El pasado 16 de diciembre de 2021, la Policía Nacional entraba violentamente en varios domicilios de las barriadas proletarias de la provincia de Cádiz, para detener y enjuiciar a los trabajadores solidarios que habían participado en las movilizaciones del sector del Metal. El día 22 del mismo mes, el gobierno, los sindicatos oficialistas CCOO y UGT, y la patronal, llegaban a un acuerdo para lanzar la llamada «reforma laboral» de Yolanda Díaz.
Ambos sucesos, analizados y comprendidos conjuntamente, indican cuál es la esencia real de las estrategias de gestión de los conflictos de clase por parte del gobierno español en el contexto de la crisis social provocada por la expansión de la pandemia del coronavirus SARS-Cov-2. La reforma que no deroga las reformas, y el despliegue de tanquetas y uniformados para aplacar a los descontentos.
El mundo laboral es un infierno. El trabajo por cuenta ajena es una maldición bíblica y nuestra vida productiva se ha convertido en un angustioso desierto de precariedad, temporalidad, estrés, servilismo y autoritarismo. Los jefes hacen lo que quieren con nosotros. No tenemos defensa. Nadie quiere resistir, porque resistirse es acabar en la calle. Los sindicatos no nos defienden. Todos son iguales. Mira por lo tuyo y no pretendas hacer frente al patrón. Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.
Así es como define el mundo laboral la clase trabajadora de nuestro país en este momento. Nadie cree que pueda haber esperanza. Viviremos peor que nuestros padres, y nuestros hijos aún peor que nosotros. Los sindicalistas comen gambas en las terrazas, gracias a habernos vendido.
Los obreros ya no existen, según las diatribas reiteradas hasta la saciedad por todos los tertulianos televisivos, los patrones de pequeños comercios y los jóvenes aspirantes a intelectuales, académicos y políticos. La clase trabajadora ya no es el sujeto de la Historia, sino su más paciente burro de carga.
¿Por qué estas falaces visiones de la realidad social se han expandido hasta el infinito en las últimas décadas? ¿Por qué los jóvenes obreros y obreras han mamado hasta la saciedad estas tóxicas doctrinas y las repiten acríticamente? ¿Por qué no puede defenderse la clase social que se imaginó «partera de la historia» y rompió en su despertar, en el siglo pasado, todos los diques que condenaban al mundo a una eterna repetición de sí mismo?
Nuestro mercado laboral (el mercado donde se vende y se compra la fuerza de trabajo obrera, es decir, la vida humana misma) ha venido siendo convulsionado por una serie de procesos interdependientes que han edificado el escenario de la desolación que la clase trabajadora está viviendo en estos momentos. Detengámonos a analizar algunos de los pilares fundamentales de una nueva realidad productiva que, en su despliegue, ha delimitado un inédito campo de batalla para la lucha de clases, en el que el sindicalismo se ha enfrentado a retos para los que no estaba preparado.
Flexibilidad y precariedad. La sucesión de reformas laborales como diseño inteligente del sufrimiento obrero.
Las reformas de la legislación laboral han sido continuas desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980. Cada cierto tiempo, el gobierno de turno presenta una nueva propuesta de cambio del ordenamiento laboral. Sin embargo, todas y cada una de estas reformas han constituido, realmente, ofensivas decididas contra los derechos de los trabajadores y sus condiciones de trabajo.
Eso explica el pesimismo irredento que se filtra en todos los ámbitos de la sociedad. En las últimas décadas, hemos pasado de que los despidos improcedentes implicasen la readmisión obligatoria del trabajador, a discutir hasta dónde se puede rebajar la indemnización que ha de cobrar en dicho caso, para irse a su casa. Y la indemnización siempre baja en cada nueva reforma. Hemos pasado del concepto de que las condiciones acordadas en convenio no se podían empeorar en el siguiente, a desentrañar la normativa que permite que las empresas puedan desvincularse unilateralmente de las condiciones pactadas en la negociación colectiva.
No es algo casual ni inesperado. Las reformas laborales han partido de una tesis central que empuja a un creciente desconcierto obrero: la flexibilidad crea empleo.
La teoría es simple; cuántas más facilidades le demos al empresario para contratar, despedir o cambiar las condiciones de trabajo, más dispuesto estará a invertir su dinero contratando a trabajadores. Por lo tanto, a mayor flexibilidad, menos paro.
Hay quien pretende, además, ornamentar esta argumentación afirmando que, en los mercados cambiantes y complejos de hoy, la mayor flexibilidad permite, también, mayor productividad del trabajo y, por tanto, mayor competitividad de las empresas que, al crecer gracias a ello, «crearán» (de nuevo) más empleos.
Lo cierto es que ese crecimiento desbocado del empleo tras cada nueva reforma laboral flexibilizadora no ha llegado jamás a producirse. El paro es un fenómeno endémico en el mercado laboral español. De hecho, el nivel de desempleo en el Estado español sigue siendo, décadas después, de los más altos de Europa. Con una circunstancia agravante que no se suele comentar: las cifras de desempleo se multiplican a mucha mayor velocidad en España que en el resto del continente, cada vez que se desata una crisis económica. Los empresarios despiden muy fácilmente (muy flexiblemente) y optan por la extinción del contrato antes de intentar mantener los puestos de trabajo, cambiando las condiciones de su desempeño. La única excepción a esta regla, quizás, la ha constituido la crisis derivada de la pandemia de Covid-19, en la que se han utilizado masivamente las suspensiones de contrato y las reducciones de jornada (los famosos ERTEs), en lugar de los despidos, gracias a generosas ayudas públicas. Más adelante hablaremos de ello.
La famosa flexibilidad se ha ido implementado en dos movimientos sucesivos: primero se facilitó la llamada «flexibilidad externa» (generación de nuevos tipos de contratos y facilitación del despido) y, después, al hilo de la aprobación por la Comisión Europea de su «Libro Verde» sobre la «flexiseguridad», se pasó a hacer mayor hincapié (sin abandonar la anterior) en la denominada «flexibilidad interna» (facilidades para la modificación unilateral, por parte del empresario, de las condiciones de desempeño del trabajo).
La «flexibilidad externa», pues, tiene dos vertientes fundamentales: las formas de contratación y las posibilidades de despido. Detengámonos un poco en ellas.
Los tipos de contrato en España son múltiples y variados. El empresario puede elegir entre cerca de cuarenta posibilidades. Se supone que el contrato básico es el indefinido, pero lo cierto es que, si se da la causa para ello, también pueden realizarse muchas formas de contrato temporal. Lo de la causa es casi una forma de hablar: el fraude al respecto está ampliamente extendido. La debilidad y falta de recursos de la inspección de trabajo, combinada con la amplia ausencia de conocimientos jurídicos y sindicales de los trabajadores, y la facilidad para el despido, provoca que el uso de los contratos temporales para cubrir puestos estructurales y permanentes de la empresa, rotando a los trabajadores para que no puedan consolidar derechos, sea una práctica común. Lo que, por otra parte, probablemente impacta en la productividad del trabajo, al impedir sumar experiencia a la fuerza obrera, mucho más de lo que lo hacen las supuestas «rigideces» de una regulación absolutamente lábil.
El resultado es conocido: nos encontramos ante la llamada «dualidad» del mercado laboral español. Hay un núcleo de trabajadores indefinidos, con mayores derechos consolidados (aunque sometidos a un creciente acoso) y una gran cantidad de trabajadores temporales, que van rotando en determinados puestos de trabajo, con contratos de corta duración. Algunos datos: prácticamente siempre, en los últimos veinte años, la tasa de temporalidad (el porcentaje de trabajadores con un contrato temporal en un año dado) ha estado situada en el 30% de la población trabajadora. Y, al mismo tiempo, el 90% de los contratos que se han hecho cada año han sido contratos temporales, lo que indica que ese 30% está ocupado por trabajadores que rotan cada muy poco tiempo.
Sumémosle a eso la creciente facilidad para la externalización y subcontratación de actividades. Interminables cadenas de contratas y subcontratas, engrasadas, además, por la utilización de las jornadas parciales y las Empresas de Trabajo Temporal. Gran parte de la agresividad del conflicto que hemos visto en diciembre de 2021 en el sector del Metal de Cádiz viene de ahí: en un contexto donde el 80% de los trabajadores prestan servicios en empresas auxiliares y subcontratas, el convenio, ciertamente, deja de tener contenido alguno, se convierte en papel mojado. Un trabajador (o trabajadora) con un contrato temporal, que puede ser trasladado sin límites a otro centro de trabajo (incluso radicado en otro país), sin representación sindical alguna, con constantes cambios de funciones y plantilla, difícilmente puede plantearse demandar ante los tribunales laborales. La dictadura del patrón es absoluta, además de absolutamente impersonal, porque el patrón real (el que tiene la dirección efectiva de la cadena de valor) opera escondido tras una trama opaca de sociedades interpuestas, contratas, pliegos de contratación y estructuras laberínticas.
Además, el trabajador es mayor. La fuerza laboral en la industria está envejecida. Los jóvenes están atados a la precariedad más extrema en las empresas de servicios. Gran parte de ellos vaga en un universo surreal de prácticas no remuneradas, becas académicas, formación convertida en trabajo excluido del Estatuto de los Trabajadores. La actual generación joven ha sido condenada a la instrucción perpetua, a “ganarse el futuro empleo” trabajando gratis en escuelas sometidas a la lógica empresarial, y en empresas disfrazadas de centros de formación.
La Gran Transformación: el Panóptico Digital volcado sobre el trabajo
Pero todo esto no acaba ahí. Las transformaciones tecnológicas aceleradas y la innovación perpetua llevan al capitalismo a traspasar todos sus límites previos. También en la gestión y organización del trabajo. La Cuarta Revolución Industrial, en forma de gran transformación tecnológica, que nos prometen, impacta también sobre los cuerpos obreros y sobre las condiciones de su proceso de explotación. Big Data, 5G, Inteligencia Artificial, blockchain, hot desks… haremos bien en quedarnos con todos estos conceptos que definen nuevos territorios para la lucha de clases.
Empecemos por lo más básico: la revolución de las comunicaciones favorece la subcontratación y la aparición de nuevos modelos de negocio, como el de las llamadas «plataformas colaborativas». Se inicia sobre la base del recurso al viejo truco de los «falsos autónomos» (trabajadores dados de alta como autónomos en la Seguridad Social para no tener que reconocerles los derechos del Estatuto) y, tras las resistencias encontradas, se desliza hacia una mixtura de subcontratación, cesiones ilegales de la fuerza de trabajo y convenios colectivos firmados por los sindicatos oficialistas al margen de los trabajadores concernidos. Es un modelo que se expande sin freno en todos sectores, desde el reparto de comida a los servicios legales, el cuidado de ancianos o las pequeñas reformas caseras. Es un modelo, además, financiado generosamente por los grandes fondos de inversión internacionales, ávidos de encontrar la manera de destruir las «rigideces» que, en forma de regulaciones sobre el transporte de viajeros urbanos o sobre el mercado de la vivienda, aún limitan la dictadura caótica de los capitales sobre la vida de las grandes metrópolis,
Vayamos más allá: la pandemia impulsa, definitivamente, el recurso al teletrabajo que queda, así, desnudado de su glamour y su áurea de regalo mágico de Sillicon Valley para profesionales «trendy». Millones de trabajadores y trabajadoras se encuentran con la otra cara del trabajo en remoto: control exhaustivo, jornadas laborales lábiles e indistinguibles del resto de la vida, ausencia de las pequeñas contrapartidas lúdicas del trabajo asalariado (la relación con los otros, el tener que salir todos los días a la calle, «la conversación de la máquina de café»…), dificultades para la representación y defensa sindical, pérdida de remuneraciones ligadas al desplazamiento (pluses de transporte, dietas…), mientras los gastos asociados al teletrabajo han de negociarse de nuevo en acuerdos colectivos que no terminan de cerrase o que se cierran con una evidente bajada de remuneraciones.
Pero hay una corriente aún más peligrosa en el fondo de este tsunami tecnológico: el control ubicuo y permanente del trabajador en la sociedad del Capital. Departamentos de Recursos Humanos (o de «Talento», o de «Felicidad») que utilizan algoritmos para la selección de personal y rastrean mani redes sociales de sus trabajadores, geolocalización, controles biométricos, cámaras por todos lados, apps de control de la productividad del empleado. Empieza a valer todo: comunicación de la finalización del período de prueba por whasapp, despido en base a críticas a la empresa en Twitter, determinación de quienes van a ser despedidos en un ERE por un algoritmo. Un control que, además, se expande hasta la totalidad del tiempo de vida: mensajes, llamadas, audios, recibidos en tiempo de descanso, en cualquier lugar, a cualquier hora. La desconexión digital reconocida como un derecho impotente, al subordinarla a unos acuerdos colectivos que no existen en la mayoría de las empresas. Los datos del trabajador convertidos en la nueva materia prima de la industria. Cuantificados, empaquetados, analizados por la IA. Fragmentos e indicadores de vida convertidos en un magma que se vuelve contra el viviente al hacerlo trabajar, dentro y fuera de la empresa, hasta en sus más íntimas elecciones, para la creación de plusvalor.
Y llegó la pandemia
La brutal sacudida provocada por la pandemia profundiza y radicaliza todos estos procesos. La respuesta del Capital, en inicio, es sencilla: no dejar de trabajar, donde se pueda (pese a todas las contradicciones que eso implique con el mensaje socialmente difundido de protección de la salud); y socializar los costes que implique hibernar las relaciones laborales en los sectores que no van a poder mantenerse abiertos (los famosos ERTEs).
Los empresarios se visten de magníficos benefactores: van a defender la libertad de trabajar, siempre que puedan. Y necesitamos trabajar porque necesitamos cobrar. Poco importa que la crisis extreme los comportamientos antisociales de las empresas (despidos, cambio arbitrario de condiciones de trabajo, rebaja de los salarios, presiones de todo tipo, condiciones de seguridad y salud rayanas con la pura denegación de auxilio).
El Estado, por su parte, salva a los obreros para salvar a los empresarios. También es un magnífico benefactor. Si gran parte del aparato productivo es imposible de mantener abierto, repartamos sus costes entre todos los que pagan los impuestos (curiosamente, los propios trabajadores en su mayor parte). Siempre se puede decir que así se evitan los despidos. No sólo hablamos de los ERTEs, también del fondo de ayuda a las empresas estratégicas, de los préstamos ICO, de los fondos sin contrapartidas para sectores concretos.
Una buena idea, si hubiera sido implementada a cambio de la socialización del accionariado y de la experimentación con formas de cogestión o autogestión obrera. Y. también, si el Estado se hubiera mostrado dispuesto a salvar a los obreros cuando no implicaba salvar a las empresas. Pero no fue así.
El Estado no salvó a los obreros garantizando las formas de salario indirecto que constituyen el llamado “Estado de Bienestar”. Los servicios públicos colapsaron. Desde el Servicio de Empleo Estatal (que tenía que pagar las prestaciones de los trabajadores en ERTE), hasta la Educación o la Sanidad. No es extraño: aquí lo público entra en competencia con los capitalistas, ávidos de encontrar nuevos yacimientos de plusvalor. La estrategia de décadas de desmantelamiento y degradación paulatina de los servicios públicos es correlativa a la entrada creciente de los fondos de inversión globales en áreas como la Formación Profesional, la Salud o los Cuidados. Los refuerzos a la educación pública madrileña nunca llegaron (o lo hicieron durante tres meses escasos), se despidieron sanitarios incluso en los días de mayor expansión de la variante ómicron, el SEPE se colapsó una y otra vez…
La resistencia también existe
En este escenario caótico y acelerado, las resistencias obreras no faltaron. La lucha de clases es una realidad objetiva, no una teoría académica. Se expresa con mayor o menor virulencia, con una conciencia de sí que implica la cuestión del poder o es más inconsciente y contradictoria y se afinca en las tensiones cotidianas del centro de trabajo. Pero nunca está ausente, aunque la clase trabajadora esté adormilada o desorganizada. La lucha de clases empieza cuando te niegas a entrar cinco minutos antes al centro de trabajo. Se despliega cuando las protestas se hacen expresas. Y se desborda cuando los trabajadores se lanzan a la ofensiva arrastrando o desorganizando a los sectores sociales y sindicales que viven de contenerlos.
Tras la primera declaración del Estado de Alarma (14 de marzo de 2020) la lucha de clases se expresa en una conflictividad difusa y generalizada sobre las condiciones de seguridad y salud en el trabajo, sobre todo en las actividades esenciales que siguen abiertas. La lucha por el bote de gel en el cuarto de baño, por la distancia entre asientos en la plataforma de telemarketing, por no usar los mismos auriculares que los trabajadores del turno anterior. Este momento de conflicto abierto, que aúna el pánico creado por los medios de comunicación ante la pandemia con los intentos empresariales de hacer «como si no estuviera pasando nada», da lugar a experiencias exitosas de confrontación, como la paralización de actividades, por riesgo grave e inminente para la salud de los trabajadores, en Konecta, una de las mayores empresas de Contact Center de España.
Tras esa oleada de conflictos por lo inmediato, el verano de 2020 abre el campo de batalla de los servicios públicos. Concentraciones de los sanitarios, reivindicación de la sostenibilidad de las pensiones, trabajadores del transporte público que publican en las redes sociales fotografías de las aglomeraciones que se producen en el Metro de Madrid o Barcelona. Finalmente, se expresa un creciente descontento y temor entre los trabajadores de la enseñanza que van a retomar las actividades presenciales, que los sindicatos mayoritarios consiguen desactivar antes de que cuaje en paros, no sin un gran esfuerzo coordinado con los medios de comunicación y la actuación decidida de algunas administraciones que ilegalizan de facto el derecho constitucional a la huelga.
El otoño de 2020 empieza en Madrid con una gran oleada de descontento popular, provocada por los confinamientos clasistas y discriminatorios. Los barrios obreros son aislados por la fuerza pública. Los barrios burgueses (donde los «cayetanos» se manifestaban sin mascarillas durante el Estado de Alarma) permanecen abiertos. La indignación es generalizada. Se suceden las concentraciones ante los centros de salud y la Asamblea autonómica. Se empieza a hablar de una huelga general en Madrid. Pero todo se desinfla cuando la presidenta Ayuso vira hacia una posición populista y bolsonarista: a partir de entonces ella será la mayor defensora de la «libertad» y de la hostelería abierta en todo el país, lo que le llevará a una aplastante victoria en las elecciones autonómicas de la primavera de 2021, que aplacarán mucho los ánimos de los sectores socialdemócratas que pretendían dirigir la hipotética revuelta.
Los siguientes conflictos van a estar ligados al despliegue de los EREs (despidos colectivos) que se producen según se van reabriendo algunas actividades: Nissan, Tubacex, Alcoa… Con una efectividad diversa, los trabajadores se resisten a la pérdida de los puestos de trabajo. Donde los sindicatos oficialistas llevan la batuta de las movilizaciones, los empleos se pierden sin remedio; donde fuerzas sindicales más ligadas a la propia base obrera se hacen notar, la resistencia obtiene algunas compensaciones o consigue resistir. En estos momentos, la batalla sigue abierta, y se hará más dura según vayan abriendo las actividades que permanecen aún hibernadas, como gran parte del turismo.
Finalmente, los últimos meses de 2021 ven aparecer una nueva línea de fricción: la negociación colectiva, que había quedado paralizada por la pandemia, empieza a reactivarse. Y los empresarios quieren aprovechar el drama para recortar los derechos laborales reconocidos en los convenios, además de impedir la recuperación del poder adquisitivo de los salarios, que se ha desplomado por una inflación creciente.
La negociación de los convenios deja sin efecto las cláusulas de paz laboral firmadas por los sindicatos oficialistas en los mismos, así que reaparecen las huelgas. El metal de Cádiz, la limpieza de edificios de Castelló, la limpieza viaria de Salt…
Pero los nuevos conflictos son algo más que luchas por un porcentaje de aumento de salario reconocido en el convenio, como pone de manifiesto la virulencia y combatividad de la huelga del metal gaditana. Son la expresión de un descontento generalizado en las barriadas proletarias que no tiene traducción ni representación alguna en el parlamento, la prensa o el discurso académico. Es un momento de erupción de la rabia y el hastío de barrios enteros consagrados a la precariedad, de miles de trabajadores condenados a la subcontratación, de multitudes que saben que los convenios son papel mojado y que los sindicatos oficialistas sólo gestionan las modalidades de la devastación generalizada.
La reforma laboral aprobada por Yolanda Díaz, Ministra de Trabajo de Su Majestad, el 22 de diciembre de 2021 es la expresión más acabada de la profunda desconexión entre los discursos, necesidades e intereses de la izquierda política y las miserias y hartazgo de los barrios proletarios. La reforma cambia el nombre de los contratos temporales para cumplir estadísticamente con las exigencias de la Comisión Europea. Desconoce que la regulación laboral es un todo interdependiente, y sigue dejando pivotar el sistema de nuestro Derecho del Trabajo sobre la idea de la «flexibilidad». Los empresarios no pierden su látigo, pero deben usarlo con otros modelos administrativos. Una delicia para parte de la doctrina iuslaboralista progresista, sin efectos prácticos para las trabajadoras y trabajadores precarios. Realmente, resulta impactante el autismo de los políticos profesionales de la izquierda, que creen, contra viento y marea, que los trabajadores les van a votar sólo por miedo a que llegue al parlamento lo que ya ha invadido sus vidas cotidianas.
Construir autonomía, tejer alianzas obreras
Como hemos narrado, el escenario actual de la lucha de clases es extremadamente complejo y se sustenta sobre un sustrato social cada vez más degradado y turbulento. El descontento es generalizado, pero la sensación de impotencia, también. Las clases populares de metrópolis como la madrileña están cada vez más hastiadas y agotadas, pero muestran, también, cada vez más comportamientos basados en el odio a sí mismas, en la afirmación del caos fascista como única alternativa. La inane superficialidad de los análisis de la izquierda política, que reclama a las webs de los movimientos sociales desaparecer de las fotografías de las manifestaciones populares de las últimas décadas, para poder ocupar escaños y concejalías, se agota en una mixtura de cretinismo parlamentario y de juegos de palabras infantiles.
El sindicalismo oficial no existe como organización obrera. Sus cuadros no se reclutan en las luchas, sus estructuras no tienen nada que ver ya con las movilizaciones de los setenta o con la cultura comunista (ni siquiera, eurocomunista). Pese a algunos figurones que perviven como imagen simbólica de un pasado que no se quiere revisitar, la militancia de UGT y CCOO es una simple maraña de gentes que quieren una buena posición en el curro, que buscan trepar en la política institucional, o que simplemente han encontrado una forma de tener horas sindicales para dedicar a sus cosas, y la defenderán hasta la muerte. Reciben órdenes y las ejecutan, más o menos renuentes, pero sin plantearse ya ningún desborde.
Sin embargo, el sindicato sigue siendo una estructura válida, como muestran los sindicatos combativos que perviven e, incluso, crecen en las últimas batallas. Fragmentados, arrastrando muchas taras provenientes de las luchas sociales y partidarias de las últimas décadas, faltos de una estrategia general de afirmación del poder obrero más allá del puesto de trabajo concreto, los sindicatos combativos articulan las movilizaciones de solidaridad con los trabajadores del metal de Cádiz, paralizan empresas donde no se respetan los mínimos de seguridad y salud, y organizan a los sectores más activos.
Pero el sindicalismo combativo tiene una tarea esencial que hacer, que no está haciendo: proponer una estrategia general de contrapoder obrero. Lo decía el peronista de izquierdas John William Cooke en su momento: la esencia de la burocracia obrera no es que ocupa cargos, que es reformista o que es cobarde o pacifista. La esencia de la burocracia es que no tiene una estrategia de poder, de avance, de ruptura de la situación, de quiebre de la coyuntura. La burocracia hostiga al poder, con sus actividades acostumbradas y tradicionales, esperando que la situación cambie por sí sola. Que llegue un colapso que lleva doscientos años sin llegar. O que el poder se decida a negociar con ella, cosa absurda ya que el poder no tiene ninguna necesidad de hacerlo. Sólo se puede aceptar el escenario que impone la coyuntura, nos dice William Cooke, a condición de tener una estrategia para cambiarlo, a condición de luchar. Los pueblos sólo ganan las batallas que dan.
Desarrollar una estrategia, pues, es una necesidad esencial para el sindicalismo combativo. Y, también, desarrollarla desde abajo, desde un proceso de politización y concienciación general de las clases populares. Desde el diálogo entre todos los fragmentos en que la flexibilidad ha descompuesto a la clase obrera. Precarios, migrantes, mujeres, subcontratados, empleados públicos, falsos autónomos…Tejer alianzas desde la autonomía. No hablamos de confluencias electorales ni de pactos de notables, sino de pueblo tejiendo pueblo, y clase tejiendo clase.
Afirmar la autonomía es afirmar el derecho y la necesidad de medios propios de comunicación, de una simbología propia, de organización para la lucha, de interdependencia entre los movimientos y las redes e independencia de las instituciones y la izquierda institucional, de un discurso propio que se alimenta de la praxis y los conflictos y no de los abstracts académicos o los influencers creados por los medios. No más “personal branding” activista. Más construir conocimiento colectivo.
Y por supuesto, esta trama desde abajo, esta conspiración de los iguales, esta autonomía real del trabajo vivo, precisa desbordar, también, los muros de los centros de trabajo. Expandirse por los barrios, articular lo disperso, firmar alianzas con otros sectores populares, contaminar la cultura y el ocio. Practicar, y no sólo proponer, una estrategia de doble poder, de construcción de autonomía.
Como decía John William Cooke: «es característica de una burocracia, no el no saber resolver los problemas, sino el plantear que no hay problemas». El problema de nuestro tiempo, la única salida al caos fascista que se avecina, es el problema de la construcción de la autonomía y el poder organizado de las clases populares. Y cuando debatamos sobre dicho problema debemos recordar que «la primera condición para criticar a las fuerzas de combate es estar en el combate».
Jose Luis Carretero Miramar
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