INVENTARIO DE UNA MILITANCIA

INVENTARIO
(Del lat. inventarium).
1. m. Asiento de los bienes y demás cosas pertenecientes a una persona o comunidad, hecho con orden y precisión.
2. m. Papel o documento en que están escritas dichas cosas.

Este será un escrito breve y esquemático que pretende recoger aciertos, desaciertos y meras descripciones de vivencias propias centradas en la militancia libertaria. Su razón de ser se fundamenta en las recientes propuestas organizativas de coordinación que han tenido lugar. Como texto no aspira a ser base de nada, y mucho menos a emitir diagnósticos o juicios que se tengan por inamovibles. Escribo para ordenar mi cabeza, y escribo también para comunicarme. Entiendo que todo intento de juntarse con más gente, reflexionar sobre el pasado y el presente de las luchas y lanzar el órdago de querer ir más allá solo tiene una finalidad: hacer avanzar nuestras ideas, hacer las cosas cada vez mejor. Y este es el sentido con el que escribo, para tratar de aportar lo que pueda y en la medida que pueda. Si no fuera el caso o si no tuviera yo la pericia necesaria para lograrlo, se olvida y listo.

Como no ando muy seguro de mi capacidad para llegar a buen puerto, me vais a permitir que no hile el texto de manera natural y que deje las cosas explicadas por puntos. La licencia ahorra una cantidad notable de tiempo y además evita digresiones innecesarias. La perspectiva siempre es personal y la idea no es presentar un conjunto de folios que se sometan a revisión a partir de otras experiencias individuales, sino detectar ciertos puntos sobre los que habría que pensar si no queremos seguir anclados en el mismo lugar.

Estos párrafos no han sido revisados, sino que se han escrito al vuelo. Eso tiene sus cosas buenas y sus cosas malas, por favor, sed benevolentes.

El contexto biográfico del que parto, y que condiciona lo que he vivido y digo es el siguiente: hombre de 34 años, metido en colectivos y asambleas desde los 19; principalmente en la ciudad de Madrid, pero también en Granada.

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Cuando me acerco a las luchas sociales en Madrid a finales de los 90, básicamente me encuentro un panorama en el que hay dos opciones mayoritarias (aunque hablar de mayorías con la cantidad de gente que históricamente hemos nutrido durante los últimos 25 años los movimientos sociales es casi jocoso): por un lado la coordinadora Lucha Autónoma (con su heterodoxia y conflictos internos) y por otro las Juventudes Libertarias. La primera opción era mucho más abierta que la segunda (donde se ingresaba por aval, tanto a nivel individual como colectivo –dicho a trazos toscos y que se me permitan las imprecisiones), y además permitía la réplica: es decir, podías hacer algo parecido en tu pueblo o barrio de manera independiente y luego buscar o no la coordinación. Los colectivos asamblearios surgían y desaparecían con cierta velocidad, y casi siempre se producía un proceso de criba: había gente que se apeaba del activismo y otra saltaba a otro proyecto. En todo caso, lo importante a señalar es que con todas sus taras (que más tarde se describirán: códigos propios, estética identitaria, esencia juvenil, etc.), el acceso a la militancia era sencillo. Tanto si hablamos de ingresar en algún movimiento determinado, como si querías juntarte con cuatro amigos y reproducir la estructura que habías visto en algún lugar. Esa relativa plasticidad es algo que no tengo tan claro que exista hoy.

Trabajo. El movimiento que siempre he conocido ha estado escindido del mundo del trabajo. Su composición ha sido básicamente la de estudiantes y precarios. Y si bien es cierto que la precariedad ha propiciado la existencia de conflictos laborales gestionados de manera autónoma (una asamblea surgida en torno a la persona afectada y una puesta en común de recursos de distinta índole, tanto legales como ilegales), no ha habido líneas de práctica política continuadas en este ámbito. El rechazo al mundo que configura el trabajo asalariado nos ha hecho ser personas atípicas, que suelen necesitar menos recursos económicos para vivir, que no experimentan la exigencia de la realización profesional como forma de vida y que han podido saltar de un trabajo a otro y subsistir entre ñapas y subsidios. Esta «vida pirata» (y conste que el calificativo no tiene nada de despectivo) nos ha ido alejando de la realidad por un lado, a la vez que se ha dado de bruces con una nueva circunstancia económica: ya no hay trabajos con los que ir tirando y las prestaciones sociales están en vías de extinción. Por otra parte, la vida de cada cual también está sujeta a cambios: se tienen problemas familiares y hay que pagar más facturas de la cuenta, se engendran hijos, la cabeza exige cierta tranquilidad, etc. La cuestión es que tanto si es por la sociedad y sus crisis o por el conjunto de circunstancias de cada cual, cuando las reglas a las que hemos estado acostumbrados se rompen, la militancia, como la vida, zozobra. ¿Están concebidos los ritmos y horarios militantes para alguien que trabaje 40 o 50 horas?, ¿cómo se introduce el componente anárquico por el que apostamos en el día a día laboral (y no me meto en el anarcosindicalismo, obviamente)?… Si el curro es una de las partes más importantes de nuestro día a día, y donde además experimentamos más sometimiento y pérdida de libertad, ¿por qué se obvia con tanta frecuencia de nuestras prácticas y propuestas? Con demasiada asiduidad la cuestión se zanja con una dicotomía entre obreristas y funambulistas, entre quienes reivindican la importancia del tiempo de trabajo y entre quienes no quieren saber nada del tema. Esta absurdez no ayuda nada en la concepción de una realidad incuestionable: somos currelas, con problemas de currelas y una vida de currelas. Eso no quiere decir que haya que abrazar la exaltación proletaria de los partidos comunistas, pero sí reconocer cuál es suelo que se pisa. Comparto más realidad con la tipa que está sentada en el puesto de al lado mientras escribo esto, que con un joven punk que se las apaña para vivir sin trabajar. Y no es un juicio, porque ni la tipa de al lado ni el joven punk genérico en el que pienso me caen especialmente bien, es una constatación de cómo están las cosas.

Este alejamiento del mundo laboral tiene un efecto muy concreto que hay que analizar. Es cierto que existen redes informales: todos nos avisamos a todos cuando sabemos de determinado curro, pero ese recurso no es suficiente. La vinculación histórica entre el mundo del trabajo y las luchas sociales pone de manifiesto otras prácticas. La creación de una comunidad, de un nosotros que lucha contra el mundo, que se defiende de él mientras pone en juego sus propios valores, ha sabido siempre socializar los conocimientos. Y ha sabido hacerlo en lo laboral, en la manera de llegar a fin de mes. Incluso con las Cooperativas Obreras de comienzos del siglo XX supo hacerlo a un nivel de consumo, optimizando los recursos de grupos de personas para minimizar los efectos del mercado en sus vidas. Este tipo de prácticas es lo que los anarquistas eran capaces de poner frente a los ojos del resto de ciudadanos, otra faceta de la célebre «propaganda por el hecho». Algo así como «hay otra manera de hacer las cosas». Sustituir la competencia por la puesta en común. Más allá del avisarse de trabajo o del facilitar la entrada de compañeros en los lugares donde estamos contratados, habría que preocuparse por buscar soluciones colectivas a problemas colectivos. Ya la falta de trabajo lo es, pero en la práctica se experimenta como un mal individual. Un ejemplo de tantos que ilustra la separación existente entre militancia y vida cotidiana.

Lenguaje y códigos. Afirmar que cada grupo social desarrolla una serie de códigos comunicativos propios es una banalidad. Ahora bien, afirmar que el desarrollo de dichos códigos debe armonizarse con la sociedad donde vivimos es algo osado. Reconozcámoslo, no se nos dan bien los equilibrios. ¿Cómo articular nuestro discurso sin renunciar a la potencia de nuestros conceptos y a la vez sin presentar un galimatías a la gente a la que nos dirigimos? En este aspecto llevamos décadas cosechando fracasos y, lo que es peor, sin ser conscientes de la derrota. De un lado nuestra propia incapacidad, del otro un menoscabo continuado en el tiempo de las capacidades comunicativas del personal: tanto de las nuestras, como de las de la sociedad en general. «Donde hay comunicación no hay Estado», decían los situacionistas. Y parece que quienes rigen los destinos de nuestras vidas se lo tomaron en serio. El aislamiento crece de manera inversamente proporcional a las habilidades comunicativas. Otra banalidad, pero que quizás no siempre tengamos en cuenta. No voy a entrar aquí en si la causa es la televisión, la falta de lectura, el abuso de la tecnología, etc., pero sin duda se trata de un aspecto crucial para todos aquellos que se planteen cambiar el mundo en el que viven. A veces parece que nos dirijamos solo a universitarios (tómese la palabra en sentido amplio), y la mayor parte de las veces parece que nos dirijamos a iniciados. Porque nuestro gueto[Ver: [«Ad nauseam. Panfleto contra el ghetto político en Granada»]], como cualquier otro grupo humano atrofiado, tiene una frontera que hay que vadear, y para ello hay que ir a unas cuantas manifestaciones, jornadas, algún concierto y haberse leído unos cuantos fanzines y libros. Entonces uno ya puede acercarse a buena parte de los textos libertarios (obviamente no todos) sin sentirse un marciano. Hay un experimento que se puede llevar a cabo con facilidad, uno puede acudir a un archivo de alguno de nuestros locales y repasar propaganda de hace 10, 15, 20 años… algunos textos provocan sonrisas disimuladas, otros desconcierto y extrañeza, y solo unos pocos se mantienen frescos (aunque hablen del servicio militar obligatorio), claros y accesibles. No voy a proponer como conclusión un «libro de estilo ácrata», pero aquí tenemos un agujero, y lo mínimo es ser conscientes de ello.

La edad. Los colectivos libertarios y autónomos son esencialmente juveniles. Y no solo estamos hablando de la edad que tenemos según el dni. Es algo más. Hace poco he utilizado la expresión «sentirse un marciano». Y la verdad es que es así como me siento en la mayoría de los espacios que frecuento. Ajeno. Como si desde hace unos años a esta parte me hubiera desgajado de un montón de espacios (no solo estoy hablando en términos físicos) que de una u otra manera he ayudado a crear. La sensación es jodida, tiene algo de vacío. Esa necesaria «conspiración entre iguales» no se produce porque sencillamente no eres igual; tampoco digo que el resto sea igual entre sí, simplemente evidencio el desplazamiento propio. El aspecto lúdico del movimiento pesa (conciertos, cafetas, etc.), pero no es lo único. A pesar de que ahora mismo en Madrid no haya muchos chavales adolescentes, la media ronda (más o menos) los veintipocos años, por lo que tener uno 35-40 años es ser una persona sensiblemente más mayor que el resto. Pero lo relevante no solo es el preguntarnos por qué nos sucede esto (no todos los movimientos sociales están formados por veinteañeros, y desde luego no siempre ha sido así), sino ser conscientes de que existe una brecha profunda entre militantes. Esa brecha arroja un diagnóstico jodido: la militancia tiene caducidad, se pasa por ella como parte de la vida, no como si fuera la vida misma.

Los anarquistas no tienen un movimiento juvenil porque son en sí mismos un movimiento juvenil. Antes tenían sus juventudes, ahora son todo juventud (queda claro que de este pequeño análisis saco a la CNT reciente y las nuevas FIJL, hablo de manera amplia y con un mínimo de perspectiva histórica). Pensemos en uno de los frentes de lucha con más fuerza de las últimas décadas: la okupación. Y pensemos ahora cuánta gente de cierta edad hemos visto en las okupaciones más allá de personas concretas o en cierto tipo de charlas / debates… Por su lado, el 15M, las mareas y protestas vecinales del último par de años han logrado conectar con sujetos que estaban perdidos pese a tener unas inquietudes similares a las nuestras. Estaban perdidos por haberse quedado descolgados de las luchas.

Desgraciadamente el reenganche ha sido minoritario y parcial, pero no cabe duda de que es un síntoma inequívoco de cierta salud. Es emocionante ver a personas jubiladas que se encuentran de nuevo en la calle, y que pueden aportar sus experiencias militantes en nuevos conflictos (y su posible terquedad, autosuficiencia, malas formas, etc.; pero eso forma parte de otro análisis que no corre tanta prisa como el que nos traemos entre manos).

A veces, para pensar en las fortalezas y debilidades de las luchas sociales me sirve pensar en Euskadi. Sé que el anticapitalismo de base no puede tener como referencia a un movimiento tan jerarquizado como el abertzale, pero a veces ayuda a ver las cosas con cierta claridad. En Euskadi hay comunidad (cada vez menos, por cierto) y tradición de lucha. Dejemos de lado el hecho de que no compartamos premisas ni intenciones, y centrémonos en lo análogo: gente de a pie organizándose para cambiar un contexto que les desagrada. Allí ha habido juventudes, ramas de movimientos políticos. ¿Por qué? Porque sus mayores también están en historias, porque hay una tradición por la cual la adscripción a cierta forma de ver las cosas no es temporal (este es un esbozo un tanto tosco, porque es cierto que en Euskadi hay más militancia juvenil que adulta, pero al menos no existe un desequilibrio como el nuestro). Desconozco la clave para que después de la lucha juvenil no se pase al vacío, pero desgraciadamente es lo más habitual. Eso, o seguir siendo un jovenzuelo aunque se vistan canas (casos hay). Yo ya no soy ni siquiera un joven, soy un tipo de mediana edad. Si no encuentro huecos, tendré que ayudar a crearlos.

– La estética. No me voy a extender. Es un debate que lleva algún tiempo candente. Cada cual lleva las pintas que quiere, esa es una premisa básica. Sin embargo, se han convertido en seña de identidad. ¿Por qué?, ¿con qué fin? Es decir, de chavales es más normal la necesidad de rebelarse recurriendo a la imagen, pero llegados a ciertas alturas, ¿qué tienen que ver la rebelión y las imágenes? Vale, admitamos que es una cuestión de gustos personales. Volvemos a la casilla del comienzo: cada uno va como le da la gana (además, desde que en el H&M vendieron camisetas con la «A» circulada nada ha vuelto a ser lo mismo). Entonces, ¿por qué se produce un fenómeno de masa en nuestras filas? ¿Por qué se identifica a la «gente del rollo» desde lejos?, ¿qué mensaje tribal se manda el resto?, ¿realmente nos da igual cómo vaya vestida la gente (pensemos en un concierto en una okupa -o en una concentración antifa, tanto da- y en que entra un tipo con zapatos, pantalón de pinza y camisa…)? Imaginémonos hace 100 años, es difícil hablar de algo cuando queda tan lejos en el tiempo… pero pensemos por ejemplo en Barcelona, hacia 1913 había una nutrida población de ácratas agitando la ciudad. ¿Alguien se imagina que fueran vestidos y peinados de tal manera que los vecinos dijeran a lo lejos: “Míralos, ahí vienen los anarquistas”? Era la propia cotidianidad la que definía la identidad política, de manera que se podía intuir quién estaba en el ajo por su forma de actuar, no por exhibir determinados símbolos.

Es cierto que al menos en Madrid el tema estético tiene cierto reflujo, pero es algo a tener en cuenta. También en lo referente a la propaganda o los locales. Hemos sacado cantidades ingentes de encapuchados en campañas políticas. ¿Por qué?, ¿es que vamos encapuchados por la vida? Si se trata de convocar unos disturbios, correcto. Pero, ¿y todo lo demás? En algún momento habría que plantear la propaganda (y el movimiento en general) en términos estratégicos, fríos y duros. Especificar qué plazos y finalidades tenemos. Está bien apelar a la satisfacción individual, al propio goce: me gusta y punto; pero si se trata de subvertir el orden existente, no se pueden lanzar mensajes con el mismo criterio con el que uno se aliña una ensalada.

– COROLARIO: Lo que bajo ningún concepto podemos admitir y dar por natural, es que exista gente que no se acerque a las ideas anarquistas por la edad, la estética o un lenguaje restrictivo.

Quimera y suelo firme. Otro debate que de manera más formal o informal se lleva teniendo desde hace años. ¿Qué es lo que se trasmite a la gente aparte del contenido de la crítica? Me explico mejor, o al menos lo intento: queda claro que la labor esencial de un movimiento libertario es identificar los mecanismos de opresión y denunciarlos / atacarlos (la diferencia entre ambas acciones generaría un debate propio, y es otro de los puntos débiles de cualquier discurso que vaya contra el sistema imperante… ¿cómo atacar?, ¿en qué condiciones?), sin embargo, aludiendo a la famosa frase de Buenaventura Durruti, se supone que «llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones»… ¿cómo es?, ¿por qué es mejor que el que hay? Con demasiada frecuencia nuestro mensaje se centra en un ataque frontal a lo existente, pero que ese rechazo se trate de algo esencial para nosotros no significa que sea lo único que nos traemos entre manos, ni que siempre seamos capaces de trasmitirlo con la intención de que se nos entienda. ¿No hay en la historia reciente del movimiento libertario una cantidad relativamente grande de escritos y propaganda que parecen más bien ejercicios de autoafirmación? Cuando uno siente las cosas y las lleva dentro no necesita ratificarse. Y en cualquier caso, esa ratificación no sirve de nada. Es una suerte de grito hooligan, una catarsis cuando lo que necesitamos son gestos que afiancen procesos colectivos. Colectivo, común… ahí está la clave, la diferencia. Debemos gestar comunidad y ofrecer comunidad, solo así el discurso del rechazo se podrá sostener sobre algo que no sea la pura rabia (que es necesaria, pero no suficiente: por sí sola no genera sentido). A día de hoy las capacidades de transformación social que ofrecemos son tremendamente limitadas, pero la verdad es que si atendemos al escenario social que nos rodea, contamos con muchas más cosas de las que creemos; o cuando menos, contamos con el potencial necesario para ponerlas en juego. La anarquía no solo es tensión y conflicto, es una forma de estar en el mundo. Ese estar toma forma en la tensión y el conflicto, pero también en manifestaciones como la solidaridad, la amistad, la formación intelectual, etc.

Estamos tan inmersos en nuestras historias que no solemos darnos cuenta de cómo funcionan las cosas fuera… la gente de mi edad se va de vacaciones sola y paga perfiles en páginas de internet para encontrar pareja. En mitad de un páramo de soledad y aislamiento, y con todas las deficiencias que conocemos, hemos sido capaces de establecer relaciones humanas reales y tangibles. ¿Duele?, ¿nos peleamos / desengañamos / traicionamos y sufrimos? A pesar de lo mal que he podido pasarlo en este sentido, hoy no puedo sino valorarlo de manera positiva. Si me duele discutir con alguien, al menos eso significa que estoy vivo. Siempre lo preferiré a desconectar el ordenador de la oficina, llegar a casa, sentar el culo gordo frente al portátil y seguir vegetando. Lo malo (relaciones sociales defectuosas) puede mejorarse, lo que no existe (aislamiento consumado), sencillamente no existe.
¿A qué viene todo esto? Pues precisamente a pensar en el hecho de que los colectivos, asambleas y locales son reductos de relaciones sociales enmarcadas en un contexto de lucha (otra cosa es cuando se convierten en clubes sociales, algo que no solo no es deseable, sino que va en contra de todo aquello a lo que aspiramos: salir de nuestras cuatro paredes y ser cada vez más). Esa lucha, sea en el frente que sea, genera sentido. Lo segrega. Es un proceso vivo. Sin embargo, todo esto es más fácil sentirlo con las tripas que pensarlo con la cabeza, y eso es difícil explicarselo a alguien que no forma parte del entorno más cercano del que estamos hablando. No luchamos porque vayamos a vencer en un periodo de tiempo corto. Ser revolucionario es tomar partido a pesar de que quizás no veas aquello por lo que luchas. Es una opción ética (ese estar en el mundo del que se hablaba antes), es lo que se decide que es lo que hay que hacer. Ya no solo por mí y por las personas que quiero, sino por los que vienen detrás; un pensamiento muy arraigado en los movimientos revolucionarios a lo largo de la historia, pero que parece que hemos perdido en las últimas décadas de acoso capitalista y su individualismo extremo. Thoreau dijo aquello de «no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido», y de alguna manera eso es parte del mensaje que hay que lanzar. Somos un trozo de hilo que atraviesa el tiempo, el hilo no se rompe, el hilo se tiene que hacer más fuerte cada vez. Tejamos.

Esfuerzo. «No quiero un Ipod nuevo, quiero una vida nueva», en la manifestación del 15 de mayo de hace ya dos años, un tipo hizo esa pintada con un espray verde en la calle Alcalá, ya llegando a la Puerta del Sol. Nunca jamás había visto a la gente aplaudir una pintada como aquel día. De alguna manera esas palabras tocaron un resorte invisible. Es un texto bello, sin duda. Pero el problema que surge enlaza directamente con lo tratado en el párrafo anterior, con: 1) lo que se comunica que es la lucha; 2) lo que es la lucha en sí; 3) lo que realmente se anhela y lo que se está dispuesto a dar por ello. Recuerdo unas vergonzosas declaraciones hechas por un manifestante ese día… Hablaba de que formaba parte de la generación mejor preparada de la historia de este país y que solo podía optar a puestos con salarios inferiores a los de un basurero. No toda la gente quiere una vida nueva, muchos quieren la que creen que merecen por méritos o la que sencillamente envidian. Desconozco la realidad de otras culturas, pero en la que he crecido la envidia es lo más habitual del mundo. La gente siente envidia en el cole, en los curros, en el bloque de pisos, en la familia… Ese mecanismo es el mismo que hace que sean tan pocos los que realmente se escandalizan cuando salen casos de corrupción entre la casta política. El personal quiere ser Camps o Bárcenas o el farlopero del Psoe que se pulía en coca y putas el dinero de los ERE´s. Hace poco un compañero nos hablaba de Italia, de cómo la gente sigue votando a Berlusconi porque simplemente, y de manera más o menos reconocida, el estatus alcanzado por un abuelo que se acuesta con niñas de 20 años les parece un planazo. El mundo al que nos enfrentamos es miserable, y eso no hay que perderlo de vista nunca. Ni hay que formarse falsas ilusiones sobre las intenciones de buena parte de la población, ni hay que dejar nunca de vigilarse a uno mismo para combatir dentro lo que odiamos fuera. ¿Cuánta gente de la que se manifestó hace unos años quiere participar activamente a la hora de tomar las riendas de sus vidas?, ¿cuánta de ella sencillamente quiere volver a disfrutar de los privilegios recientemente perdidos cueste lo que cueste (y lo que es peor: a costa de quien sea)?

La militancia tiene sus cosas buenas, comparto las palabras de Tarrío cuando decía que vivir luchando es la mejor manera que conocía de vivir. Pero no hace falta engañar a nadie: es duro, exigente y a veces tedioso. Supone no un sacrificio, pero sí un esfuerzo. Implica dejar de lado el propio interés y tratar de ver el interés común. O si se quiere, implica un alto grado de desinterés tal y como se entiende en la sociedad en la que vivimos. Además, no es inmediato… y eso es sumamente jodido en una sociedad que se mueve por representaciones e impone un ritmo frenético. Tiene costes a varios niveles: físicos, mentales, represivos, económicos, etc. Y aun así, nos parece mucho mejor que ceder y dejarse llevar. Es difícil persuadir a los demás para que no se rindan. No tenemos mucho que ofrecer, no en el sentido en el que la mayoría busca sus recompensas en la vida. Por eso no podemos ofrecer nuestra opción como algo más. Simplemente no lo es. En términos estrictos, no somos sujetos modernos. Hemos amueblado nuestra cabeza según otros mapas y maneras. Apelamos a conceptos tan fuera de los cauces establecidos como el de felicidad entendida a la manera en la que la trató la filosofía antigua: se es feliz porque se vive según los propios principios. No queremos tener más o cultivar el ego, anhelamos una vida justa (sí, tenemos una noción de justicia social propia) y libre. No ofrecemos participar en una carrera donde los premios son el reconocimiento y la acumulación de bienes materiales. Es más, si seguimos nuestros propios planteamientos, apostamos por un emprobrecimiento generalizado para que nadie sea más pobre que otro; de hecho, eso es lo que entendemos como abundancia: el cese de la esclavitud del hombre por el hombre. No queremos un Ipod, no queremos perder la vida en el trabajo ni tener a medio planeta esclavizado para satisfacer ese miserable nivel de vida del que disfrutamos. Seremos felices si soltamos ambos lastres antes de irnos a dormir. Seremos felices si antes de morir podemos decir que hemos vivido, que el tiempo no se nos escapó de las manos mientras representábamos papeles que no eran los nuestros. Pensadlo, conceptualmente es la ostia, y también si se siente con los huesos y la piel, pero con la claridad de la tinta es un marrón en toda regla. Le decimos a la gente que luche por un mundo del que en el mejor de los casos solo podrá ver bosquejos difuminados, que invierta su tiempo y esfuerzo en ello, pese a que de primeras no encontrará más que la propia satisfacción de pelear por lo que cree correcto. ¿Por qué se vaciaron las descomunales asambleas populares? Vale, por dinámicas enfermizas, poca operatividad, luchas de egos… pero también porque se desdoblaron en comisiones de trabajo, y en ellas ya no puedes limitar a levantar las manos para expresar tus opiniones en modo semáforo (me gusta / no me gusta), hay que asumir compromisos y currar. Y eso no es fácil ni atractivo de primeras. Es esta la misma razón por la cual abundan los cibermilitantes a la vez que los movimientos sociales están despoblados. Lo fácil es dar al «Me gusta», compartir cierta radicalidad con los colegas y obtener incluso reconocimiento sin dejarte el tiempo, la pasta y el pellejo en ello. La gran pregunta que surge es: ¿cómo hablarle a la gente honestamente del deseo de gobernar la propia vida? Cualquier proceso revolucionario se caracteriza por la implicación absoluta de la existencia de cada sujeto. Al cesar la delegación hay que participar. ¿Quiere realmente la gente participar de procesos comunes? ¿Cómo se ha llegado a este nivel tan enfermizo de apatía?, ¿es este desarme el resultado de toda una serie de estrategias diseñadas con anterioridad? Parece que el ceder el timón de la vida a un tercero es consustancial a dicha vida misma. Nosotros no tenemos un líder que ofrecer, no creemos en los líderes. Nuestra humilde opinión es la de que el poder corrompe al hombre, y nos basamos en siglos de explotación para ilustrarla. ¿Cómo podría ser el anarquismo un movimiento de masas si no sacamos a la calle ninguna bandera que seguir? Creo sinceramente que hay que analizar cómo se vive, cómo funciona este mundo para que contra todo pronóstico no acabe nunca de hundirse. No lo hemos hecho lo suficiente. Hay que pensar y poner en sintonía nuestras ideas con la realidad. Luego no hay que esperar milagros, para eso tendríamos que ofrecer una de esas recetas mágicas que sabemos de sobra que no existen.

Juntos. Sé que esta opinión quizás no sea totalmente compartida, pero creo que el anarquismo ibérico tiene serios problemas para el trabajo colectivo. Y no hablo entre proyectos, sino en el sentido más amplio de la palabra colectivo. A estas alturas del texto ya se habrá percatado el lector de que mi postura dentro del pensamiento libertario está claramente escorada hacia lo comunitario. O si se prefiere, lo comunista. Reconozco el valor indudable del individuo, y creo firmemente en su irreductibilidad como salvaguarda de la libertad. Pero tanto mi idea de qué es ser libre como de la anarquía pasan por la vida con los demás. Por eso, a la hora de luchar contra un mundo hiper-individualizado, mi apuesta apunta a construir ideas y armas en común. «Soy comunista porque, cuando se ha de ser amigo, vale más serlo por completo que amigos a medias», que decía Jorge en Entre campesinos de Malatesta.

Una vez más chocamos con la sociedad. En la adolescencia (y en la adolescencia mal curada que puede dilatarse a lo largo de los años) uno suele pensarse a sí mismo enfrentado a muerte con la realidad en la que vive: ajeno, refractario y puro. Como ya he incidido con anterioridad en el peso del componente juvenil en nuestras filas, se entenderá el que piense que esta tara nos persigue por el camino de manera implacable. Este mundo es demasiado oscuro y difícil como para que se den las formas puras. Esas solo existen en las cabezas de griegos que llevan dos mil y pico años muertos o en los delirios misántropos de la egolatría juvenil. Estamos todos manchados, por más colectivos de los que formemos parte, carteles que peguemos, manifestaciones a las que acudamos o detenciones que atesoremos en nuestro historial. Siempre y en alguna medida se es hijo del tiempo en el que se vive. Y en los nuestros se destierra sistemáticamente todo lo que huela a común. Por supuesto, quien se crea a salvo de ello tiene un problema consigo mismo y con el concepto «humildad». La cantidad de barro que acumulamos en nuestras manos y rostro suele ser proporcional a la nitidez que suponemos a nuestras propias ideas. Esa sociedad que tanto detestamos está impresa en nuestra manera de vivir y de pensar, la familia, la escuela, la televisión, la publicidad… años de condicionamiento que no desaparecen a golpe de consigna. Lo que haces, lo que no haces, cómo lo haces: todo está atravesado de experiencias y aprendizajes previos. Por supuesto, cuando decides levantarte y luchar, estás plantando cara a todo ello. Pero no menos cierto es que la influencia del mundo no desaparece de la noche a la mañana (de hecho no creo que desaparezca por completo en toda una vida), y que cualquier paso que se dé debe tenerla en cuenta en todo momento.

En algún punto del sendero que se ha trazado en las últimas décadas nos hemos olvidado de que hacer política (vivir políticamente con los demás) no tiene nada que ver con sentarse de manera imperturbable a defender la visión y el interés propios. Hacer política no es otra cosa que establecer relaciones vivas y orgánicas con otras personas sobre la base de unas ideas comunes, y esas relaciones implican la tensión de apostar de manera conjunta, de ceder en un lugar para avanzar en otro, de hacer equilibrios porque es mejor hacer la guerra con hermanos y hermanas a tu lado que jugar a hacerla solo. Y la finalidad de la política tal y como la entendemos no es sino acumular fuerzas hasta el punto de que esas ideas puedan ponerse en juego sobre el terreno. Así de simple y así de complicado.

A veces pienso que lo hemos olvidado todo: tanto la esencia colectiva de la transformación social, como la necesidad de que dicha transformación se lleve a cabo. Cuando las prácticas políticas tienden más a auto-perpetuarse que a avanzar, el aire está viciado y alguien debería romper el cristal de alguna ventana. Entiendo que pudiera haber quien en el fondo encuentre cierto bienestar y comodidad en un ambiente inmóvil e inmovilista, al fin y al cabo es más fácil ser alguien en un núcleo más o menos cerrado y reducido de personas que en el mundo corriente y moliente. Sin embargo, mi opción pasa por erradicar todas las condiciones que propicien esa posibilidad.

Apertura. ¡Tachán, tachán…! Una de las problemáticas estrella de los libertarios. Y de momento, sin solución. Cuando a principios del 2000 se hicieron fuertes las apuestas por la informalidad (como forma de organizarse sin necesidad de estructuras fijas, sino basándose en la afinidad), sus críticas a la organización clásica ilusionaron a una gran cantidad de gente. Parecía que de verdad circulaba aire fresco y muchos creímos que podía ser el remedio que buscábamos para la esclerosis política de la que adolecíamos. Desgraciadamente no fue así, y a medio plazo las posibilidades de la afinidad para extender y profundizar las luchas llegaron a una especie de punto crítico a partir del cual comenzaron también a enquistarse. Queda claro que ni la burocracia de asambleas ni las asambleas de amigos son herramientas que permitan avanzar demasiado. A su vez, las apuestas más aperturistas tampoco han desarrollado ningún modelo que permita superar los límites que supone prácticamente no tener límites (donde confluyen tantas posturas y empujes personales que establecer los mínimos necesarios para decidir simplemente a qué puerto dirigirse es un sin dios). Así que nos quedamos en mitad de ninguna parte, planteando cómo lidiar con todos los factores que entran en juego: facilidad para acercar el discurso a la gente (las asambleas y organizaciones cerradas crecen con serias dificultades en nuestros días, si es que alguna crece realmente), operatividad (las abiertas pueden llegar a eternizarse, y también llegar a ser un auténtico imán para personas aisladas que necesitan escuchar su propia voz en un espacio público), seguridad (que depende a su vez de muchísimas más variantes, pero que siempre hay que tener en cuenta), disparidad formaciones y experiencias, etc.

El problema continúa y deberíamos profundizar en él para tratar de dar con algo que se asemeje a una solución. Lo que sí queda claro, al menos para mí, es que es preferible ensayar soluciones y errar a quedarse quietos, con los pies clavados en el mismo lugar yermo de siempre. Y para ello deberíamos desarrollar otra cultura a la hora de trabajar colectivamente. Las asambleas deberían dejar de polarizarse tal y como suele suceder con demasiada asiduidad: o una camarilla de afines sin apenas fisuras, o un espacio de confrontación donde se enzarzan ideas y propuestas a ver cuál gana, en vez de ser una herramienta para crear y subvertir el orden establecido. Como ya he dicho, estamos empapados de lo que nos rodea, y por ello no solo se tiene el reto de construir proyectos comunes en un entorno que se moviliza cada día para celebrar el aislamiento y la soledad, sino que también hay que abandonar toda una serie de mecanismos aprendidos a la hora de sentarnos junto a los demás. Egocentrismo, inseguridad, susceptibilidad… en definitiva, miedo bajo una u otra manifestación.

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