El nacimiento de una contracultura

El nacimiento de una contracultura (1969-2019). Cincuenta años del libro de Theodore Roszak

Para mis amigos y amigas del barrio de la Esperanza y para la generación del 86

Fue en 1969 cuando se publicó el libro de Roszak. Este año, hay que decirlo, fue muy importante para lo que se vino a llamar contracultura. Fue el año en que murió Jack Kerouac y en que se celebró el festival de Woodstock. En Estados Unidos fue un momento especialmente represivo, con la política hipócrita y mortífera de Nixon y Kissinger en Vietnam y en otros lugares del planeta, con la persecución de líderes del mouvement como Abbie Hoffman, Bobby Seale, Tim Leary, John Sinclair, etc. o de grupos de acción directa como Weathermen o Black Panther. El entonces gobernador de California, Ronald Reagan, se había empeñado en acabar con el desmadre hippie y parecía que estaba a punto de conseguirlo. La represión alcanzó a artistas como Jim Morrison, que fue sacado del escenario por la policía en un concierto de Miami que acabó en escándalo y que puso a su grupo The Doors en dificultades con la ley. En la primavera del mismo año, en San Francisco, se abría el People’s Park (Parque del Pueblo), verdadera reapropiación del espacio urbano que se convertiría en uno de los símbolos de la resistencia activista de la época, aunque seguido de una dura acción represiva. El arte y la música acompañaban la alegría de la revuelta: en ese misma época se forma el grupo Crosby, Still, Nash and Young, reunión de virtuosismo musical y portavoz de la revuelta juvenil… En junio, se organizaba en Londres, en Hyde Park, el concierto que los Rolling Stones darían en homenaje a Brian Jones, fallecido poco antes. Brian había abandonado discretamente una época tal vez demasiado compleja. Era uno de los primeros. Pero el año 1969 daría a luz a hechos ominosos para la contracultura. Por un lado, la terrorífica historia de la familia Manson, por otro, el concierto maldito de Altamont (California), de los Stones, que quedaría como paradigma de la violencia, con un joven asesinado a pocos metros del escenario, y los peores excesos de la drug culture. Ni que decir que ambos acontecimientos sirvieron para alimentar la propaganda que se cebaba en la juventud y el movimiento contracultural…

En cualquier caso, el nombre de Roszak dirá poco a la militancia libertaria de hoy día. Sin embargo, para todos aquellos que en nuestra juventud encontramos en los años sesenta una fuente de inspiración que casaba bien con nuestra particular forma de buscar otra vida, el nombre de Roszak seguirá siendo un símbolo. Aquí no puedo evitar caer en la crónica sentimental. Era la segunda mitad de los años ochenta. Un grupo bastante grande de amigos y amigas, fuera y dentro de las aulas de bachillerato, intentábamos un revival del espíritu de los sesenta. En el Madrid de los últimos coletazos de la Movida y de la corruptio socialista, imitábamos un tiempo ido para siempre. Desde la periferia, en nuestros institutos, preparábamos el estallido estudiantil de rechazo que caldeó con sus algaradas el invierno de 1986-87. Meses sin ir a clase, esperando que la Máquina se parase por simple inanición. Mirábamos con desconfianza a los del comité de huelga, que nos parecían tan grises y previsibles como el sistema educativo que pretendían poner en cuestión. Hay que admitirlo, carecíamos de una actitud verdaderamente combativa: nos complacíamos más bien en una especie de deserción que no sabíamos si nos llevaría muy lejos. Como nuestros precedentes más lejanos, leíamos a Herman Hesse, a Kerouac, a Burroughs. Nos pasábamos de mano en mano Alguien voló sobre el nido del cuco de Kesey o Gaseosa de ácido eléctrico de Tom Wolfe (en la legendaria edición de Azanca). El descubrimiento de la música de los sesenta, del comic urderground de Crumb o de una película como Easy Ryder -que acudimos a ver de reestreno en sesión única, nos convenció de que éramos hijos de un volcán que se había apagado demasiado pronto. Poco a poco, los hilos que nos unían a esa época de rebelión que considerábamos gloriosa se fueron cortando. El grupo se dispersó. Cada uno se quedó solo, con su parte de ilusión y de desilusión.

¿Y Roszak? Yo buscaba en aquella época su libro, en los puestos de libreros de antiguo, sin encontrarlo. Pero fue justo ese año, 1987, cuando Roszak vino a España para participar en un congreso, en Valencia. En el reportaje en El País, aparecía un Roszak con ya más de cincuenta años, el rostro más arrugado. El titular decía: “La tecnocracia resultó ser más fuerte de lo que imaginé”. Sus palabras desengañadas me impresionaron. A la vez me sentí un poco menos solo. Me ayudó a comprender mejor la trampa en la que estábamos metidos. He guardado el recorte de periódico durante décadas.

En fin, bastantes años más tarde pude leer el libro de Roszak. Me di cuenta de que en realidad su libro no hablaba mucho de la contracultura. En realidad, era un libro más interesante. Sobre todo porque Roszak no ahorraba críticas al hippismo florido, a la cultura hedonista e idiotizante de la droga, a la tontería política y existencial de una buena parte del movimiento juvenil de los años sesenta. Todo lo que en alguna medida también formaba parte de nosotros. A la vez, las críticas de Roszak poseían una calidad especial: eran críticas de alguien comprometido con su objeto de estudio, inmerso en las mismas preocupaciones de su generación.

Recordemos que el libro de Roszak tiene por subtítulo «Reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil». El aspecto más seductor del libro es su honradez crítica: si bien es lo bastante lúcido como para reconocer la ingenuidad y la superficialidad de muchas de las manifestaciones de la contracultura, nuestro autor no renuncia a ver en aquel movimiento informe y pintoresco los signos de un necesario rechazo a la sociedad (tecnológica) de masas. A través de las páginas del libro, asistimos a un vaivén constante entre la admiración y el disgusto. Pero la impresión de que, en ese momento, está ocurriendo algo verdadederamente interesante, prevalece.

En cualquier caso, Roszak no tenía intención de escribir un reportaje sobre los diversos aspectos de lo que estaba ocurriendo en la cultura juvenil contestataria de aquella época. Los dos primeros capítulos de su libro constituyen un balance donde dichos aspectos solo son mencionados de pasada. Roszak, después de deplorar la inevitable inmadurez de la contracultura naciente, y en lugar de analizar las expresiones juveniles del momento (música, activismo, arte underground, moda, comics, cine, etc), dirige sus esfuerzos a la presentación de algunas de las figuras más aquilatadas del pensamiento heterodoxo en Norteamérica (Marcuse, Brown, Goodman, Watts, Ginsberg…) Hay que decir que todos estos autores habían empezado a trabajar en una época anterior a los años sesenta y habían madurado intelectualmente en la década que siguió a la segunda guerra mundial. Por tanto, en el libro de Roszak el elemento que podría unir la obra de estos autores con lo que la gente joven estaba haciendo en los sesenta está prácticamenta ausente. Por ejemplo, una manifestación tan esencial como es la música rock solo aparece para ser criticada sin tapujos, en una nota a pie de página. Roszak, aunque dispuesto a reconocer ciertos méritos al rock, critica sobre todo el montaje sensacionalista, el efectismo y el ruido electrificado. Ironiza sobre Dylan, al que ve sobre todo como un miembro del star system, con el riñón bien forrado de dólares.

En un cierto sentido, se podría decir que el libro de Roszak fue redactado demasiado pronto. De hecho partes importantes de algunos capítulos ya habían aparecido en The Nation en 1968. La redacción del libro no le deja a Roszak un mínimo de distancia para analizar lo que describe. Sus apreciaciones, a veces muy matizadas y prudentes, suelen acertar pero el rechazo a valorar más de cerca lo que se estaba creando artísticamente en ese momento nos deja en la incertidumbre.

El libro fue traducido al castellano muy pronto, en 1970, editado por Kairós. Pero poco después se editaron otros libros que, a diferencia del de Roszak, abordaban abiertamente lo que la contracultura había creado en todas las dimensiones, artísticas y políticas. Uno de ellos es La cultura underground del investigador Mario Maffi. Otro es Beat hippie yippie de Fernanda Pivano. Ambos aparecieron en Italia, en 1972, y pronto serían traducidos al castellano. Si el libro de Maffi se lee como el resultado de una investigación documentada, el de Pivano se lee más bien como el reportaje de una persona que está presente en todo, o casi todo, lo que describe. Un tercer libro es Culture bomb, del músico y artista británico Jeff Nutall, publicado originalmente en 1968, y traducido y editado en castellano en 1974, con el título Las culturas de posguerra. La diferencia con los dos anteriores es que Nutall era un participante inmerso en el ambiente que estaba describiendo, el Londres underground.

Pese a la variedad de los ángulos de visión, y a la innegable perspicacia de sus autores, estos libros carecen del compromiso y agudeza crítica de Roszak. Es de lamentar pues que nuestro autor no se tomara muy en serio lo que la cultura popular, más o menos underground, estaba produciendo en ese momento.

Un hecho que salta a la vista de inmediato es que la contracultura no se reducía a un solo aspecto: sus aspiraciones se dirigían a todos los fenómenos de la vida, desde la política hasta el arte, pasando por las costumbres y la vida cotidiana. Pero lo más importante es que, fuera del rechazo de lo establecido y de la sociedad convencional, la contracultura tampoco poseía una naturaleza única. La contracultura podía ser terriblemente ingenua y a la vez enormemente lúcida. Dentro de sus formas de arte y expresión políticas hay sitio para casi todo y su contrario: lo humorístico y lo sombrío, lo barroco y lo primitivo, lo pacífico y lo agresivo, lo bucólico y lo urbano, etc. Los que piensen únicamente en la generación de las flores y los abalorios, perderán de vista que esa misma generación produjo elementos de subversión penetrante y de una tremenda causticidad.

Un ejemplo paradigmático lo constituye la obra del dibujante Robert Crumb. Sus viñetas alimentan a menudo un apetito morboso y malsano. Leyendo sus historietas, podríamos quedar anegados por un cierto regusto sádico y enfermizo, pero esto solo sería rozar la superficie de las cosas. Es innecesario señalar que, a menudo, Crumb utiliza recursos demasiado turbios para mostrar la esquizofrenia de la sociedad norteamericana. El mismo Crumb no intenta huir de su propia patología (que envuelve la historia de su propia familia). Sus historietas constituyen una especie de psicoterapia de choque para el cuerpo social. Pero para volver al tema de la contracultura, es innegable que la obra de Crumb pertenece a ella por derecho propio, siendo al mismo tiempo su más poderoso revulsivo. Su celebérrimo personaje Mr. Natural encarna al gurú charlatán típico de la época, pero a través de un prolongado diálogo con su cándido discípulo Flakey Foont, se desvela una sabiduría a la contra: finalmente, la lección del gurú es la del sentido común, que no requiere de maestros especializados, y todo ello se revela a través de la irrisión y el humor más hilarante. La historieta que cierra el ciclo de Mr. Natural, donde éste es conducido al manicomio, contiene una saludable crítica de la sociedad moderna de consumo. A través del humor ácido y cruel, pero también a través de la nostalgia y la ternura, Crumb consiguió esbozar una bella y demoledora súplica por una América más vivible.

El ejemplo de Crumb se acerca al de Frank Zappa y sus Mothers of Invention. El experimentalismo más desenfrenado, la exhibición obscena y escandalosa, todo ello unido al virtuosismo musical y a la sátira más feroz de sus textos, convirtieron a las Mothers en otro antídoto contra el adocenamiento del flower power. Su disco We are only in it for the money (1967) es todo un símbolo. Canciones como “Flower Punk” o «Plastic People» (incluida ésta última en su album Absolutely free) son ladrillos lanzados a todos los ingenuos que creían suficiente andar descalzos y ponerse flores en el pelo para construir la utopía.

Al lado de las canciones amorosas de Mamas and the Papas, Donovan o de los Beatles, aparecía en la misma época un disco ya clásico como Kick out the Jams (1969), grabado en Detroit por el grupo MC5, considerado como antecedente del punk y del rock duro, testimonio del rock más politizado, con el acompañamiento del pantera blanca John Sinclair.

En efecto, la contracultura portaba en sí misma su propia imagen invertida. Pero ya Dylan, hacia 1965, había adoptado una posición abiertamente satírica y mordaz, y caminaba deprisa, borrando sus huellas para despitar y confundir a los que querían seguirle pasivamente. Una canción como «Like a rolling stone» -posiblemente la más emblemática de todos los años sesenta- podía ser escuchada tanto como una metáfora de la trayectoria de su compositor como de la juventud de su tiempo: de manera elíptica se interpelaba a una generación que quería echarse al camino sin tal vez poder asumir las consecuencias de tal acción. Discos como Highway 61 revisited o Blonde on blonde, inauguran una nueva época, son el pistoletazo de salida para una nueva sensibilidad. La música popular se ha convertido en algo importante, a tener en cuenta, y a la vez ha salido de los santuarios de la alta cultura.

En su libro, Roszak no presta atención al despliegue de creatividad que se está produciendo delante de sus ojos. La renovación del blues, del folk, del country, del soul, pero también la introducción de elementos más sofisticados venidos de la música de vanguardia y del jazz, todo está presente en la producción musical de la época (Hendrix, Cream, Who, Joplin, Pink Floyd, The Byrds, Animals, Love, The Band, Soft Machine, y un largo etcetera). Con los poetas del rock la literatura encuentra una nueva dimensión en la que expresarse. Es lo que comprende pronto un Leonard Cohen, que pasa de la escritura a la música, dejando un conjunto de canciones llenas de misterio y encantamiento. Dylan y Cohen (pero también Morrison o Lou Reed) son los continuadores naturales de la poesía beat y de vanguardia de los años cincuenta. Pero si bien Roszak se interesa en su libro por la poesía beat parece reacio a interesarse por estos herederos imprevistos. No hace mención a uno de los acontecimientos claves de la contracultura: el festival de poesía celebrado en Londres en 1965 y cuyo clima, a veces tenso, se puede percibir en el valioso documental de Peter Whitehead, Holy Communion. De igual forma se interesa por el freudo-marxismo y la obra de Norman O. Brown pero, de nuevo, no quiere ver que la experiencia psicodélica o el erotismo trágico y dionisíaco de un artista como Morrison constituirían una realización en actos de lo que señala Brown en El cuerpo del amor, donde la historia de la humanidad se ve revisada desde un fondo inconsciente que solo se puede explicar mediante la poesía y el ritual.

¿Hay un arte psicodélico que merezca la pena? Tal vez la mera pregunta incurra en un error: el de buscar una jerarquía que no se cuestiona, el de querer aplicar señas de identidad demasiado convencionales a un tipo de creación cultural que, por su propia naturaleza, quiere evitar esas distinciones. Pero, sin duda, existen creaciones valiosas inspiradas por la cultura psicodélica. Pienso en un breve relato, «The Good Trip», de Ursula K. Le Guin, donde describe una experiencia con el LSD. Ciertos comix introspectivos que delatan una exploración mental más o menos consciente. Por supuesto, algunos discos ya clásicos del rock de la costa oeste. Las letras de Syd Barret… ¿qué habrían sido sin la influencia trágica del LSD? Una película como Yellowsubmarine, bello producto de la psicodelia, podría contener una mirada sobre el mundo engañosamente ingenua. Dejando aparte el llamado nuevo periodismo de Mailer, Wolfe o Southern, tal vez tendría que buscarse en la ciencia-ficción de aquella época, otro polo de atracción para la juventud, la creación de nuevos mitos y de nuevas formas de percepción. Pensamos en autores como Brunner o Sylverberg, donde la inquietud por el planeta o el porvenir de la sociedad tecnológica se hacen patentes. Para volver a Ursula K. Le Guin, hay un relato muy sugerente, titulado «Direction of the Road», de principios de los setenta, donde describe las percepciones que tiene un árbol al lado de un camino, poniéndose en el lugar del árbol1. Todo un desafío para la mirada artística que busca la ampliación del campo de la conciencia. ¿No es éste un buen ejemplo de crítica a ese «mito de la consciencia objetiva» que preocupa a Roszak?

Decía el poeta William Blake que los «caminos del exceso conducen a los palacios de la Sabiduría». Si esta muestra de poesía paradójica se entiende como un programa dispuesto a ser llevado a cabo por una multitud sedienta de diversiones y de vías de escape para su miseria cotidiana, el resultado será un nueva cultura del consumo alienante y destructivo. En ese sentido, la crítica de Roszak a la cultura psicodélica no solo es oportuna, también es necesaria. De hecho es lo que ha ocurrido con las drogas alucinógenas en el mundo de hoy: de una experiencia excepcional de conocimiento y gozo han pasado a ser otra forma más del consumo de masas. Pero como el mismo Roszak presiente, la utilización de alucinógenos o la búsqueda de formas diferentes de religiosidad, como el budismo zen, eran el signo de una inquietud legítima, aunque a menudo pobremente interpretada. El viaje a Oriente de tantos autores y poetas del pasado, se convierte en los sesenta en un peregrinaje existencial hacia el Tibet o la India, al alcance de los estudiantes y jóvenes de las clase medias de la sociedad opulenta, con los resultados a menudo estrafalarios que podemos constatar.

Hay aspectos existenciales como los alucinógenos o el budismo zen que afectan sobre todo a la esfera íntima del individuo. Pero ¿y la exploración colectiva? ¿Dónde queda la utopía? Porque no hay que olvidar que el desarrollo de la conciencia y de la sensibilidad están también trabados por el tipo de sociedad que nos rodea. En ese aspecto la presencia de un autor anarquista como Paul Goodman es significativa dentro del libro de Roszak. En su grandiosa novela The Empire city, mezcla de expresionismo, conceptualismo y taoismo, Goodman describe por etapas el poder opresor de la megalópolis. Ahora bien, la huida de los jóvenes hacia el campo y el comienzo de los experimentos comunitarios propios de los sesenta no tienen apenas cabida en el libro de Roszak. ¿Por qué Roszak no habla más de las comunas o del activismo político radical?

Es indudable que un aliento libertario e irreverente inspira a grupos contraculturales como los diggers de San Francisco o los Merry Pranksters de Kesey. Las comunas que se reproducen por California y otras regiones son un intento de realizar esa política de descentralización y autosuficiencia que un Goodman habría aprobado, como el mismo Roszak señala. Solo falta que compruebe sobre el terreno cómo la utopía visionaria de Goodman o las enseñanzas budistas de Alan Watts se están materializando entre la juventud, en sus prácticas individuales y colectivas. Dados los apuntes a menudo llenos de lúcido pesimismo de Roszak, casi tendríamos la tentación de decir que el nacimiento de la contracultura coincidió con su prematura defunción. Roszak es capaz de anticipar los derrumbes y brechas, pero se detiene poco sobre los elementos que formaron o pudieron formar una base sustentante y que raramente pertenecen a la excelencia teórica, incluso si nos referimos a un autor tan poco dogmático como Goodman.

En poco tiempo, la contracultura, cuyo esplendor fue efímero, produjo todo un arte elegíaco. Se puede pensar en el poema que Gregory Corso dedicó a Kerouac. Se puede leer La caja del diablo de Ken Kesey, con una evocación amarga de aquellos años. Se pueden ver ciertas películas como El restaurante de Alicia, con Arlo Guthrie, More y La vallée del director Barbet Schroeder, Zabriskie Point de Antonioni, o incluso el documental del festival de la isla de Wight. Todas ellas expresan un poco lo mismo: las contradicciones en que cayeron los hippies, la dispersión de las energías, la derrota final. Las imágenes finales del documental de la isla de Wight, con la gente abandonando la isla, mientras suenan los acordes de “Desolation row” de Dylan, son elocuentes. El realizador del documental no quiso eludir el aspecto conflictivo del concierto, que quedó bien reflejado en la película: el hecho de que miles de personas no quisieran pagar la entrada y rechazaran, con sus manifestaciones y asaltos a la valla, la mercantilización del evento. Los portavoces artísticos de la contracultura se habían convertido en estrellas millonarias, era cosa sabida, con cachés sustanciosos que había que satisfacer. ¿Este aspecto puramente crematístico, y que afectaba a los aspectos formales y organizativos del evento, pervertía irremediablemente el contenido del encuentro, su efusión artística y cultural? La respuesta no puede ser tajante en un sentido u otro. La expulsión violenta del escenario de Abbie Hoffman de la mano de Pete Townshend, de los Who, durante el festival del Woodstock, el año anterior, apunta a lo mismo. Abbie había subido espontáneamente al escenario para denunciar la frivolidad del concierto hippie, que se desarrollaba tranquilamente mientras activistas como John Sinclair entraban en prisión. Pete Townshend interpretó esta acción como una intrusión inadmisible en su espacio artístico. No tiene sentido intentar aclarar quien tuvo razón. Estamos antes dos razones que responden a necesidades diferentes. Pero lo que vuelve valiosas ambas reacciones es que se producen dentro de un mismo ámbito y tal vez debamos aprender a estar de acuerdo con las dos. Sin el fondo espiritual y político, e incluso mesiánico, del movimiento juvenil, conciertos como el de Woodstock o la Isla de Wight habrían quedado reducidos a meros espacios confinados de divertimento, lo que en un sentido ya eran, pero sin la grandiosidad artística que proponían los músicos, esa creatividad que obligaba a la gente asalir de lo inmediato para mirar más lejos, los conciertos habrían quedado reducidos a meras manifestaciones panfletarias. La creación de un mito exaltante y poderoso, que se hacía posible a través de la música, no quedaba del todo abolida por la innegable realidad del hecho comercial o por la masificación. Lo que hizo tan valiosa la experiencia de la contracultura por espacio de unos pocos años fue justamente esta realidad de dimensiones múltiples, el hecho poco usual de que un período de la contestación política se manifestase sobre todo de una forma creativa y sensual.

Por todo lo dicho anteriormente podemos deducir que la contracultura fue tanto un cúmulo de esperanza como de desesperación, de afirmación beligerante como de retirada pacífica, de ingenuidad beatífica como de crítica corrosiva. ¿Y qué decir de la «oposición juvenil a la tecnocracia» que subrayaba el título del libro de Roszak? Como Norman Mailer lo señala en su obra Los ejércitos de la noche (1968) la generación joven de aquel momento estaba bañada en la casi inevitable incongruencia: «Y esta nueva generación creía en la tecnología más que cualquiera de las precedentes, pero también creía en el LSD, en las brujas, en el conocimiento tribal, en la orgía, en la revolución». La utopía hippie era decididamente campestre. Recordemos la canción grandiosa y apoteósica de Tim Buckley «Goodbye and Hello», donde el cantante decía adiós a la sociedad del acero y la velocidad y le daba la bienvenida al arroyo, al aire y a la rosa. Canciones como «Big yellow Taxi» o «Woodstock» de Joni Mitchell son verdaderos himnos a una generación que desea abandonar la sociedad industrial. Pensemos también en «Hombre del siglo veinte» de los Kinks, donde se condena sin paliativos la tecnología y la sociedad atómica. En la misma época, el músico David Crosby declaraba: “«Quiero decir que los crímenes ecológicos a gran escala que cometen los intereses del petróleo no resultan a la larga menos perjudiciales para la raza humana que Buchenwald o que los individuos más depravados de este mundo». Pero como el mismo Roszak lo señalará más tarde: había una parte de la nebulosa hippie que se sentía fascinada por las computadoras y la electrónica. En uno de los poemas de Julian Beck, del grupo Living Theater, reencontramos la fe ingenua en una producción automatizada aplicada esta vez a la agricultura: «¿qué significa el anarquismo/significa/que/la comida crece gracias a los que les gusta cultivarla» El poema describe la alegría de una sociedad futura donde se trabaja la tierra en comunidad, empleando tan solo diez semanas al año. Y termina diciendo: «entonces la comida/es llevada a las ciudades y pueblos/en camiones y trenes/y en el futuro por medio de algo automatizado/y es dispuesta en el mercado/adonde vais y cogeis lo que necesitais/sin dinero/sin trueque/todo es gratis» El empleo lúdico o productivo de la tecnología podía incluso conducir al sueño espacial como posible alternativa a un planeta agotado. Un caso paradigmático lo representa la banda Jefferson Airplane. Más que grupos como Love, Moby Grape, The Byrds, Country Joe and the Fish o incluso Grateful Dead, dentro del llamado rock ácido de la costa oeste, Jefferson Airplane representa el espíritu más puro de la contracultura. En la portada de su disco After bathing at Baxters, aparece el pintoresco aeroplano que sobrevuela la sociedad gris industrial, el infierno urbano donde un cartel de publicidad ordena «CONSUME». En un disco posterior, Volunteers, tal vez su album más logrado, podemos escuchar canciones como «The farm», canto a la vida campestre, o «Wooden ships», que evoca la epopeya de los primeros colonos norteamericanos. Llegados a este punto, los Jefferson alcanzan su culminación creativa y política. En ese momento, surgen las divisiones, algunos de los músicos abandonan el aeroplano y Paul Kantner, junto a Grace Slick, toma las riendas del proyecto. Junto a músicos del calado de David Crosby y Jerry Garcia, grabarán su ópera Blows against the Empire (1970), literalmente «Golpes contra el Imperio» y el grupo pasará a llamarse Jefferson Starship. Este cambio del viejo aeroplano por una nave espacial es sintomático de la época. Las declaraciones de Kantner en una entrevista a Rolling Stone son conocidas: «Es mi respuesta al problema ecológico. (…) Hay demasiada gente y hay que buscar la forma de salir del planeta. Hay millones de sistemas planetarios distintos. Sería interesante llegar a ellos». Kantner confía en alguien como Owsley (tecnólogo visionario y productor mítico de LSD) para construir una nave espacial. «Todos los grupos de rock podríamos dar dinero para comprar una isla en el Pacífico y darle a Owsley el material para construir varias naves»2. A nadie se le oculta la sandez de estas declaraciones pero más allá de la anécdota, sus palabras resumen tanto un escapismo insospechado e interestelar como la desesperación ante un problema ecológico que ya a esa altura se manifiesta como irresoluble. La ciencia-ficción alimentaba la imaginación utópica. Pero la utopía podía convertirse en su contrario. No hay que olvidar que la utopía-distopía Los desposeídos de Le Guin discurre en un planeta gemelo de la tierra, un planeta arruinado donde los anarquistas tienen que aprovechar al máximo unos recursos muy esquilmados.

Y vuelvo a la crónica sentimental. Estamos ya en la primavera de 1987, los ecos de las revueltas de los bachilleres van apagándose. Pero muchos de nosotros seguimos sin ir a clase, haciendo horas extras en los parques. Yo subo sin falta a clase de literatura donde en un pequeño grupo de ocho o diez personas, hacemos una lectura colectiva y entusiasta de Luces de bohemia de Valle-Inclán. Me voy haciendo mi propio programa de lecturas (Lorca, La energía de los esclavos de Leonard Cohen, Lao-Tse, Dylan Thomas, La cultura underground de Maffi, Los Tarahumara de Artaud). De la biblioteca del Instituto he sacado un libro sobre el socialismo utópico (Fourier, Owen). Escucho con devoción una canción de Country Joe and The Fish, «Who am I» («¿Quién soy yo?/ Hubo un tiempo, el de las cosas amadas/pero desaparecieron como en un sueño/aunque llegué a creer que eran ciertamente mías»3), con un tono melancólico y existencialista que me parece de lo más adecuado para lo que nos está sucediendo. Es el momento de citar ampliamente a Roszak:

«En cierto modo, el verdadero radicalismo político de nuestros días comienza con una lúcida conciencia de todo lo que es capaz de adaptar el orden tecnocrático a su propósito de incrustarse cada vez más profundamente en los sentimientos y fidelidades más libres de los hombres. Esta intuición les falta a nuestros disconformes más airados cuando, en heroicas confrontaciones, se exponen deliberadamente a las formas más corrientes de represión policiaca y de disciplina militar. En seguida sacan la conclusión de que el statu quo solo se sostiene por las bayonetas, sin ver que esas bayonetas tienen el apoyo de un vasto consenso que el status quo ha ganado, por medios mucho más sutiles y perdurables que la fuerza armada.

«Por esta razón, no se puede materializar el proceso de arrancar hombres a la tecnocracia mediante una militancia ceñuda, agresiva y pagada de sí misma que, en el mejor de los casos, se reduce a realizar tareas de resistencia ad hoc. Más allá de las tácticas de resistencia, pero al mismo tiempo inventándolas constantemente, tiene que haber una actitud que busque, no simplemente juntar poder para arremeter contra las violaciones de que es objeto la sociedad, sino transformar ni más ni menos el sentido que los hombres tienen de la realidad. Lo cual significa que, como dice George Fox, hemos de estar dispuestos muchas veces no a actuar, sino a “permanecer lúcidamente quietos” (…)»

Sentados en el parque, sin haber leído todavía a Roszak, nos sentíamos señores y señoras de esa «lúcida quietud» de la que habla nuestro autor. Aunque tal vez no se trataba tampoco de abusar de ella. Se acababa la época del instituto. Después del verano, ¿qué haríamos? ¿adónde iríamos?

José Ardillo

NOTAS:

1. Los dos relatos mencionados aparecen en el segundo volumen de Las doce moradas del viento. RBA 2013

2. El extracto de David Crosby se encuentra en el libro Conversaciones con el rock Ed. Ayuso 1975. El extracto de Kantner está sacado de El rock ácido de California de Jesús Ordovás (Júcar 1976), aunque una versión similar parece en el libro de Ayuso.

3. En la traducción de Joaquín Salvador, Antología de poesía underground, Visor 1975.

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