Nostalgia de futuro

I.

Abolir la nostalgia, nos recetaba vehemente Jorge Riechmann en su poemario de 1987 Cántico de la erosión. Desviar la mirada de las manos nudosas de un pasado hundido y enfermo, liberarnos de las redes de un anhelo caduco y atarnos amorosamente a la «desolada quimera del presente». Hermoso programa, si no fuera porque ese presente lleva casi dos siglos conjugándose en tiempo futuro. El futuro radiante del progreso y el bienestar que ha cegado a la esperanza de cambio.

El amor ha sido siempre el mayor enemigo del poder, sobre todo el amor sensible y concreto a un territorio, su textura, su vida, sus cuerpos… Cuando en «Tristes Campos» Bernard Charbonneau se lamentaba, nostálgico, de la erosión hasta el hueso del territorio que había conocido en su infancia, era su corazón enamorado el que gemía. Su amor estaba hecho de horas de pesca en la ribera de un arroyo, de la luz ambarina del atardecer tamizado por los castaños, del primer baño de primavera en el manantial de la colina, del concierto nocturno de los grillos y de la sonrisa cómplice de aquel rostro conocido que garantizaba la existencia de un nosotros más allá del reino autocrático del yo. El paraíso no se encontraba en la selva tropical, tampoco en el futuro de abundancia industrial. El paraíso, hasta hacía no demasiado, había estado a la puerta de su casa.

También a William Morris le guió una pasión concreta: el deseo de un trabajo que pudiera ser amado. El trabajo como actividad de creación total, como expresión del alma a través de la materia. La creación artesana como testigo del pasado y, simultáneamente, emisario de un futuro que se quiere sosegado, no sujeto al terremoto del cambio perpetuo. El objeto como legado de un ser humano real que rezuma versos de amor a la vida del presente y promete acompañar la alegría de aquellos que habitarán durante siglos un lugar hermoso, por ello también amable.

El progreso, al condenar a muerte la nostalgia y pretender sacar su poesía solo del futuro, supuso en los hechos la prohibición de amar, o incluso de aspirar a amar, todo aquello que hubiera impedido el despliegue del mundo industrial capitalista. A la máquina, voraz consumidora de cuerpos, lenguas, campos, vidas, tiempos y aspiraciones, solo podía hacerla funcionar un combustible: el futuro. El horizonte de una redención del género humano es la tierra sobre la que ha germinado la ceguera voluntaria ante el genocidio del mundo que ha creado la propiedad privada, el crecimiento económico, la burocracia o la producción en masa. La niebla del futuro nos ha robado el presente y lo ha reescrito con las letras sangrientas de un vencedor que niega que la batalla haya tan siquiera acontecido.

II.

Aunque espesa, la niebla de futuro del progreso no es capaz de desdibujar por completo las formas blandas del pasado. Una canción, un viejo caserón ya derruido, un refrán, una receta con sabor a tiempo, el trabajo calloso de la tierra, una semilla que germina… Formas casi desdibujadas que nos lanzan su poe­sía de pasado a través de la blancura cegadora de un futuro colapsado en el presente perpetuo del fin de la historia.

No, decimos a Riechmann. La nostalgia no tiene por qué ser siempre enemiga del presente. La nostalgia hoy puede ser la llave que nos libere de los grillos de una historia enloquecida y un mundo kamikaze. Ella, en lo que tiene de anhelo de amor, es la que más y mejor ha logrado que la venda se deslice y permita ver al mundo industrial y capitalista como ese cadáver putrefacto que es. Muchas y muchos de los que ayer y hoy se han negado a hundirse en la sordidez de un presente dañado han encontrado en la nostalgia refugio y bastión en su incesante batalla contra la tiranía del progreso.

Nuestra nostalgia, no obstante, tiene una textura diferente a la de aquellos que vivieron antes de la gran mutación antropológica que Pasolini o Lewis Mumford asociaban a un doble acontecimiento simultáneo: la ruptura definitiva del antiquísimo hilo de la tradición que había sido columna vertebral de la vida campesina y el triunfo del nuevo tótem del consumo, capaz de suscitar devoción terrenal y espiritual, de cambiar la faz del mundo y las simas del alma. En éstos, como en el Carlo Levi de Cristo se paró en Éboli, la nostalgia fue amor al recuerdo de lo vivido, defensa de lo sensible concreto, canto de cisne de una batalla casi perdida, himno de un ejército en retirada.

A nosotros, que habitamos la ruinas que el huracán modernizador ha acumulado en el desfiladero del tiempo, nos convulsiona la nostalgia de lo no vivido. Somos arqueólogos de una civilización perdida, antropológos que conversan con los supervivientes de un genocidio, poetas que descifran signos. La nostalgia sabe en nuestras bocas a rechazo, a negación y a ceniza. Es certidumbre de que otros mundos existieron, de que se libraron batallas, de que algunos supervivientes se siguen escondiendo en lo profundo del bosque. La nostalgia es antesala de la crítica radical a lo existente, negación de la tiranía asfixiante de un mundo que se pretende presente eterno.

Nuestra nostalgia es anhelo de otras experiencias, deseo de una vida que pueda ser amada. Tal y como la sentimos, nos permite imaginar un presente cuajado de aquello que se nos ha negado: los cuerpos de los otros, el tiempo liberado, el calor de la tierra profunda, la belleza del atardecer, el canto de los pájaros, la canción del trabajo compartido, una muerte que nos alcance rodeados de aquellos que sostienen nuestro mundo. La nostalgia es quizá la forma de utopía más lúcida que conoce nuestra generación. Una que no pretende abrazar el futuro muerto (y asesino) de la abundancia industrial, sino que quiere construir presente con ladrillos de vida.

III.

Dice Marina Garcés que la nuestra es una era póstuma, el tiempo en que «todo se acaba». La angustia inunda el Siglo de la Gran Prueba, esta era de quiebra civilizatoria y crisis de sentido. Y en este lago de hiel la nostalgia puede ser una balsa que nos permita navegar o un lastre que nos hunda hasta el lecho amargo. Existe una forma de nostalgia de lo no vivido, de nostalgia de futuro, que enarbola la bandera de los sueños imposibles de la sociedad industrial. La nostalgia de futuro corre el riesgo de convertirse en el inmovilismo reaccionario de quien reclama su derecho a las promesas incumplidas del progreso, una nueva venda que nos impida ver que el nuestro es un mundo asesino y termodinámicamente imposible, la obra enloquecida y bárbara de un Fausto con las alforjas llenas de petróleo (y muerte).

La neurosis de futuro nos roba cada día más el presente, el cerco de niebla sube hasta nuestra garganta y apenas nos deja respirar. La vida se vacía en los renglones rectos de la administración del mundo y Gaia agoniza como un elefante herido. Caminamos a toda velocidad hacia un muro en el carro veloz del individualismo y el mesianismo tecnológico. Es por ello que tenemos la obligación generacional de hacer, de nuestra nostalgia de futuro, un portal hacia el anhelo de lo que no se ha vivido pero se desearía vivir, no un nuevo parapeto de los que pretenden pasar desde lo mismo a lo mesmo. Tomar la poesía de la transformación de un pasado que no pretenda replicarse, sino emular en lo que tenía de vida sensible.

Somos animales finitos, locos, sensibles, limitados, necesitados, amables, violentos, creativos… El tejido más básico de nuestra vida se compone de hilos de naturaleza, amor y confianza. Ese lienzo sobre el que se han escrito las vidas de todos los pueblos del planeta hasta la llegada del capitalismo industrial es el que sigue aún vivo en el apoyo mutuo, en la acción colectiva, en el cooperativismo, en las asambleas, en los cultivos de subsistencia, en la ganadería extensiva, en las fiestas, en los ritos, en el tiempo que dedicamos a la crianza y los cuidados, en el bricolaje, en la banda de música que se junta cada domingo a ensayar en un garaje o en las tardes de sábado sentados bajo el Sol en alguna plaza.

Nuestra nostalgia de lo no vivido tiene el potencial de conseguir no solo que aprendamos a morir en el Antropoceno, como nos recomendaba Roy Scranton, sino algo quizá más importante (aunque no contradictorio): reaprender a vivir, reconstruir lo esencial, conservar un mundo que se deshace como arena de playa bajo los envites de la codicia y el deseo de control. La desaparición de la especie se encuentra ya en el horizonte de lo pensable. La conservación, como ya señalara Anders, se ha convertido en la condición de posibilidad de cualquier cambio.

Y para conservar el mundo tenemos primero que amarlo. Y no hay amor sin abrazo. Abrazo del tiempo, abrazo de la vida, abrazo de la tierra, de la sonrisa de las horas muertas. El anhelo de nuestra nostalgia de futuro es el deseo de abrazar la experiencia sensible de todo lo que la niebla oculta, es viento que puede devolvernos la vista del horizonte. La semilla de otro mundo tendremos que plantarla con nuestras manos unidas a las de las otras, regarla con el agua de la vida compartida y acompañar con el sonido dulce del viento entre las ramas de la encina. Nuestra nostalgia de futuro, si llega a convertirse en una vida otra, será simplemente lucha por un presente posible.

Adrián Almazán

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