Haití, crónica de un país en ruinas
Jueves 19 de febrero de 2015 por CEPRID
Fabricio Lorusso
Variopinto
2010. Claire viste una camisa blanca elegante, un limpio pantalón de mezclilla y tenis nuevos para largos recorridos. Salió de prisa, con paso firme. Brilla en medio de los escombros. Va trotando cuesta arriba, evitando cúmulos de ladrillos, coladeras destapadas y postes metálicos acostados sobre la banqueta. Harta de vagabundear, se sienta en el borde de una imponente roca que invade el carril y dificulta el tráfico. A lo largo de la Rue Delmas todo el mundo jadea, el sol parece no separarse nunca de su cenit y la línea del termómetro no se despega de los 30 grados. El esmog de la urbe caribeña se mezcla con el polvo de la destrucción y un hormiguero humano, desesperanzado, va en busca de comida y motivos para no pensar en la tragedia.
Han pasado dos semanas del terremoto, de la tremenda sacudida que en 39 segundos mató a 250mil personas en la capital de Haití, Port-au-Prince o pap, como le dicen aquí. El 12 de enero, día de la catástrofe, Claire estaba fuera de su casa y se salvó. A su primo, a su tía y a muchos vecinos no les tocó la misma suerte. Ella todavía tiene una casa y una madre. Un millón y medio de sus conciudadanos, en cambio, duerme en las calles, en los jardines públicos o debajo de una carpa colectiva en los más de mil campos de emergencia que los albergan. El más grande —Delmas, un ex club de golf— lo presiden los militares estadunidenses y la organización Catholic Relief Service. Hay tan sólo unas decenas de baños y regaderas para 60 mil personas.
Claire tiene hambre. Su mamá no ha regresado en varios días. Todo producto básico se ha vuelto escaso, un lujo. Sólo quien logra tener un lugar en los campos puede acceder a raciones de arroz y frijoles que se entregan a cada grupo de 15 personas, más o menos el número de huéspedes que caben en una carpa. Los “excluidos” se las arreglan, buscan trabajos efímeros, intercambian baratijas o piden limosna, pero ¿a quién? La chica observa a los transeúntes, se esconde detrás de la roca, que en realidad es lo que queda del segundo piso de una construcción. Posiblemente Claire esté esperando a algún blanc, un extranjero a quien hablar y pedir ayuda. Me sigue. Después de 30, 40, 50 pasos acelerados, me rebasa. Pregunta, la mirada agachada, el tono de la voz seguro. Tomamos agua, la comida debe de estar lista y la invito a acompañarme.
¿Adónde fue el dinero?
Después del terremoto, empezó una hipócrita competencia de solidaridades y donaciones. ¿Quién daría más? La Organización de las Naciones Unidas (onu), gobiernos, empresas, ciudadanos, sitios web, asociaciones y las más de diez mil Organizaciones No Gubernamentales (ong) presentes en el país vertieron una masa de promesas y buenas intenciones, estimadas en cerca de 11 billones de dólares. Después de un año, sólo 5% de éstas había sido presupuestado y la verdadera competencia se dio, entonces, para ganar las licitaciones de las obras. La gestión de ese dineral fue otorgada a la Comisión Interina para la Reconstrucción de Haití (cirh), bajo el mando del ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, y el primer ministro haitiano, un puesto que quedó vacante por más de un año, tras la crisis política que caracterizó el gobierno del presidente-cantante Michel Martelly, a partir de mediados de 2011.
Por tanto, es fácil entender quién manda en realidad sobre el uso de las donaciones. Pese al flujo de dinero prometido, los trabajos para remover o reciclar los escombros (unos diez millones de detritos que sepultaban la capital) tardaron más de cuatro años en efectuarse. En los primeros dos años de “reconstrucción”, no hubo prácticamente ningún avance, la ciudad estaba igual, como a principios de 2010.
El entonces mandatario René Préval, quien dirigía su gabinete desde una carpa, tuvo que entregar las llaves del país a un consorcio de bancos y gobiernos foráneos que velarían por su destino. Hoy, más del 80% de los escombros ha sido eliminado, pero los esfuerzos de reconstrucción se han orientado más a la edificación de lujosos hoteles, maquiladoras y fábricas textiles que benefician más a inversores y compañías extranjeras que a resolver las necesidades de la población.
Entre 2010 y 2012, los fondos de la comunidad internacional para Haití alcanzaron la cifra de 6.43 billones de dólares, pero sólo el 9% pasó, de alguna forma, por el gobierno local. El monto de los contratos otorgados por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid) fue de 485.5 millones de dólares, de los que sólo 1.2% fue para empresas haitianas.
En 2012, cuando aún medio millón de personas vivía en las carpas, el “fondo humanitario” de los ex presidentes Clinton y George W. Bush invirtió dos millones de dólares en el hotel de cinco estrellas Royal Oasis, un enclave dentro de un área urbana asolada. Un año después, con 300 mil desalojados todavía en la capital, la Corporación Financiera Internacional (ifc), parte del grupo del Banco Mundial, optó por financiar un nuevo Hotel Marriott que generaría “hasta” 200 empleos a partir de 2015 y 300 para su construcción.
La estructura estará en buena compañía: la estadunidense Best Western y la española Occidental Hotels & Resorts “resurgirán” de los detritos por el bienestar turístico de la isla, también gracias a los fondos de la solidaridad internacional y a los beneficios fiscales inusuales que tienen en los primeros 15 años de actividad. Los mecanismos de la cooperación y una rebanada de las donaciones sirven como engranajes para la apertura de nuevos mercados, atractivos para las trasnacionales y para algunas firmas de la élite nacional.
Neoesclavitud y cólera
“Haití tiene las condiciones fundamentales para un crecimiento económico sostenido, incluyendo una fuerza laboral competitiva, la proximidad de grandes mercados y atractivos turísticos y culturales únicos”, según Ary Naim, representante de la ifc en el país caribeño. Su frase sonaría cínica para muchos haitianos, ya que una situación laboral “competitiva” significa, para muchos de ellos, sweatshops, o sea “fábricas miserables” —implantadas por inversionistas estadunidenses— poco proclives a respetar las normas sobre el salario mínimo nacional de cuatro dólares y medio (ya de por sí muy bajo) y en las que trabajan bajo un régimen de sobreexplotación.
Otra paradoja de la cooperación, ligada también a la presencia militar extranjera en Haití, tiene que ver con la terrible epidemia de cólera que azota el país desde hace cuatro años y medio. Un estudio de 2011, publicado por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, estableció que el cólera, desaparecido de Haití hace 150 años, fue reintroducido por el contingente nepalés de los cascos azules, desplegado tras el sismo de 2010 dentro de la Minustah, la controvertida misión de paz de Naciones Unidas. Sin embargo, la onu tardó 813 días en reconocer su implicación en la difusión de la epidemia y en pedir disculpas. Hoy se cuentan nueve mil muertos y 750 mil contagios y erradicar el cólera costará 2.2 billones de dólares.
En 2014 y 2015, con cerca de 140 mil personas todavía dispersas en 243 campos, la inversión internacional no apunta a la construcción de vivienda, sino a los proyectos hoteleros y a la expropiación y privatización de las costas e islas haitianas, como en el caso de la Île à Vache. Este pequeño paraíso del suroeste se ha vuelto el objetivo de empresarios estadunidenses y dominicanos, entre otros. El Colectivo de Campesinos de Île-à-Vache (kopi), fundado en 2013, lucha para defender a los pobladores de la emigración forzada, de la expulsión de sus propias tierras y de la crisis alimentaria y ambiental que los nuevos megaproyectos turísticos están acarreando: deforestación, reducción de los cultivos y 20 mil habitantes alejados por la fuerza policiaca de las “brigadas motorizadas”, a cambio de la promesa de dos mil empleos, auspiciados por los operadores turísticos en la región, y mil 500 residencias que ocuparán enteramente las costas.
El Colectivo no es contrario al turismo, sino que combate los efectos nefastos de los proyectos que afectan a las comunidades locales, obligándolas a migrar hacia las ciudades y a trabajar en las fábricas miserables.
Flashback
2010. Claire mira a su alrededor, curiosa. Su francés es claro, no utiliza casi el criollo, idioma que yo no entendería, de todos modos. Estamos frente a la casona sede de aumohd, la asociación de abogados para la defensa de derechos humanos en Haití que me da hospedaje. Su presidente, Evel Fanfan, es incansable; trabaja con presos políticos y sindicatos. La hora de la comida en aumohd es un ritual. Los que dormimos en la casa preparamos diariamente una cantidad de alimentos para 15 020 personas: arroz, chicharos, frijoles, cebollas, salsas de pescado molido y cuscús, que aquí llaman Pití Mí (Pequeño Yo) y pastas que traje de México. Claire come doble, ríe y se lleva una porción para su mamá, en caso de que regrese pronto. Au revoir, se despide; no vuelve jamás.
El hambre de Haití
En la actualidad 80% de los diez millones de haitianos vive en la pobreza. Un millón y medio padece hambre y seis millones 700 mil no satisfacen con regularidad sus necesidades alimentarias. Una quinta parte de los niños padece desnutrición. La culpa no es del terremoto o del cólera. La “industria del hambre” ha sido históricamente un gran negocio: se crean mercados cooptados en los países “asistidos” mientras que, en Estados Unidos, los productores subvencionados participan en los programas de ayuda y venden al gobierno sus cosechas. Éste, a su vez, las entrega a diversas ong y asociaciones que incluso pueden fungir como intermediarios y revenderlas, generando efectivo para sus operaciones.
En los ochenta, el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial y Estados Unidos presionaron a Haití para que fijara los aranceles más bajos a la importación de productos agrícolas del Caribe, lo cual perjudicó el agro nacional. Tras el sismo, ríos de alimentos inundaron Port-au-Prince, afectando nuevamente la producción nacional. Cinco años después, los escombros de Haití quedan ahí, desafiando el olvido, entre hambre, cólera y fallas estructurales.
Fabrizio Lorusso es periodista. En coautoría con Romina Vinci, escribió el libro Los escombros de Haití (@FabrizioLorusso).
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