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Venezuela: Burro Negro

Domingo 8 de agosto de 2010 por CEPRID

Joel Sangronis Padrón

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A principios de los años setenta el occidente venezolano había sufrido los rigores de dos años de sequía muy severa y mi padre, ganadero del noroeste falconiano, ante la posibilidad de ver morir a su rebaño de ganado alquiló una hacienda en las márgenes del Río Chiquito, localidad fronteriza con la zona protectora de la reserva hidráulica de la Represa de Burro Negro. Esta es una zona de un clima primaveral y de una elevada pluviosidad producida por el choque de los vientos alisios provenientes del mar Caribe con las elevaciones de la sierra de la costa venezolana. El arreo de las reses duró cerca de una semana; aprovechando las vacaciones escolares, cada día me levantaba a las tres y media de la mañana para acompañar a mi padre a encontrar la punta de animales que desde antes del amanecer reiniciaba su peregrinación en busca del verdor que el piedemonte anunciaba. El tamaño de los árboles, la abundancia y belleza de la fauna silvestre, la exuberancia casi mágica del paisaje que a cada instante se descubría ante mis ojos hicieron de la travesía una experiencia que ni mil Disney World podrán igualar jamás.

La tarde en que nuestro arreo llegó a su destino, hablaba mi padre con el encargado de la hacienda cuando nuestra atención fue llamada por unos secos y lejanos sonidos que, a la distancia, se asemejaban a disparos de un rifle calibre 22. Los ecos parecían venir del otro lado de una pequeña montaña que se levantaba hacia el oeste del lugar donde nos encontrábamos; movidos por la curiosidad y guiados por el encargado, nos encaminamos a investigar la causa de tan extraños sonidos. Para ascender a la montaña transitamos una umbría vereda que serpenteaba al lado de una límpida y helada corriente que, proveniente de un ojo de agua situado cerca de la cima, corría ladera abajo; nuestro ascenso fue flanqueado desde su inicio por gigantescos árboles que se entretejían en las alturas a través de una red de enredaderas y plantas parásitas; al llegar a la cumbre pudimos observar un hermoso y estrecho valle que se extendía frente a nosotros, ocupado casi en su totalidad por palmas de corozo, un árbol cuyos frutos son unas nueces esféricas muy semejantes a las de la palma de coco, pero con la décima parte de su tamaño. Sobre las palmas de corozo se encontraban los causantes de los sonidos que habían atraído nuestra atención: Una verdadera multitud de Guacamayos se columpiaban en las palmas de los corozos alimentándose con los racimos de frutos que brotaban de sus cogollos; al romper las duras nueces con sus poderosos picos las aves producían aquellos sonidos que nos habían atraído. Es difícil intentar describir la belleza de aquella escena. Aun hoy se me eriza la piel al recordar que luego de contemplar por un largo espacio de tiempo como se alimentaban aquellos magníficos seres, de repente el encargado de la finca lanzó un fuerte grito y agitando los brazos salió al claro de la montaña, las aves se espantaron y entonces el firmamento todo se cubrió con un caleidoscopio de rojos, de verdes y de azules, teniendo como telón de fondo un hermoso crepúsculo de un sol de los venados.

Los graznidos que lanzaban los Guacamayos al volar en círculos sobre nosotros pronto fueron acompañados del sordo ulular de un gran número de Araguatos (monos aulladores) que desde un caño cercano manifestaban su solidaridad con las asustadas aves. Esa noche, bajo un cielo estrellado casi hasta el paroxismo, sentí como en ningún otro momento de mi vida la grandeza y majestuosidad de nuestra madre tierra y de todas las formas de vida que, múltiples y una a la vez, coexisten en su seno.

Cerca de cuarenta años han pasado desde mi primer encuentro con estos mágicos lugares, y desde ese momento he sido testigo del doloroso proceso de destrucción de este ecosistema. Los penetrantes graznidos de los Guacamayos ya no se escuchan más en las pocas frondas que aún subsisten. Los Paujiles, Las Dantas (Tapires), los majestuosos Osos Palmeros y los Perritos de agua (Nutrias) que mis ojos de niño conocieron y aprendieron a amar se han extinguido ya. El ronco rugido del Tigre es apenas hoy un recuerdo en la memoria de las personas de más edad. Los campesinos de la zona utilizan gel mentolado para sus golpes y dolores porque ya casi no existen árboles de olorosas y medicinales resinas como Cabimas, Tacamahaca, Trementina y Bálsamo, en otrora tan abundantes.

La erosión ha comenzado a herir las vertientes de estas hermosas montañas; los bosques lluviosos de Río Chiquito, Los Cristales y Baragua han sido arrasados casi en su totalidad por el fuego, el hacha, el tractor, los exfoliantes químicos y la pobreza.

La presión humana sobre el área protegida de Burro Negro se intensifica cada día más y es poco lo que puede hacer el pequeño y mal equipado destacamento de la Guardia Nacional asignado para proteger tan vasta área. La Costa Oriental del Lago de Maracaibo es la zona de Venezuela con mayor impacto ambiental. Ochenta años de explotación petrolera han ocasionado daños profundos, y en algunos casos irreversibles, a los ecosistemas de la sub-región. La reserva de Burro Negro debe ser protegida, no solo por su valor estratégico como fuente de agua para la industria petrolera, sino especialmente como reserva de biodiversidad y como espacio de reencuentro, con su entorno y con su espíritu, de las comunidades más agredidas por la alienación y el materialismo en la sociedad venezolana.

Joel Sangronis Padrón es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael María Baralt (UNERMB), Venezuela

Joelsanp02@yahoo.com


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