«Hoy el poder capitalista se enfrenta a una avalancha de finitud contra sus promesas de eternidad». Una conversación con Raúl Sánchez Cedillo

Raúl Sánchez Cedillo es el autor de «Esta guerra no termina en Ucrania», un libro fundamental para entender la multidimensionalidad del conflicto bélico en Ucrania desde una perspectiva emancipadora ante la propaganda y la instauración de un régimen de guerra continental. En esta entrevista conversamos con él sobre algunas de estas cuestiones.

Una expresión clave en tu obra es «régimen de guerra», ¿cuál es su sentido y sus implicaciones en el momento actual?

La expresión «régimen de guerra» hace referencia en primer lugar a la primacía de las relaciones bélicas en las relaciones entre gobernantes y gobernados en nuestros regímenes de democracia de la propiedad. Significa la transformación de lo que se ha llamado «gobernanza», que pasa a estar determinada por la distinción amigo/enemigo. Esta expresión no la utilizo en un sentido jurídico, sino que cobra sentido en el plano del gobierno real de las poblaciones. Esto quiere decir que el régimen de guerra se declina diferentemente en cada país con arreglo a situaciones y coyunturas políticas: pensemos, por ejemplo, en la Francia de Macron, que lleva desde 2014 con un estado de emergencia que ha sido levantado y restaurado en varias ocasiones y por diferentes motivos, en comparación con el estado español, donde el gobierno de coalición actúa como un tapón precario sobre una corriente reaccionaria general. Sin embargo, en ambos casos, como en el resto del mundo occidental, se registra la misma tendencia al tratamiento de las relaciones de conflicto, protesta, resistencia, desobediencia, conforme a la relación entre el exterior hostil (en este momento, sobre todo Rusia y, crecientemente, China) y el enemigo interno, como categoría que se aplica a quienes se oponen o sencillamente obstaculizan el esfuerzo de guerra. Pero al mismo tiempo, se trata de una práctica ordenadora, preventiva y anticipadora del conflicto social y político. En cierto modo, el régimen de guerra es una «solución» –que no necesariamente tiene que funcionar– que permite abordar lo que analistas de centro izquierda como Adam Tooze han llamado la «policrisis» (la simultaneidad y las interacciones entre las crisis y emergencias medioambiental, alimentaria, financiera, cadenas de suministro, energética y, por supuesto, bélica). Todos, absolutamente todos los gobiernos y fuerzas políticas capitalistas del planeta, pero en particular los del subsistema occidental bajo la hegemonía estadounidense, se muestran incapaces y dominados por el temor de poner la protesta y el conflicto social como motor de pactos de obediencia con las clases subalternas. Son precisamente las clases dirigentes del capitalismo global las que no se creen que pueda haber un Green New Deal, una fórmula institucional y fiscal que permita conciliar la descarbonización de economía y sociedad, el crecimiento del poder-plusvalor capitalista y el crecimiento de las potencias humanas de generación y mantenimiento de la vida en común y de los ecosistemas. Lo que en el caso del régimen de Putin es un hecho constitutivo desde su llegada al poder, es decir, el uso de la guerra como un factor de ordenación y apuntalamiento de su régimen en los planos interno y externo, se presenta ahora como la mejor opción para las clases dirigentes y propietarias del capitalismo occidental. En cierto modo, también la Guerra Fría fue esto en el caso occidental, pero en la ecuación entraba entonces la necesidad de una redistribución de la renta y el reconocimiento del poder sindical y social de las clases trabajadoras, y además estaba ausente la variable climática y en general la problemática de ecología del capital. Hoy el poder capitalista se enfrenta a una avalancha de finitud contra sus promesas de eternidad: fin de la energía barata; fin de las fuerzas de trabajo completamente disponibles y explotables a voluntad; fin de la producción barata de alimentos y fin de materias primas, minerales, etc, así como de especies naturales y ecosistemas baratos y siempre accesibles. La guerra siempre ha sido, en tales casos, la mejor solución para la lógica del poder del capital.

¿Cómo se enlaza o relaciona el conflicto ucraniano con el proceso de fascistización o totalitarismo político y social que se extiende a nivel global?

Pienso que lo hace como un efecto y al mismo tiempo como un disparador, un potenciador óptimo. Las fuerzas directamente fascistas han desempeñado un papel decisivo en los estallidos de violencia y en la militarización del conflicto en la crisis ucraniana. Como ha estudiado entre otros, el sociólogo ucraniano Volodymyr Ishchenko, la composición y la dinámica internas del movimiento del Euromaidan en Kiev en 2013-2014 terminaron dominadas por los repertorios y los discursos del nacionalismo ucraniano de extrema derecha (los de Svodoba, c14, Pravy Sektor, etc.), lo que, con la anuencia tanto de la Comisión Europea como, sobre todo, de la Casa Blanca y del Pentágono, condujo a su legitimación interna en el periodo inmediatamente posterior, que es determinante, puesto que bajo la presidencia de Petrò Poroshenko y el gobierno de Arseni Yatseniuk estas fuerzas entran en puestos de gobierno y son reconocidas como milicias en el proceso que conduce en pocas semanas a la guerra civil en Ucrania. Otro tanto cabe decir de los grupos y milicias que en el Donbás encabezan la protesta y las acciones contra el Euromaidan y sus consecuencias políticas: se trata de formaciones de extrema derecha prorrusa, perfectamente simétricas respecto a los grupos ultranacionalistas ucranianos y fuertemente apoyadas y organizadas por extremistas de derecha rusos. La guerra civil, instigada tanto por el bloque occidental como por el Kremlin, lleva a los grupos separatistas del Donbás al poder político. En los 8 años que separan estos acontecimientos de la invasión rusa del 24 de febrero de 2022, tenemos una extraordinaria empresa de fascistización y un epicentro de internacionalización. Este proceso de fascistización no es unilateral ni lineal: por ejemplo, hay variantes fascistas enfrentadas entre sí por la guerra de Ucrania. Pero al mismo tiempo lo que es constante es la legitimación e integración de las extremas derechas y de los fascistas en los respectivos sistemas políticos. La guerra es el mejor ecosistema para el crecimiento del fascismo, y por desgracia la evolución de los acontecimientos no hace más que confirmarlo.

¿Qué hay de viejo o de conocido en la guerra de Ucrania?

No pocas cosas. Si nos remitimos a la historia de Ucrania en el siglo XX, reconocemos algunos patrones que se repiten. Por ejemplo, la persistencia de un país dividido en su diversidad lingüística y nacional; la constante presencia e injerencia de otros estados y bloques de estados en la política interna, hasta el punto de que las aspiraciones a la constitución de un estado nación «normal» (homogéneo, relativamente soberano fiscal, económica y militarmente, así como en su política exterior); y, en relación con esto, haber sido teatro de operaciones en las dos guerras mundiales y escenario de las peores masacres y crímenes de guerra. En cierto modo, Ucrania siempre ha sido considerada como un «estado pivote» en esos enfrentamientos. El periodo soviético es el más reseñable de esa historia, y esto es importante, porque la inmensa obra de revisionismo anticomunista (es decir, no antiestalinista, o antiautoritaria, o antitotalitaria) emprendido en todos los países del antiguo «socialismo real» ha llevado, en el caso ucraniano, a despreciar el periodo soviético como el peor periodo de la historia ucraniana, destacando con razón el carácter masivo de la represión estalinista debido a la resistencia campesina a la colectivización forzosa en 1931-1932, y justificando la colaboración con la Wehrmacht y las SS en 1941-1943 durante la invasión nazi de la URSS.

Respecto a lo nuevo, un aspecto que llama la atención es el proceso de tecnologización extrema de la guerra (que tiene en los drones quizás su icono máximo), junto a una nueva visibilidad de la misma (ej. amplia y obscena difusión de contenidos y propaganda audiovisual por redes sociales). ¿Cómo se caracterizaría este periodo en lo que se refiere a la nueva percepción de la guerra?

La guerra y su conducción siempre se ha transformado en el mismo proceso de transformación de las máquinas técnicas, sociales y de las máquinas de guerra. Las máquinas sociales y técnicas de la gran industria hicieron posible la «movilización total» de la Primera Guerra Mundial, hecha de ferrocarriles, vehículos con motor de explosión, los primeros cazas de guerra, las armas químicas, telégrafo, teléfono y cinematógrafo. En cierto modo, la Primera Guerra Mundial crea un paradigma que luego no hace más que profundizarse y perfeccionarse. Y que podemos definir como la conversión de todas las máquinas técnicas y sociales en máquinas de guerra. Y eso afecta a la esfera pública, a los «medios de comunicación» en un sentido amplio, que hoy incluyen las redes sociales y todos los dispositivos conectados a la Internet. Si durante la Primera Guerra del Golfo pudimos asistir a la invisibilización de la guerra mediante la simulación televisiva de una guerra higienizada, la molecularización de la producción de imágenes y relatos que trae consigo el ensamblaje entre dispositivos personales y redes sociales supone una transformación de la percepción de la guerra que introduce una dimensión que ya no es solo de propaganda y de manipulación informativa, sino que introduce de lleno la subjetividad: un contagio de pasiones mortíferas. En el mundo angloparlante se habla mucho de la «weaponization» (de la conversión en arma de un recurso, un conjunto de instrumentos, un dispositivo económico, financiero, comunicativo, científico, etc.). En este sentido, lo que hoy distingue la percepción de la guerra es una economía del deseo militarizado: un placer sádico en la visión de la muerte violenta, la tortura, la humillación; una activación de la violencia en las redes contra los enemigos; una fascistización de los comportamientos virtuales, donde la virtualidad es el medio para la aniquilación de la alteridad humana, de la percepción de humanidad del otro. En cierto modo, se trata de un perfeccionamiento, de una compleción de la movilización total, con la diferencia de que se da en un medio, el de las redes, en el que los individuos operan como si fueran autónomos, movidos por sus deseos y pasiones mortíferas. En cierto modo, hay una correspondencia con las operaciones con drones: la completa virtualización, la desensibilización, la desrealización del campo de batalla y de los objetivos de guerra, que, salvo sus consecuencias reales de muerte y destrucción, son casi imposibles de distinguir de un videojuego. El placer desinhibido y libre de culpa en el deseo de muerte y destrucción se expresa también, por ejemplo, en el éxito del negocio del envío de mensajes mortíferos de cualesquiera civiles, escritos en los misiles y proyectiles en la guerra de Ucrania a cambio de una donación para el esfuerzo de guerra.

Junto al enfrentamiento en el campo de batalla se desarrolla una guerra de relatos, que buscan su propia legitimación (histórica, legal, emocional) ¿Cómo se explicita esta guerra de relatos?

La guerra de relatos es un elemento invariante en las guerras modernas. No solo en las guerras imperialistas, sino también en las guerras de liberación nacional o en las guerras civiles. En los sistemas de estados modernos, los bandos contendientes siempre tratan de legitimar su esfuerzo de guerra en el derecho internacional, siempre tratan de mostrar su empeño como una «guerra justa». En el caso de la guerra de Ucrania, tanto antes como después de la invasión rusa el papel de los relatos ha sido determinante. A este respecto hay varios aspectos que vale la pena resaltar: por un lado, lo que en realidad es un conflicto con tres dimensiones fundamentales (una guerra de invasión y defensa nacional; un conflicto entre el neoimperialismo ruso y el imperialismo occidental bajo el dominio estadounidense; un conflicto intrasistémico por la hegemonía en el sistema mundial entre Estados Unidos y China) y que, por lo tanto, se asemeja mucho más a la Primera Guerra Mundial, entendida como una guerra entre potencias coloniales por el reparto del mundo, que a la Segunda Guerra Mundial, donde se ventilan las consecuencias de aquella paz de los cementerios que fue el final de la Primera: por un lado, el crecimiento de los nacionalismos y fascismos en toda Europa; por otra parte, la Revolución de Octubre y el surgimiento del movimiento comunista internacional en todas sus variantes. Sin embargo, en la propaganda de ambos bandos dominan las referencias a la Segunda Guerra Mundial: ambos combaten contra el fascismo, el totalitarismo, el nazismo. Por un lado, Putin es el nuevo Hitler, mientras, por otro lado, la invasión rusa, la autodenominada «operación militar» se justifica por la necesidad de «desnazificar y desmilitarizar» Ucrania. En la propaganda de la Comisión Europea, así como de los gobiernos más belicistas, como el alemán, el polaco o los países bálticos, se adopta el registro de una guerra de civilización, no solo contra Rusia, sino también, aún como «guerra fría», contra China. Reconocemos aquí lo que ambos bandos reconocen como un carácter «existencial» de la guerra en curso: para ambos, «perder Ucrania» es un golpe que no se pueden permitir. Esto nos remite al corazón del problema y a lo que decía antes sobre la guerra y el régimen de guerra como «solución». Tenemos que ver la relación entre la intensidad y la violencia de los relatos, que excluye toda oportunidad de una paz negociada, por un lado, y las dificultades crecientes de conciliación entre los derechos y libertades conquistados tras la Segunda Guerra Mundial en Occidente y el mantenimiento del poder capitalista sobre la sociedad y los ecosistemas.

¿Qué supone esta guerra para las estrategias de transición ecológica? ¿Muestran que el Green New Deal era una mentira desde el principio o lo cambia todo sobre la marcha? Explicación: se refiere a que si lo que están haciendo va en contra de lo que querían hacer (GND) o lo querían hacer desde el principio (y de ahí que el GND en ese caso hubiera sido una mentira).

Aún es pronto para saberlo con certeza. Como he dicho antes, las clases dirigentes capitalistas no creen ni tienen voluntad alguna de ensayar un Green New Deal, que para ser tal no solo tiene que plantearse un esfuerzo coordinado de substitución de inversiones: fiscal, financiero, institucional, en los mercados, sino que también tiene que promover la fuerza y el contrapoder de las clases subalternas dentro de ese proceso de transición energética y de descarbonización. La actual disputa sobre las causas de la inflación, que a estas alturas se sabe que responde fundamentalmente al aumento de los dividendos y de las rentas del capital en la formación de los precios, es indicativo de que aquello a lo que, con la depresión generalizada, económica, social, psíquica, provocada por la pandemia del Covid19, podía concederse aún una cierta probabilidad. Sin embargo, la guerra y el régimen de guerra supone el final de todo reconocimiento posible de la lucha de clases como motor de descarbonización y de disciplinamiento de los comportamientos del capital. Esto no quiere decir que no haya políticas sociales, que no se empleen los esfuerzos fiscales para conseguir el consenso y la paz sociales, sino que esas medidas están destinadas a impedir las luchas de clase, mediante la división, la jerarquización, la balcanización de los grupos sociales subalternos. El Green New Deal así entendido se enfrenta a un trilema irresoluble: no puede haber al mismo tiempo 1) crecimiento del plusvalor, la propiedad y el poder del capital; 2) descarbonización sustantiva y efectiva de la economía y de la sociedad, correlativa de un decrecimiento; y 3) crecimiento del contrapoder y de las libertades de las clases subalternas o, dicho de otra manera, crecimiento del común de la vida cooperativa, afectiva y cognitiva, de humanos y ecosistemas, de las bases de un modo de producción del común. La apuesta por la guerra pone el poder del capital como imperativo absoluto, y esto se traduce en contradicciones entre distintos grupos capitalistas, fundamentalmente entre el capital fósil y sus articulaciones financieras y políticas, y las corporaciones y grupos sociales que están mejor posicionados para aprovechar las oportunidades de acumulación vinculadas a las energías renovables. Tenemos asimismo una profundización de las contradicciones dentro del bloque occidental: la presidencia de Biden ha decidido emprender un camino proteccionista a expensas de la UE, a pesar de la Alianza Atlántica, y esto se traduce en el enorme desequilibrio en el comercio de gas natural licuado a favor de Estados Unidos, así como en las ventajas competitivas de las corporaciones estadounidenses gracias a las subvenciones contempladas en la Inflation Reduction Act, y que afectan a las inversiones en renovables, en semiconductores y en infraestructuras, mientras la UE se debate entre una vuelta a la austeridad o una mutualización de las deudas privadas y públicas que sostenga el enorme esfuerzo fiscal, o ambas cosas a la vez. El aumento histórico de la inversión directa e indirecta en la producción de armamentos es quizás el clavo en el ataúd de toda ilusión de un Green New Deal.

¿Cuáles han sido las contradicciones y límites (éticos, políticos, ideológicos, sociológicos) con los que se ha encontrado la llamada izquierda y los colectivos sociales a la hora de lograr una movilización amplia que ofrezca una respuesta real a la guerra? ¿Ha faltado valentía o claridad para realizar un diagnóstico y posicionamiento público coherente y enfrentado al relato y a las manipulaciones de los poderes mediáticos y políticos occidentales, teniendo en cuenta, además, la aceptación en la práctica de la guerra por parte de nuestra sociedad?

Es una cuestión complicada, por la cantidad de factores y porque no ha sido objeto de un análisis serio hasta el momento. Pero trato de aportar un esbozo de respuesta útil. En primer lugar, tenemos que recordar que, salvo excepciones, el conjunto de la izquierda mundial no fue un factor decisivo en las luchas contra la crisis capitalista de 2008 en adelante. En lo que respecta a la crítica de la globalización capitalista, ni el ciclo progresista latinoamericano, ni el gobierno de Syriza en 2015, ni, a pesar de su potencia, el largo ciclo de protestas y de recomposición política en el estado español desde 2011 hasta hoy, han sido capaces de modificar las estructuras fundamentales del capitalismo financiarizado, extractivo y autoritario. Tampoco en el plano de los relatos y los sentidos comunes. Cuando llega la pandemia del Covid19, la obscenidad de la gestión capitalista de la vida y la muerte siempre a favor de la conservación del poder y el plusvalor capitalistas apenas fue contrastada, salvo en una clave puramente humanitaria o compasiva, como en el caso del estado español. En esta coyuntura, la batalla por el relato se suplementa con la batalla por la interpretación del sufrimiento psíquico y físico. Desde 2008, han sido las extremas derechas las que han salido netamente beneficiadas de la crisis de la regulación social neoliberal. Y con la pandemia sucede otro tanto: las extremas derechas explotan con éxito la zozobra psíquica de las clases medias, introduciendo sus narraciones racistas, supremacistas y conspiranoicas, con un éxito considerable.

Cuando se produce la crisis que conduce a la invasión rusa de Ucrania, el sistema inmunitario de las izquierdas está por los suelos. En tales condiciones, en el mundo occidental hemos asistido a una sumisión mayoritaria, activa o pasiva, a la dinámica de guerra y a los regímenes de guerra. En algunos casos, como en los países nórdicos, debido a la incapacidad de contrarrestar la ola de pánico provocada por la amenaza de un enfrentamiento con Rusia, azuzada por las derechas y los socialdemócratas, así como por el centro izquierda verde. Las fuerzas que han resistido o han intentado resistirse a la avalancha belicista han quedado en minoría y están criminalizadas en los medios y cada vez más en los tribunales.

Sin embargo, hay otros problemas que tienen que ver con la composición misma de lo que llamamos izquierda. Muchos partidos comunistas contienen minorías nostálgicas de la Guerra Fría y que simpatizan con la línea dura de enfrentamiento con la OTAN del régimen de Putin, a pesar de que este sea un régimen anticomunista, autoritario, reaccionario, antifeminista y transfóbico. Por otra parte, las fuerzas que, como Podemos, se oponen a la guerra no han construido en los últimos años una sólida red transnacional que permita llevar la iniciativa en Europa para denunciar la carrera hacia la guerra mundial.

Estos ingredientes deben llevarnos a la conclusión de que, en cierto modo, esta guerra supone el acta de defunción de la izquierda política del periodo neoliberal. Y a la necesidad de una nueva izquierda emancipadora que se apoye en el diagnóstico de la guerra como aventura imperialista y supremacista de las clases dirigentes del sistema mundo capitalista.

¿Cuál es el papel que debe jugar el antimilitarismo en un contexto de guerra global? ¿Qué tipo de planteamientos y de prácticas habría que rescatar para tratar de ofrecer una perspectiva que realmente cuestione las bases no solo del conflicto, sino del propio «régimen de guerra»?

Un papel esencial, como lo ha sido siempre. Sobre todo cuando la evolución de la conducción de la guerra y de las máquinas de guerra ha creado una situación en la que no hay «guerra buena», ni siquiera como guerra emancipatoria. Hoy la guerra significa no solo la destrucción de vidas y ecosistemas a escala masiva, sino que es una especie de acelerador de procesos de fascistización, en mayor medida aún que lo fue en la Primera Guerra Mundial. Al mismo tiempo, el antimilitarismo tiene que plantearse como algo más que un no a la guerra o una postura pacifista, sino que tiene que proyectarse como un principio ético y estratégico de la lucha de las clases subalternas. Nunca como hoy el nexo entre capitalismo y guerra se ha puesto tan de manifiesto. Nunca como hoy la guerra es la garantía absoluta de un planeta devastado y dominado por señores de la guerra fascistas que apoyen su poder en la guerra de grupos sociales, pueblos y regiones por la supervivencia en ecosistemas contrarios a la vida humana. El antimilitarismo siempre tuvo un fundamento de clase: no queremos ser carne de cañón en las guerras imperialistas. Hoy lo que se ofrece al sacrificio es la posibilidad misma de la vida en el planeta. Por eso hablo de la necesidad de una paz constituyente: paz y revolución democrática; paz y destrucción del poder patriarcal; paz y emancipación del yugo capitalista; paz y libertad de movimientos en el planeta; paz y restauración y reinvención ecosistémica; paz y curación amorosa de la psique global trastornada.

[related_posts_by_tax posts_per_page="4"]

You May Also Like

Leave a Reply

Zure e-posta helbidea ez da argitaratuko. Beharrezko eremuak * markatuta daude