Un aspecto de gran calado que se reproduce cada vez que hay un conflicto en el que se ven interrumpidas las condiciones de movilidad de personas o mercancías, o la prestación de servicios que se consideran básicos (ej. salud) apunta hacia el recorte del derecho de huelga, como un paso más en el recorte general de libertades públicas de las democracias en el capitalismo desarrollado. La regulación del derecho de huelga es un tema recurrente y reaparece con especial intensidad en los momentos de conflicto de gran repercusión social. El consenso en este punto es ejemplar entre lo que podríamos definir como el frente político e ideológico de la democracia de mercado.
Ministros, periodistas, abogados, empresarios, colegios profesionales, gestores políticos y demás figuras representativas de la denominada sociedad civil, coinciden sin fisuras a la hora de reconocer (faltaría más) el derecho de los trabajadores a la huelga, pero también en la necesidad de su regulación, sobre todo, cuando su ejercicio tiene repercusiones “desproporcionadas” sobre la sociedad. Es decir, se trata de limitar el derecho de huelga en función del derecho de los consumidores, lo que no es sino otra manera de decir, del ciclo de negocio empresarial o proceso de acumulación de capital que, como cualquiera sabe, se lleva a cabo en el mercado (consumo), no en vano el consumo es uno de los indicadores básicos de la actividad económica en los países capitalistas.
La regulación del derecho de huelga o simplemente su anulación práctica mediante la imposición de normas que la vacían de contenido cuando se trata de servicios públicos es el objetivo a corto plazo que está detrás de la polémica desatada cada vez que hay un conflicto como el de El Prat [[Este conflicto provocó el colapso del aeropuerto de El Prat a finales de julio de 2006. El desencadenante del mismo fue la pérdida del contrato de prestación de handling (servicios de tierra a los aviones y manipulación de equipajes) del aeropuerto de El Prat por parte de Iberia. Aena (entidad pública que gestiona los aeropuertos españoles) hacía pública la concesión de los nuevos contratos de handling a nuevas empresas, al tiempo que aumentaba el número de licencias y de empresas operadoras con el fin de fomentar la competencia y reducir los costes en un 30%. El hecho es que para Iberia -que prestaba el servicio de tierra a 200 compañías aéreas y que obtenía el 35% de su facturación en el aeropuerto barcelonés por ese servicio, con una plantilla de 2.000 trabajadores- supone la reducción de 900 empleos que, de acuerdo con el convenio colectivo, pasarán a engrosar la plantilla de las nuevas empresas que han obtenido la adjudicación del servicio.]]. Por otro lado, es obvio que, si alguna capacidad de presión quieren ejercer los trabajadores, el factor sorpresa, o sea, la huelga espontánea y sin previo aviso, es su única arma cuando los servicios mínimos fijados por la Administración en las huelgas legales suponen cubrir un gran porcentaje del servicio habitual.
Especialistas del derecho no tienen ningún reparo, por ejemplo, en calificar de derecho de huelga privilegiado el de ciertos colectivos que tienen capacidad de presión suficiente para doblegar la voluntad de la dirección empresarial. Estos paladines del derecho (de la libertad de consumo) tampoco se recatan a la hora de despotricar contra los intereses corporativos que colisionan con los derechos colectivos; eso sí, siempre que se trate de los derechos corporativos de asalariados, pues nada tienen que objetar de los derechos corporativos de las asociaciones empresariales y profesionales.
Llevar las cosas al terreno del derecho (de los derechos de los ciudadanos) es una manera de distraer la atención respecto a las razones reales del conflicto y de afirmar la ideología de la democracia de consumo. Pues al invocar el derecho «fundamental» a la movilidad, como hacen los bienpensantes ciudadanistas detractores del derecho de huelga, están defendiendo realmente el derecho a la movilidad materializada en mercancía (turismo), el derecho en fin de quien adquiere un producto en el mercado, de quien contribuye al mantenimiento del ciclo de negocio, etc. Esta reconducción de los términos del conflicto hacia la retórica del derecho supone, por lo demás, una buena ocasión para alimentar el consenso ciudadanista entre quienes, olvidada por unos días su condición de asalariados, adquieren el derecho de consumidores de movilidad y exotismo vacacional.
Los sindicatos, al reconocer que el conflicto se les había ido de las manos, demostraban su desconcierto y su limitada capacidad de control sobre los trabajadores, lo que se les reprochaba desde el frente mediático de la democracia de consumo. A fin de cuentas, a los sindicatos se les subvenciona para que mantengan el control de los trabajadores en los centros de trabajo y, en el caso que nos ocupa, el buen funcionamiento de los servicios públicos.
La criminalización de las actitudes reivindicativas de los trabajadores y sindicatos minoritarios es otra de las constantes que se repiten en este tipo de conflictos y que está directamente relacionada con la estrategia de recorte de derechos laborales que se propugna desde la administración y la patronal.
En el marco del consenso que caracteriza la sociedad democrática de mercado, la deslegitimación de la reivindicación y la disidencia son factores clave. Así, paralelamente a la desregulación del mercado laboral y a la cesión de derechos laborales por parte de los trabajadores a lo largo de casi tres décadas, lo que lleva a una reducción del margen de negociación laboral, se ha ido creando una opinión de animadversión y deslegitimación de cualquier expresión de conflictividad laboral que supere los cauces rutinarios del simulacro reivindicativo sindical.
Como quiera que sea, el hecho es que conflictos como el de El Prat volvieron a poner de actualidad las contradicciones inherentes a un modelo de relación social capitalista cuya fragilidad aparece en momentos puntuales con toda su intensidad. La incongruencia de quienes claman a favor de la desregulación y la libertad económica al mismo tiempo que exigen la regulación de la fuerza de trabajo es palmaria.
Sin embargo, no está de más recordar que la oleada de desregulación que afecta a las sociedades del capitalismo desarrollado comporta igualmente la desregulación de la acción de los trabajadores que se traduce en huelgas espontáneas que no respetan las reglas del juego sindical. La propia naturaleza de la relación asalariada conlleva un potencial de conflictividad que en un determinado punto de tensión (la inminente pérdida de 900 puestos de trabajo en El Prat) no se dilucida sobre la base de abstracciones (derecho, democracia, responsabilidad social, etc.), sino en términos de correlación de fuerzas. Y llegados a ese punto, cada cual utiliza los medios y tácticas que le parecen más eficientes. Se puede decir que la radicalización de los trabajadores de El Prat fue su forma de entender prácticamente la desregulación de las relaciones laborales, aunque en este acaso a su favor, en virtud de la correlación de fuerzas que obtienen de su posición en la prestación del servicio y de la oportunidad de su acción al inicio de las vacaciones.
Por otra parte, los huelguistas en ningún momento cuestionaron el principio de la democracia de consumo, sino que luchaban para mantenerse en ella ante la amenaza de perder sus puestos de trabajo y no poder seguir pagando las hipotecas («tenemos que pagar hipotecas y vamos a morir matando», decía uno de ellos). En este sentido, ya que su acción estuvo permanentemente inscrita dentro de la lógica del sistema de coerción y chantaje que define el sistema asalariado, hay que entender el conflicto como expresión de una contradicción inherente al propio sistema que funda esa relación social; contradicción que cuando aflora a la realidad cotidiana genera inestabilidad. En cierto modo, todo transcurrió dentro de los parámetros del sistema dominante, tanto las maniobras empresariales, como la acción de los trabajadores no pretendieron sino obtener la maximización de beneficios en el mercado desregulado.
Corsino Vela
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