SOBRE LA EXPERIENCIA POLÍTICA

Cuestión de fe

Hace un par de años alguien que acababa de conocer me dijo que me ocurría lo mismo que a San Manuel Bueno mártir. Había perdido la fe.

Tuvo que contarme que el santo en cuestión era el protagonista de una novela de Unamuno. Así que en cuanto pude la leí con curiosidad. No recuerdo apenas nada del libro pero sí que no llegué a identificarme con aquel cura piadoso y atormentado.
Sin embargo, las palabras de aquel desconocido me acompañan desde entonces.
Me hacen pensar en otra conversación ocurrida ocho años antes. En aquella ocasión mi interlocutora era una joven estudiante de filosofía.

Ella conocía tan solo de forma tangencial el mundo al que yo pertenecía pero su lucidez era demoledora. Todo lo que le contaba sobre mi gente encajaba perfectamente con la conducta propia de un creyente.

En algún momento de nuestra juventud una revelación nos había arrancado del estado de confusión en el que nos hallábamos. En poco tiempo rompíamos todos los lazos con nuestra vida anterior. Nos convertíamos.

Una serie de dogmas nos ahorraban el esfuerzo de tener que discernir entre lo verdadero y lo falso. Entre lo correcto y lo repudiable. Tabúes bien arraigados delimitaban el umbral entre lo reprochable y lo admisible.

Nos sentíamos arropados por el círculo cálido de una comunidad de iguales. Gestos muy determinados y una trabajada autorepresentación permitían reconocernos entre nosotros. Numerosos rituales reforzaban los vínculos del grupo a través del goce o de sublimes catarsis colectivas.

Afuera todo era hostil. Los otros, enemigos a combatir o rebaño a convertir. Habíamos sido elegidos y teníamos una misión. También una buena nueva que anunciar y un amplio repertorio de profecías con las que intimidar a los incrédulos. Toda la realidad encajaba en nuestro esquema mental. Era evidente que teníamos la razón y, por lo tanto, la legitimidad.

Una sugerente aproximación.

Aunque yo no lo veía igual. Hasta ese momento siempre había concebido nuestra relación con la política como una enfermedad crónica.

En mi caso el contagio tuvo lugar en la segunda mitad de los noventa y por una serie de causas desconocidas sufrí una infección aguda que llegó a alterar por completo el funcionamiento de mi organismo. Por aquel entonces mi vida no era otra cosa que militancia política. Sin domicilio fijo durante ocho años para poder estar más cerca de todos los lugares en los que me sentía como en casa. Poniendo en contacto personas y colectivos, llevando noticias frescas y acarreando kilos de papel en la mochila. Organizando eventos y proyectos de forma ininterrumpida. Asistiendo rigurosamente a todas las citas de nuestra agenda social.

Sin darme cuenta había forjado un personaje que acabó por suplantarme. La gente no se relacionaba conmigo sino con mi alter ego. En él vertían sus prejuicios y sus expectativas. Yo permanecía detrás, escondido. Era poca la gente que pudo llegar a verme sin esa coraza, y mucha menos la que se daba cuenta y podía discernir entre uno y el otro.

Sabía que mi enfermedad política nunca se curaría pero eso no era lo preocupante.
A lo largo de estos años he conocido a bastantes poli-militantes compulsivos y en casi todos los casos creo identificar los síntomas de la misma patología que me atenazaba: entregarse por entero al activismo como estrategia para seguir aplazando las cuestiones pendientes con uno mismo. Ellos tenían otros fantasmas pero habíamos escogido un mecanismo similar para mantenerlos a raya.

Tuve la suerte de poder escapar a mi personaje. O al menos eso me gusta pensar. Es cierto que pervive en la mente de mucha gente pero el tiempo ha conseguido desfigurarlo y minar su poder. Para ello fue necesario aplicar una terapia de shock. Personas relativamente ajenas a mi mundo me ayudaron en el proceso de desintoxicación pero si no hubo grandes recaídas fue sobre todo porque el placer de reinventarme superaba con creces la nostalgia por la pérdida de mi antiguo estatus.

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Jubilar a mi personaje no significó, sin embargo, alejarme del mundo al que pertenecía. Todo lo contrario. Tras años a la deriva por los mares de la agitación rural me integré a uno de los proyectos con los que mantenía relación. Dejaba de ser aquel al que bastantes habían tomado como una referencia no sé exactamente de qué para retirarme y confundirme entre los figurantes de la escena.

Desde entonces me llegan las noticias con meses de retraso, no conozco ninguno de los proyectos que han surgido en otras zonas y la gente que ha llegado a lo largo de los últimos ocho años no tienen ni idea de quién fue aquel que se suponía que era yo. No asisto a los encuentros de coordinación entre proyectos afines y, salvo en el entorno más local, no dinamizo ninguno de los eventos de nuestro mundo.

Algunos me echan en cara haber abandonado la lucha. Y en parte tienen razón.
En nuestras experiencias no es fácil distinguir la esfera política de la doméstica. En su día nos creímos al pie de la letra aquello de que lo personal es político. Durante toda aquella época no dudaba de que los nuestros eran proyectos netamente políticos. Sabía perfectamente que no todo el mundo lo vivía así pero tenía claro que lo nuestro era acción directa anticapitalista desde lo cotidiano. Ahora, sin embargo, no siento que mi día a día sea un acto de sabotaje al sistema industrial.

Y no porque haya cambiado mis hábitos. Simplemente ha cambiado mi mirada. Y esta no me permite pensar mi cotidianidad como un gesto de desafío permanente.
Tampoco me lo permite el conocimiento de los problemas y los límites que acompañan a estos intentos por construir islas de alteridad. Heterotopías que decía un conocido.

¿He dejado de verle sentido a lo que hacemos? En absoluto. Pero en buena medida sí he dejado de creer en su potencial emancipatorio. En su capacidad para generar cambios sociales.

Aunque es cierto que nunca nos preocupó intentar resolver los problemas de nuestro tiempo. Siempre tuvimos la lucidez de no perder el tiempo tratando de imaginar cómo se organizaría la sociedad post-revolucionaria. Tan solo veíamos claro lo que no nos gustaba de este mundo y tratábamos de construirnos un entorno inmediato menos hostil en el que pudiéramos vivir de la forma más agradable posible.

Lo cual incluía desprenderse de los tics nerviosos de la sobresocialización y superar progresivamente las incoherencias entre nuestros «principios» y la realidad que construíamos.

Nunca llegamos a lograrlo por entero pero a medida que nuestras actividades nos iban acercando a la situación anhelada, nuestro caprichoso pero nada exigente narcisismo nos devolvía la imagen que esperábamos ver.

Al menos a mí me sucedía. Estaba convencido de que los okupas rurales podíamos juzgar y menospreciar al resto de activistas sociales que se jactaban de plantearle un pulso al orden establecido pero que desatendían los aspectos más básicos de su dependencia respecto al entramado industrial-capitalista.

Nuestra autogestión no se limitaba a vender latas de cerveza en los centros sociales. En cierta manera éramos superiores a los urbanitas revolucionarios que tan bien conocíamos.

Me temo que esta es una constante entre las distintas familias políticas de nuestros entornos. Todos pensamos que nuestra lucha es la verdaderamente determinante. Que los aspectos que nos preocupan y que, supuestamente, más hemos trabajado, son los que atraviesan el orden social y permiten entenderlo y, por lo tanto, desarticularlo.

Desde los antifascistas a las feministas radicales. Desde los grupos de afinidad anarquistas a los nacionalistas de extrema izquierda.

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Con el paso de los años la sensación que experimento con mayor intensidad es la relajación.

El mundo sigue pareciéndome tan absurdo y despreciable como siempre pero ya no vivo enfadado. Las miserias de los alternativos no me crispan sino que me entristecen. Sobre todo porque siento gran estima por mucha de la gente que he conocido en estos ambientes.

En los debates o reuniones ya no me sulfuro ante la incompetencia intelectual del prójimo ni ante la ineficacia del grupo. Permanezco en silencio o intervengo de una forma tan serena que no dejo de sorprenderme.

Estoy mucho más tranquilo y creo que no soy el único al que le ocurre esto.
Muchos dirán que es porque ya no me parto la cara a diario con los antidisturbios. Porque ya no asisto a ocho o nueve asambleas semanales ni estoy al corriente del sinfín de injusticias que colman las páginas de los medios de contra-información.
Cierto. El escenario condiciona por entero la trama que en éste se representa.
Y me alegro de haber cambiado de ubicación.

De hecho, me preocupa profundamente encontrarme con alguien de «aquellos maravillosos años» y verle exactamente en el mismo lugar en el que le dejé. Y no me refiero a un lugar físico sino mental.

Pero con el paso del tiempo hay un aspecto que cada vez me cuesta más tolerar: los mensajes injustificadamente optimistas sobre nuestras prácticas.
Me resulta muy dificil hacer el esfuerzo por comprender a aquellos que presentan la situación actual como la antesala de un estallido revolucionario y los logros imaginarios de nuestros proyectos como evidencias de un cambio profundo e inminente en la sociedad.

Expresar este sentimiento ya me ha permitido ganarme unas cuantas reprimendas entre antiguos compañeros. Y aunque entiendo su malestar por el tono poco asertivo de mis comentarios, echo de menos su comprensión hacia mis inquietudes.

Me acusan, de alguna forma, de haber renegado de todo aquello que antes llenaba mi existencia. De ser excesivamente duro con nuestras prácticas y de no querer ver los logros innegables de nuestras experiencias.

Les escucho con respeto pero sigo sin entender por qué se molestan cuando uno tan solo viene a decir que no hay nada más peligroso que creer en las falsas esperanzas. Sobre todo cuando las hemos creado nosotros mismos.

Este es el motivo por el cual hace dos años aquel desconocido me comparó con San Manuel Bueno mártir.

Si me hubiera conocido un poco más sabría que sigo creyendo en lo que hacemos. Pero no porque sea el camino correcto y necesario sino porque así estamos, o deberíamos estar, mejor. No porque vayamos a cambiar el mundo sino porque todavía nos dejan vivir más o menos como hemos elegido.

Es importante no perder la perspectiva y recordar que en nuestro contexto histórico y geográfico la «guerra social» no ha dejado de ser un juego de rol. Un simulacro. Y si algún día cobrara una dimensión más real, no seríamos nosotros quien ganaría la partida.

En tal caso, esto solo podría significar que en algún momento, sin darnos cuenta, habríamos dejado de ser lo que somos ahora pues el mundo que nos rodea no puede engendrar un movimiento masivo y mayoritario entorno a los valores que defendemos.
Lo más probable es que en el corto plazo que impone nuestra existencia individual no lleguemos a ver ningún cambio significativo en el panorama social. Así es que deberíamos aceptar sin dramatismos que nunca engrosaremos las filas del bando ganador. Lo cual no significa que debamos resignarnos pues a lo que sí podemos aspirar es a perder manteniendo la dignidad.

Un objetivo que no se puede conquistar sin un esfuerzo constante de reflexión, un cuidado meticuloso por las formas en que hacemos las cosas y cierta valentía en la toma de decisiones.

Una ambiciosa meta para la que no siempre parecemos estar a la altura.

Seguir y cambiar

Mi infancia se desarrolló en un barrio obrero de un pueblo industrial de Bizkaia, cuyos habitantes eran en su mayor parte inmigrantes procedentes de Galicia, Castilla, Extremadura y Andalucía. Se respiraba un ambiente vivo y callejero, pero la política no era algo que estuviese muy presente en nuestra cotidianidad. No obstante, el clima social y familiar de aquellos años me marcaron profundamente. Recuerdo aún el relato de los sinsabores y dificultades por las que había pasado nuestra familia -al igual que otras muchas- en los tiempos de la posguerra civil y el Franquismo, así como los esfuerzos y el sacrificio de mis padres por tratar de prosperar y proporcionarnos una vida mejor.

La adolescencia -como sucede a menudo- resultó un periodo algo tormentoso y de importantes cambios, de un sentir «que no encajaba», que era algo así como una «pieza defectuosa» dentro de una normalidad a la que no me adaptaba. En ese momento la verdad es que mi inquietud y desasosiego podrían haberme orientado en cualquier dirección, pero un apenas naciente interés por lo que pasaba a mi alrededor y la casualidad acabaron por conducir mis pasos hacia la política. Recuerdo como con 18 años vi un cartel de una jornadas que conmemoraban el 75 aniversario de la CNT. En esa época mi radicalismo era mínimo y mi interés se orientó hacia una charla en que se debatía sobre marxismo y anarquismo. La impresión no fue muy positiva, ya que el ponente de la CNT me pareció soberbio y pedante, pero el dirigente del PCE (que en principio despertaba más mis simpatías) me resultó aún peor: ortodoxo, acartonado y enemigo además de la objeción de conciencia frente a un monstruo que entonces se empezaba a asomar en mi horizonte: el Servicio Militar Obligatorio.

Después llegó la época universitaria y mi primer contacto directo con militantes anarquistas, que me «captaron» y a partir de ahí se puede decir que empecé a militar «en serio» y con la pasión que une juventud y el descubrimiento de un nuevo mundo. Un mundo personal que se empezaba a teñir con la filosofía y la heroica anarquistas, y que -en la Euskal Herria de finales de los 80- hervía además de actividad cultural y política (radios libres, fanzines, gaztetxes, grupos musicales, manifestaciones, disturbios,…)

Los años de universidad fueron de entrega en cuerpo y alma a lo que para mi -aunque sin una profunda reflexión sobre ello- dotaba de un sentido nuevo a mi vida. Reunirse, escribir, pegar carteles, hacer pancartas, ir a manifestaciones,… meter horas y horas con una vitalidad y una fe desbordantes. Se podría decir que vivía en principio un sueño sin aristas, una militancia con un objetivo abstracto (la revolución, la anarquía), pero que se mostraba firme, sin dudas y en cierto modo se convertía en un fin en sí misma. Fueron tiempos de aprendizaje, de acumulación de experiencias, de hacer amigos y compañeros a través de la política y también de encontrar el amor sin que nada eclipsara esa sensación de estar en lo correcto, sin sentirse minado por fracasos, contradicciones, incoherencias e incipientes dudas.

Pero las dudas llegaron cada vez con más fuerza. No tanto para cuestionar de raíz la filosofía y las ideas que había abrazado, como para relativizarlas y exponerlas a una realidad compleja, y a lo que para mí eran aspectos que no me terminaban de convencer y situaciones que cada vez tenían menos sentido. Interioricé además que también había muchas miserias en el medio en el que me movía y que las ideas no eran suficientes para hacernos mejores que nuestros enemigos o que nuestros «rivales». Ese cierto «talibanismo» de los primeros años se convirtió en una convicción cada vez mayor de que las cosas «no eran tan sencillas», y de que la realidad cambiante y a menudo abrumadora iba poniendo en su sitio tanto a mi como a mis ideas. Ese cambio de perspectiva era también una forma de conflicto interior que me impulsaba a cambiar ciertas rutinas y a buscar oxígeno en nuevos espacios y experiencias. La existencia de luchas importantes como la de la insumisión o la antidesarrollista, me ayudaron a ser más crítico y abierto, así como a sentirme en progresivo conflicto con lo que a mi me parecían cada vez más dogmáticas y cerradas maneras de concebir la política.

Por otro lado, sobrevino el baño de realidad que van dando los cambios en la propia vida y el aprender a lidiar con muchas frustraciones y conflictos personales, el sentir como iba asumiendo pequeñas derrotas y contradicciones, como mi compromiso flaqueaba en ocasiones o como llegaba inmisericorde el disciplinamiento y el desgaste laborales (¿dónde quedaba eso que cantábamos de «vivir, gozar, Superman a trabajar»). A eso se sumaba la paternidad y otros ritmos, necesidades y obligaciones. Estas nuevas circunstancias me obligaban a replantear muchas cosas, empezando por rehuir cualquier soberbia o sentimiento de superioridad frente a la «gente normal», ya que debía asumir un poco amargamente que yo también era parte activa -en mayor medida de lo que me gustaría- de eso mismo que criticaba.
El sentimiento de estar en una especie de crisis permanente con la que debía aprender a convivir se convirtió en el nuevo escenario. Por un lado, por la perspectiva vital de los años que iban pasando y, por otro, por la comprensión de la complejidad tanto de las ideas como de los cambios sociales globales, así como de mis propias crencias, de mi ínfimo papel en la historia y de la incertidumbre y la casi imposibilidad de hablar en los términos clásicos de «victoria» o «revolución».

A partir de ahí, la política se puede convertir en pasado o en presente. Yo trato de seguir haciendo cosas modestamente (nunca me ha gustado estar en primer plano), intentando que tengan un sentido y de que de alguna manera, sin perder su lado utópico, conserven también su apego a lo terrenal. Se que toda opción -y mas dentro de la esquizofrenia en la que nos atrapa el sistema en que vivimos- tiene bastante de «autoengaño». No lo digo como algo necesariamente negativo; de alguna manera todos tendemos a autoengañarnos un poco cada día para poder continuar y no volvernos locos, para lidiar con el hastío y el desánimo. Pero tras esa constatación lo importante es tratar de reflexionar, de sincerarnos, de aportar humildemente, de impulsar proyectos colectivos y de ser honestos con nosotros mismos y con los demás. Y, sobre todo, de no dejarse arrastrar hacia el cinismo, la apatía o hacia distintas formas de corrupción. Hacia la decadencia vital, en suma.

Hace tiempo un amigo decía: «yo antes quería cambiar el mundo y ahora trato de que el mundo no me cambie a mi». Pero el cambio es inevitable. Todos cambiamos, la cuestión es por qué y qué lecciones sacamos de ello en cada momento. En el camino se pierde o se renuncia a cosas importantes y hay también oportunidades de aprender, de madurar y de enriquecerse en muchos aspectos. Eso no libra de sentirse muchas veces perdido y a la intemperie. No sé si la mayor experiencia que acumulo compensa una menor ilusión, pero quiero pensar que por lo menos algunas ideas, valores y vivencias se han convertido en parte de mi de forma permanente, como una especie de ADN sin el cual dejaría de ser yo mismo.

Militancia

Nacido en una ciudad industrial de Galiza en la segunda mitad de la década de los años 60, mi recorrido vital se cruza en los primeros años de la adolescencia con el reflujo de los politizados años del tardofranquismo y la transición. En mi infancia había vivido la escuela franquista y su parafernalia política y religiosa, al tiempo que iba comenzando a tener noticia de los movimientos de oposición: fueron primero un vecino detenido por participar en una manifestación, unas pintadas por la amnistía, los gritos de una manifestación ilegal, mientras todavía vivía Franco. Después de la muerte del dictador (saludada con alegría por las vacaciones escolares) vinieron las huelgas de Profesores No Numerarios (PNN’s), las manifestaciones políticas, las novedosas campañas electorales, el referéndum constitucional, con la música de Jarcha (¡Habla, pueblo habla!) como banda sonora de una época de efervescencia social.

En esos años todo aquello no era más que la ambientación en que se desarrollaba mi infancia y primera adolescencia, en una familia de derecha moderada, de clase media, en la que la política solía ser un tema secundario. Fue más tarde, ya en el Instituto, cuando todo aquello comenzó lentamente a formar parte de mi propia vida. Profesores progresistas, compañeros de aulas, me pusieron en contacto con los movimientos de la época aunque, paradójicamente, aquel activismo político comenzaba a diluirse como un azucarillo en el café. Era el tiempo de la victoria socialista y la izquierda caminaba (ahora lo sé), de derrota en derrota hasta la derrota final: las huelgas de profesores y estudiantes eran cada vez más escasas y la reconversión industrial atacaba duramente a mi zona (aunque no afectó concretamente a mi familia) constatando el fracaso del otrora potente movimiento sindical.

Nunca llegué a militar efectivamente en los tiempos del Instituto, pese a que progresivamente iba politizándome cada vez más. En aquel tiempo la música era para mí el principal vehículo de cierta rebeldía, primero a través de la denominada música independiente y después del punk, hasta finalmente llegar al anarco-punk, que llegaba a mi zona en forma de casettes y fanzines.

Viéndolo con perspectiva, la filosofía del «no future» venía a encajar con lo que muchos (o por lo menos algunos), sentíamos en aquellos años. Las generaciones anteriores habían creído en cierta manera en la posibilidad de hacer la revolución, pero nosotros vivíamos ya tiempos de completa desesperanza, en los que los movimientos sociales estaban en franca decadencia (después del referéndum de la OTAN, sobre todo) y en los que las situación económica era lamentable.
Por mi parte, aburrido de los estudios, hubiera preferido buscar algún trabajo, pero en aquel momento el desempleo era enorme y no existía salida de ningún tipo. Comencé estudios universitarios, a desgana, en otra ciudad de Galiza, y allí fue donde completé mi politización. Aunque las últimas grandes huelgas y manifestaciones estudiantiles de aquel tiempo (en mi nueva ciudad de acogida) coincidieron con mi primer año de estudios, fueron aquellos los años en que abandoné la posición de espectador para ir integrándome progresivamente en el ambiente político y social.

El movimiento que comenzaba a despegar en aquellos años era el de la oposición al servicio militar. Aunque había librado de la mili por corto de vista, la sola posibilidad de tener que integrarme forzosamente en el aparato militar era algo que me sublevaba. Y creo que eso era algo que alguna gente de mi generación compartía en aquellos años, e hizo que primero la objeción y después la insumisión fueran vistos popularmente con enorme simpatía. Para aquella generación descreída, el objetivo de criticar al estamento militar y negarnos a hacer la mili era un objetivo mucho más asequible que la revolución que habían buscado algunos de nuestros mayores.
Fue en aquel tiempo cuando comencé a simpatizar con el anarquismo. Creo que para muchos de los que vivíamos en los ambientes ligados a la música punk, la toma de contacto con las ideas anarquistas significó una especie de anclaje que nos ayudó a mantenernos alejados tanto del nihilismo como de la integración. De la lectura de fanzines fuimos pasando progresivamente a leer libros de historia y teoría del anarquismo. Y al mismo tiempo, organizábamos conciertos y manifestaciones contra el servicio militar, editábamos nuestros propios fanzines e intentábamos hacer una radio libre y extender la rebeldía. Poco a poco, nos reunimos un pequeño número de personas que alrededor de estas vagas ideas formamos primero un colectivo y más tarde un ateneo libertario. En contacto con grupos musicales y colectivos de Galiza y de todo el estado, fuimos integrándonos en un movimiento cada vez más amplio.
Aunque tuve en aquellos años mis primeras experiencias laborales y comenzamos a tener contacto con la CNT, el sindicalismo no era en aquel tiempo más que un movimiento que conocíamos por la literatura histórica, pero en el que no nos sentíamos mínimamente relacionados. Seguramente porque el mundo laboral era todavía algo lejano en nuestras vidas, por el problema del paro, pero también porque la ciudad donde vivía en aquel tiempo no tenía una excesiva tradición sindical y porque la propia CNT local no hacía realmente sindicalismo en aquellos tiempos.
Progresivamente iba abandonando los estudios e integrándome en los movimientos sociales del momento, hasta que en el final de la década de los 89 aprobé una oposición y volví a mudarme, esta vez a Madrid. Gracias a los contactos que había mantenido en los tiempos anteriores fui relacionándome con los movimientos sociales de esta ciudad y progresivamente me integré en actividades de contrainformación y distribución de materiales. Aunque militaba en CNT, participaba en okupaciones y era asiduo de manifestaciones y todo tipo de actividades sociales, nunca llegué a tener una participación real y activa en ningún movimiento social concreto (aunque sí lo hice en los que podríamos denominar aparatos de apoyo como eran distribuidoras o agencias de noticias).

La primera mitad de la década de los 90 fue la época en la que he tenido un mayor grado de militancia, alrededor de movimientos como la insumisión o las okupaciones, que consiguieron pequeños triunfos frente al estado, como la supresión del servicio militar o la apertura de espacios de libertad y autogestión como fueron muchas okupas. Pese a todo, ha sido también una época de decepciones en diversos campos de actividad: la corrupción de algunas formas de autogestión, y la falta de orientación mínima por parte de mucha gente que participó en aquellos movimientos, que derivó en un zafio reformismo o se concretó en luchas de poder y enfrentamientos sectarios de enorme virulencia y escasa trascendencia social.
Hacia el final del siglo XX volví a mi ciudad natal en Galiza y allí participé en la conformación de un grupo libertario en el que he venido militando hasta la actualidad (bajo las formas de ateneo libertario al principio, después como grupo anarquista, y también como CNT). Después de muchos años de militancia «periférica» y voluntarista, iniciaba una militancia más constante alrededor de una orientación ideológica concreta (frente a la ideología difusa del movimiento autónomo madrileño, por ejemplo) y ligada también a una comunidad humana y a un territorio concreto.
Pese a ser prácticamente una rama más del mismo esfuerzo movilizador, creo que la militancia local en una pequeña ciudad tiene componentes muy diferentes a la militancia en una gran ciudad como Madrid. A nivel personal el nivel de compromiso y responsabilidad se hizo mayor, pues la militancia era escasa y las personas no eran fácilmente sustituibles. Seguramente la militancia fuese menos intensa, pero fue más constante. La necesidad de diálogo y acuerdos con otras organizaciones es mucho mayor y pone a prueba las propias convicciones y las rutinas de pensamiento. Al final, y al contrario de la militancia en una gran ciudad, estamos hablando de gente concreta y de problemas más concretos.

Al principio me sorprendió que el crecimiento numérico de los colectivos en que militaba no se produjo a través de la militancia juvenil de los movimientos alternativos, sino más bien de militancia desencantada de otras organizaciones, de gente con problemas laborales o ligados a conflictos medioambientales, algunos de los cuales daban sus primeros pasos en la militancia política.

Los movimientos de corte antidesarrollista y contra la guerra de Irak vinieron a sustituir, de forma casi natural, a las antiguas preocupaciones antimilitaristas o contra la especulación. Las grandes movilizaciones de los inicios del siglo XX (Prestige, guerra de Irak) nos otorgaron visibilidad y nos permitieron ganar credibilidad ante un sector de la población. Y sin embargo fueron también años de fracasos en muchos aspectos que habíamos considerado clave para nuestra actividad como grupo:
– Incapacidad de superar el estrecho marco del movimiento libertario o los movimientos alternativos para acercar nuestras ideas a la mayor parte de la gente.
Imposibilidad de cerrar viejas heridas en el movimiento libertario y de crear espacios de colaboración y trabajo entre diferentes organizaciones e individualidades anarcosindicalistas, anarquistas y autónomas.
– Dificultad de transmitir a los movimientos sociales las prácticas y las ideas libertarias, así como de establecer una comunicación fluida con otros movimientos de inspiración libertaria.

Sin embargo sí que constatamos que el movimiento libertario es ahora tenido en cuenta como un agente más de la izquierda local y nuestro mensaje llega con mayor nitidez a un mayor número de gente.

Aunque la mayor estabilidad personal se ha traducido en una disminución de mi actividad social, mantengo todavía una militancia de un perfil más bajo, ligada al grupo anarquista y al sindicato al que pertenezco. Al mismo tiempo han aumentado otras actividades paralelas alrededor de temas como la reivindicación de la memoria histórica o la investigación de la historia del anarquismo.

Pasada ya la edad de 40 años, y con la experiencia acumulada de más de dos décadas de militancia, la reflexión va imponiéndose sobre la acción, al contrario de lo que había sucedido en mi juventud. Realmente, nunca creí que pudiéramos hacer la revolución, y creo que siempre he sido realista en cuanto a la valoración de nuestros magros resultados. Pese a todo, soy optimista en el sentido de que pese a las derrotas y las decepciones, también pesa en la balanza el sabor de las pequeñas victorias, el placer de la subversión y la militancia compartida. Como decía el otro, no podemos estar desencantados cuando nunca estuvimos encantados de nada…

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En la trayectoria de una persona o, en este caso, en la de un militante de un movimiento popular hay dos factores principales a tener en cuenta: la edad y el periodo histórico. A la hora de hablar de una trayectoria política salta a la vista que la edad tiene una especial importancia: no es igual la perspectiva, el ánimo o el valor que tenemos en la adolescencia, en la juventud o en la madurez; de igual modo, la experiencia también es diferente y eso tiene su influencia en la actividad política; por otro lado, los tiempos políticos que vivimos también condicionan la actividad política: por ejemplo, no es lo mismo la llamada Transición, la década de los 90 o la actual situación marcada por una grave crisis.

En lo que se refiere a la edad, mi caso es bastante raro. Si me fijo en los militantes de mi entorno, está claro que tuvieron una actividad política más activa en la juventud que en la madurez. Eso es lo habitual: de joven el ímpetu y la energía son más grandes; al igual que el impulso de rebelión contra la injusticia, o la solidaridad con los débiles o represaliados. Después es común reducir la actividad política por cansancio, aburrimiento, desesperanza o simplemente por tener hijos con tu pareja. Mi caso ha sido diferente. En mi familia la despolitización era bastante grande –por no decir que hablar de política había llegado a ser un tabú- y mi entorno no era muy politizado en aquella época. Por consiguiente, mi cultura política era bastante escasa. En la Universidad, sin embargo, se me abrió algo el horizonte y tuve la oportunidad de participar en las luchas estudiantiles del momento. De todas formas, una vez terminada mi época estudiantil, tenía otras inquietudes y traté de darles prioridad: aprender idiomas –incluido el euskera-, viajar para conocer otras culturas, y trabajar. De cuando en cuando, sin embargo, las inquietudes políticas se encendían en mi en la medida en que iba conociendo ese mundo de dentro y de fuera, hasta que éstas llenaron completamente mi vida. Decidí abandonar el trabajo y a partir de ahí comenzó el transcurrir militante que me ha traído hasta hoy. Aunque no era un mocoso, en aquel tiempo teníamos la esperanza de que podíamos lograr algo, alguna que otra victoria. Y lograr, aunque han sido pocas las victorias, pienso que algo hemos logrado. Hoy en día, sin embargo, no lucho para conseguir victorias, sino para no perder la dignidad, en un esfuerzo contra la degeneración. Ya sé que somos pocos, que tenemos escasa fuerza y que estamos consiguiendo pocas victorias, pero no puedo imaginar este mundo injusto sin lucha política, porque perderiamos dignidad y porque, en último extremo, aunque hoy no logremos victorias quizás poco a poco estemos ayudando a germinar las semillas de una victoria futura. Ni que decir tiene que si no luchásemos estaríamos mucho peor y nos quedaríamos sin opciones de ganar.

Mucha gente dice que la militancia conlleva algunos sacrificios: que se invierte mucho tiempo y que nos quita la oportunidad de disfrutar de muchas aficiones. Es posible, pero la militancia también nos proporciona algunos beneficios: la satisfacción que proporciona participar en la lucha dentro de un movimiento, la sensación de incidir en un proceso político, la idea de ser parte de un colectivo, la oportunidad de conocer a un montón de personas comprometidas…

De todas formas, también es verdad que, en la medida que pasan los años, sentimos cada vez menos ilusión en el trabajo militante cotidiano: aburrimiento, sensación de inercia, la impresión de que avanzamos poco, la desesperanza de estar siempre chocando contra la misma pared,… La represión y la criminalización también tienen una gran importancia en la lucha política, ya que en muchos momentos puede condicionar completamente nuestra militancia: la acumulación de multas, el riesgo de ir a la cárcel,… Más si cabe en estos tiempos en los que estamos volviendo a los años del Franquismo.

En lo que hace referencia al momento histórico, está claro que éste tiene una importancia fundamental para el devenir político concreto. Hay tiempos que son más esperanzadores que otros. Por ejemplo, la Transición fue una época muy interesante en este aspecto: como había una gran esperanza de lograr un cambio social y político mucha gente se metió de lleno en procesos de lucha. En el actual contexto de crisis puede suceder lo mismo: en la medida en que el «paraíso» capitalista está en una grave crisis se ha abierto una gran oportunidad para los movimiento sociales, para crear alternativas, para estrechar las relaciones entre los grupos pertenecientes al movimiento popular, para cambiar las costumbres cotidianas, etc. Eso reaviva la ilusión para continuar en la lucha cotidiana, para aumentar el nivel de compromiso y para que tengamos nuestras antenas atentas para aprovechar las oportunidades que se nos presenten.

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En mi caso, la política empezó actuando sobre mí, antes que yo sobre ella. Con cuatro añitos estaba esperando que saliera mi padre de la cárcel y cuando salió, pasó poco tiempo antes de que tuviéramos que marchar corriendo hacia Iparralde. Recuerdo que una vez allí, los mayores jugaban con nosotras, criaturas, como si no pasara nada. Pero algo raro había que cuando se nos acercaban los gendarmes, exageraban sus gestos, su politesse (esa manera tan frantxute de dirigirse con respeto a la persona desconocida, más si se detiene la «autoridad»), y cuando se habían alejado estallaban en MCDs respetables. Siendo las leyes y los burócratas que la aplican lo que son, nos prohibieron residir cerca de los Pirineos, por la proximidad con «el otro lado», como lo llamaban nuestros viejos. Así que terminamos en un pueblo perdido en medio del pinar landés, del que supe más tarde que los autóctonos; por aquel entonces de mediados de los ochenta éstos ya prácticamente extinguidos; eran tildados de «salvajes» y de «negros», por el hablar y las costumbres tan cerradas que tenían. En el barrio en el que vivíamos quedaban dos familias occitanas, personas mayores y solteras. El resto éramos de lo mas variopinto: una familia de madre judía «pied-noir»[[«Pied noir»: asi se llama en Francia a quien nació en Argelia y debió volver a Francia tras la guerra de descolonización y la consecuente independencia del pais magrebi.]], una familia de exiliados económicos zuberotarras (no les entendíamos ni jota en euskara y hablábamos con ellos en francés), otra extremeña en la que el padre era del pueblo del fusilado «Txiki» y la madre tenía dos hermanos nacidos en Francia que eran más racistas que Le Pen, y en verano, una pareja parisina de intelectuales «post-68» sin hij@s que venían a su residencia secundaria y nos ayudaban a mi hermana y a mí a mejorar nuestro vocabulario y gramática franceses… Que yo recuerde, en el colegio al que fui no tuve amigas francesas. Eran todas argelinas, senegalesas, portuguesas o laosianas. ¡Con once años el primo de mi amiga laosiana me pidió en matrimonio!

Si se enteran las «autoridades» lo mandan para Vientiane inaugurando el primer vuelo charter para inmigrantes no «integrados». En esta «diversidad cultural» imperaba la necesidad económica. Y la gente se ayudaba mutuamente a terminar el tejado o el baño de una casa, invitaba a la amiga de su hija el día de la comunión y ésta resultaba ser la única no portuguesa en la comida (una mesa larga hecha de varias mesas, cubierta de varios manteles, vajilla desaparejada, vasos de mil formas distintas, pero eso sí: vino a raudales y «menthe à l’eau» para las crías, conversaciones ininterrumpidas y buen humor), se pasaba las ropas de segunda mano aún válidas o se prestaba el chaquetón elegante para las ocasiones, etc. Cuando las cosas se ponían más feas, el amigo senegalés conseguía el nombre de un abogado para defenderte en el juicio frente al dueño de las tierras arrendadas con las que tratabas de buscarte la vida, pues reclamaba decenas de miles de francos de atrasos y otros supuestos impagos… Pero también había una dimensión política. Aquel vecino que venía con la pala mecánica; por eso lo llamábamos «Poclain»[[«Poclain» era una marca de maquinaria (palas mecánicas, etc.), anterior a las marcas niponas.]]; para abrir la zanja y permitir traer las tuberías del agua a nuestra casa. No soportaba a los «bougnouls»[[«Bougnoul» es un termino peyorativo y racista para denominar a los arabes en Francia. Asi les suelen llamar quienes «hicieron la guerra de Argelia».]], como él decía. El sabía lo falsos, hipócritas y despiadados que eran. No en vano había luchado dos años en los Aurès y en Constantina con el ejército francés. Y lo decía entre «Ricard» y «Ricard», con un acento que no era el de las Landas y un resquemor que daba miedo. El hijo de la judía «pied-noir», controlador de trenes, contaba cómo a la muerte de Maddi Heguy, militante de Iparretarrak, los gendarmes habían impedido que nadie saliera del tren que chocó contra el coche en el que iban Maddi esposada y el gendarme que la custodiaba, porque no querían que se supiera la verdad. El granadino Manuel, de la columna de Líster, que debía el seguir en vida a haber amenazado con su fusil a un miliciano que lo cargó malherido a espaldas en la retirada del frente del Ebro, decía que él no volvía a España, que había luchado por una república y que mientras no fuera así, no aceptaba ni pensión del P.S.O.E, ni nada. Y María, su mujer, hija de navarros exiliados durante la dictadura de Primo de Rivera se acordaba pelando las patatas, de cómo durante la ocupación alemana consiguió ella hacer semilla con las peladuras de patatas que pudo recuperar de los deshechos del campamento militar nazi… También recuerdo a Georges, senegalés de Kasamanza, cuando contaba con una rabia fría y me lo imaginaba en la situación que describía: estaba en Córcega, adonde le habían llevado a trabajar con papeles en alguna tarea que no querían hacer los de allí, y un corso le comparaba con un gorila, humillándole ante los demás. Su reacción entonces fue la ignorancia completa. Pero nos decía: «y yo pensando para mis adentros que no necesitaba más que levantarlo así (hacía el gesto con las dos manos alzadas) y ¡zas!» (rompía al hombre como un leño seco sobre sus rodillas). Y entonces se frotaba el pelo pegado al cráneo con la palma rosa de su mano abierta y añadía: «tengo tres hijos. Jamás permitiré que nadie les diga ni les haga algo así».

Progresivamente, pues careciamos de la necesaria autorización para ello, nos fuimos acercando a Iparralde. La primera sensación fue la de la pérdida de un mundo solidario. En las Landas estábamos entre iguales: todos pobres, todos «periféricos».

En Lapurdi, quien no llevaba ropa de marca desde los calcetines hasta la cinta para el pelo, pasando por la mochila, los cuadernos y los clasificadores para el colegio era señalado y burlado. Añadido a esto, el tener que acallar cierta «tendencia política» que nos hacía llegar a la “tierra prometida” sobre la punta de los pies… Empezamos a estudiar euskara, pues era una de las razones por las que dejamos las Landas.

Dos horas, optativas, por semana. En todo el colegio seríamos menos de una docena de alumn@s. Porque a principios de los ’90 el euskara era cosa de «terroristas». Y eso que aparte el verbo IZAN, «Ikusten duzu goizean» canción en la que no comprendía la mitad y jugar al mus, no hacíamos gran cosa. Así que el día que osé llevar una chapa (de color rosa y verde semi-fluorescente) de la Korrika no sé cuanta, casi nace un terremoto. Much@s de l@s que entonces me miraban con recelo por ese insignificante trocillo de metal cubierto de plástico con un número y la palabra «Korrika» llevan hoy a sus criaturillas a la ikastola; l@s hay que trabajan entorno o gracias al euskara, llevan la ikurriña en el corazón y votan «abertzale». Empecé a mirar con envidia a los hermanos Fuchs (fundadores de la compañía de Teatro le Petit Théâtre de Pain), que estudiaban en la ikastola y que pasaban por delante de nuestro colegio a mediodía, y de los que sólo se veía la cresta punki sobresaliendo de las matas de arbolillos que corrían a lo largo de todo el patio. Luego vino Baiona, el instituto, el «Petit» Baiona, el «Komité Lycéen», las manifas contra la guerra de Irak, la casa ocupada de la «Rue d’Espagne», las manifas que lanzamos ¡nosotr@s, desde el instituto! contra las reformas ministeriales y que recorrieron todo Baiona durante una semana, etc. Y por fín, Leioa y su universidad. Allí empecé a ver concretamente el peligro de vacío que podían esconder las etiquetas ideológicas, o así supuestas. Siguiendo mi aprendizaje del euskara, en un Hegoalde ideal; que sólo conocía por la referencia mística del exilio; llego a un aula repleta de euskaldunes jatorras como l@s que jamás había visto. Camisetas cañeras, pendientes, característicos cortes de pelo, chapas… Pronto llegó la desilusión. Nadie (o casi) pensaba en política, nadie (o casi) con quien debatir ideas, y eso que lo que nos contaban los profes era como para sacudir intelectualmente a cualquiera. Pero lo que más me impactó es que ¡a nadie (o casi) le importaba un rábano el propio euskara!

Entonces llegaron la asamblea Akrazia (en la que hablábamos poquito euskara, pero por lo menos nos rebelábamos contra el orden existente) y los primeros roces con los sectores estudiantiles de la izquierda abertzale de la época. En Baiona, por expresar en el Gaztegin una opinión contraria al dogmatismo nacionalista de aquel entonces, casi termino en la picota. Ciert@s amig@s abertzales empezaron a negarme el saludo, etc. Ya lo escribió Brassens: «La gente no gusta que un@ tenga su propia fe». Tratamos de organizar un grupo libertario en Lapurdi, pero Patxa y su Patxoki autonomillo de los ’90 parecían haber engendrado únicamente mentes filo-abertzale, y sin ningún poso ni referencia cercana, (¡aunque con el ánimo de «Beltza», eso sí!) nos fuimos cansando y abandonando el proyecto. Caímos en los brazos de los «chicos» (¡apenas si habían tías!) de la CNT de Pau. Creamos entonces la CNT de Baiona. Empezaron otras contradicciones: ¿qué interés tiene, nos decían, traducir un panfleto de la CNT al euskara? Claro, nosotr@s sin un duro, si queríamos imprimir algo había que pasar por la decisión de la reunión tal, y del comité cual… del sindicato. Pasaron unos años, no tuvimos apenas incidencia política en Lapurdi, pero por lo menos hicimos amig@s a l@s que acompañamos aún hoy día tras las banderas rojinegras el primero de mayo cruzando el Pont Saint Esprit sobre el Aturri, en Baiona, y con l@s que nos tiramos de los pelos de vez en cuando por si hay que participar o no en alguna mani contra el TAV detrás de los ediles, que si son necesarias o no las alternativas a este sistema, etc.

Personalmente, me parece indisociable la manera de pensar de la manera de vivir. Aunque sólo sea a nivel teórico; ser consecuente con unas ideas libertarias pasa hoy día en Iparralde por la pura resistencia. No nos convencen, ni la economía, ni el estado (ni vasco) del bienestar, ni los pseudo-libertadores, ni los creadores de alternativas. No caeremos ni en sus créditos, ni en su reforma, ni en su rescate, ni en su apoyo institucional, ni en su indignación canalizada. Las armas de las que disponemos no son muy diferentes de las que ya manipulábamos hace unas décadas. Pero debemos revisar sus contradicciones y criticar las trampas en las que nos han hecho caer. Ya es hora de deshacernos de la ideología progresista, de la creencia en la tecnología, en la necesidad del trabajo… Recuperar lo necesario del pasado para organizar en la práctica nuestras vidas, al margen.

Iparraldean,
2013ko azaroaren 18an

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