La máquina se para

E. M. Forster es conocido por novelas (y posteriormente películas) como Howards End, Una habitación con vistas o Pasaje a la India. Sin embargo, la joya de la literatura distópica que es «La máquina se para» (Ediciones El Salmón, 2016, 83 págs.) no había sido traducida hasta ahora al castellano. Editada por primera vez en 1909, esta historia supone una excelente reflexión sobre la dependencia y la deshumanización a la que el desarrollo tecnológico puede someter a la humanidad. En este caso, se nos presenta una sociedad de individuos aislados, pero interconectados entre si a través de la mediación de «la Máquina». Un ente que regula un mundo devastado y «satisface» las necesidades de sus «servidores» a cambio de un sometimiento suicida: «Nadie confesaba que la máquina era incontrolable. Año tras año se la servía con más eficacia y menos inteligencia. Cuanto mejor conocía un hombre sus obligaciones respecto a ella, menos comprendía las de su vecino, y no había en todo el planeta un solo cerebro que comprendiera el monstruo en su conjunto. Esas mentes privilegiadas se habían extinguido. Habían dejado instrucciones completas, cierto es, y cada uno de sus sucesores había llegado a dominar un fragmento de esas instrucciones. Pero la Humanidad, en su deseo de comodidades, había excedido sus límites. Había sobreexplotado las riquezas de la naturaleza. Con calma y satisfacción, iba hundiéndose en la decadencia, y el progreso había acabado significando progreso de la máquina».

Dos personajes encarnan este drama: Vashti y Kuno, madre e hijo que representan la tensión entre conformidad y rebeldía. Vashti encarna al individuo integrado, obediente y en constante regresión espiritual. Kuno, por su parte, es la «pieza fallida», al borde del «desahucio», cuya sensibilidad, aún no completamente domesticada, le permite comprender la terrible verdad: «¿No te das cuenta (…) de que nos estamos muriendo, y que lo único que vive aquí es la Máquina? Creamos la máquina para que actuase según nuestra voluntad, pero ya no somos capaces de hacer que la Máquina se someta a ella. Nos ha robado el sentido del espacio y el sentido del tacto, ha disuelto las relaciones humanas y ha reducido el amor a un mero acto carnal, ha paralizado nuestros cuerpos y nuestra voluntad y ahora nos conmina a adorarla. La Máquina se desarrolla pero no a nuestro servicio. La Máquina sigue funcionando, pero no según nuestras metas. Sólo existimos como las gotas de sangre que corren por sus venas y, si pudiera funcionar sin nosotros, nos dejaría morir.»

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