Una historia subterránea

La vida de Manuel Martínez (Madrid, 1951) puede leerse como la historia subterránea de toda una generación de inadaptados sociales; jóvenes de barrio que se enfrentaron a una maquinaria represiva que no se detuvo con la muerte del dictador. Su peripecia vital puede leerse como una contrahistoria de la España –de esa España salvaje– de la segunda mitad del siglo XX, que pasó del tardofranquismo a una democracia de consumidores.

Manuel entrará en el talego como un chorizo, como un quinqui de barrio, como uno más de los miles que sufrieron la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes –más tarde de Peligrosidad Social–, y saldrá de prisión convertido en un expropiador.

Ni es este otro libro carcelario ni la historia de Manuel Martínez es la historia de un héroe (en ocasiones es más bien la de un antihéroe). Es la narración de la vida en las barriadas madrileñas antes y durante el desarrollismo franquista, de la reclusión de Manuel durante década y media en todo tipo de instituciones de encierro y de su participación en la Coordinadora de Presos en Lucha (Copel).

Este testimonio es, además, la historia de las madres que no podían atender a sus hijos porque trabajaban de internas, de esas mujeres que se convertirían en «madres de presos» y que se organizarían antes que ellos para luchar por sus derechos. Es la historia de la migración interna y de la urbanización vertiginosa, de los barrios de chabolas y de los bloques de viviendas, de los hippies y de los yonquis, de la vida «deprisa, deprisa». La historia, también, del exilio, pues Manuel Martínez tendrá que marchar a América Latina, donde, sobre todo en Brasil, vivirá algunos de los momentos más felices de su vida en una pequeña comunidad de fugados de España y Portugal.

Más tarde vendrá la etapa de Manolo y Rosa en Salamanca, que es el tiempo de los partos naturales, la crianza de sus dos hijos y la tienda de artesanía que Manolo regentará en la ciudad durante casi dos décadas; y, finalmente, el reenganche de Manolo a las movidas anticarcelarias, sobre todo a partir del 15M. Es el momento en el que se topa con la existencia de la Asociación de Presos en Régimen Especial (Apre) y con la realidad carcelaria democrática, ésa de los Ficheros de Internos de Especial Seguimiento (FIES) y los regímenes brutales de aislamiento, de las condenas perpetuas, de las 75.000 personas presas, del sesgo racial del encierro (migrantes y gitanxs), de la persistencia de la tortura, del macabro y constante goteo de muertes en prisión, de las políticas que buscan atomizar e infantilizar a las personas presas mediante módulos que las conciben como enfermas a las que hay que curar…

En este libro, Manolo cuenta su vida con mucha humildad. Hay en este relato, sin duda, escenas épicas, como el sabotaje y destrucción de un taller de explotación laboral en la cárcel de Teruel, el gran motín de la Copel en Carabanchel, la fuga de Alcalá, los atracos de los años ochenta. Sin embargo, Edu Romero, coautor de estas memorias, quería evitar que el tono épico invadiera toda la historia, dejándose llevar así por la inercia de escribir la historia de un héroe. Y lo cierto es que Manolo ha facilitado mucho el trabajo contraépico al animarse a hablar sin tapujos de escenas de su vida de las que se arrepiente, de sus errores y de sus contradicciones. Recogemos aquí, dos momentos de «Autobiografía de Manuel Martínez», publicado por Pepitas de calabaza, un libro que refleja la voz humilde y tierna de Manuel, pero que también es un relato generacional de clase, de inadaptación social. Un relato recuperado de nuestra historia colectiva.

Teruel

Aún no había cumplido los dieciocho años cuando me trasladaron al penal de Teruel, que era terrorífico. Chavales con ruinas. Miseria. Mucha agresividad. Al llegar, te encerraban un mes en el celular, una especie de régimen de aislamiento en una galería de celdas individuales. Debajo, la amenaza de tres celdas subterráneas de castigo. En el celular trabé amistad por primera vez con presos políticos: el Tubau, independentista catalán, y Pascual Aparicio Ratón, de eta.

En el penal había un taller. Se realizaba en él una tarea manual bastante penosa. Consistía en desprender con los dedos las rebabas que sobresalían en piezas de plástico. Pasábamos un frío terrible y las manos se nos llenaban de llagas. Se trabajaba a destajo. El primer mes saqué ciento cincuenta pesetas. Veinticinco me las descontaron por calentar agua para hacer café sobre la estufa (la única que había estaba en el taller). Media hora antes de que terminara la jornada, sonaba una sirena que prohibía fumar a partir de ese momento. Me multaron con otras veinticinco pesetas por saltarme la norma. De las cien pesetas que aún quedaban, la mitad las metieron en una cartilla para que dispusiera de ellas al cumplir condena. Así que, en realidad, me pagaron cincuenta pesetas por destrozarme las manos, soportar el frío y respirar todos aquellos olores tóxicos.

Mi madre me enviaba ochocientas pesetas al mes. Yo las compartía con un grupo de colegas que conocía de Madrid. Comprábamos latas de foie gras, tabaco, café y poco más. Y el dinero no nos duraba ni quince días.

Cincuenta pesetas, por tanto, eran nada. Decidí abandonar el taller. Pero el trabajo redimía pena: dos días contaban como si fueran tres. Tubau y Pascual estudiaban, otra manera de acortar la condena. Yo entonces solicité matricularme, pero el director del penal me negó esa posibilidad. Él quería a la gente en el taller haciendo trabajo esclavo. Me dijo: «Al taller o a vida mixta». Vida mixta significaba volver al celular: a una celda individual y a un régimen de salidas al patio también solitarias. Cuando llevaba tres o cuatro meses, metí una instancia para que me permitieran media jornada de trabajo y media de estudio. El director la rechazó y continuó mi castigo. Me tuvo así durante medio año.

Hicimos preparativos para fugarnos. El Torres, un compañero, robó la llave de la puerta que, desde las galerías, daba acceso a la enfermería. Desde allí, un día de bruma, alcanzaríamos el primer muro. Elaboramos una escala con sábanas trenzadas y anudadas, y le acoplamos un garfio en uno de los extremos. Al bajar del primer muro, nos encontraríamos con el segundo y definitivo. Lanzaríamos el garfio para escalarlo. El mejor sitio para guardar la escala era mi celda. Al estar solo, los carceleros no me prestaban demasiada atención. A los demás —sobre todo una vez que se dieron cuenta de que faltaba la llave— los sometían a continuos cacheos y registros.

Nosotros cobrábamos en el penal el agua de los dados, es decir, éramos la casa, quienes los guardábamos y sacábamos para el juego. Habíamos desprendido un ladrillo de la pared y, detrás de él, los ocultábamos. En ese escondrijo guardamos también la llave. Allí estará todavía, porque cambiaron las cerraduras y nos jodieron la fuga.

Cuando dieron por terminada mi sanción, volví a la vida de patio. Junto a Rosales, un coleguita de Barcelona de la banda del Rata —una banda de atracadores—, decidí quemar el taller de plásticos. Queríamos vengarnos del director y poner fin a la explotación en ese antro. Había que hacerse con un buen cigarro, un winston o un marlboro. Los que fumábamos nosotros, los celtas cortos —hechos de cáscara de patata y hoja de tabaco—, no ardían bien. Solo dos o tres presos en todo el talego fumaban los que necesitábamos. Un amigo consiguió birlar uno en un descuido. Abarrotamos de cerillas una caja, con todas las cabezas mirando hacia el mismo lado. Y le acoplamos el cigarro. Lo prenderíamos y, cuando estuviera cerca de consumirse, entraría en contacto con las cerillas y los plásticos con los que habíamos recubierto la caja. En el taller había un montón de material inflamable, así que esperábamos que este modesto artilugio fuera suficiente para liar una buena.

Yo no me había plegado a volver al trabajo, pero el taller y el patio estaban comunicados, así que podía moverme por allí. Al final de la jornada laboral, dejamos el asunto dentro del taller. Al poco, reventó todo. Incluso aquel tejado de mierda —el mismo que había dejado entrar un frío terrible durante todo el invierno— se resquebrajó con la explosión.

El administrador del penal formó a todos los presos en el patio. Echaba bilis por la boca. «Os han quitado el pan de vuestros hijos», vociferaba. «Decidme quién ha sido, señaládmelo con el dedo, os juro que os vengaré».

Nunca nos cogieron.

Riopanero

Hacía tiempo que hablábamos de tener vidas más autogestionadas, menos dependientes del dinero y el consumo. Para ello, queríamos salir de Barcelona. Estuvimos quince días en Asturias, bajo la lluvia, buscando pueblo. Finalmente, ampliamos el área de exploración y encontramos un lugar entre Santander y Burgos que se ajustaba a nuestras necesidades. Se llamaba —y se llama— Riopanero. Estaba casi abandonado, pero era un pueblo precioso de casas de piedra, junto al monte Hijedo. Hicimos muy buenas migas con el vecindario. Muchas eran mujeres mayores, viudas. Las ayudábamos a recolectar patatas, o a hacer obra en las casas, y traíamos recados de la farmacia, que estaba a más de diez kilómetros. En el pueblo, cuando alguien consideraba que había un motivo, llamaba a concejo, una asamblea que se celebraba en la escuela.

Estuve allí con mi compañera hasta la primavera de 1984. Por entonces, yo ya tenía otra papela. Manolo, Pedro, Jose y Elías fueron mis cuatro identidades principales. En esta etapa, era Pedro. Además de la vida en el pueblo, seguíamos haciendo, de vez en cuando, expropiaciones. Cuando alguien necesitaba dinero, tomaba la iniciativa y llamaba a compañeros que pudieran estar interesados en un trabajo. Recuerdo uno que hicimos en Oviedo. A esas alturas, ya contábamos con escáneres para escuchar la frecuencia de la policía. La celebración de los Premios Príncipe de Asturias nos jugó una mala pasada. La policía vino al piso que nos servía de escondite porque estaba en el trayecto de los reyes. Colocamos mantas en los resquicios de la puerta para aislar el ruido. La bofia se acabó convenciendo de que en aquel piso no había nadie. Este incidente retrasó unos días nuestros planes. El objetivo era una oficina central. Encontramos rota la cerradura de la cámara acorazada y no pudimos entrar en ella. De todos modos, salimos con veinte millones.

En la época de Riopanero, había un comando autónomo en formación entre Euskadi y Cataluña. Lo desmantelaron antes de que llegara a consolidarse. Recuerdo que se les acusaba de planear el secuestro de Arconada, el portero de la selección española de fútbol. Esa historia quedó en nada y a los pocos meses les tuvieron que soltar.

Algunos miembros de este grupo pernoctaban de vez en cuando en nuestra casa del pueblo. Cuando nos enteramos de las detenciones, pusimos tierra de por medio. Hablamos con Fernando Salas, el abogado de los detenidos. Le pedimos que les preguntara si habían nombrado Riopanero en sus declaraciones. Como le dijeron que no, volvimos a casa.

Luego supimos que una pareja había estado merodeando por el pueblo. Habían preguntado a varias vecinas si la campana de la iglesia estaba en venta. Una anciana a la que habían sonsacado terminó reconociendo que efectivamente había varias parejas jóvenes llegadas recientemente al pueblo.

Una mañana que estaba solo en casa, con la bilbaína encendida, apareció una furgoneta. Por la chimenea salía humo, así que no tuve más remedio que asomarme a la ventana. Una pareja vendía sábanas y mantas. La cosa no me cuadraba nada. Cuando se marchaban, me fijé en que el vehículo se metía por un camino sin salida. Saqué los prismáticos y aproveché la penumbra de la cocina para mirar por el ventanuco sin riesgo de ser observado. Vi a la pareja detrás de un manzano, controlando a su vez la casa con unos prismáticos.

Habíamos montado una escapatoria que llevaba a la caseta de las cabras. Desde allí escuché cómo se iban. Mi compañera y yo desaparecimos de inmediato del pueblo. Poco después, la antiterrorista de Vitoria rodeó el lugar. Detuvieron a dos parejas. Los chicos pasaron unos días encerrados porque estaban en busca y captura por insumisión. Ninguna vecina del pueblo se prestó a declarar contra ellos.

En vista de cómo se habían puesto las cosas, optamos por hacer planes para marcharnos a Portugal. Estando en Madrid de preparativos, fue la final de la Eurocopa de fútbol de Francia. Toda la calle llena de gente y gran fervor nacionalista. Hacíamos bromas sobre Arconada: si los amigos lo hubieran secuestrado de verdad, quizás España hubiera ganado la final.

Finalmente, cruzamos a Évora desde Badajoz en un coche alquilado. Yo ya no era Pedro, era Elías.

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