ANARQUISMO, PARLAMENTARISMO, DEMOCRACIA

El sistema parlamentario volvió a España en 1977 como prolongación de la dictadura franquista. La voluntad popular sólo podía formularse en torno a la democracia proletaria de las asambleas. Únicamente el proletariado constituido políticamente como clase en coordinadoras o consejos obreros podía encarnar el interés de la inmensa mayoría. Pero quien realmente se constituyó como nación, como «pueblo», fue la burguesía franquista. Lejos de disolver las instituciones fascistas pactó la desactivación del movimiento obrero a cambio de un espacio político para la oposición. El exilio pudo regresar sin compensaciones, siquiera morales: la oposición había firmado también un pacto de silencio: el olvido del genocidio de la posguerra civil y de los años de persecuciones y sufrimientos. El franquismo amnistiado legalizó a los partidos y sindicatos y convocó elecciones, desembarazándose de cadáveres como Las Cortes, la CNS o el Movimiento Nacional, pero guardó íntegro su aparato, que se convirtió en el aparato de la nueva «democracia». La policía, la Justicia, la Monarquía, la guardia civil, el Ejército, las diputaciones, los gobiernos civiles y militares, las capitanías, la diplomacia, la administración, los servicios secretos…; todo, absolutamente todo, permaneció intocable. Ni las elecciones ni el proceso constituyente nacido de ellas afectaron a la burocracia estatal o a la burguesía. Un partido nacido del franquismo, la UCD, capitaneó el proceso de «transición» -o pactó la «reforma»-, en suma, el devenir democrático de la dictadura, auxiliado por la oposición: ese fue el «contrato social» de la democracia española. El advenimiento de la «democracia» -las elecciones municipales, las dos cámaras, el sindicalismo de concertación, los Pactos de la Moncloa, la constitución, los estatutos de autonomía- fue una siniestra comedia que tuvo como precio la liquidación de la democracia socialista esbozada por los trabajadores. Se representó cuando el sistema parlamentario en el mundo no subsistía más que como caricatura. El parlamentarismo español tuvo todas las miserias de los demás y ninguna de sus glorias. Todos los partidos eran partidos del orden burgués. Votar significó en su primer momento enfermar voluntariamente de amnesia y colaborar en la farsa, legitimarla, ensuciarse con la sangre de los muertos que hasta el final acompañaron al franquismo. El anarquismo necesitaba una revisión a fondo de su experiencia si quería jugar un papel en aquellas fechas cruciales. Al no hacerlo, no pudo renovar su crítica, ni concretar una táctica, y no influyó en los acontecimientos. Acabó sin enterarse de nada, convertido en una ideología autista y contemplativa, apoyada en un relato sin contradicciones de un pasado histórico mutilado. Los efectos fueron paralizadores.

La transformación de la clase obrera en masa desclasada acabó con la posibilidad de que ella misma pudiera alzarse como representante del interés general y encarnar la voluntad popular en las formas de la democracia directa que había conseguido poner en pie en las fábricas y en los barrios. El reino indiscutible del capital transformó en poco tiempo la sociedad gracias a un desarrollo acelerado de la tecnología. Las características propias de las masas, como la atomización, la movilidad frenética, el consumismo y el confinamiento en la vida privada, se acentuaron en la sociedad tecnológica, eliminando los restos de sociabilidad y potenciando el control social totalitario. Al ganar preponderancia el mercado mundial sobre los Estados, los parlamentos perdieron el escaso poder que conservaban. Ni siquiera servían para formular el interés específico de la clase dominante; este se formaba directamente en las instituciones mundiales del mercado capitalista. La mayoría parlamentaria de tal o cual partido podía introducir cambios en el espectáculo político pero en absoluto esos cambios afectaban al poder real. Los aspectos técnicos del parlamentarismo -la campaña, el recuento de papeletas, los debates televisivos, las votaciones en las cámaras, las mociones, las comisiones, etc.- habían sido conservados, pero lo que progresaba era el monólogo de la dominación, la tecnovigilancia, la erosión del derecho, la criminalización de la disidencia y la población carcelaria. En ese momento se cerraba un ciclo: los partidos dejaban de representar opciones distintas del mismo orden para no representar más que intereses particulares y de particulares, lo que bastaría para explicar la extensión del fenómeno de la corrupción política. Por su parte, el sistema parlamentario dejaba de diferenciarse de la dictadura fascista. Fascismo todo lo suave que se quiera, fascismo tecnológico, pero fascismo. En la etapa globalizadora las libertades aparentes poco a poco se ahogan en un estado de excepción y el Estado tecno-democrático se dirije hacia el Estado penal. La política del año 2000 es la del «panóptico» de Bentham o la del «Big brother», el Gran Hermano del que hablaba Orwell. En estas circunstancias la abstención es mero reflejo de la dignidad de los oprimidos. Las razones tácticas del tipo «para que no gane la derecha» no retrasan la marcha del totalitarismo, o como siempre se ha dicho, del «fascismo», sino que contribuyen a ella. Tal como estamos ahora, cuando dicen «ciudadano» hay que entender «fascista», pues quien cree en las instituciones, confía en el nuevo totalitarismo. La ciudadanía satisfecha es la base del fascismo moderno. No hay derecha ni izquierda porque no hay política. Los asuntos del poder se dirimen en otra parte, son extraparlamentarios. La lucha social también ha de serlo.

Aquellos núcleos de discusión que sobreviven o se organizan tienen sobre sus espaldas la misión de reconstruir retazos de vida pública y de democracia directa dentro de una sociedad masificada que no sean efímeros experimentos. Y a partir de ellos forjar opiniones, discutir, informar, instruir, en fin, enlazar con la memoria olvidada y las tradiciones perdidas de lucha. Es el bagaje con el que se habrán de enfrentar a la clase dominante y a su totalitarismo tecnófilo. Han de saber interpretar las cuestiones tecnológicas como problemas políticos y sociales de la mayor magnitud, pues luchan contra un régimen totalitario fascista con ropaje liberal y en los sistemas de esa clase las verdaderas cuestiones salen a escena como si fueran problemas técnicos. «La tecnología es el futuro», dicen los siervos. El anarquismo, si sabe escapar a las trampas de la ideología, será el instrumento teórico más adecuado para forjar una crítica radical de la sociedad, porque es el único ideario que ha insistido en la democracia directa como fórmula emancipatoria. Mientras que las teorías comunistas han puesto el acento en la igualdad como condición necesaria de la libertad humana, sin que la travesía por fases autoritarias las afectara, en cambio, el anarquismo ha proclamado que sin libertad no puede haber igualdad, y por consiguiente, el camino de la emancipación ha de estar fecundado por ella.

Miquel Amorós
(Extracto)

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