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Ecuador.- La abstención de Correa no fue un error

Viernes 18 de febrero de 2022 por CEPRID

Franklin Ramírez Gallegos

Jacobin

El problema de la abstención del correísmo el 26 de noviembre no reside solo en haber viabilizado una reforma tributaria en tiempos en que el Estado austero ha abandonado toda voluntad redistributiva. Reside, sobre todo, en haber encapsulado la agenda democrática en un intercambio inconfesable.

El pasado 26 de noviembre, el bloque de la Revolución Ciudadana (RC) facilitó con su abstención la aprobación de un proyecto de ley fundamental para la sostenibilidad política del acuerdo del Ecuador con el FMI. Tal votación, además, dio oxígeno al gobierno de Guillermo Lasso, entrampado desde su posesión entre la voluntad refundacional de las clases dominantes y la estrechez de su propia representación legislativa (10% de las curules).

Desde la izquierda, y en particular desde la propia RC, las críticas estallaron: el correísmo, primera minoría parlamentaria, viabilizó la principal iniciativa reformista de la derecha gobernante en su primer tramo de mandato. Son contadas las veces en que una decisión del más alto nivel ha recibido tan extensa impugnación militante. Correa fue desbordado.

¿Cómo leer semejante decisión? ¿Se trata de un traspié táctico o de un cambio en las orientaciones generales del movimiento? ¿El violento retorno neoliberal ha esterilizado ya el potencial de contestación de la RC? ¿Es el desvío del trayecto antineoliberal su principal enredo? ¿Abrirá la crítica interna alguna dinámica de reconducción organizativa? ¿Qué tipo de oposición política puede operar en un régimen que desprecia las garantías democráticas de su existencia?

Recambio de prioridades

La votación correísta del 26N no fue un error. El 12 de abril, un día después del balotaje, Correa dejó sentada su disposición a dar gobernabilidad al presidente electo, Guillermo Lasso. Luego, a días de la posesión presidencial del 24 de mayo, una megacoalición entre el oficialismo (CREO), el Partido Social Cristiano (PSC) y la Revolución Ciudadana (RC) estuvo a punto de tomar forma en la Asamblea Nacional. El radical antiprogresismo de influyentes círculos presidenciales dinamitó tal opción a última hora.

Seis meses después, dichos círculos oscilan entre un atronador silencio o la confesión vergonzante de que Lasso no tuvo otra salida que apoyarse en la bancada de la RC para pasar, por ministerio de la ley, una reforma tributaria que golpea duramente a las clases medias y blanquea el ingreso a la economía de capitales fugados. La abstención de la RC, ante la moción de archivar la ley, permitió al gobierno cumplir con uno de los acuerdos centrales del Ecuador con el FMI y reactivó, de forma velada y restringida, las conversaciones interrumpidas en mayo.

La votación no es, entonces, un error de coyuntura, ni un desliz técnico, ni una opción intempestiva. No. Se trata de una decisión atada a la reorientación estratégica de las prioridades y tareas políticas que Correa asume como imperativas para su organización tras la derrota de abril.

Frente al giro político y a la reconducción económica de Lenin Moreno (2017-2021), la RC asumió la oposición en todos los frentes como infranqueable línea estratégica. En el nuevo ciclo gubernativo, mientras tanto, Correa está concentrado en aliviar la situación judicial de quienes fueran sus altos funcionarios —en particular, de su vicepresidente, Jorge Glas, en prisión desde 2017—, procesados muchos de ellos en el marco de la confrontación a Moreno. De este modo, la procura de fórmulas pactistas, de colaboraciones episódicas o de intercambios puntuales con el régimen son lógicas derivaciones de la nueva escala de prioridades del expresidente.

Su extensa y disciplinada bancada aparece como moneda de cambio ante una derecha que gobierna en minoría pero que no quiere ceder un centímetro en su radical proyecto antipopular. Así, no es que la confrontación político-ideológica a las élites desaparece, sino que pasa a subordinarse a los objetivos mayores de la «operación rescate» de Correa. En un primer episodio, la reforma tributaria ha sido concedida a Lasso. El específico desenlace de la permuta se sabrá más pronto que tarde.

Pero esta no sería la primera vez que el gobierno canjea detenidos por márgenes de gobernabilidad. El expresidente de CONAIE, Antonio Vargas, fue indultado por Lasso (junto a otros activistas apresados durante las protestas de 2019) pocas horas antes del segundo diálogo con la principal organización indígena del país a inicios de noviembre. Entre los/as sentenciados/as por el Paro Nacional de octubre 2019 —entre los que se cuentan indígenas y militantes de RC— y quienes han sido acosados por la justicia a cuenta de sus funciones gubernativas con Correa, el régimen tiene a su disposición un extenso reservorio de procesados/as y detenidos/as políticos/as en torno a los cuales encarar favorables negociaciones.

Y es que, desde el viraje de Moreno a espaldas del sufragio popular, el retorno del neoliberalismo se acompaña de enormes dosis de violencia, judicialización del conflicto y cierre del espacio democrático. El particular encono contra el «ogro correísta» —que mixtura intentos de proscripción política y persecución estatal— se ha revelado finalmente como una expansiva dinámica de contención por la fuerza del conjunto de alternativas populares. El antipopulismo del siglo XXI siempre actuó como el maquillaje, ahora corrido, de la histórica intolerancia antizquierdista de las élites.

Ante su primera frustración legislativa, de hecho, Lasso acusó de conspiración al movimiento indígena e incluso a quienes se le ofrecieron (RC y PSC) como soportes de gobernabilidad. Al tiempo, la Fiscalía abrió un expediente contra la Comisión parlamentaria que investiga el entramado presidencial en el escándalo de los Pandora Papers. Similar operación fue ejecutada contra el excandidato presidencial de RC, Andrés Arauz, que reapareció, tras un pesado silencio, para denunciar la dilatada trayectoria del banquero con los paraísos fiscales.

Los ejemplos se multiplican. Con el activismo del aparato judicial afín al Ejecutivo, la construcción política del miedo trabaja como eficaz mecanismo disuasivo del ejercicio de oposición democrática en el país. En una carta a la militancia, que trata de justificar el voto de la bancada, un asambleísta de RC señalaba precisamente que apoyar el archivo del proyecto tributario hubiera significado señalamientos por golpismo y más persecución. Muy probablemente… aunque en este caso el legislador desvía el problema y apela a las emociones. Como sea, un sistema político en que las Leyes de la República se trocan por sentencias judiciales o se instauran por temor tiene mucho más que ver con un régimen extorsivo que con el imperio de la voluntad democrática del soberano.

Malestar militante y extravío estratégico

Una de las críticas que han planteado extensos circuitos de la RC a Correa y su bancada tras la votación del 26N es, precisamente, que el movimiento dio la espalda a electores y militantes y quebró así su trayectoria como fuerza antineoliberal. La rebelión del coro desbordó al expresidente, habituado a un comando exento de controversias públicas en su frente interno.

Las respuestas de Correa y su guardia pretoriana han sido erráticas, confusas y evasivas. Nadie alude explícitamente al contenido y alcance del cambalache con el oficialismo. El hermetismo del gobierno también es absoluto. Por lo alto y en sigilo: así suelen tranzarse las transiciones de régimen, la dejación de armas o el cese de hostilidades. Pero si algo tan grande estuviera en juego, los lenguajes de la transacción podrían asumir más claridad y, por qué no, optimismo.

Negociar la reconstrucción de la normalidad democrática y del Estado de derecho a cambio de ciertas concesiones programáticas sería más comprensible, ética y políticamente, que un intercambio puntual de votos por auxilios de la justicia. Gonzalo Paredes acierta al sostener que la resistencia al neoliberalismo es inviable si no se pone fin al acoso a la oposición política. Sin embargo, suponer que esto último se alcanza a partir de intercambios fragmentados es un abultado error estratégico que refuerza el marco en que el poder impone sus condiciones.

Hasta donde pudo saberse —las coaliciones vergonzantes no hablan de sí mismas—, en el intento de forjar un frente parlamentario con CREO y el PSC, la dirigencia de la RC sí invocó cuestiones de orden general (comisión internacional de la verdad sobre casos de corrupción/persecución, reconducción de instituciones claves) indispensables para poner fin a la guerra de las élites contra toda disidencia y asegurar las garantías democráticas a la oposición. Ese umbral de generalidad luce, por el contrario, ausente en las negociaciones de la reforma tributaria.

En efecto, de entre el balbuceo correísta para intentar controlar los daños causados por la abstención del 26N no se distinguen más pistas que alusiones a las condiciones de Glas, a ciertos presos y, acaso, al conjunto de perseguidos/as. Nada hay que refiera a demandas para reconfigurar el régimen y las prácticas políticas que engendran los demonios que pretende combatir. Se percibe así cierto renunciamiento a disputar la reversión integral del autoritarismo neoliberal mientras se amplía el espacio de una «política de causa única», que hace del salvamento del ex vicepresidente el fin último del despliegue correísta.

Semejante pérdida de horizonte se encarna justo cuando Lasso y su gobierno parecían más frágiles e incapaces de sostener alianzas predecibles y apoyo popular. La debilidad del consenso democrático en su torno había intensificado, eso sí, el recurso a la maquinaria autoritaria contra todo intento colectivo de resistencia. La concesión que Correa acaba de hacer a la derecha sucede en tales condiciones. De un régimen recién estrenado, prestigioso y fuerte esperó mucho (mayo); de uno golpeado y en declive —crisis social, masacres carcelarias, precariedad— apenas un canje puntual (noviembre). ¿La distancia escamotea la capacidad de percibir los tiempos de la política? ¿O es que, acaso, Correa aún pretende sincronizar todos los relojes del país político en torno al suyo?

Como fuere, el expresidente acelera, pierde el carril y se lleva consigo a propios y ajenos. El desgaste de Lasso, no obstante, no redituará a la RC. Aceleración sin horizonte es pura urgencia. La votación del 26N indica que, como en octubre de 2019, ese es el único tiempo en el que opera Correa: la urgencia. ¿Por qué? ¿Qué plazos se agotan? ¿Qué fechas límite se aproximan? ¿Qué condición irrepetible «aprovechó» el correísmo para encaminar una intervención tan controversial?

Conviene repetirlo: cuando la RC retomaba impulso como fuerza articuladora del espacio antineoliberal, luego de la derrota de abril, el bloque parlamentario más grande y consistente de la Asamblea se entrega a un gobierno endeble y casi sin margen de maniobra para que éste alcance uno de sus objetivos más preciados. Lo hace, además, sin colocar unas mínimas líneas rojas sobre la reforma tributaria y sin poner sobre la mesa, nuevamente, la discusión sobre la reparación de la democracia y del Estado de derecho. Toda huella de preocupación por el interés público borrada del mapa.

Otro orden de la crítica de la militancia y de las más amplias izquierdas atañe, justamente, al particularismo de la decisión. No hay causa personal alguna, dicen, que justifique el sacrificio de los derechos generales de la sociedad. El rescate de ningún militante, insisten, está por encima del bienestar de las mayorías. Todo revolucionario/a, agregan, debe saber que la cárcel es parte de la lucha. Se habla de traición. «Algo se rompió el 26N». Desde dentro del movimiento se pone en duda, entonces, la voluntad de la RC para representar a los extensos sectores que vienen soportando y resistiendo el embate de las élites desde hace cinco años.

La «política de causa única» choca, pues, con los más amplios sentidos y objetos de disputa de parte de circuitos de su organización. Las vigentes prioridades del expresidente no hacen causa común entre los suyos. El secretismo del intercambio se explicaría en ese déficit de consenso. La lógica de la persecución no permitió aclarar las dudas, y ayudó incluso a evitar el debate respecto a los sospechados/as por mal uso de bienes públicos durante su mandato.

Fiel a sí mismo, ante el embrollo Correa pide a su militancia fe en sus decisiones y no evoca ninguna discusión o consulta interna sobre el ajuste estratégico del movimiento. El cortocircuito entre correísmo y revolución ciudadana —ya evidente en los embates a la reciente renovación de la dirigencia y a la organización de la última «convención»— luce cada vez más inocultable. Dicho de otro modo, en circunstancias en que gobierna una derecha radicalizada y violenta, el ensimismamiento de Correa sobre su pequeña agenda sigue abriendo las fisuras de una organización cuya heterogeneidad siempre trató de ser contenida desde arriba (e ignorada desde fuera).

La sujeción al crono de Correa merma, pues, la capacidad del movimiento para acompañar la explosión de demandas y conflictos en una sociedad atravesada por extremos niveles de padecimiento. La votación del 26N remarcó, sobre todo, dicha incapacidad. Resulta inaudito, en tal contexto, que ninguno/a de los/as cuarenta y siete asambleístas de la bancada haya efectuado algún gesto de diferenciación con una decisión a todas luces desconectada de los intereses de las clases a las que pretenden representar. ¿Opera aún el arrastre electoral de Correa como espada de Damócles sobre dirigentes y representantes de la RC a la hora de expresarse con autonomía del líder? ¿O es que acaso, tras la experiencia con Moreno, impera el temor a acusaciones de traición y al ostracismo político ante manifestaciones de discordia?

El antineoliberalismo y sus límites

Ahora bien, cuando diversos sectores militantes emplazan a Correa por la pérdida de los horizontes generales, parece evidente que lo único que para ellos detenta un incontrovertible carácter general es el combate al neoliberalismo. Aunque el monotemático acento en dicha causa explica, en parte, la derrota de Arauz en abril, los segmentos que impugnan al correísmo tras su actuación en el parlamento solo confieren legitimidad a la disputa contra las reformas favorables al mercado y las élites. No en vano, en la campaña para el balotaje, incluso el conservador Lasso prestó más atención a las agendas progresistas.

Ese restringido antineoliberalismo (¿otra política de causa única?) observa con desprecio, entre otras cosas, la lucha democrática. Hay allí una vieja tergiversación de cierta izquierda: el conflicto por las instituciones de la república se subordina a la disputa contra la precarización y expresa deslices liberales. El debate sigue abierto. En la coyuntura, no obstante, dicha perspectiva contribuye a subestimar el andamiaje autoritario que asfixia la política local. Es tan sistemático el ejercicio de fuerza contra toda acción contraria al bloque dominante que parece normal exigir a la oposición que actúe hasta el martirio. El hostigamiento político se normaliza: son solo faltos de carácter quienes hacen política con temor a terminar en prisión. Algo está absolutamente distorsionado cuando se espera permanente heroicidad o inmolación de quienes detentan cargos de representación popular.

En democracia no es normal, sin embargo, que existan más de 260 presos políticos (CONAIE), que la justicia abra procesos a los críticos del poder en cada situación adversa, que el presidente acuse de conspiración a las fuerzas legislativas contrarias, que toda protesta sea enmarcada como desestabilización, que se haya preparado un golpe (el «plan Yerovi») si el candidato del establishment era derrotado, que nadie investigue esa tentativa golpista, que la fiscalía enjuicie asambleístas por ejercer su deber de control, que la primera fuerza del país no sea reconocida políticamente y se procure su exterminio, que el presidente se rehúse a rendir cuentas y justificar sus capitales en el exterior, que se dé protección especial y se indulte a las fuerzas del orden por si, «en el ejercicio de su deber», son acusadas por violaciones a los derechos humanos, y un largo etcétera. Salir de estas prácticas de guerra nada tiene que ver con reivindicaciones particularistas ni con políticas que favorecen a unos pocos.

El problema no reside entonces, apenas en haber viabilizado una reforma tributaria en tiempos en que el Estado austero ha abandonado toda voluntad redistributiva, sino también en haber encapsulado la agenda democrática en un intercambio inconfesable más allá de restringidos círculos dirigenciales. En determinadas circunstancias, anteponer la disputa por el cabal reconocimiento de la oposición democrática a cualquier otra «gran demanda social» es condición ineludible para impedir la clausura del espacio político y, por tanto, garantizar la continuidad de todos los frentes de lucha. Tales son las circunstancias del Ecuador de hoy. Un antineoliberalismo que no toma en serio la defensa de la vitalidad democrática restringe su proyección como agente de cambio y abandona el terreno del conflicto político en que la sociedad inscribe sus demandas.

Izquierdas agotadas

El voto correísta en la reforma tributaria expresa, en suma, el particularismo de su máxima dirigencia en tiempos en que un nuevo engranaje estratégico hace mutar a la organización política a espaldas de sí misma. Si la narrativa de la RC como fuerza de gobierno supo engarzarse con la representación de los intereses generales, en su faceta de oposición política (bajo asedio) tiende a acomodarse con una más vulgar defensa de sus propios intereses o, mejor dicho, de las causas de su comandancia. En la coyuntura, dicho particularismo se hizo evidente tanto por su desconexión con los intereses sociales afectados por las reformas oficialistas como por su eventual abandono de la disputa global por la reconstrucción de la democracia.

El canje político del 26N no atraviesa ni una ni otra cuestión. Peor aún: refuerza los términos de negociación que acomodan al poder y recorta —dentro y fuera del movimiento— las simpatías difusas que pudiera tener la causa de los «rehenes» políticos. Quién sabe si el presidente, con un muy pequeño gesto en favor de las mejores condiciones de aquellos, termina ungido como figura respetuosa del derecho humanitario. Al hacerlo, eso sí, habrá revelado en el acto cuánta razón tienen quienes denuncian el uso político de la justicia para eliminar adversarios.

El movimiento no quedaría absuelto, aún así, de la responsabilidad ético-política sobre su devenir. Si el neoliberalismo autoritario ha arrojado a la RC a una condición en que no puede dejar de negociar porciones de estado de derecho para garantizar su supervivencia política —el 26N está atado a dicho condicionamiento—, es la ausencia de procesamiento de las ambivalencias de su pasado la que bloquea su relanzamiento como auspiciosa fuerza popular en el presente. Hasta el momento, sin embargo, las razonadas impugnaciones, los anuncios de desafiliación o las deserciones militantes han sido subestimadas por una dirigencia que solo alude al pasado para refrendarlo. ¿Qué cabe esperar de una organización incapaz de escucharse a sí misma? El desprecio de la crítica congela al correísmo en el tiempo.

En tales condiciones, no alcanza con retomar la diatriba antineoliberal para que su despliegue como oposición democrática encuentre rumbo cierto, reconecte con la sociedad y recupere credibilidad. La operación expansiva y violenta de una derecha radicalizada exige más amplios y audaces reacomodos en las fuerzas populares. El gobierno cierra 2021 tras haberlas neutralizado, a pesar de su larga mayoría, en la arena parlamentaria. El 26N y la abstención de gran parte de Pachakutik —aparato electoral cercano al movimiento indígena— en la sesión sobre los Pandora Papers del presidente y en aquella que rechazaba la querella de Fiscalía contra la acción de control del parlamento revelan en toda su magnitud el agotamiento de los habituales guiones políticos de una izquierda fragmentada.

La sonrisa de Lasso ya no luce tan forzada como en campaña. El potencial de insubordinación y antagonismo de sus adversarios habría sido solo una exageración de historiadores bienpensantes.

Franklin Ramírez Gallegos es profesor e investigador de Sociología y Política en FLACSO Ecuador.


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