«Cierto es que el movimiento por los derechos de la mujer ha roto muchas viejas cadenas, pero igualmente ha forjado otras nuevas (…) Su limitado y puritano planteamiento destierra al hombre, como elemento perturbador y de carácter incierto, de su vida emocional (…) Sin embargo, la libertad femenina está estrechamente vinculada a la libertad masculina. Desafortunadamente, es esa limitada concepción de las relaciones humanas la que ha dado lugar a la gran tragedia entre los hombres y las mujeres modernos…»
Goldman, E: «La tragedia de la emancipación femenina», 1906.
«No somos ni fuimos feministas, luchadoras contra los hombres. No queríamos sustituir la jerarquía masculina por una jerarquía femenina. Es preciso que trabajemos y luchemos juntos. Porque si no, no habrá revolución social.»
La primera vez que leí este testimonio en el prólogo a la obra de Ackelsberg: Mujeres Libres, el anarquismo y la lucha por la emancipación de las mujeres (1999) mi desconcierto no fue menor que el que manifiesta la autora. Me resultó sorprendente que, para aquellas mujeres que pelearon por la liberación de la mujer de su esclavitud de ignorancia, esclavitud de mujer y esclavitud de productora (Mujeres Libres, 1936) en el contexto de la lucha anarcosindicalista de los años treinta españoles, feminismo fuera sinónimo de lucha contra los hombres o deseo de remplazar una jerarquía masculina por una femenina. Sin embargo, a medida que fui profundizando en las teorías feministas de la segunda mitad del siglo pasado, extrayendo conclusiones acerca de lo que para unas y otras autoras significaba el Patriarcado y como se configuraban las relaciones de género, llegué a comprender en qué diferían las aportaciones de estas y otras mujeres de la época que lucharon por la emancipación femenina –y consideradas actualmente antecesoras del llamado feminismo de la Segunda Ola– y las de sus supuestas herederas.
Mientras para las primeras el objetivo era alcanzar la libertad y la igualdad en la diferencia de los sexos, para las segundas el objetivo será el desmantelamiento del Patriarcado, concebido como sistema político, entendiendo por política el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud del cual un grupo de personas quedan bajo el control de otro grupo (López Pardina. En el prólogo a Beauvoir, 2002, p.22).
A partir de este momento y bajo una perspectiva marxista, el Patriarcado deja de ser considerado el marco en el que se desarrollan las relaciones entre los sexos –relaciones que ambos sexos construyen– para ser el sistema de explotación por medio del cual los hombres someten a las mujeres.
Aquellas teóricas y militantes de las primeras décadas del siglo XX, no habían leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir –que no llegaría hasta unos años después–, ni manejaban la idea de género que Gayle Rubin popularizó en su Tráfico de Mujeres en 1975. Entendían la relación de los sexos dentro del marco del continuo entre los sexos, sin perderse en debates sobre lo natural y lo construido. Pero sin dejar de oponerse a la desigualdad entre hombres y mujeres.
Para las mujeres miembros del colectivo Mujeres Libres, del mismo modo que para gran parte de las autoras consideradas feministas de su época como Goldman, Hildegart, Mead, e incluso Elianor Marx, la liberación de las mujeres no era posible sin la liberación de los hombres. El problema, a grandes rasgos, era la Autoridad.
A partir de los años sesenta, con las aportaciones del llamado feminismo radical, el marco patriarcal queda definido como sistema de dominación. Así, el problema pasará a ser el hombre, definido primero como opresor y posteriormente como verdugo.
Las relaciones de género, establecidas en el contexto patriarcal, son la base explicativa sobre la que se asientan las prácticas feministas de las últimas décadas. Una base epistemológica sólida que aporta claves importantes para la comprensión de la vivencia actual que hombres y mujeres tenemos de nosotros mismos, nuestras relaciones y modos de estar en el mundo. Pero que se nos presenta como un monopolio omnicomprensivo desde el que explicar y atender la articulación del poder y la violencia ejercidos por los hombres en detraimiento de las mujeres, que a menudo resulta insuficiente para afrontar ciertos hechos.
Considero que la definición del Patriarcado y las relaciones de género ofrecida por las teorías feministas, al tiempo que explica la relación entre hombres y mujeres redefine las ideas de Masculinidad y Feminidad, cayendo en los mismos errores cometidos por los modelos epistemológicos anteriores sustentados en la naturalidad del orden patriarcal y que las teorías feministas se proponen desarticular; ofreciéndonos unos nuevos modelos de Hombre y de Mujer a los que no siempre se ajustan las múltiples vivencias de los individuos.
Las aportaciones de las llamadas feministas de la Tercera Ola y Postfeministas, así como las de muchos teóricos pre-feministas de comienzos del siglo pasado y las de otros autores a los que podemos considerar afeministas, nos ofrecen nuevas perspectivas desde las que evitar ciertos obstáculos y pensar la realidad sexual –o sea, de los sexos– de otra manera[[Por cuestiones obvias de espacio y porque la intención de este artículo no es ofrecer un tratado sobre teoría y crítica feminista, me limitaré a recomendar a quien le interese profundizar en el tema la lectura de aquellos autores que, ya desde el siglo XIX, manejaban la idea del continuo entre los sexos (Ellis, 1896; Hirschfeld, 1899; Goldman, 1906…) aquellos que continuaron con su propuesta ya entrado el siglo XX y en pleno auge de las teorías de género (Amezúa, 1979) y muchas de las autoras postfeministas que la recuperaron a finales de los 90 como posible salida al dualismo en el que se veían estancadas las aportaciones de género (Grosz, 1994; Flax, 1995; Butler, 1999; Fausto-Sterling, 2000…)]]. Pese a estas otras voces y sus prácticas, cada vez más visibles, la inmensa mayoría de las reflexiones feministas continúan girando en torno a las ideas desarrolladas por las diferentes fracciones feministas de la segunda mitad del siglo XX y que podemos resumir en tres premisas:
– La definición del Patriarcado como realidad totalizadora que justifica y mantiene la opresión de las mujeres.
– La explicación de toda interacción entre los sexos como relaciones de género, encontrándose la subordinación de la mujer implícita en la misma definición de relaciones de género y enfatizando el carácter construido –y por lo tanto modificable– de las diferencias entre los sexos.
– La consideración, por parte de algunos sectores feministas, de las relaciones privadas e intimas entre los sexos como formas políticas de violación (Hughes, 1994, p.42) y la consecuente división maniquea entre hombres y mujeres en verdugos y víctimas.
Evidentemente tales conclusiones o el mal camino que, a mi juicio, ha tomado la lucha feminista durante las últimas décadas, no desmerece el deseo compartido por la mayor parte de las mujeres de reclamar la igualdad de derechos con los hombres, verse liberadas del acoso sexual, gozar de derechos reproductivos, etc. Ser, en definitiva, reconocidas como individuos y –lo que es aún más importante– reconocernos a nosotras mismas como tales. Gran parte de los logros obtenidos en este sentido en las sociedades occidentales no habrían sido posibles –ni siquiera imaginables– de no haber sido por los esfuerzos de estas mujeres: desde las autoras más brillantes que nos facilitaron las herramientas teóricas necesarias para repensar la Cuestión de las Mujeres, hasta las que a diario plantan cara a sus maridos ante hechos cotidianos de injustificada discriminación.
Sin embargo, bajo la omnipresente opresión patriarcal y el rechazo de cualquier explicación alternativa, la victimización de las mujeres y la criminalización de las relaciones se presentan como única vía para la resolución de los conflictos entre los sexos. Olvidando que libertad es sinónimo de responsabilidad y que mostrando a las mujeres constantemente como víctimas inocentes se nos está definiendo también como incapaces, negándonos la autonomía que tantos siglos de lucha ha costado obtener.
Parte de las políticas emprendidas durante los últimos años desde el llamado feminismo institucional de la igualdad –aquel que a partir de los ochenta y de forma más generalizada en los noventa se introdujo en el seno de las instituciones democráticas y las disciplinas presuntamente científicas– son claro ejemplo de este victimismo. Sin embargo, la tendencia a la criminalización de los hombres o «lo masculino» por el hecho de serlo y la consideración de las mujeres como víctimas va más allá de los límites del juego democrático.
La intención de este artículo es invitar a la reflexión sobre cómo se fue gestando este victimismo en el seno de los movimientos feministas, qué tipo de cuestiones facilitaron su asentamiento como verdad política y cómo dificulta las relaciones entre hombres y mujeres también en nuestros espacios. Me gustaría poder decir que también pretende ofrecer algunas claves para superarlo y favorecer la lucha por la liberación de las mujeres y los hombres de la tiranía patriarcal, pero, sinceramente, no creo que dé para tanto.
1. Fábrica de víctimas:
Bruckner (1996, p.14) se refiere al intento característico de las sociedades postmodernas de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes, como inocencia: enfermedad de la que adolece el individualismo postmoderno y se manifiesta, según el autor, en dos vertientes: infantilismo y victimización; que no son sino dos maneras de huir de la dificultad de ser. Mientras que el primero combina la exigencia de seguridad y protección con una avidez sin límites, manifestando el deseo de ser sustentado sin verse sujeto a ninguna obligación; la victimización es la tendencia del ciudadano mimado del paraíso capitalista a concebirse a sí mismo según los modelos de los pueblos perseguidos.
La victimización aparece como el proceso mediante el cual los individuos se auto-atribuyen la condición de víctimas y reclaman ser resarcidos por ello, especialmente por el Estado (Lidón y Ruíz, 2008, p.1). La falta de responsabilidad y de culpa, característica del niño-adulto, alimenta su sentimiento de víctima.
Como explica Dineen en su excelente obra Manufacturing Victims: What the Psychology is doing to people? (1996, p.18) hasta los años ochenta del pasado siglo el término víctima era reservado para aquellos que sufrían una catástrofe natural o un crimen violento. Víctima era quien padecía un daño causado por alguien ajeno o por algo que trasciende a lo humano –catastrófico–. Así, de acuerdo con esta autora, ser una víctima era, ante todo, una desgracia circunstancial: una situación contextual en la que la dominación, la violencia, el abuso o la mala fortuna han colocado a una persona en una posición de agravio.
Sin embargo, a partir de los ochenta, el término se fue psicologizando hasta tal punto que ahora puede aplicarse a cualquiera que, consciente o inconscientemente, se vea expuesto a situaciones de estrés, angustia o traumáticas. Sentimientos como la infelicidad, la angustia, el enfado, la culpa, la tristeza o el aburrimiento pueden interpretarse como síntoma de un trauma actual o pasado, de forma que cualquiera puede considerarse hoy víctima y, por lo tanto, gozar de los beneficios de esta situación.
Ser víctima deja de ser entonces un accidente o circunstancia para convertirse en un atributo: un rasgo característico que define el modo de ser persona, qué papel representar frente a los demás y frente a las instituciones sociales. Ser o sentirse víctima puede ser también, por consiguiente, una estrategia (Lidón y Ruíz, 2008, p.2).
La victimización es hoy una estrategia de poder. La existencia de un Estado garantista hace que mostrar la propia debilidad, nuestra inocencia frente a los hechos en los que no participamos como agentes sino como meros receptores, resulte más eficaz que mostrarnos como agentes activos. Tal y como lo expresa Hughes (1999, p.19), parecer fuerte puede ocultar simplemente un tambaleante andamiaje de negación de la evidencia, mientras que ser vulnerable es ser invencible.
A ninguno nos son ajenas las constantes denuncias a las empresas tabacaleras por parte de los enfermos de pulmón o los pleitos, tan de moda en Estados Unidos, contra los restaurantes de fast food. Como ejemplo de este tipo de acontecimientos, Verdú (1996, p.98) relata el caso de una señora de Alburquerque que en 1994 obtuvo una indemnización de 1,2 millones de dólares por haber sido víctima de quemaduras de segundo grado provocadas por una taza de café en un McDonald´s. Según el autor, que se refiere a este hecho para evidenciar la tendencia a lo más –en este caso lo más caliente– propia de la cultura norteamericana, el café estaba a 180º Farenheit (75ºC). ¿Realmente alguien puede cometer la imprudencia de beberse un café a esa temperatura y culpar a otros de las consecuencias? Hoy sí.
Este recurso de la victimización tiene un lado mezquino: las personas pueden llegar a apropiarse del dolor y de las experiencias de otros para justificar banalidades, llegando incluso a acusar de fanatismo a todo aquel que cuestione su autoproclamado martirio. Según esta lógica, nadie se atrevería a cuestionar la palabra de la víctima más que los insensibles cómplices de los victimizadores. Haciendo del discurso victimista la retórica maniqueista por excelencia.
Esta impostura, muchas veces, no es consciente o intencionada. El victimizado, se siente realmente una víctima. Privado de sus relaciones comunitarias, su responsabilidad, su capacidad para tomar decisiones, etc., infantilizado, en suma; la auto-victimización es el único recurso con el que cuenta para afrontar los hechos.
Y donde hay una potencial victima hay un negocio, desplegándose toda una red de servicios jurídicos, preventivos, terapéuticos y asistenciales.
1.1. Las mujeres como paradigma del victimismo occidental.
El victimismo del que adolecen las principales propuestas del feminismo es uno de los mejores ejemplos de este proceso de victimización masiva e institucionalización de la individuación.
Estoy convencida de que los innumerables logros de la lucha feminista de los últimos tiempos han beneficiado tanto a los hombres como a las mujeres. Hombres y mujeres podemos hoy como nunca antes elegir nuestro propio destino gracias a la flexibilización –que no erradicación– de los modelos clásicos. Si bien esto no ha significado que los conflictos entre uno y otro sexo hayan desaparecido, sino que, por el contrario, parecen hoy más obvios e irresolubles.
Las mujeres son parte activa de la estructura básica del Patriarcado y no un mero recurso sobre el que actúan y al que utilizan los hombres. Si no se contempla esto así, dejan de ser vistas como agentes activos de la construcción social en general y, además, como protagonistas de su propia liberación.
(Osborne, 2009, p.19)
En la actual retórica feminista asumida incluso a nivel institucional[[Quiero enfatizar que en la actualidad las críticas más duras y argumentadas contra el victimismo del que adolece la teoría feminista asumida a nivel institucional vienen, fundamentalmente, por parte de otras pensadoras feministas.]] persiste, sin embargo, el empeño de obviar o silenciar los logros de esta liberación e interpretar cualquier dificultad o retroceso como síntoma de la dominación masculina, impidiendo cualquier avance en la lucha conjunta contra la discriminación.
La violencia contra las mujeres por el hecho de ser mujeres existe. Continúa siendo una triste realidad en nuestras sociedades y aún más dura y evidente en otras. Pero su existencia no justifica la actual tendencia a definir todo conflicto entre los sexos como síntoma de la violencia patriarcal, llegando incluso a criminalizar los acercamientos más íntimos.
Eludir la propia responsabilidad sobre los hechos es una de las grandes comodidades del victimismo. Si la culpa siempre es de otros –los hombres y su machismo, el Estado que no endurece lo suficiente las leyes, los medios de comunicación que cosifican a las mujeres… el Patriarcado, en suma– no tenemos por qué cuestionarnos a nosotras mismas, pobrecillas indefensas e inocentes, ni nuestro papel activo en la construcción de este sistema de relaciones.
Recogiendo las aportaciones del sociólogo francés Touraine, Osborne (2010, p.4) señala el actual desfase entre una cultura protagonizada por las mujeres, que se definen como mujeres a partir de sí mismas, y estas ideas a partir de las que se afirma que las mujeres están más dominadas que nunca y que, en definitiva, son una creación del poder masculino. Por eso, continúa la socióloga, en el nuevo universo político que se deriva de la concepción de la mujer como víctima, a menudo se habla en nombre de las mujeres pero sin contar con las voces de las mujeres.
De acuerdo con lo que la misma autora denomina la estrategia del silencio (Osborne, 2007) el discurso victimista, mantenido por la mayor parte de las feministas, se sirve de diferentes argumentos para acallar las voces disidentes o con planteamientos diferentes a los suyos.
Junto al recurso del maniqueísmo que he señalado anteriormente, según el cual, si discrepas con los argumentos de la victima te conviertes inmediatamente en cómplice del victimario; la estrategia del silencio que Osborne (2007) define en relación a las prostitutas, pero que puede hacerse extensiva a las supuestas víctimas de violencia o a cualquier otra mujer; consiste en acusarlas –si disienten con los planteamientos feministas– de alienación, falta de conciencia, de menores de edad. Creándose, de este modo, una jerarquía entre mujeres: son pobres mujeres, sobre las que nos sentimos superiores, marcando así una distancia social entre ellas, a las que tratamos de forma maternalista, y nosotras, que nos creemos en posesión de la verdad que a ellas concierne (Osborne, 2010, p.2) coherente con la lógica humanitarista y asistencialista que caracteriza la acción desde posturas victimistas.
De acuerdo con lo planteado por Bruckner (1996) y expuesto más arriba, esta tendencia minimiza o anula la violencia real, siendo imposible discernir, en este ambiente de crispación generalizada, cuándo se produce.
Y, según lo que otros han llamado ley del contagio victimista (Bruckner, 1996; Badinter 2002; Lidón y Ruíz, 2008) que dice que los grupos o clases denunciados como culpables se declararán a su vez como oprimidos para liberarse de la acusación; los hombres, criminalizada su masculinidad, se defenderán del ataque feminista.
Así, proliferan desde los años noventa los grupos de masculinidad, las asociaciones que reivindican los derechos de los padres separados, las denuncias mediáticas de las falsas denuncias por malos tratos que exhiben los horrores a los que son sometidos estos hombres inocentes, etc.
De forma que hoy, como nunca antes, cada sexo se siente víctima del otro.
En nuestro entorno –al que a partir de ahora me referiré como libertario– tampoco faltan muestras de esta necesidad de espiar nuestras culpas frente al otro sexo.
Proliferan, por una parte, los artículos y fanzines en los que algunos hombres se muestran arrepentidos del mismo hecho de ser hombres, interpretando como síntoma de su supremacía masculina hechos cotidianos fruto de su propia socialización –en la que parecen olvidar el papel fundamental de las mujeres– y considerando micromachismos (Bonino, 2004) cualquier actitud o conducta que muestre la diferencia masculina –que no necesariamente machista–.[[A este respecto, algunos títulos especialmente interesantes son: Torres más altas han caído; Partes de mí que me asustan. Reflexiones personales sobre cómo superar la supremacía masculina; o el ya citado Los Micromachismos.]]
Este tipo de reflexiones, a menudo resultado del esfuerzo conjunto de muchos hombres por superar los privilegios que el Patriarcado les concede, son tan necesarias como valiosas en tanto que las relaciones entre los sexos no pueden cambiar si no se cuestionan los roles de ambos y era necesario que los propios hombres comenzaran a cuestionar la masculinidad –hasta los 90, las reflexiones y críticas sobre lo que significa ser hombre en las sociedades patriarcales venían, principalmente, de mujeres–; pero no contribuyen a superar el victimismo y el maniqueísmo en los que ha quedado insertada la lucha por la liberación de la mujer al mostrar a los hombres constantemente como opresores, incluso de sus compañeras, amigas, amantes, madres, hermanas… Culpables por el hecho de ser hombres y sin otra alternativa que espiar su culpa esforzándose por renunciar a su propia socialización y su propia identidad.
Por otra parte, algunas autoras comienzan a referirse a la lucha feminista como un error histórico, causa de las actuales miserias a las que nos enfrentamos hoy las mujeres y estrategia fundamental de los Estados para el control de la población. Enfatizando la bondad de los roles clásicos femeninos: la maternidad, el cuidado, la vida doméstica… y negando la imposición violenta e inferioridad que obligaba al ejercicio de estos roles[[Los diferentes textos y charlas ofrecidos por Prado Esteban durante los últimos años y en diversos medios son el mejor ejemplo de esta nueva vertiente o reacción contra el feminismo.]]. Negar de un plumazo el valor de más de un siglo de lucha feminista, limitándose a analizar alguna de sus consecuencias más nefastas, es tan reduccionista como insultante, especialmente si tenemos en cuenta que son los logros de esta lucha los que han hecho posible que hoy las mujeres podamos permitirnos cuestionarla.
2. De la opresión a la victimización:
Existen algunos temas, acuerdos y desacuerdos, recurrentes en los relatos que las diferentes feministas ofrecen sobre cómo y por qué se mantienen los sistemas de género, tendiendo, cada una de ellas, a situar ciertos procesos –la maternidad, la división sexual del trabajo, la significación y el lenguaje, la sexualidad, etc.– como los cruciales en las relaciones de género e infravalorando la importancia del resto. Sin embargo, en lo que se refiere a la llamada violencia sexista, podemos considerar que todas las perspectivas feministas actuales coinciden en entender el Patriarcado como escenario donde se desarrolla el drama del maltrato, siendo las relaciones de género el guión de dicho drama del que hombres y mujeres –los agresores y sus víctimas– son los personajes principales.
Entender el salto de la lucha contra la opresión a la victimización de la que adolecen las principales propuestas feministas actuales, supone entender las aportaciones teóricas de aquellas fracciones feministas que hicieron de lo íntimo y las relaciones eróticas el eje central de su lucha. Aquellos que, desde mi punto de vista, enturbiaron y complicaron la relación entre los sexos al ir más allá de la reivindicación de la igualdad en el espacio público y definir en términos de opresión toda posible interacción entre los mismos. La esfera de lo íntimo –la sexualidad, el amor, las relaciones eróticas, la maternidad y la familia, incluso las relaciones de amistad entre hombres y mujeres…– se sitúa, desde los años setenta, en el centro de la crítica antipatriarcal, siendo hoy considerada el espacio donde el poder masculino opera con mayor efectividad (Bourdieu, 2005), dejando poco espacio para el encuentro, el placer y el disfrute mutuo.
A partir de las aportaciones de las feministas radicales –que reciben este nombre en el sentido marxista del término radical, es decir, por buscar la raíz misma de la opresión– que alcanzan su mayor auge durante la década de los setenta, se desarrollarán los diferentes discursos que han dado forma a lo que hoy conocemos como fracciones dentro de la teoría feminista de la Segunda Ola y que comparten la centralidad otorgada al Patriarcado como marco explicativo, aunque difieren en los temas prioritarios y los enfoques de análisis.
Existe una extensa literatura respecto al desarrollo de diferentes propuestas a partir de las ideas de las feministas radicales y el rumbo que fueron tomando unas y otras (Eisenstein, 1983; Jaggar, 1983; Osborne, 1993; Flax, 1995…) que evidencia que no siempre es posible ni deseable encasillar sus planteamientos bajo un rótulo o adscribir sus propuestas a una única fracción. Aún así, y con el único propósito de facilitar su análisis, en las siguientes páginas se mantiene esta división.
Al hablar de unos y otros sectores del feminismo he elegido, a modo de ejemplo, a algunas autoras y libros que hoy se consideran pilares de la teoría feminista. Quizá hubiera sido más útil recurrir a actas, panfletos, propaganda, eslóganes… de las feministas de base que, en cada momento, sustentaron con sus prácticas estas ideas. Pero, desde luego, también habría sido mucho más complicado y más costoso.
2.1. Lo personal es político: La sexualidad en el punto de mira.
En su magistral El segundo sexo (1949) Beauvoir expone[[Hoy podemos no estar de acuerdo con todo lo que De Beauvoir propone, pero considero que su obra es magistral en el sentido de que fue pionera en abrir y plantear muchos temas, permitiendo que se articulara todo un discurso.]], entre otras cosas, como el ser humano es un ser que desea, que proyecta y está en continuo trance de realización mediante el cumplimiento de sus proyectos, siendo esto lo que le hace libre. No ejercer tal transcendencia significa una degradación de la libertad, cosificarse, ser objeto y no sujeto.
Para Beauvoir la sociedad patriarcal condiciona colectivamente a las mujeres a una situación de opresión que les impide esta transcendencia y, por lo tanto, realizarse como personas libres. Esta subordinación de la mujer la explica afirmando que el hombre, al no estar tan supeditado a las funciones biológicas, sí ha podido realizarse.
La maternidad no supone transcendencia porque es común a las hembras de todas las especies y se limita a reproducir vida, así la maternidad se convierte en una trampa, envuelta en el engaño más general del matrimonio y la familia. También la sexualidad y el amor pueden convertirse en una trampa terrible en tanto que ata a las mujeres a los intereses de los hombres.
Heredera de los postulados de la filósofa, con quien coincide especialmente en que no hay que dejarse engañar por quienes se presentan como liberadores del sexo, puesto que continúan ejerciendo su poder sobre las mujeres aunque lo hagan bajo un aspecto diferente, Millet, profundiza en sus planteamientos a través de su obra Política Sexual (1969).
Mientras Beauvoir se limita a mencionar el Patriarcado como marco en el que se produce la opresión de la mujer, y en El segundo sexo confía aún en el advenimiento del socialismo que supondría la igualdad entre hombres y mujeres, Millet (1969) considerará el Patriarcado el sistema de dominación básico sobre el que se asientan los demás, más estable y mucho más antiguo que el Capitalismo ya que tiene la peculiaridad de adaptarse a todos los sistemas económicos y políticos desde el feudalismo hasta las democracias. Definición que aparece como respuesta a las posturas de izquierda que consideraban secundario el problema de la mujer.
El Patriarcado constituye desde esta perspectiva el marco explicativo y legitimador de la dominación masculina, se presenta como anterior y más persistente que ningún otro sistema de dominación y mantenido por cada sociedad a través de unos códigos propios que nos remiten, en todas sus manifestaciones, al hombre como vértice del sistema.
Partiendo de la observación de que la opresión del Patriarcado parecía que se mantenía a través de la historia y de las culturas, la idea de que lo personal es político ganó empuje entre las feministas, y se comprendió que el escrutinio de las propias historias de vida era potencialmente liberador, acompañado por esfuerzos de cambio en la dinámica de las relaciones entre hombres y mujeres: no importaba lo bien intencionados que los hombres pudieran parecer, ya que como detentadores de un profundo interés en su status quo, al nivel de la sexualidad y la afectividad todos eran cómplices.
Así, a partir de los años setenta, la sexualidad se convierte en un tema central: se critica la heterosexualidad dominante y las formas de sexualidad masculinas; se denuncia el sesgo androcéntrico de la sexología y el psicoanálisis y la relación entre los sexos queda definida como relación política, dando lugar a uno de los debates comunes entre las feministas de los años setenta sobre la posibilidad de considerar el lesbianismo como única forma correcta de sexualidad para las mujeres.
La familia, como principal agente socializador desde el que se transmiten y perpetúan los roles de género, se convierte, desde este momento, en piedra angular de la dominación masculina. Las relaciones interpersonales, y por tanto la personalidad, están marcadas por la dominación y la violencia que se originan en la cultura y las instituciones del Patriarcado (Castells, 1997, p.159) y, entre estas instituciones, la familia, en la que el padre-marido está legitimado para ejercer la violencia contra la mujer y los hijos como parte del proceso de domesticación de la mujer por el hombre.
La violencia familiar es una constante en nuestras sociedades. Y aunque todas las combinaciones son posibles: padres y madres contra hijos, hijos contra padres y madres, un miembro de la pareja contra otro, hermanos entre sí… no todas estas formas de violencia son igual de probables, siendo las mujeres y los niños, en la mayor parte de los casos, los objetos de tal violencia. El análisis y la crítica por parte de las teóricas feministas de los elementos sobre los que se asienta la institución familiar tradicional: amor romántico, pareja, sexualidad, relaciones eróticas, maternidad y paternidad… nos ha ayudado a comprender el fenómeno de la violencia familiar, y por extensión, la violencia de género. Sin duda, nos ofrece una serie de herramientas para el desmantelamiento de tan brutal fenómeno social pero, al mismo tiempo, ensombrece algunas parcelas significativas y enturbia el conocimiento de esos mismos elementos, sobre los que, a mi entender, no se asientan exclusivamente las relaciones violentas, sino que constituyen la base de las relaciones humanas. Tampoco la violencia en parejas gays puede comprenderse, ni mucho menos prevenirse, desde este modelo.
Volvamos a las aportaciones de las llamadas feministas radicales. Estas autoras consideraban, como vengo señalando hasta el momento, que la violencia masculina era una estrategia política de dominación. La clave, como dice Martínez Sola (2003, p.43) no estaría en la violencia sino en el poder: el pene como arma y el coito como sometimiento se entienden, desde esta perspectiva, como elementos dentro de un sistema de dominación más amplio.
En este sentido, en su obra Política sexual, Millett (1995, p.58) escribe: No estamos acostumbrados a asociar el Patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia (…) al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no sólo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante. La violencia contra las mujeres deja de ser un suceso, un problema personal entre agresor y víctima para definirse como violencia estructural sobre el colectivo femenino. La violencia tiene una función de refuerzo y reproducción del sistema de desigualdad sexual.
Los debates en torno a la erótica femenina que se plantean estas autoras –en respuesta a la heterogenitalidad promovida por las teorías reichianas, en pleno auge– se centraron en la concepción de la sexualidad femenina como un terreno de placer y peligro: el feminismo radical como movimiento se plantea, durante los años 70, que la sexualidad tiene que formar parte de una manera central en su agenda. Se reclama al feminismo que se cuestione el estatus de la sexualidad en el discurso feminista. Se deja de hablar sólo en términos de agresiones sexuales para hablar de poder: el placer es una fuente de poder y de vida, y no tanto debilitador y corrupto, como plantearán en los ochenta otras grandes fracciones del feminismo y, en concreto, el feminismo cultural y antipornográfico.
Frente a este planteamiento, las feministas culturales harán del peligro el único foco de análisis, olvidando cualquier reflexión sobre el placer y planteando la violencia masculina como una cuestión identitaria. Desde esta perspectiva el hombre queda definido como violento, agresor potencial por el hecho de ser hombre.
El llamado feminismo cultural de los ochenta pasará, como señala Osborne, de culpabilizar al Patriarcado –en tanto que sistema que concede el poder a los varones– a atacar directamente a los hombres, individual o colectivamente por el mero hecho de serlo (Osborne, 1993, p.23). Bajo este epígrafe se recogen las aportaciones de diversas autoras que, partiendo de un análisis esencialista de la realidad, acentúan las diferencias en lugar de las semejanzas: si hasta ahora el feminismo se manifestaba en contra de lo biológico como determinante de las desigualdades sociales, el feminismo cultural da un giro radical al proponer que las mujeres han de confiar en sus instintos biológicos, se trata de pensar a través del cuerpo. Se establece un vínculo directo entre las vidas de las mujeres, sus cuerpos y el orden natural.
Cantera (2004, p.69-70) argumenta cómo una derivación más radical de este enfoque hacia posturas naturalistas, dejando de lado la construcción social del orden patriarcal, acentuará las diferencias entre mujeres y hombres hasta el punto de afirmar, por un lado, el fundamento biológico y cultural de las mismas y, por otro, la superioridad cultural del modo de ser femenino.
La ruptura de estas autoras con el feminismo radical tiene su origen en la crítica del marxismo como marco insuficiente para ofrecer una explicación de la opresión femenina. Tal y como expresa Rich (1982, p.173) se imponía la necesidad de romper con el callejón sin salida que era el marxismo para las mujeres de nuestro tiempo. En este sentido, las feministas culturales abandonarán el lenguaje propio del marxismo. En sus textos (Dowrkin, 1981; Brownmiller, 1981; Rich, 1982; MacKinnon, 1987) vem os como la relación opresor/oprimida propia del feminismo radical es sustituida por el binomio verdugo/victima acompañado de expresiones como coacción, jerarquía, lucha por los puestos dentro de la jerarquía, etc. Tal giro terminológico no puede entenderse como una simple cuestión del lenguaje, en tanto el oprimido –el proletario, la mujer, etc.– en la retórica marxista empleada por las feministas radicales, se caracteriza por ser consciente de su opresión y articular herramientas propias para salir de ella, entendiéndose la relación opresor/oprimido como una relación dialéctica en la que el cambio de una de las partes –la toma de conciencia por parte del oprimido de las condiciones de su opresión– modifica la relación. Mientras que la victima carece de las herramientas necesarias para alterar los términos de la relación y es objeto, y no sujeto, de la misma. La mujer, en tanto que víctima, aparece sistemáticamente definida en el discurso de este sector del feminismo cultural como sujeto pasivo de la relación, que necesita del apoyo de otros: la ley, el Estado, otras mujeres, etc. para escapar de las garras de su verdugo.
2.2. Eros satanizado:
De acuerdo con Paglia (2001, p.50) podemos afirmar que a partir de los ochenta el pene se ha convertido en la metáfora central de la crisis de los sexos.
Lorena Bobbitt, acogida por los vítores de la multitud mientras entraba en el coche a la salida del juicio en el que quedó absuelta tras cortar el pene a su marido, representa el triunfo absoluto de un sector del feminismo moderno. Su agresión fue acogida por la mayor parte del público como un símbolo del fin de la violencia a la que le sometía su marido y, por generalización, un acto revolucionario contra la opresión masculina.
En el entorno libertario, la acogida de textos con títulos tan explícitos como Tijeras para todas es un buen ejemplo de la influencia en el feminismo actual, también dentro de posturas autodenominadas anarcofeministas, de este discurso.
Para las feministas culturales, el Patriarcado se reduce a una falocracia instituida sobre la base del poder del pene (Daly, 1978). Con este recurso, explica Cantera (2004, p.70), los hombres se nos presentan no solo como violentos, sino como violadores por naturaleza, meros depredadores sexuales de hembras, que con su fascinación por la pornografía manifiestan su necrofilia, esto es, su amor a la muerte más que a la vida. (Brownmiller, 1981; Dowrkin, 1981; Greer, 1984…) El pene, definido como instrumento de violación, agresión, intimidación y destrucción simboliza, como ninguna otra imagen, esta violencia masculina.
Si el pene es un instrumento de dominación, y quien nace varón y se desarrolla como tal es portador de un pene: ¿Hemos de suponer que el hombre es por naturaleza dominador? En palabras de Fritscher (en Paglia, 2002, p.65) si la gente piensa en el pene como instrumento de violación, entonces, ¿qué mensaje está transmitiendo a sus hijos? Lo que están haciendo es crear toda una generación de hombres que tienen tanto miedo a su pene que no van a poder usarlo para la procreación de la raza. Porque la autoestima de la que tanto le gusta hablar a la gente se la están arrebatando.
De acuerdo con otros autores como Badinter (1993), Bruckner (1979, 1999), Paglia (2002), etc. mi opinión es que, por el contrario, esta centralidad del pene, la definición de la virilidad en función de su correcto funcionamiento, el constreñimiento de la erótica masculina a su potencialidad genital, etc. oprime, en primera instancia, a los propios hombres.
La obra de Bruckner y Finkielkraut El nuevo desorden amoroso (1979) se nos presenta como intento de superar esta mitificación del pene todopoderoso invitándonos a repensar la sexualidad masculina. El libro recoge, tal y como lo expresa Badinter (1993, p.170), un largo elogio de las caricias, el ano, los juegos corporales y la pasividad masculina. Pero, pese a este y otros intentos intelectuales de abandonar el falocentrismo imperante y la obviedad clínica de que en la mistificación del pene como herramienta y el coito como culmen de la relación reside la clave para entender las frustraciones eróticas tanto de hombres como de mujeres, este esquema continúa siendo poderoso en el inconsciente masculino y ampliamente aceptado por el colectivo femenino, sometiendo tanto a unos como a otras.
Brownmiller, MacKinnon y Dworkin son posiblemente las activistas que, llevando al extremo los postulados del feminismo cultural, más empeño pusieron en la criminalización de las relaciones eróticas entre los sexos.
Bourdieu (2005, p.35) sintetiza la propuesta de estas autoras explicando que si la relación sexual aparece como una relación social de dominación es porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo. Añadiendo que ese principio es el que rige el deseo: el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de la dominación masculina, como subordinación erotizada, o incluso, en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación. Y, más adelante añade, refiriéndose a las relaciones homoeróticas: la penetración, sobre todo cuando se ejerce sobre un hombre, es una de las afirmaciones de la libido dominandi que nunca desaparece por completo de la libido masculina.
Partiendo de la premisa La pornografía es la teoría y la agresión sexual es su práctica (Dworkin, 1980) éstas y otras feministas emprendieron una lucha contra la pornografía como símbolo de la opresión sexual a partir de la que el sexo queda ligado a la violencia al mismo tiempo que las identidades y relaciones de hombres y mujeres definidas en términos de agresión. De nuevo Dworkin afirma que es difícil distinguir la seducción de la violación. En la seducción el agresor a veces se molesta en comprar una botella de vino. (Dowrkin, en Amezúa 2003, p.86)
La violación, el acoso sexual y la pornografía –a las que añaden la prostitución, el stripteasse, y todo aquello que guarde relación con el erotismo– forman un conjunto que pone en evidencia la misma violencia contra las mujeres. La dominación masculina se basa en el poder de los hombres para tratar a las mujeres como objetos sexuales:
El veredicto no tiene apelación: hay que obligar a los hombres a cambiar su sexualidad. Y para ello hay que modificar las leyes y recurrir a los tribunales.
(Badinter, 2004, p.27)
La idea de que la violación es un proceso consciente de intimidación por el cual todos los hombres mantienen a todas las mujeres en un estado de miedo (Brownmiller, 1981) pronto será aceptada más allá de los círculos feministas iniciándose una fuerte persecución de la pornografía como puntal de la ideología masculina que rebasará también los límites del feminismo al encontrar un respaldo legal, mediante la configuración de nuevas figuras como el acoso sexual o los malos tratos, y el consecuente despliegue de leyes, instituciones y medidas penales.
En respuesta a la cruzada antipornográfica emprendida por McKinnon y Dworkin, Paglia (1994, p.191) dice:
El feminismo inteligente del siglo XXI debería abrazar toda la sexualidad y apartarse de los engaños, mojigaterías, gazmoñerías y odio a los hombres de la brigada Mckinnon-Dworkin. Las mujeres nunca sabrán quienes son hasta que dejen que los hombres sean hombres. Liberémonos del Feminismo de Enfermería (…) el feminismo se ha convertido en un cajón de sastre donde montones de hermanas lloriqueantes pueden acumular sus neurosis.
Estas contundentes afirmaciones habrían de ser tomadas en cuenta por quienes pretendemos comprender las relaciones entre los sexos y luchar por la liberación de unas y otros. Los postulados de estas feministas se basan más en sus experiencias personales, con una fuerte carga emocional, que en la observación de los hechos. El carácter dramático de estos hechos –acosos, violaciones, agresiones… a partir de este momento calificados como sexuales– paraliza el razonamiento e impide una visión en conjunto que permita avanzar hacia su reducción y la convivencia armónica entre hombres y mujeres. En palabras de otros, tal carga emotiva eclipsó el debate de ideas en torno a los sexos recurriendo al atajo de la moral y, sobre todo, del Código Penal (Amezúa, 2003).
Con un lenguaje llano y directo, Despentes (2007, p.75-90) aporta algunas claves que pueden ayudarnos a comprender ese rechazo social suscitado por la pornografía. Para esta autora, el problema que plantea el porno reside en el modo en que golpea el ángulo muerto de la razón. Se dirige directamente al centro de las fantasías: primero nos empalmamos o nos mojamos, después nos preguntamos por qué. Lo que para Despentes rechazan realmente los militantes antiporno es que se hable directamente de su propio deseo, que se les obligue a saber algo sobre sí mismos que han decidido ignorar, que resulta incompatible con la identidad social cotidiana que se han forjado.
La publicación en 1973 de Mi jardín secreto, obra en la que Friday recoge las fantasías sexuales de más de una treintena de mujeres británicas, conmocionó tanto a los hombres como a las mujeres de la época, convirtiéndose rápidamente en un best-seller. Entre otras muchas cuestiones, el libro llamó la atención de unos y otras porque puso de manifiesto que muchas mujeres obtenían placer de la fantasía de violación. La explicación más habitual al respecto es que hemos interiorizado hasta tal punto la dominación de la sexualidad femenina por el hombre que llegamos a fantasear con ello. Lo que no entienden quienes defienden tal explicación es que, en palabras de Despentes (2007, p.77), nuestras fantasías sexuales hablan de nosotros en la manera desplazada de los sueños. No dicen nada que deseemos que ocurra de facto. El lenguaje de la mente, las imágenes del deseo, son –como señala Tweedie en el prólogo a la última edición castellana de Mi Jardín Secreto–, una clave compleja que no se descifra fácilmente y puede significar algo muy diferente a lo que salta a la vista. Que una mujer fantasee con que es violada no significa, necesariamente, que desee serlo. En la fantasía, la mujer decide la situación, el contexto, el aspecto de su agresor o agresores… no hay dominación ni invasión de su intimidad ni de su cuerpo en tanto que es ella quien elige el quién, cómo y dónde, se excita, lo desea. Nada que ver, por lo tanto, con una violación real. ¿Son estas fantasías fruto de un sistema cultural preciso? Obviamente, pero censurarlas y negarlas no evita su existencia ni las hace menos voluptuosas y excitantes.
Definida sistemáticamente como evidencia de la imposición del poder y la fuerza masculina a las mujeres, coincido con Paglia en su afirmación de que la violación debería definirse como la intromisión del sexo en un contexto no sexual (Paglia, 2001 p.77) lo que nos permitiría, tal vez, comenzar a formularnos las preguntas adecuadas en torno a la naturaleza del deseo.
Personalmente, y aunque explicarlo me llevaría al menos otros cuatro artículos como este, parto de la hipótesis de que la incapacidad de las aportaciones feministas para comprender las relaciones entre los sexos es fruto del planteamiento rousseniano que las sustentan. La negación sistemática del conflicto, que se encuentra en la base de la construcción de la identidad, así como la atribución a la naturaleza de una bondad absoluta, hacen incomprensible la violencia inherente a la naturaleza humana dejándonos, como única alternativa, su negación.
La sexualidad y el erotismo constituyen la compleja intersección de la naturaleza y de la cultura (Paglia, 2006, p.24). Seguidora de los planteamientos de Sade, para esta autora, una vuelta a la Naturaleza significaría dar rienda suelta a la violencia y la lascivia. Estoy de acuerdo con ella y veo en los intentos feministas de separar la erótica del poder la negación del deseo erótico en sí mismo: el sexo es poder.
Como vengo manteniendo hasta el momento, a partir de las aportaciones de las autoras del llamado feminismo cultural antipornográfico, la sexualidad femenina queda reducida a una expresión del dominio masculino. En este sentido McKinnon declara que la socialización de género es el proceso mediante el cual las mujeres acaban identificándose como seres sexuales, como seres que existen para los hombres (McKinnon, 1982. En Flax, 1995, p.303) y Dworkin subraya que en el acto sexual la mujer se convierte en un espacio invadido, en un territorio literalmente ocupado, ocupado aunque no haya habido resistencia, aunque la mujer ocupada diga: sí, por favor, venga quiero más (Dworkin, en Hughes, 1994, p.20).
El deseo de las mujeres –ya sea hacia los hombres como hacia otras mujeres– y su gran variedad de experiencias sensuales, como la masturbación o el placer al dar de mamar o jugar con sus hijos, no se tienen en cuenta, quedan desplazados por la opresión masculina, arrebatando a las mujeres su identidad como sujetos deseantes y transformándolas en mero objeto de deseo. Y este deseo, considerado exclusivo del sexo masculino, se llena de connotaciones negativas. El sexo y lo erótico quedan definitivamente ligados a la opresión y la violencia, y estas dos cualidades humanas son consideradas exclusivamente masculinas.
Desde el feminismo cultural y con el beneplácito de las instituciones, se niega a las mujeres su deseo, su disfrute y su indiscutible poder en el terreno de la seducción y la erótica.
Cuando aún no se habían digerido las consecuencias de la llamada revolución sexual de los sesenta, estas feministas junto a la amplia derecha moral estadounidense se encargarán de devolver lo sexual al terreno del pecado, lo sucio, el vicio y el delito:
«El sexo vuelve a ser lo que era en la época victoriana: un vicio, un traumatismo, una abominación, partiendo del presupuesto de que no hay más sexualidad que la masculina –y que detrás de esta siempre se esconde el ansia del dominio–, limitándose la mujer a padecer las arremetidas de un monstruo brutal al que nunca puede desear a su vez, salvo si ha sido sutilmente forzada a ello».
(Bruckner, 1996, p.173)
Y el pecado sólo genera culpa: ellos se sienten culpables de su propia masculinidad o se ven culpabilizados por ella y ellas también se verán culpabilizadas por su feminidad: mal vistas por los hombres y las propias mujeres si manifiestan su deseo erótico en exceso, si juegan un papel activo como sujetos deseantes; pero también si no lo hacen, si se muestran pasivas o disfrutan de su rol de deseadas.
Este nuevo discurso feminista fulmina el potencial liberador de las ideas de las que partió, y ensalza la idea de la mujer como paradigma de la víctima: necesitada de protección, desconocedora de los peligros que le acechan, frágil e indefensa frente al macho. Se impone a la mujer y otorga a esta imposición el valor de una emancipación, define para ella una verdad revelada tan coercitiva en la liberación como lo era en el pasado en la opresión (Bruckner, 1996, p.179).
Habrá quienes opinen que se está dando demasiada relevancia a las opiniones de un reducido grupo de feministas extremistas. Por supuesto, no todas las aportaciones hechas desde las diferentes perspectivas feministas van en esta línea y no son pocas las autoras que rechazan esta forma de concebir las relaciones personales y eróticas entre los sexos. Así, frente a este discurso desde el que la relación entre feminismo y pornografía –y, por extensión, entre feminismo y erotismo– se considera una oposición política irreconciliable, emerge un nuevo feminismo pro-sex (Willis, 1981) que entiende el cuerpo, la sexualidad y también la pornografía como espacios posibles de resignificación y de empoderamiento político para las mujeres y las minorías sexuales.
Sin embargo fueron las ideas sobre las que se asienta el discurso del llamado sector lesbiano del feminismo cultural: definición de la sexualidad masculina en términos de agresión, separación irreconciliable entre los sexos y descripción de toda interacción sexual en términos de violencia; las que trascendieron durante los años ochenta y noventa los límites de los estrechos círculos feministas, implantándose a nivel social y político como marco de acción contra la violencia de género.
Recuperándose, como señala Osborne (2010, p.47) los postulados del feminismo cultural, asociando el amor y las mujeres con el modelo de la buena feminista: la buena madre con sentimientos maternales amplios; la buena ecofeminista que está en relación armónica con la naturaleza; la buena lesbiana porque la relación entre mujeres es sensual y no genitalizada… y perpetrando la división entre amor –igual a mujer, igual a bondad…– y erótica –igual a hombre, igual a pornografía, igual a violencia…–
La violencia contra las mujeres, transformada en elemento esencial de lo sexual, pasa a ocupar, en este momento, un papel central en el discurso feminista, siendo además un nexo de unión entre las feministas de la Igualdad y aquellas defensoras de la Diferencia.
En este punto, en el que la violencia es concebida como el elemento a través del que se mantienen las desigualdades entre los sexos y al mismo tiempo se ve reforzada por la desigualdad de poder, es en el que ambos discursos se solapan y apoyan, siendo este discurso el que, sumado a la ideología de la Igualdad, trascenderá los límites del movimiento feminista y se asimilará en el seno de las instituciones democráticas.
Considerar que lo personal es político, en el sentido que lo expresó Millet, como explicación a la interiorización del sistema de relaciones patriarcales que opera con eficacia en los aspectos más íntimos de la vida, no puede convertirse en la excusa para que lo político invada lo personal. No es motivo suficiente para permitir la intromisión de las instituciones educativas, sanitarias y legales en la vida privada de los sexos y sus relaciones, que se ven transformadas en objeto de litigio.
Del mismo modo que los malos usos del sexo –el hecho de ser sexuados–, tales como la justificación de jerarquías y discriminaciones o el abuso del mismo para emprender luchas por el poder, llevaron a muchas teóricas feministas a la negación de la misma condición sexuada –imponiéndose la lógica del género y la androginia como objetivo–; los malos usos del deseo y sus a veces nefastas consecuencias: las agresiones, violaciones; abusos… parecen obligarnos al rechazo y la condena del mismo deseo. Olvidando que ni el sexo ni la erótica son responsables de esas desagradables consecuencias.
Responsabilizar a los hombres o al Estado de todos los problemas que encontramos las mujeres a la hora de afrontar nuestros propios deseos, contradictorios muchas veces, me parece una irresponsabilidad, una renuncia a la autonomía que tantos siglos y tantas batallas costó conseguir.
Mientras las mujeres no abandonen su papel de víctima y los hombres no asuman como propia la lucha por la igualdad entre los sexos, elemento indispensable de la lucha por la libertad, no será posible la denuncia y renegociación de los puntos en los que la diferencia se transforma en desigualdad. Las mujeres no podremos ser nosotras mismas, soberanas de nuestros deseos y sentimientos, mientras no permitamos a los hombres ser hombres.
Después de más de un siglo, la invitación a abandonar la Cuestión de las Mujeres a favor de la Cuestión Sexual continúa abierta, y en tanto que hombres y mujeres compartimos el mundo, parece la única forma de llegar a buen puerto.
Luco (luquitomendiondo(a)hotmail.com)
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