PERU: MOVILIZACIÓN SOCIAL Y CAMBIO DE RÉGIMEN POLÍTICO
Lunes 13 de febrero de 2012 por CEPRID
Ramón Pajuelo Teves
CEPRID
Se ha enfatizado mucho el hecho de que, durante la última década, en América Latina viene ocurriendo un “giro” hacia la izquierda, evidenciado en el surgimiento de gobiernos que han adoptado un perfil declaradamente post-neoliberal. Sin embargo, se puede discutir dicha imagen si se examinan hechos recientes como los ocurridos en Ecuador o Bolivia. En Ecuador, el gobierno de Rafael Correa mantiene una situación de enfrentamiento con las organizaciones indígenas, en medio del impulso a mega proyectos de inversión minera. En Bolivia, el gobierno de Evo Morales ha llegado a la situación límite de reprimir violentamente una marcha indígena realizada en defensa del territorio de la reserva natural Isiboro Secure, amenazada por la construcción de una carretera. Con ello, queda claro que el “giro a la izquierda” ocurrido en América Latina plantea temas esenciales de discusión, en torno al verdadero carácter de los denominados “gobiernos progresistas”, o bien en torno al sentido de una izquierda política enfundada en un discurso posneoliberal que, sin embargo, no deja de representar modelos de desarrollo de tipo extractivista y desarrollista. Es cierto que regímenes como los mencionados, llegaron al poder mediante procesos electorales con rotundo apoyo popular, pero no por ello debemos admitir que se trata de gobiernos de los propios movimientos sociales, o que representan directamente a las organizaciones populares e indígenas. Por el contrario, lo que se aprecia son coaliciones políticas progresistas asociadas a liderazgos carismáticos, que lograron establecer alianzas con sectores populares y movimientos sociales, llegando de esa forma a obtener victorias electorales que inauguran nuevos regímenes políticos de talante “progresista”.
En dicho contexto, la experiencia reciente del Perú resulta aleccionadora. En primer lugar, porque se trata de un país en el cual, a pesar de la inexistencia de un movimiento social organizado y de la larga hegemonía del neoliberalismo, convertido en un modelo de desarrollo prácticamente incontestado, también ha ocurrido el triunfo electoral de una propuesta política que ofreció una serie de transformaciones económicas y políticas de sentido neoliberal. Fue justamente la plataforma que permitió al actual presidente Ollanta Humala, irrumpir en el escenario político en las elecciones del 2006, arrastrando una importante votación –de claro origen popular- que se repitió en las pasadas elecciones del 2010 permitiéndole el triunfo electoral, ante la derrota de la derecha política.
Comprender el significado del triunfo electoral de Ollanta Humala, requiere considerar que en el Perú, desde la década de 1990, se implementó un régimen autoritario que impuso por la fuerza un paquete de reformas económicas y políticas, que terminaron por instaurar el neoliberalismo como modelo de desarrollo. Ello fue resultado de la concatenación de algunos factores de cambio cruciales, tales como la violencia política que desangró al país desde 1980, y la crisis económica que alcanzó niveles alucinantes a fines de esa década. Fue en ese escenario que el régimen autoritario de Fujimori pudo emerger como una alternativa de transformación de la situación caótica prevaleciente en el país, contando para ello con un fuerte respaldo popular. Con el éxito de la imposición neoliberal, sobre el terreno político y social del país diezmado por la guerra y crisis, el régimen operó como un auténtico liquidador político de las organizaciones y movimientos sociales populares que habían alcanzado singular importancia en las décadas previas. Baste recordar que el Perú fue escenario de una de las reformas agrarias más radicales del continente, y durante décadas exhibió el contar con una izquierda política altamente organizada, con profundas bases sociales entre sectores como el campesinado, los asalariados, sectores populares urbanos, estudiantes, entre otros. Sin embargo, durante la década de 1990 prácticamente desaparecieron los movimientos sociales populares del escenario, al tiempo que la izquierda quedó en escombros, ante el avasallador avance del fujimorismo y su neoliberalización autoritaria.
Solamente a finales de la década de 1990 emergió tenuemente un nuevo movimiento popular, justamente en la lucha por la recuperación democrática, al tiempo que quedaba claro que el régimen entronizado en el poder consistía en una forma peculiar de dictadura, que se había convertido además en la red de corrupción más escandalosa de toda la historia nacional. Pero el fujimorismo no fue derrotado por la movilización popular, a pesar de manifestaciones masivas de protesta como la Marcha de los Cuatro Suyos convocada a nivel nacional, para evitar que Fujimori asumiera el poder por tercera vez consecutiva. Más bien, el régimen estalló debido a que se agudizaron sus tensiones internas, desatadas por las luchas de poder e influencia entre facciones diferenciadas, que fueron puestas en evidencia al hacerse públicos unos videos que demostraban la corrupción reinante a través de hechos como la compra –con dinero contante y sonante- de la lealtad al gobierno de legisladores electos en otras agrupaciones.
La transición democrática a la cual dio paso la estrepitosa caída del fujimorismo, canceló el régimen político pero de ninguna manera significó una transformación del orden neoliberal impuesto durante una década. Por el contrario, los gobiernos democráticos que sucedieron al fujimorismo, no sólo continuaron implementando al pie de la letra las recetas del famoso Consenso de Washington, con la directa asesoría de organismos multilaterales y la propia embajada de los Estados Unidos, sino que hicieron de la defensa del neoliberalismo a la peruana –llamado eufemísticamente un “modelo de desarrollo” propio y exitoso- un tema sobre el cual no cabía ninguna discusión posible. El “consenso” neoliberal impuesto por la fuerza de la dictadura durante la década de 1990, encontró así a sus mejores defensores en los gobiernos electos en las urnas de Alejandro Toledo (2001-2006) y Alan García Pérez (2006-2011). Y es que el neoliberalismo peruano no resultaba solamente ser un “modelo” para el desarrollo, sino sobre todo un extendido sentido común acerca de la marcha de la economía, el papel de la política, el papel del Estado y, en general, del rumbo a seguir en el país. Los altos niveles de crecimiento macroeconómico registrados durante la última década, sobre todo desde el gobierno de Toledo, parecían convalidar la certeza de ese rumbo, a no ser por un problema que empezó a convertirse en un auténtico talón de Aquiles del neoliberalismo peruano: los niveles de pobreza y desigualdad no cedían, a pesar de la bonanza de las cifras macroeconómicas.2
Detrás de las cifras escandalosas de pobreza en un país en crecimiento, de la profundización de la inequidad, y del incremento de las presiones generadas por el propio modelo de desarrollo sobre sectores como las comunidades indígenas y campesinas -cuyos territorios se convirtieron en blanco de la inversión para la extracción minera, petrolífera, etc- venía ocurriendo de manera subrepticia un auténtico descrédito de la legitimidad del modelo. Sobre todo entre las víctimas de su vigencia: sectores populares desorganizados y socialmente fragmentados, o comunidades de campesinos e indígenas desguarnecidos ante la avalancha de proyectos de explotación de materias primas en sus tierras. Fue así como, a partir de la primera mitad de la década, lentamente fueron emergiendo movimientos de contestación que apuntaban al cuestionamiento del modelo neoliberal, y sobre todo a la reorganización de un bloque popular organizado.
Movilizaciones como las ocurridas en Arequipa a inicios de la década en contra de la privatización de los servicios básicos, hicieron evidente que el “consenso” neoliberal iba agrietándose rápidamente. Pero el tema que terminó de sacar a luz la resistencia de los sectores populares –campesinos y pobres urbanos con muy bajos niveles de organización, ausencia de liderazgos, carencia de discursos de movilización y pérdida de ligazón con partidos políticos nacionales- fue el estallido de los denominados “conflictos sociales”. Esto requiere una breve reflexión específica.
En el contexto de predominio del modelo de crecimiento neoliberal, con las organizaciones gremiales y sindicales en crisis, en ausencia de partidos políticos con arraigo nacional o con capacidad de movilización de bases populares, surgió una forma de protesta peculiar: en múltiples zonas del territorio, se fueron manifestando pequeños conflictos, que en ocasiones escalaban hasta convertirse en auténticos desbordes sociales locales, con quema de edificios estatales o privados, toma de espacios públicos, y muchas veces una situación de crisis social que generaba la declaratoria de “estado de emergencia” por parte del gobierno de turno.
En un primer momento, los principales asuntos que desataron los denominados “conflictos sociales” fueron problemas ligados a temas de gobernabilidad: el cuestionamiento de la población a sus autoridades electas, la acusación a funcionarios públicos de actos de corrupción o ineficiencia, o bien el reclamo específico por la realización de obras públicas e inversión concreta en beneficio de la población. Hasta más o menos los años 2004 y 2005, este tipo de conflictos ligados al funcionamiento de los gobiernos locales y regionales, ocupó buena parte de los “conflictos sociales”. Un momento clave en este contexto fue lo ocurrido en la localidad de Ilave, una capital de provincia de la zona sur andina, predominantemente indígena y rural, donde la población luego de un mes de movilizaciones exigiendo la renuncia de su alcalde, llegó al extremo de lincharlo de manera despiadada, generando hondo estupor a nivel nacional.3
Posteriormente, a partir del año 2006, la mayor parte de los conflictos sociales dejan de estar vinculados a temas de gobernabilidad, pasando a manifestar más bien la confrontación creciente entre poblaciones locales interesadas en la defensa de sus territorios, y empresas privadas con el aval del Estado interesadas en la ejecución de proyectos de explotación minera o de otros recursos. Es así como se fue articulando, desde el nivel local o territorial más básico del país –correspondiente muchas veces a comunidades campesinas o indígenas, o bien a poblaciones locales básicamente rurales en las regiones más pobres, ubicadas básicamente en la sierra y Amazonía- un emergente sentido común antineoliberal, articulado por el interés en la defensa de los estilos de vida, y los recursos asociados a dichos estilos o a dichas formas de cotidianeidad local. Por el hecho de que buena parte de los proyectos de explotación de recursos mineros, petroleros, madereros, etc., afectaban territorios de comunidades indígenas y campesinas, fueron estos sectores los que empezaron a movilizarse de manera creciente. Un ingrediente adicional a dichas movilizaciones, consistió en el uso de un discurso de reivindicación indígena, basado en la lucha en pos de la defensa de lo colectivo; específicamente, de recursos considerados bienes colectivos que resultan fundamentales para la sobrevivencia grupal en las comunidades (como es el caso de las tierras, bosques, lagos, nacientes de los ríos en las montañas, etc). Sobre la base de las organizaciones comunales existentes, y de las alicaídas organizaciones gremiales subsistentes de las décadas anteriores o recientemente creadas,4 justamente para articular luchas antineoliberales. Se fueron articulando así bloques de movilización política y social que confluyeron en los más importantes movimientos sociales que ha tenido el Perú recientemente.
Cabe destacar la realización de dos protestas, que por su magnitud y significación constituyen la evidencia más clara de la emergencia de un nuevo proceso de movilización indígena, articulado a la defensa de la territorialidad y los recursos colectivos comunales. El primero de ellos es la realización de dos paros indígenas amazónicos consecutivos en los años de 2008 y 2009, convocados por AIDESEP, la principal organización indígena de la amazonía peruana, en contra de la aprobación por parte del gobierno de Alan García de una serie de decretos que favorecían impunemente la inversión en territorios indígenas para el desarrollo de proyectos de explotación de materias primas. La realización de estos paros constituye la primera vez en que se movilizan miles de indígenas en defensa de sus territorios, reivindicando además la pertenencia a sus pueblos de origen. Lamentablemente, en el contexto del segundo de estos paros, ocurrió la tragedia de Bagua en la cual perdieron la vida al menos 34 personas entre indígenas y policías.
La segunda protesta de mayor significación ocurrió a mitad del 2011. El escenario de la misma ya no fue el territorio amazónico, sino el altiplano de la región de Puno, ubicado al extremo sur del país, en la frontera con la vecina Bolivia. Un conflicto local, ubicado en el distrito de Huacullani, en el cual desde hace unos años se desarrolla un proyecto minero por parte de una empresa que hasta entonces creía contar con el aval de la población, o más bien de buena parte de ella, terminó desatando una movilización sin precedentes. En un primer momento, la convocatoria a la realización de protestas en contra del proyecto minero realizada por parte del Frente de Defensa de los Intereses del Sur de Puno, desató algunas protestas localizadas. Posteriormente, ante la falta de atención por parte del Estado y las autoridades de la región, se desarrolló una impresionante movilización que condujo a miles de comuneros a la propia capital regional, la ciudad de Puno, la cual resultó tomada por los manifestantes. La indolencia de las autoridades ante las protestas, derivó en un escalamiento de la tensión, la cual llegó a su punto de estallido el 27 de mayo, día en el cual ocurrieron actos violentos como la quema de distintos edificios públicos y saqueos. Posteriormente, el gobierno alcanzó un acuerdo con autoridades de la región (sobre todo alcaldes), pero la protesta continuó, adoptando un carácter claramente comunal-indígena. Ante la cercanía de las elecciones nacionales, que se veían amenazadas por la situación, la situación llegó a un punto límite, que solamente pudo calmarse mediante la otorgación de sendos decretos en los cuales se aceptaban las demandas campesinas. Esto fue visto como un retroceso de la autoridad del Estado, pero a todas luces constituye un triunfo de la movilización comunitaria indígena regional, y un punto de inflexión clave en las movilizaciones indígenas de un país respecto al cual, hasta hace poco se pensaba que no podían existir movimientos sociales indígenas o que pudiesen articularse contando entre sus ingredientes al componente de identidad étnica –entre otros factores-.
Con estos antecedentes, el inicio del régimen de Ollanta Humala, quien fue elegido con buena parte de la votación proveniente de los sectores populares urbanos y rurales, fue visto como un punto de clivaje o de “no retorno”, en el sentido de que se anunciaba la transformación definitiva del neoliberalismo peruano hegemónico desde la década de 1990. De hecho, el discurso post neoliberal del propio Humala, así como muchas de promesas electorales, así lo dejaban entrever. Sin embargo, al cabo de la primera vuelta, comenzó a operarse una metamorfosis política al interior del humalismo, que se hizo evidente con el inicio del nuevo régimen. Esta metamorfosis consiste en el abandono de las banderas antineoliberales, y su reemplazo por el objetivo de la “inclusión social”. Es decir, por el proyecto de mantener el orden de cosas imperante en el Perú, sobre todo en lo económico, pero mostrando una decidida voluntad de redistribución de los beneficios del crecimiento neoliberal. Es así como el nuevo régimen humalista dejó de lado la promesa de una reforma constitucional –o de un cambio total de la Constitución espuria impuesta ilegalmente por el fujimorismo a inicios de los 90s-, reemplazando el discurso nacionalista antineoliberal de las primeras horas, por una monótona retórica basada en el objetivo de la “inclusión social”. Es decir, como si se tratase de incluir a los pobres y excluidos en los beneficios del modelo actual, y no de buscar otras formas de desarrollo diferentes a las que predominan en el país como herencia del gobierno más corrupto y autoritario de la historia republicana peruana.
Recientemente, el nuevo gobierno ha aprobado –con bombos y platillos- algunas medidas importantes, tales como la Ley de Consulta Previa, según la cual solamente podrán ejecutarse proyectos de desarrollo o explotación de recursos naturales en territorios de poblaciones indígenas con el aval de las mismas, a través de procesos de consulta. No es el momento para hacer un análisis exhaustivo de dicha norma, pero si es posible anotar, para cerrar esta comunicación, que se trata de un mecanismo de defensa de los derechos comunales muy significativo. Sin duda será utilizado por muchas comunidades amezadas actualmente por proyectos de explotación minera, de hidrocarburos, de explotación maderera o de construcción de infraestructura que afecta sus territorios. Sin embargo, cabe destacar que el gobierno aprobó rápidamente esta medida, recuperando un proyecto legislativo rechazado el año pasado por el régimen de Alan García, con la obvia finalidad política de mostrar cierta continuidad entre el discurso previo y posterior al inicio de la gestión presidencial de Ollanta Humala. De esa manera, una medida que estaba llamada a ser el símbolo de una fuerza política que se auto denominó como anti-neoliberal en tiempos electorales, pasa a ser utilizada como fachada para maquillar la metamorfosis política del humalismo una vez en el gobierno: la metamorfosis de la promesa de una “gran transformación” nacionalista de carácter anti-neoliberal hacia el membrete de la “inclusión social”. Es decir, de la continuidad del orden de cosas reinante en el Perú, pero esta vez con la clara intencionalidad de hacer que el “chorreo” de los beneficios del crecimiento neoliberal no provenga de la mano invisible del mercado, sino de la bondad de un Estado empeñado en seguir impulsando el actual modelo extractivista y reprimarizador del desarrollo peruano.
Notas
2) El Perú alcanzó niveles de crecimiento superiores a los de toda la región. Inclusive, durante la crisis internacional que desaceleró dramáticamente la economía internacional el año 2009, pasó del 8% al 1% de crecimiento. Pero a pesar de esa caída, los niveles de consumo de muchos sectores, y especialmente la sensación de bonanza magnificada por los medios de comunicación, no disminuyó.
3) El “caso Ilave” fue objeto de un fuerte debate en torno a las razones del linchamiento del alcalde, llegando a mencionarse que se trataba de un desborde de violencia étnica por tratarse de una zona de población predominantemente aymara. Al respecto véase el libro de Ramón Pajuelo: No hay para nosotros. Gobierno local, sociedad y conflicto en el altiplano: el caso de Ilave. (Lima, IEP, 2009).
4) Es el caso de organizaciones como la Confederación Campesina del Perú (CCP) de larga historia como protagonista de las luchas campesinas y fuerte ligazón con la izquierda peruana, o bien de organizaciones de talante más bien indígena creadas posteriormente, como la Asociación Interétnica para el Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP) y la Confederación de Comunidades Afectadas por la Minería (CONACAMI).
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