UNIVERSIDAD, VASALLAJE Y MERCADEO

He escrito en otras ocasiones sobre la problemática de la Universidad. Las más de las veces he acabado por guardar el papel en alguna carpeta. Reconozco que he sentido pánico de ver peligrar mi “carrera universitaria” al hacer públicas mis reflexiones. El debate sobre la Universidad en España ha tenido ya algún tratamiento más o menos reciente en revistas como El Viejo Topo, aunque los temas son más bien viejos y recurrentes. El Informe Bricall (Universidad 2000) ha reabierto algunas polémicas en los mass media y en el Molotov (número 1) también he podido leer algunas valoraciones del mismo con relación a las recientes movilizaciones estudiantiles ocurridas en Madrid. Pero, repito, los temas son viejos y recurrentes, y, posiblemente, algo más profundos de lo que sugieren esas polémicas.

Desde que era estudiante hasta mi actual condición de profesor “en precario” (actualmente con un contrato a tiempo parcial de 6 horas semanales, y con el título de “doctor” recién estrenado), llevo dándole vueltas a la cabeza y no salgo de mi asombro: ¡cuanto mayor es el nivel de la formación en el sistema escolar, mayores son las barbaridades y atrocidades cometidas contra el personal (laboral y estudiantil)! ¿Por qué sucede esto? ¿Hay visos de que vaya a cambiar? ¿Qué modelo de formación universitaria y universal precisa una sociedad más libre? En este texto voy a intentar describir brevemente algunos aspectos que, a mi juicio, suelen quedar fuera de muchos de esos debates. Otro objetivo de estas líneas es desmitificar esos atributos de “elevado prestigio” y de “cuna del saber, del amor a la ciencia y a la democracia” con los que se suele ver la Universidad. Incluso mucha gente insumisa y libertaria sigue reconociendo como “autoridades” en su campo de saber a científicos y profesores universitarios sólo por tener ese trabajo; mucha gente también sigue aguantando pasivamente tres, cuatro o cinco años de inútiles esfuerzos intelectuales y sin esperanza alguna de dedicarse profesionalmente a lo que ha estudiado; y, por último, otra gente, los y las menos, sigue sufriendo el vasallaje feudal y la miseria laboral y comercial (capitalistas) que supone la mayor parte de las veces dedicarse profesional y exclusivamente a la docencia y la investigación en la institución universitaria. Ya es hora, pues, de tomarnos en serio estos problemas en lugar de hundirnos dentro de este barco quienes más arrastrados estamos por el mismo.

Una selección poco natural

El primer paso de la “carrera universitaria” lo constituye el estudio de una Carrera. Diplomatura de tres años, o Licenciatura de cuatro o cinco. La primera criba social es el sistema de Selectividad o de números clausus, gracias al cual sólo hay disponibles un número restringido de Facultades, con un número limitado de plazas y con la exigencia de unas notas lo más altas posibles para acceder a ellas. Esta selección social oculta una anterior: el dinero de una familia para pagar una matrícula que, tanto en la Universidad pública como en la privada, supone un esfuerzo económico bastante importante para las familias, al que se añaden otros gastos de libros, manutención en una ciudad distinta, transporte, etc. Es evidente, y las estadísticas lo manifiestan, que la clase obrera sigue yendo menos a la Universidad que el resto de clases, aunque, en general, cada vez vaya más gente a apuntarse a carreras universitarias, en cifras absolutas (acabarlas ya es otro cantar). Es menos evidente que los presupuestos estatales para becas y ayudas al estudio son tan ridículos y escasos que el fuerte esfuerzo familiar sigue manteniéndose, ahora con la expectativa de aminorarse levemente cuando se reciba el importe de la ayuda (por lo general tarde, bien avanzado el curso). Ingresar en la Universidad, pues, supone ya saltar, con mayor o menor dificultad, esas primeras barreras sociales.

¿Por qué, entonces, apenas existe una lucha social y frontal contra esas barreras? Podrían darse varias respuestas. Por ejemplo, que los y las estudiantes de enseñanzas medias no se enteran. Es decir, que vienen sufriendo ya casi quince años de fuerte disciplina escolar, sentados un montón de horas en sillas incómodas, escuchando pasivamente horas y horas de lecciones magistrales como si fuesen “depósitos bancarios” en los que cada vez hay que acumular un mayor número de temas y conocimientos aunque luego la inversión sea poco rentable, porque los miles de exámenes perpetrados contra los estudiantes tan sólo muestran su agilidad memorística y su capacidad para olvidarlo todo una vez pasada la prueba de tortura. Un argumento en contra de esto es que en el ‘87 sí hubo movilizaciones de esta parte de los estudiantes, aunque duraron poco. Otro es que la llamada “formación profesional”, aún aplicando semejante sistema de disciplina, proporciona altas posibilidades de encontrar trabajo, lo que suele ser menos frustrante que para el resto de estudiantes de medias y de muchas carreras universitarias.

Una segunda explicación podría ser que aunque los tiempos cambian rápidamente, las ideas no lo hacen a la misma velocidad. Es decir, hace años poseer un título universitario era sinónimo de ascenso social y de altas probabilidades de obtener un trabajo bien remunerado, por lo que hacer ese esfuerzo económico e intelectual tenía sentido y era atractivo también para mucha gente de clases bajas. Hoy en día das una patada a una piedra y sale un universitario o una, en paro. Hay inflación de títulos: mucha gente titulada compitiendo y menos valor de cambio del título que poseen. El coste, además, ha aumentado. Hay que seguir pagando títulos de postgrado, másters, clases de informática y de idiomas y salidas al extranjero. Pero parece ser que la gente sigue dispuesta a pagar, ilusionada con la magia del prestigio de los títulos universitarios. Y la clase obrera y las clases medias con hijos e hijas en torno a la mayoría de edad no parecen quejarse mucho de seguir sacrificándose por ellos y ellas, cinco o diez años más, hasta que encuentren su primer empleo en torno a los 30 años de edad. ¿Pero qué experiencia vital les puede haber quedado a esa edad después de toda una trayectoria maratoniana de ir agachando la cabeza o mirando risueños para otro lado como si aquí no pasase nada?

Estudiar, conocer y luchar

Una vez dentro, empieza la buena vida. A vivir que son dos días. Depende de las carreras, claro está. Pero creo que no me equivoco si afirmo que, para la mayoría, los años de estudio universitario suponen una apertura al mundo desconocida hasta entonces, mayor libertad de movimientos, más diversión, más consumo, mayores experiencias sociales con sus semejantes y más clara autopercepción de su futuro laboral (también más o menos positivo según la carrera: si elegiste alguna de letras, humanidades o ciencias sociales, y no tienes un papá dueño de una empresa o bien relacionado, estás perdido). En la Universidad te exigen, de golpe y porrazo, sin transición alguna, que organices de manera autónoma y responsable tus estudios. Allá tú si vas a clase o no, de cuántas asignaturas te matriculas al año, si estás atento de las prácticas que se deben hacer o de los libros que has de consultar, etc. El resto de la sociedad reconoce que en la Universidad se están formando esas élites dirigentes de las empresas y de las instituciones estatales o esas máximas autoridades científicas del futuro, y le exige a la población universitaria que vaya adquiriendo esas dotes de mando y de responsabilidad. Dando eso por sentado, se corre un tupido velo sobre la pervivencia de la irracionalidad de muchas materias que se imparten en las aulas, de la disciplina innecesaria que se sigue aplicando, del memorismo y los exámenes como ejes centrales de evaluación, de las fuertes jerarquías sociales que se acentúan en el seno de la Universidad y, cómo no, sobre la frustración laboral que supondrá para una buena parte de quienes resistan el interrogatorio y también de quienes abandonen en mitad del mismo. Por su parte, quienes estudian también aprovechan ese velo social para ir pasando sin hacer ruido, estudiar lo justo y vivir a tope (cuando no les toca, a los y las de extracción social más humilde, trabajar “en lo que salga” al mismo tiempo que estudian).

Sería, no obstante, poco mesurado y riguroso atribuir esta tendencia a todo el mundo. Algunas y algunos estudiantes se toman en serio ese contexto y se posicionan críticamente en alguno de sus puntos problemáticos. Una minoría se dedica al máximo a estudiar lo requerido por el sistema y a sacar buenas notas (los y las “empollonas”). Otro grupo diferencia entre estudiar lo requerido y “conocer”, ya que para esto último precisa salirse de los cauces marcados, investigar lo que pasa fuera de la Universidad y leer muchos libros de los no recomendados, ya que es en estos años cuando más tiempo va a disponer para ello. Por último, resta otra minoría, aquella que opta por combinar los estudios con el activismo reivindicativo. Dentro de ella cabe distinguir varios subgrupos: 1) quien se integra en asociaciones estudiantiles reformistas; 2) quienes lo hacen en colectivos o luchas universitarias puntuales; 3) quienes se unen a luchas sociales fuera de la Universidad. En todo caso, se trata de unas notas de color en la apática y conformista vida universitaria. ¿Por qué?

Pues bien, creo que no es difícil responder: es la farsa democrática que rige el funcionamiento “semi-autónomo” de la Universidad, lo que desvía esas luchas de los y las estudiantes de producir algún cambio significativo en la institución. La Universidad puede ser una escuela de relativa autonomía y de espíritu explorador, pero también es una escuela de falsa democracia, de un absurdo y jerárquico sistema representativo y de pervivencia de privilegios. Realmente sales bien preparado y socializado para que al ver eso mismo en el resto de la sociedad, te parezca normal. Me explicaré brevemente. En las elecciones no vota ni el 10 por ciento del alumnado y los que salen elegidos se arrogan el derecho de representar a la mayoría, sin un ápice de mala conciencia por ello. Pero es que tampoco la institución reconoce otras expresiones de democracia directa como las asambleas o demandas específicas que obtienen el apoyo (mediante recogida de firmas, por ejemplo) de mucha más gente de la que vota. Además, tanto en los departamentos, como en las juntas de facultad o claustros universitarios, el porcentaje de voto reservado para el alumnado es siempre inferior a la mitad del total de votos (una tercera parte o menos). De este modo, los “delegados” de alumnos logran enterarse algo de lo que se cuece en esos órganos, hacer amistad con algunos profesores o profesoras, y, a lo más, vigilar algo el desarrollo del proceso, pero casi nunca inciden en las decisiones que se toman delante de sus narices o a sus espaldas, siempre atadas antes de las reuniones oficiales.

La mayor parte de la gente de fuera de la Universidad no es consciente de este instructivo aprendizaje en los valores democráticos y en la corresponsabilidad que se exige. Por eso, tanto el estudiantado miembro de asociaciones reformistas que se presentan a las elecciones, como el profesorado con su supuesta sabiduría y reconocido prestigio social que usa su privilegio legal para las alianzas que más le convienen (a veces, con algunos estudiantes, para aumentar su legitimidad), se escudan en ese desconocimiento para atacar las iniciativas de lucha estudiantil más radicales (okupaciones, encierros, carteladas, referéndums, huelgas, etc.) como “antidemocráticas”. Por eso mismo, también muchos y muchas estudiantes radicales desisten de darse de cabezas contra el mismo muro y optan por luchas sociales al margen de la institución. Todo lo cual, por lo tanto, aparece como un sainete de la confusión, un paradójico esperpento que, afortunadamente, no parece producir demasiadas enfermedades mentales. De hecho, es más sano tomárselo a mofa y reírse hasta de uno mismo. Sin embargo, en casi todos los casos y colectivos lo más notable es la ausencia de un modelo universitario, no sólo más democrático, sino más comprometido con las necesidades del estudiantado y de la sociedad, y no con los intereses de quien la financia o del cuerpo docente que la gestiona y controla despóticamente.

Cazar y ser cazado

Gracias a pasar por algunas de esas experiencias de éxito académico y de contactos personales con parte del profesorado (por ser un activista estudiantil participando en revisiones de los planes de estudio, un buen estudiante, un asiduo visitador de despachos u oportuno conversador en bares con los profesores más interesantes), una aún más nimia minoría va a orientar su vocación docente e investigadora (o su frustración laboral en el resto del mercado de trabajo, donde sólo encuentra paro o trabajos sin ninguna vinculación a lo que estudió y le interesó) hacia la “carrera universitaria” in extenso. Es decir, va a seguir estudiando los cursos de doctorado, cubriendo compulsivamente impresos solicitando becas, buscando a profesores que les introduzcan en sus proyectos de investigación y presentándose a cualquier oferta de plazas que se le presente. Con frecuencia, hacer todo eso lleva tanto tiempo que exige olvidarse de otros compromisos, militancias y preocupaciones sociales externas al mundillo académico. Pero, ¿qué es lo que va descubriendo en esta no poco desesperada etapa?

Pues, simplemente, los entresijos del sistema y alguno más de sus pilares hasta entonces poco transparentes a la condición de estudiante. En primer lugar, la calidad de los cursos de doctorado es tanto o más deficiente que la padecida en los cursos de licenciatura. En muchos casos son impartidos con desgana por parte de profesores que los sienten como una sobrecarga injustamente retribuida. En otros, tan sólo son retazos de las particulares preocupaciones de cada profesor, no el trabajo en campos especializados y que se complementen mutuamente, materia con materia, en el conjunto del programa doctoral. Más del 90 por cien de los y las doctorandas desertan en esos dos años o justo al finalizarlos, después de pagar unas matrículas aún más desorbitadas que las de licenciatura. Sólo van a continuar pensando en hacer una Tesis aquellos que han recibido alguna beca, o el favor de colaborar con algún profesor o la suerte de acceder a alguna plaza de profesor por alguno de los escalones más bajos de la profesión. En todo caso, las Tesis no se suelen finalizar hasta después de cinco o, a veces, diez años, de iniciadas, ya que, de repente, se convierten sólo en un trámite burocrático más para poder optar a conservar el empleo en la Universidad. No tienen nada que ver con la realización de una investigación original y con utilidad social. Son sólo el esfuerzo solitario de un corredor de fondo, realizadas en tiempo de vacaciones y, a menudo, con no mucha más ayuda que el apoyo moral de la familia y las amistades.

En todo caso, esos aspectos pueden valorarse como satisfactorios, en la medida en que permiten cierta concentración e intensidad en un trabajo de estudio más o menos cercano a los intereses personales de conocimiento de cada cual. Lo peor llega cuando uno se despierta cada día con la pesadilla de la condición de becario. Por un lado, cuantías económicas escasas para sobrevivir. Por otro, imposibilidad de tener derechos laborales, ni seguridad social, ni afiliación sindical. Además, no se tiene derecho a voto en los departamentos. A ello se añade la incertidumbre de no saber nunca si se podrá renovar la beca cada año, aunque, por lo general, no suelen durar más de uno o dos años (o cuatro en las más suculentas). Para colmo, está la vida en el interior del departamento. En ese verdadero castillo de naipes empieza la cacería. La afinidad con uno u otro profesor determinará los amigos y enemigos que se van a tener para el resto de los días. Además, esas afinidades van a determinar también que trabajes gratis para tus “padrinos”, dando clases cuando ellos se ausentan, escribiendo artículos que firmarás conjuntamente, pasando a limpio fichas y estadísticas para estudios en los que nunca puedes decidir nada, haciendo de chófer y anfitrión obligado de sus amistades académicas y políticas, etc. Escaquearse en esas circunstancias empieza a convertirse en un arte de la diplomacia y de la auto-exclusión programada: mejor aislarse en una biblioteca que acudir al “vino español” con el que se celebran los fines de cursos y la pacífica convivencia universitaria. Hasta el profesorado con ideas más progresistas hace alarde de un cinismo desproporcionado a la hora de aprovecharse y de exprimir a los becarios, vendiéndoles, a cambio, una remota promesa de que les ayudarán a colocarse entre los huecos docentes que vayan apareciendo.

Los obstáculos de la carrera docente

Después de atravesar esta tierra de nadie de las becas, con esa silenciosa sumisión e intenso vasallaje a los padrinos y madrinas que te pueden enchufar en el futuro y con el mayor de los aislamientos e insolidaridad de clase (porque no eres ni estudiante ni profesor, y becarios, realmente, hay muy pocos), quizás se te abra alguna oportunidad de ingresar en la Universidad como profesor o profesora. Alguien te dará el chivatazo de que se han convocado plazas, porque la publicidad de las mismas en la prensa suele presentarse de forma oscura, algún día entre semana, en algún periódico local y con la alevosía de casi no tener tiempo de reunir los papeles exigidos. Y lo peor lo conoces cuando te percatas de que todas las plazas son a medida de alguna persona determinada ya conocida por los que mandan en el departamento y al resto sólo le toca acogerse al azar de que falle algo en la maquinaria. La maquinaria de selección tiene una legislación que cumplir, pero la valoración de los currículums, expedientes y experiencia de las personas candidatas están sujetas a una amplia arbitrariedad por parte de los profesores del departamento que son quienes participan en el proceso. Eso en la mayoría de casos, sobre todo en los que existe una gran cantidad de candidatos y en materias en las que no hay buenas salidas económicas y laborales en el mercado extra-universitario como alternativa.

Pero, ¿es que, acaso, está menos mercantilizada la fuerza de trabajo en la misma Universidad? Sin duda, no. Veamos algunos rasgos de ella. El primero tiene que ver con la llamada privatización de la Universidad. Esta puede verse en varias dimensiones, pero una de las más relevantes es la multiplicación de tipos de contrato de trabajo para el personal docente. Las huelgas de los PNNs (profesores no numerarios, no funcionarios) de años pasados no tuvieron éxito más que para algunos de ellos. La Universidad española estabilizó (convirtiendo o facilitando el acceso a ser funcionarios) o echó definitivamente a los que protestaron, pero continuó profundizando en su tendencia a tener más personal contratado temporalmente y menos con estatuto funcionarial. Entre las razones argüidas hasta ahora han estado la facilidad con la que se puede despedir a los contratados, el descenso del número de estudiantes que hará innecesario tanto personal fijo en un futuro próximo y la mayor competitividad y calidad ya que impartirían clases profesionales que trabajarían, a la vez, fuera de la Universidad.

Lo curioso es que todo el profesorado se queja continuamente, sin que se le haga mucho caso, de que las clases están hacinadas y que tienen una carga tan alta de docencia que casi no tienen tiempo de investigar. En conclusión, el hecho de que hubiera menos alumnos podría ser una oportunidad para mejorar esas condiciones laborales y no para despedir al profesorado eventual y mantener la pobreza investigadora del funcionarial. Y contra el último argumento está el hecho de que cada vez existen menos vías de acceso a la Universidad para profesores jóvenes. Es decir, la figura de “profesor ayudante” está en extinción o se usa como tapadera de plazas fijas. O sea, en realidad como un “titular interino” que, encima, durante muchos años hace más horas de las que le corresponde sólo para que después le saquen una plaza fija a medida en pago por su sacrificio previo. Pero ya digo que cada vez salen menos plazas de ese estilo (o del llamado “profesorado propio” por la Ley de Reforma Universitaria, que, en principio, tiene una mejor ubicación) y sólo un contrato temporal a tiempo parcial o completo, con un salario ridículo y con la espada de Damocles pendiendo sobre la renovación del mismo cada septiembre (y, próximamente, exigiéndose incluso una evaluación externa del rendimiento), es la única posibilidad de acceder por primera vez a ser profesor. Resulta, además, que para muchos de los contratos bajo la figura de “profesor asociado” se exige una experiencia profesional de tres años mínimo, que deberíamos sumar a los años de becas y cursos de doctorado que el candidato o la candidata han debido ir combinando complejamente durante un largo periodo de tiempo tras su graduación.

Quién manda y quién paga

Supongamos que algunas personas pasan, ayudadas del azar o de los enchufes, los obstáculos antedichos. Aún les queda la socialización en la cultura de sumisión y mercadeo interna a los departamentos y facultades. Muchos padres y muchas madres no saben a qué frágil y decadente mundo envían a sus hijos cuando les pagan sus estudios universitarios, pero menos aún saben que dedicarse laboralmente a la docencia o a la investigación del “más alto nivel” acarrea incontables miserias, aunque celebren en banquete actos tan patéticos como la lectura de la Tesis doctoral (en la que, por ejemplo, el doctorando incluso le paga la comida, es una tradición, a los miembros del Tribunal que le han juzgado y que suelen tener, sin embargo, unos salarios cinco o diez veces superior al del aspirante a doctor).

Habría muchos planos en los que constatar las miserias señaladas, pero escogeré sólo alguno de ellos. La jerarquía dentro de cada departamento, emanando del director del mismo y siguiendo por el bando que lo apoya, es el primer eslabón de control de todo lo que hace el nuevo profesor: si sigue el programa de la materia tradicionalmente impartido, si vota acorde a lo esperado según la opinión del bando dominante, si protesta o se hace notar en demasía públicamente, etc. Pasar desapercibido es la mejor estrategia de acomodación y supervivencia inicial. A cambio, ha de aceptar menos “libertad de cátedra” para organizar la asignatura a su manera y también ceder su capacidad crítica y su libertad de expresión para que no corra peligro su puesto de trabajo o ser excluido de toda deliberación informal fuera de las reuniones de departamento, que es donde se deciden verdaderamente las cosas. Estar en el bando de los malos, o en ninguno, también significa no participar en ningún proyecto de investigación, ni en la organización de congresos, ni de cursos de postgrado, casi siempre financiados por bancos y grandes empresas que determinan el tema y los objetivos. Aunque ya apunté que se investiga poco, de forma lenta y con más clara orientación a los intereses de empresas concretas (o de organismos militares y estatales), que a proporcionar conocimiento de interés público. Por último, hasta ahora los profesores asociados podían ser renovados cada año hasta un máximo de tres, pero ahora ya no hay plazo límite, lo cual es sentido como un respiro por los que aún aspiran a quedarse de forma estable algún día, y también se frotan las manos los gestores de la Universidad que pueden prolongar su aprovechamiento de mano de obra barata y servil durante todo el tiempo que la paz social se lo permita. Por su parte, los profesores asociados (y, a la larga, el alumnado) sufren la penuria de ir vagando cada año de asignatura en asignatura, sin poder centrarse en ninguna y, por lo tanto, echando mano de manuales de texto que repiten como loros aburridos en sus clases, ya que, al ser los últimos de la cola en los departamentos, no tienen ni voz ni voto para escoger materias acordes a su especialización y les acaba tocando las que nadie quiere.

Los alumnos y alumnas acaban pagando el pato de esas frustraciones consecutivas. A ellas se les puede añadir, por citar sólo una más, la incompetencia y doble moral de los sindicatos en este sector. En efecto, la mínima afiliación existente y la despreocupación general por el conjunto del personal laboral (en estos días, por ejemplo, después de varias movilizaciones en distintas ciudades, se está negociando la estabilización de tan sólo una parte del profesorado en precario, y al resto que le zurzan) son únicamente el síntoma de la poca presencia de la acción sindical aquí. Su eficacia, además, es puesta continuamente en entredicho debido a que la autonomía universitaria se traduce en que los mismos profesores afiliados a un sindicato, pueden convertirse en patrones y sindicalistas a la vez, si consiguen ser directores de departamentos, decanos, vicerrectores o rectores en alguna de las votaciones que periódicamente se producen (y también con altas porcentajes de abstención), sin que ello les produzca el más mínimo sonrojo o contradicciones irresolubles que les obliguen a arrojar algún carnet a la basura. Más bien, el cuerpo docente suele ostentar muchos carnets, de sindicatos, partidos, colegios profesionales, universidades visitadas, empresas colaboradoras, etc. y a todos les tiene bastante apego. Claro, que su neutralidad e independencia científica, bajo estas condiciones, son bastante poco creíbles, aunque sus artículos en las revistas académicas no pongan de relieve tales circunstancias.

¿A la deriva?

No he pretendido nada más que dar algunas pinceladas acerca del proceloso y turbio mundo universitario. La lista de artimañas, alianzas, egoísmos, exámenes tipo test, privilegios, dietas de viaje y congresos de pasarela, podría ser interminable, a poco que se indague y se registren y analicen todas sus dimensiones. Ni la sociedad ni la gente que estudia conoce mucho de esa cultura de prebendas, favores y humillaciones. Habitual-mente pensamos que se trata de gente honrada, sabia y competente: la élite intelectual y, con frecuencia, política de un país. Pero, ¿qué catadura moral tiene esa élite que apenas denuncia el plegamiento de sus compañeros laborales y que incluso colabora en su explotación sistemática? Supongo que la de gente que aspira a gobernar la sociedad con similares parámetros. O a ser gobernados sin cuestionarse esa legalidad no escrita, esa opresiva normalidad.

No dudo que estas líneas le parezcan injustas o exageradas a más de un o una profesora universitaria que se dedique con pasión y responsabilidad social a sus estudios y a la docencia. Pero, en mi opinión, las prácticas en las que estamos sumergidos también se enseñan a los estudiantes y a quienes nos rodean, cuando no acaban por dar forma a nuestras propias ideas sobre cómo debería ser el mundo. Reivindicar la defensa de la Universidad Pública cuando esa falta total de democracia y esa inmersión en la gestión capitalista de la mano de obra, de la docencia y de la investigación, ocurren sobre todo en ella (aunque también en la privada), es casi una broma de mal gusto. A diario estamos enseñando, con hechos ejemplares, un modelo de Universidad que vacía de contenido a su adjetivo público o privado. La privatización es sólo una mancha de aceite más en la superficie de una misma botella con agua sucia debajo y con un cuello tan estrecho que sólo deja pasar a quien acata la “ley del embudo”.

Personalmente no veo a nadie que luche por revertir el fondo de toda esta situación. Las peleas son tan sectoriales, que la bola de nieve sigue avanzando y arrasando, por lo que no me extraña que los más inconformistas opten por ponerse a un lado, a costa del aislamiento individual y de no plantear ninguna acción colectiva. Creo que es necesario que toda sociedad conozca con la profundidad y los medios necesarios aquellos problemas fundamentales que le preocupan. Pero no creo que la Universidad esté sirviendo para eso. Quien quiera dedicarse a aprender e investigar sobre todo lo necesario social y ecológicamente, puede encontrar alguna guía en su paso por la Universidad, pero el esfuerzo lo va a tener que realizar fundamentalmente fuera de ella, con otra gente interesada y con el peso de hacerloa contracorriente, porque la mayor parte de los recursos y la legitimidad se los lleva aquella institución dedicada a una función que, por desgracia, no cumple demasiado bien (entre otras razones, porque históricamente tampoco se creó con ningún ánimo revolucionario o divulgador del conocimiento; y la impronta religiosa y eclesiástica sigue pesando en ella, a pesar de los negocios de las instituciones laicas y semi-estatales que la rigen en la actualidad). Aunque no es este momento para extenderse sobre el particular, considero que centros autogestionados de formación e investigación a un “nivel universitario” son posibles (al estilo del Schumacher Institute en Inglaterra o del Institute for Social Ecology en Estados Unidos, o de otras “universidades” que podríamos llamar cooperativas o populares, si fueran asequibles y gratuitas para las clases populares) y necesarios, pero ese sería sólo un frente más de la lucha colectiva por una apropiación y socialización del conocimiento universal y global. Incluso habría que sospechar si esas dinámicas sociales experimentadas en la Universidad real no serán tan tozudas y estarán tan arraigadas en el personal que las vive (laboral y estudiantil), que se reproducirían también fácilmente en aquellos colectivos que pugnen por construir un conocimiento socialmente útil y lo divulguen de forma accesible a todo el mundo. Pero ese, en todo caso, es otro debate y no debería soslayar una crítica y oposición frontal al apolillado barco universitario que tanta gente padecemos directa e indirectamente, aunque sigamos navegando en él, y a pesar de él, contra viento y marea.

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