse a cargar de sentido —de un sentido muy cercano y particular, concreto— esas dos palabras para devolverlas a un cierto uso común —no público, sino común—. Tener la sensación de que sabemos más o menos lo que decimos al pronunciarlas, que no son trampas ni vacíos. Que sabemos cómo usarlas. Que nos sentimos a gusto cuando las escribimos, aunque no estén cerradas, que conformamos con ellas una cierta consistencia, que son una alegría.
Por supuesto, Escalantes también tiene sus límites epistémicos y epistemológicos. Las preguntas siempre orientan las respuestas. El enfoque siempre determina. Las decisiones crean fronteras. No es algo específico de este texto, es algo que ocurre al producir conocimiento. Y, especialmente, al producir conocimiento reflexivo, que da cuenta de nosotras mismas, que se vuelve contra el propio cuerpo para conocerlo en su dimensión social y relacional. Esos límites no obstaculizan la tarea de conocer si los tenemos en cuenta y aceptamos que existen y nos esforzamos diariamente, con artesanía metódica pero no sacrificial, por afinar en rigor. Algo así como perderle el miedo a saber cómo somos en aras de saber cómo podemos ser.
Olga Blázquez Sánchez
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