Los sexos en tiempos del género

Y pienso que también hay maternidad en el varón, una maternidad corporal y espiritual; su engendrar es también una forma de dar a luz, y dar a luz es crear desde la plenitud más íntima. Quizá los sexos estén más emparentados de lo que se cree y la gran renovación del mundo consistirá, quizá, en que el hombre y la mujer, liberados de todos los sentimientos erróneos y de todas las desganas, no se buscarán como opuestos, sino como hermanos y vecinos; y se realizarán juntos como personas, a fin de llevar conjuntamente, con seriedad y paciencia, el sexo, que es difícil y que les ha sido impuesto.” Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta, 1903.

Voy a tratar de definir qué es eso del género y por qué podemos decir que vivimos en los tiempos del género, el presente, y dar algunas pinceladas sobre el postgénero, que creo que es el futuro inmediato. Voy a empezar por el final, por lo que creo que viene, para luego intentar explicar por qué viene y de dónde viene.

La posmodernidad, o como queramos llamar a este imperio de lo efímero en el que nos ha tocado vivir, en su empeño por deconstruir cualquier realidad preestablecida y con el loable objetivo de acabar con la discriminación, niega la realidad sexuada y la misma idea de identidad sexual es puesta en jaque. Aún inmersos en la eterna guerra entre los sexos, nos topamos, de golpe, con un nuevo frente: la batalla contra los sexos. ¿Dónde nos lleva todo esto? ¿Cómo serán las relaciones entre los sexos en un futuro no muy lejano?

Comenzaré con algunos ejemplos que sólo son ejemplos:

– «Mis padres son unos carcas y no me dejan tomar inhibidores, así que no bebo cerveza, porque, por lo visto, disminuye aún más los niveles de testosterona».

– «Desde luego, yo no pienso tener en cuenta lo que diga un hombre CIS»

– «Mi hije, aún no es niño ni niña. Le estamos educando sin género para que elija cuando sea mayor, ¿Para qué quiere ser mujer pudiendo ser persona?»

– «Hablar de diferencias biológicas es tremendamente reaccionario y conservador».

Chavalas de 14 años, queer de veintitantos, madres treintañeras, profesores universitarios… estos ejemplos son sólo ejemplos. Cosas que escucho y que no dejan de chirriarme. De golpe, en cuestión de algo más de un lustro, lo que sé sobre los sexos, lo que me dice mi experiencia profesional – y también el sentido común-, es puesto en tela de juicio y resulta que ahora soy una carca, una machista empeñada en mantener el statu quo de los hombres CIS…

Y yo que siempre me he considerado Libertaria, anarcofeminista, una mujer independiente y moderna… ahora abrazo los cuarenta etiquetada como reaccionaria.

Tomaré prestado el título de uno de los últimos libros de Fraisse, Los excesos del género, para intentar explicar cómo hemos llegado a este punto.

Pero, antes de hablar de postgénero, de lo que viene, es necesario entender de qué hablamos cuando hablamos de género y por qué podemos afirmar que vivimos en los tiempos del género.

El género como vocablo surge en el ámbito médico (Money) antes de ser importado al debate filosófico y político por parte de las autoras feministas de los setenta.

El género como concepto hace referencia a la forma en que los sexos son pensados. En su definición original, propuesta por Rubin (1974), el género se entiende como «la serie de disposiciones por las cuales una sociedad transforma la mera sexualidad biológica en un producto de la actividad humana».

De forma que el sistema de sexo/género construye las normas, representaciones, prácticas sociales, e identidades masculinas o femeninas de acuerdo con los intereses patriarcales que imperan en la sociedad. El sexo, convertido en género, será el principio organizador de la sociedad patriarcal, demostrándose así que la opresión de la mujer es una construcción social.

El sistema sexo/género no es el resultado de las diferencias biológicas, sino que las diferencias entre los sexos se crean y acentúan a través de la socialización reprimiendo sus similitudes.

Así el género se escinde del sexo. El término de género alude a los aspectos psicológicos, sociales y culturales de la masculinidad/feminidad, reservando para el concepto de sexo los aspectos anatómicos y fisiológicos de la diferenciación sexual (nivel cromosómico, gonadal, hormonal, morfológico…), así como el intercambio erótico en sí mismo y enfatizando que el carácter irrefutable de las diferencias biológicas entre los dos sexos no aporta ningún dato acerca de su significado social.

Cabe señalar que a día de hoy el sistema sexo/género ha sido sustituido por el sistema de género, entendido como el sistema de relaciones de poder que se dan entre los sexos.

De lo expuesto hasta el momento, podemos extraer una serie de conclusiones sobre lo que el género no es, o, si se prefiere, de los malos usos que actualmente se hacen de dicho concepto, para luego analizar sus usos correctos:

Género no es sinónimo de mujeres, aunque sean éstas, en su lucha por la igualdad social entre los sexos, quienes introduzcan el término a nivel académico y social.

Género no es sinónimo de clase, aunque la teoría de género tiene una raíz marxista y a menudo se utilice el término género para referirnos a las mujeres en conjunto como colectivo oprimido frente a los hombres. No podemos hablar de las mujeres como un todo, sin atender a las diferencias de clase, etnia, religión, cultura…

Género no es sinónimo de feminismo. De hecho, el feminismo presenta diversidad de orientaciones ideológicas y variedad en sus formas organizativas, por tanto, quizá sería más adecuado hablar de feminismos. La llamada perspectiva de género es característica de una de estas corrientes feministas.

Género no es sinónimo de sexo, por el contrario, el género pretende enfatizar las características sociales y culturales adscritas a cada sexo y su carácter construido y por lo tanto modificable frente a la supuesta inmutabilidad del sexo.

No tiene sentido hablar de géneros (masculino y femenino) como una cualidad de las personas en tanto que se trata de un sistema de relaciones cambiante en función de las sociedades y momentos históricos. Hoy vemos cómo este uso del género en plural, los géneros, se ha extendido, usándose como sustituto de los sexos. Su uso en plural nos remite de nuevo a la diferencia que pretendía eludir. Así el género, los géneros, enmascaran y reproducen el problema de la dualidad de la que pretendían salvarnos.

Al emplear hoy el término género suele hacerse en dos sentidos diferenciados:

El género como categoría de análisis que permite indagar e interpretar las diferencias entre hombres y mujeres dentro de sus contextos sociales, económicos, culturales e históricos específicos y permite visualizar las concepciones diferentes que hombres y mujeres tienen de sí mismos y de sus actividades.

El género como un sistema de relaciones, aludiendo al sistema de relaciones sociales, simbólicas y psíquicas en las que se sitúa de forma diferente y desfavorable a las mujeres y todo lo considerado como femenino, respecto a los varones y lo considerado masculino.

Por lo tanto, cuando hablamos de género nos referimos a un sistema de relaciones sociales que establece normas y prácticas para los hombres y las mujeres y a un sistema de relaciones simbólicas que proporciona ideas y representaciones.

Un concepto que genera un campo de pensamiento, un prisma desde el que abordar una cuestión: la realidad de los sexos y sus relaciones. Una nueva vía de pensamiento que rompe con lo establecido, que permite (permitió) poner sobre la mesa muchísimas cuestiones sobre cómo funciona el poder en nuestras sociedades patriarcales, sacando a la luz muchos de los problemas a los que las mujeres nos enfrentábamos por el hecho de ser mujeres. Construye un territorio de pensamiento que, desde la lucha feminista, se consideraba necesario, actúa como lupa aumentando aquello que no se deja ver a primera vista: la desigualdad entre los sexos sobre la que se construye nuestra sociedad.

Pero un concepto excesivo en el momento en que pretende definir como relación política de dominio toda interacción entre hombres y mujeres.

Como concepto, el género parte de dos premisas:

– La primera, la oposición naturaleza/cultura, que tan difícil resulta de mantener y que tanto nos recuerda al debate entre lo innato y lo adquirido o, si se prefiere, el huevo y la gallina. Esta separación entre lo biológico (sexo) y lo cultural (género) se ha utilizado para desenmascarar los usos antifeministas de la categoría natural y contrarrestar la tendencia hacia el determinismo biológico, sin embargo, ¿no es el ser humano una mezcla de naturaleza y cultura? Ambas realidades están en constante interacción, limitándose y modificándose, y esto es algo ampliamente asumido hoy que ha dejado fuera de otros ámbitos investigadores las explicaciones constructivistas que separan lo natural de lo construido.

– La segunda, la ya mencionada explicación de toda interacción entre los sexos como relaciones de género, encontrándose la subordinación de la mujer implícita en la misma definición de relaciones de género y enfatizando el carácter construido, y por lo tanto modificable, de las diferencias entre los sexos.

Una teoría es útil en la medida en que ofrece una explicación plausible de los hechos que describe y se traduce en una práctica útil. En este sentido, el género es un exceso y en la práctica está demostrando ser insuficiente para explicar los hechos que pretende definir. Al partir de estas dos premisas en nuestra observación de cualquier relación y/o conflicto entre los sexos, cualquier conclusión a la que lleguemos nos llevará, inevitablemente, a considerar a la mujer como víctima y al hombre como agresor/opresor.

Personalmente me cuesta creer que las mujeres, en general, percibamos a los hombres como nuestros opresores, más aún si nos centramos en el ámbito de la pareja y las relaciones íntimas. Esta explicación resulta demasiado simplista, no alcanza a comprender la complejidad de las relaciones humanas y el deseo erótico, al tiempo que define las identidades masculina y femenina como dos realidades estancas, sin atender a la pluralidad y la diversidad de identidades.

Por otra parte, si uno de los objetivos prioritarios del feminismo de la igualdad, en el que se desarrolla la teoría de género, es el empoderamiento femenino; la propia idea de género nos conduce inevitablemente al victimismo, opuesto, evidentemente, a ese empoderamiento. El ideal igualitario subyacente a la teoría de género, nos lleva a considerar cualquier diferencia como síntoma de la desigualdad generada por el conjunto de relaciones jerárquicas y discriminatorias que se desarrollan en el Patriarcado. De lo que se concluye que todas las mujeres estamos sometidas por igual, precisamente por nuestra condición de mujer, mientras que los hombres se igualarían entre sí por su condición de dominantes, con independencia de perfiles y variaciones históricas y contextuales.

El género es, además, un concepto sin espíteme que rechaza cualquier aportación anterior a él mismo como explicación de la relación entre los sexos, en tanto que considera que el sesgo patriarcal estará presente siempre. Así, el género se desarrolla ajeno a la historia, la filosofía, la psicología, la jurisprudencia… el género camina sólo, arramplando con el conocimiento, reinterpretándolo como dominación. El género invade la sexología, reduce a «lo biológico» el sexo, califica de machista cualquier explicación de la interacción entre unos y otras que no sea la dominación. Nos deja sin herramientas, se apropia de la sexualidad, del deseo, de la pareja… y nos las devuelve cargadas de poder y sometimiento. El género enturbia nuestro marco epistemológico y nos califica como “antifeministas” sólo por intuir o insinuar que entre los sexos hay mucho más que dominación. El género nos pone las cosas difíciles, y, aunque se agradece que nos aprieten las tuercas, que nos hagan pensar, aunque en este sentido el género me resulta atractivo, ni siquiera nos trae las soluciones que prometía.

Pese a estas evidentes limitaciones, la teoría de género ha calado en el imaginario social, el género se constituye, ya desde los 90, como el discurso imperante en torno a los sexos y sus relaciones, base teórica de todo tipo de prácticas, desde el ámbito legal, mediático, educativo, incluso en la formación sexológica… el género está por todas partes y cuestionarlo es ser muy políticamente incorrecto. ¿Por qué?

Creo que por tres cuestiones básicas: Por ser simplista en sus explicaciones; perseguir un objetivo muy loable: acabar con la discriminación de las mujeres; y pretender tener una solución: a través de la imposición del ideal igualitario en todas las facetas de nuestra vida. Si las desigualdades son construidas, sociales, pueden ser superadas mediante la legislación, la educación, y demás acciones sociales. Ofrece una salida a “los males de los sexos”: machismo, maltrato, agresiones sexuales… sin obligarnos a pensar mucho en su origen. Nos ofrece una peli de Walt Disney, donde el malo es muy malo y la buena muy buena, que puede y debe tener un final feliz.

Como respuesta al género y sus limitaciones, surge la crítica postfeminista, actualmente instalada en la academia y cuyas consecuencias en la práctica, en la construcción de identidades y relaciones, empezamos a observar (recordemos esos ejemplos que solo eran ejemplos y todos aquellos que cualquiera de vosotros seguro que empezáis a encontraros en vuestras aulas y consultas).

El Queer, de la mano de Butler, se postula en los 90 como salida a la trampa del género revolucionando el campo teórico en su conjunto. Básicamente, lo que hace Butler es aplicar la teoría foucaultiana del poder a la noción de género, lo que le sirve para cuestionar el concepto de identidad y para poner en valor un determinado punto de vista: el de las minorías homosexuales y transexuales.

El Queer nos obliga a repensar el género, la sexualidad, la orientación del deseo, su articulación y la intersección de estas cuestiones con aquellas relativas a la clase social y la raza. En ese sentido, el postgénero ha sido de una extraordinaria fecundidad. Pero, al mismo tiempo, es uno de los mejores ejemplos de cómo una idea, por muy potente que sea, puede llegar a corromperse a una velocidad vertiginosa.

Nació para romper con las etiquetas, para decirle a los roles de género: ¡qué os den!, para reclamar un espacio para las llamadas minorías eróticas y luchar por la despatologización de la homosexualidad, la transexualidad, etc. Volvió a poner la idea de intersexualidad sobre la mesa después de más de un siglo de binarismo y determinismo biológico. En los primeros 2000 se nos presentó como la verdadera y definitiva revolución sexual, y, en poco más de quince años, se ha convertido en una fábrica de nuevas etiquetas: CIS, Trans, individuos no binarios, pero también pansexual, polisexual, omnisexual, sapiensexual, etc. Y desde ese postfeminismo se sigue señalando al hombre hetero como causa de todos nuestros males, como enemigo a abatir. El término cisgénero, con el que desde la teoría postfeminista se refieren a aquellos hombres hetero con genitales masculinos o mujeres hetero con genitales femeninos es hoy utilizado como un insulto. Como si por ser cisgénero ya fueras un opresor o, en el caso de las mujeres cis, una pobre oprimida que ni siquiera es consciente de su opresión.

Las teorías y prácticas Queer se distancian del feminismo al no representar un movimiento de emancipación y reivindicación de derechos en vías de un reconocimiento social y un progreso económico, sino que pretende la oposición integral al concepto moderno de sujeto.

Sin extenderme demasiado, quiero apuntar, quizá como aperitivo a otra posible mesa de debate, mis principales objeciones al Queer y el postfeminismo. La primera es una crítica al Queer como planteamiento político, la segunda alude a la ética que promueve y, por último, una crítica a la teoría Queer como posible marco explicativo de la realidad sexual.

Como teoría política, entraña, a mi juicio, un peligro, en tanto que sobrepasan la crítica a los efectos normativos de la identidad —ya sea sexual, de género, clase o raza— y anulan el valor de dicha identidad en sí misma. En el caso que nos ocupa, anula el valor de la identificación con un sexo por diferenciación frente al otro, obviando que esta diferenciación, tan construida como natural, es real y rige la interacción dialéctica entre el sujeto y el medio social. Llevándonos hacia un relativismo desmesurado en el que se suprime el valor de la identidad colectiva de cualquier grupo social, lo que genera, de una parte, la desubicación del individuo en relación con los demás y, de otra, la anulación del valor de cualquier lucha política.

Así, la crítica más habitual al postulado foucaultniano «el poder no está, el poder funciona», es también aplicable a la teoría Queer. Este concepto de poder dotado del don de la ubicuidad, lejos de ser útil para responder a cuestiones como ¿quién puede hacer qué frente a tal o cual problema? o, más concretamente, ¿qué puedo hacer yo frente a este problema?, nos convence de la vanidad de cualquier compromiso político: no podemos hacer nada. Una denuncia abstracta de los «dispositivos de poder» y las «normas tiránicas» lleva irremediablemente al inmovilismo. (Apuntar que esta idea la expresa mucho mejor Séverine Denieul en La ofensiva de los estudios de género. Reflexiones sobre la cuestión queer. La crítica más elaborada y contundente a los postulados y prácticas queer que he leído en mucho tiempo)

Claro que, como parten de la negación de cualquier referencia a una realidad objetiva, también la identidad, cualquier crítica que quiera hacer a estas teorías resulta tan absurda como pueden parecernos a algunas las propias teorías…

Por otra parte, mis discrepancias con el Queer y otras teorías postfeministas tienen un origen ético. No comparto los valores que promueven. Un individualismo extremo, como ya he señalado, y un planteamiento pernicioso ya que el único marco en que puede realizarse es un universo enteramente artificializado.

Aunque Butler no alude directamente al papel de la técnica en sus escritos, sólo al referirse a las posibilidades quirúrgicas de los trans, sí lo hacen otras autoras queers como Preciado, quien afirma que, «cada desarrollo tecnológico permite reinventar una nueva condición natural» (Manifiesto contrasexual, Beatriz –ahora Paul– Preciado). Desconfío de cualquier emancipación o supuesta liberación que venga de la mano de la tecnología, sabiendo los costes que esta tiene para el planeta y, por lo tanto, para el sostenimiento de la vida.

Este discurso que podría parecer inofensivo por su abstracción, su falta de coherencia interna y su ineficacia política, constituye el fundamento teórico de una ideología que, contra pronóstico de quienes hace cosa de diez o quince años nos atrevimos a afirmar que se trataba de una moda, está calando socialmente y complicando, aún más, la realidad de adolescentes y jóvenes: suprimir la identidad sexual es, a mi juicio, un experimento muy peligroso.

La práctica postfeminista se ha convertido en un cajón de sastre lleno de etiquetas, que mezcla identidad y orientación del deseo, cuando precisamente pretendía suprimirlas, y que no puede sino confundir a quienes están buscándose. Es una práctica aparentemente subversiva y concienciada con las minorías eróticas, los homosexuales, los trans… atractiva en ese sentido, sobre todo para adolescentes fascinados por el manga y jóvenes universitarias postmodernas. Pero, realmente frívola en tanto que banaliza la lucha de los colectivos a los que pretendía liberar. «Nada es, todo fluye… yo no soy hombre ni mujer, yo me construyo a mí mismo, socializo como más me interesa, no hay identidades, sólo performances…», no entiendo como este tipo de planteamientos pueden ayudar a quienes buscan ser reconocidos como hombres o mujeres en una sociedad que les adscribe al sexo opuesto, por ejemplo.

Y no entiendo para qué necesitamos liberarnos de la identidad sexual, ni que ganamos porque ahora todos los hombres CIS tengan que revisarse a sí mismos y rechazar su identidad. ¿Qué tal identidad se haya utilizado históricamente para oprimir a otros les convierte a cada uno de ellos necesariamente en opresores? ¿Molesta el machismo o la masculinidad? (…)

Frente al género, el sexo nos ofrece un marco coherente y con raíces epistemológicas sólidas.

La idea de sexo no menosprecia la biología sin ser determinista, ni olvida la desigualdad o el poder sin por ello considerar cualquier diferencia como discriminación. Frente a la igualdad como desiderátum absoluto, el sexo, la diferencia, abre otras vías para la comprensión de las relaciones entre hombres y mujeres y la renegociación de roles y expectativas adscritos a cada uno de ellos. El sexo es un concepto demasiado potente como para ser confinado al ámbito de la biología (Fraisse, 2016).

Nos sexuamos como hombres o como mujeres a lo largo de toda nuestra existencia. Esto es, nos construimos como sujetos sexuados. Un sexo se hace en referencia al otro, lo que nos lleva a afirmar que los problemas de un sexo no pueden resolverse sin el otro, de forma que, la superación de las desigualdades pasa por la comprensión de las diferencias. Al entender que los sexos forman parte de un continuo, renunciamos a la superioridad de uno respecto al otro, pero también a su igualdad.

El sexo nos permite superar el debate entre biología y cultura al entender la sexuación de los individuos desde un criterio biográfico, y nos facilita un cambio de paradigma al poner el énfasis en la diferencia, en lo que uno y otro sexo tienen que ofrecer y compartir. Se trata de una apuesta por la reciprocidad, abandonando las luchas de poder —o limitándolas al ámbito que les corresponde— a favor de la relación, el encuentro y la intersexualidad.

Su fuerza reside, precisamente, en su falta de pretensiones políticas, que nos permite observar los hechos sin prejuzgarlos, y, por lo tanto, dar respuestas efectivas a los problemas derivados de tales hechos, aunque éstas no sean siempre políticamente correctas.

Lucía González-Mendiondo

Extracto de la ponencia presentada en las Jornadas de la Asociación Estatal de Profesionales de la Sexología, Valladolid, noviembre de 2018

Referencias:

Butler, J (2001). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós, México.

Denieul, S (2014): La ofensiva de los estudios de género. Reflexiones sobre la cuestión Queer. Cul de Sac, vol. 3-4 (107-129). Barcelona.

Fraisse, G (2016): Los excesos del género. Concepto, imagen, desnudez. Cátedra. PUV. Valencia.

Hernández, Y (2006): Acerca del género como categoría analítica. Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas; 13 (1).

Preciado, P.B (2011): Manifiesto Contrasexual. Anagrama, Madrid.

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