Esta sociedad nuestra, que sufrimos y que mantenemos a un tiempo, y donde la elocuencia esconde tantas contradicciones, la distancia entre el ser y el haber sido supone todo un mundo de por medio. No es que el nuestro quiera ser un discurrir embrollado sin más, pero hay temas que por lo espinoso se rodean de una parafernalia verbal sospechosamente oscurantista. Por eso dejamos aquí estas memeces que no por más eruditas dicen mucho, sino para soslayarse de la crítica del sentido común. Vaya por los esotéricos.
Esta sociedad nuestra, decíamos, dibuja la independencia en la toma de decisiones y las posibilidades para llevarlas a cabo en relación a las personas, en un proceso lento y heterogéneo que culmina, por imperativo legal y usualmente, en la edad biológica de los 18 años. A partir del día del 18 aniversario se tiene el derecho a vivir sin los padres, por ejemplo, -lo de encontrar piso es aventura aparte- a votar en elecciones variadas, a trabajar sin autorización -qué sarcasmo- , a formar parte de un grupo -«legal»- a pasar día y noche cómo y con quien se quiera -dentro de la legislación penal vigente, claro- y a hacer el amor sin tener que rendir cuentas a nadie, por acabar con algo.
Pensemos, sin embargo, que dejamos atrás 18 años esenciales de nuestra vida. No sólo por el volumen de días y meses, sino también por la intensidad y la complejidad de las experiencias transcurridas. Los años de infancia y de juventud son los años de aprendizaje y descubrimiento de la realidad, los años de interiorización de una forma de vida basada en lo cotidiano, en el cada día, donde se reserva un espacio y un tiempo para cada cosa. Se aprende no sólo qué es lo que hay en el mundo, también, y de forma primordial, que lo que hay es lo que debe haber, es decir, lo único posible de existir; y que las pautas de comportamiento y los valores que expresan no son unos concretos entre muchos y diferentes que podrían ser, sino los únicos válidos, los únicos reales. Hasta los 18 años, se supone, vivimos vacilando entre lo que parece ser y lo que imaginamos que podría ser; después de esa edad, ya oficialmente, lo real gana la batalla definitiva a lo imaginable. A las personas que no se resignan a esa pérdida se nos llama habitualmente utópicas. Encantadas de los nervios, por eso.
A veces, o con demasiada frecuencia quizá, se ha dicho que la rebeldía es inherente a la juventud. Sin caer en demagogias, sí que es cierto que resulta más fácil dudar de las «verdades» y de las normas sociales imperantes para quien aún se encuentra en el proceso de aceptarlas, y no en cambio para quien ya lo ha finalizado sin demasiados problemas y ha conseguido una colocación personal desde donde hacerlas efectivas satisfactoriamente. Eso no quiere decir que la adulta sea una personalidad inamovible. Las personas somos capaces de cambiar actitudes y opciones a lo largo de toda nuestra vida, incluso radicalmente. Pasa que entre la juventud y la vejez se vive bajo la carga impuesta de les máximas responsabilidades, y por tanto de las máximas presiones de aceptación.
LA MINORÍA DE EDAD COMO CONCEPTO REPRESOR
Cuando se habla de menores de edad, pues, se habla de personas que no han cumplido todo el viaje hacia el conformismo y la aceptación del orden social establecido. Este discurso social imperante, sin embargo, es un discurso proteccionista, de salvaguarda: ser menor de edad implica estar indefenso, desvalido, debilitado. Se impone una defensa férrea especialmente dirigida a su «ternura», su «inocencia» y su «ignorancia» supuestas -cualidades a las que, por lo visto, las personas adultas no tenemos derecho- Mediante el discurso de protección a la minoría de edad, la sociedad enmascara un escudo de rechazo a las influencias que pudieran hacer entrar en contradicción, de una parte, el sistema de valores y de pautas de comportamiento, y por la otra, las visiones diferenciadas y las actitudes vitales opuestas que rompen aquel modelo dominante y que atentan contra lo que hemos llamado el orden social establecido.
Al margen de su eficacia para influir, las formas de vida diferentes a las reconocidas como «normales» son peligrosas de por sí, por el solo hecho de existir. Serán ocultadas a las personas pequeñas, por su propio bien, y en el supuesto que lleguen a saber de su existencia, la explicación adecuada vendrá cargada de juicios de valor negativos, de adjetivaciones peyorativas y de advertencias amenazadoras contra la tentación de probar, de conocer. Valoración negativa, norma coactiva y castigo para la transgresión son los tres momentos de una misma secuencia.
Es en este sentido que hablamos de la minoría de edad como un concepto represor. La personas pequeñas no son menores, se las minoriza, son personas minorizadas, menoscabadas en sus posibilidades, tanto por la moral social como por la legislación vigente. Se nos entierra todo lo subversivo.
EL PAPEL DE LA SEXUALIDAD
Poco a poco, niñas y niños han aprendido las cosas que pueden hacer juntos, las que pueden hacer separados según género, y las que en ningún caso podrán hacer. La sociedad proporciona no sólo la pauta de comportamiento, también el criterio que la legitima -es decir, el discurso social por el cual las cosas son como han de ser- y la norma que sanciona la transgresión.
Hoy en día, las sexualidades y sus formas de expresión son globalmente prohibidas hasta la pubertad, que es el momento en el que el cuerpo manifiesta la capacidad reproductora. Una vez perdida esta capacidad, en la vejez, la sexualidad es extremadamente ridiculizada, reída, negada por incompleta, descrita como despropósito. En estos casos, tanto en el antes como en el después de la etapa reproductora, las pautas son claras. Hay gestos, movimientos y conductas descualificadas y reprimidas: tocarse la vagina o el pene, darse besos con lengua incluida, jugar con los cuerpos, tener curiosidad por el dormitorio paterno a ciertas horas, mirar gente desnuda o que esté haciendo el amor en vivo, en fotos, en películas, etc. La argumentación normativa es bien conocida: no lo puedes hacer porque es cosa de mayores. El castigo por la transgresión habrá de ser «ejemplar», en el sentido de que su experimentación presione e impresione a la persona pequeña en su subconsciente: mezclará el miedo con el sentimiento de culpabilidad.
LA PEDOFILIA, UN TABÚ CUADRIPLICADO
Hemos hablado de la minoría de edad como el concepto jurídico y social por el que una persona es considerada incapaz, incompleta, indefinida, inferior. Nos gustaría remarcar que, según nuestra opinión, las personas pequeñas no son menores, sino que están socialmente minorizadas: la minoría no es inherente a determinadas edades, es la descalificación que de ellas se ha querido hacer. Podríamos conceder, en cualquier caso, un punto relativo de certeza: sin regulación del cotidiano, del cada día -desde el levantarse y vestirse al irse a dormir según un horario más o menos rutinario-, es decir, sin valores que guíen el comportamiento, la persona pequeña no se desarrolla, no convierte en acciones reales sus potencialidades; sin relación con los y las otros/as, no se puede construir la humanidad personal, porque ese es su contenido por excelencia. La centralidad del debate, creemos, es otra, por lo menos aquí: no tanto cuáles son los límites a la autonomía de decisiones de la persona pequeña -podemos quedar para otro día…- o cómo se la puede considerar menos minorizada, sino más bien qué valores éticos y sociales son los que nuestra sociedad debe enseñar, y cómo. Nada fácil.
Desde una perspectiva básicamente productivista, nuestra sociedad ha cubierto con un velo de opacidad todo lo que el placer personal o de grupo, solitario o compartido, puede dar de sí. Las sexualidades, más allá de la “sexualidad” dominante y normativa, se nos presentan de entrada cargadas de incomprensiones, miedos y valoraciones negativas.
Sin embargo, la sexualidad en relación a las personas pequeñas es simplemente negada; es la forma específica de represión que padece: la negación. Por ello una relación adulto/a-menor, no es que se mire mal, es que horroriza, entra en el terreno de lo monstruoso, de lo traumatizante de lo incomprensible. Además, en tanto que inexistente la sexualidad en las personas pequeñas y minorizadas, toda relación con adulto/a sospechosa de placer se define como violenta y forzada, en contra del consentimiento y de la inclinación «natural» e «inocente» del o de la menor. Es el miedo a un placer vivido sin represiones ni culpablidades, y que como tal podría quedar grabado en el inconsciente de la personalidad.
Una relación adulto/a-menor que incluya placer no condiciona, determina o traumatiza a nadie más que la obligatoriedad de ir vestido, de respetar el horario de las comidas y de las otras actividades cotidianas regladas, o bien de interiorizar un sentimiento de posesión de los objetos. De hecho, la única diferencia respecto las otras formas de relación menor-adulto/a es en este caso la presencia de placer que especificamos como placer sexual -y vete a saber tú en que se basa esa supuesta especificidad-.
Decimos más: situada en el ámbito del juego, la relación sexual entre adulto/a menor puede aportar más autonomía personal, más exploración, y más pacto tácito que muchas otras necesariamente coercitivas; puede ser menos coactiva, por ejemplo, que la terrible imposición de comerse la sopa del mediodía. De manera parecida, un/a menor puede coaccionar o controlar la voluntad de un/a adulto/a con igual o mayor efecto. En no pocos casos una persona adulta pierde los papeles a causa de la seducción de una persona pequeña. En algunas de las charlas sobre el tema se ha llegado a hablar de chantajes y sobornos, incluso.
Hay una variante aún más blasfema: cuando una relación menor-adulto/a con contenidos y sensaciones de placer sexuales es vivida por personas del mismo sexo. Las relaciones pedófilas heterosexuales, sobre todo dentro del ámbito familiar, han gozado desde siempre de un velo ocultador. De hecho, entre nosotros mismos, el término pedofilia es usado en su acepción restringida a las relaciones homosexuales. Esta diferencia de trato nos debería hacer reflexionar
Con todo, es precisamente la denuncia de la situación intrafamiliar, tipificada en la imagen del padre que fuerza a su hija, lo que frena una discusión desapasionada del tema.
Sin embargo, la pedofilia, entendida como relación sexual entre menor y adulto/a, no tiene una valoración homogénea en sus diferentes casos. Los juegos eróticos entre la madre y sus hijos/as de menos edad ni siquiera se consideran tales, e incluso la relación madre-hija no levanta tanta polvareda como cualquiera de las formas de relación entre varones de diferente edad. Es esta valoración desigual -que por desgracia obedece a realidades también desiguales- la trampa en que se encierran los movimientos de liberación en torno al tema de la pedofilia.
Extraña que un término como el de pedofilia etimológica, «amor a los niños»- sea condenable de por sí. No nos engañemos: lo condenado es la idea de pedofilia que tenemos en la cabeza. Tabú de tabúes que reúne cuatro condiciones: la primera, una relación de placeres sexuales no productivistas; la segunda, que se da entre menor y adulto; la tercera, que ambos son del mismo sexo; la cuarta, por si no teníamos bastante, que ese sexo común es el de varón.
La reacción de la comunidad será implacable. Los «patria potestas», que hasta esos 18 años pueden secuestrar legalmente a sus hijos/as, decidirán el fin de la relación, y buscarán el mejor método para borrar las “perversas influencias” que puedan permanecer.
Pero esta sociedad nuestra -volvemos al inicio- se distingue por sus aparentes contradicciones. Mientras que la responsabilidad personal plena no se obtiene hasta los 18, la penal se sitúa actualmente en los 16, con la anunciada voluntad política de rebajarla a los 13. Estos casos muestran el mismo fundamento: el control sobre el cuerpo y la persona. No puedes jugar al placer como quieras: pero además la transgresión de esas normas tan valiosas para la sociedad tiene como castigo penas privativas de libertad -la cárcel-, o lo que es lo mismo, otra vez el secuestro legal del cuerpo personal y de la libertad de movimientos. Es como una rueda que completa la represión al placer.
Las sociedades contemporáneas van aumentando cada vez más el control, más sutil o descarado, sobre las personas y los grupos. La llamada minoría de edad y las sexualidades son dos de los ámbitos más propicios para esta imposición de normas represoras. Los límites de las libertades personales y sociales se estrechan sí, una vez alcanzado un espacio de tolerancia, somos nosotros/as los primeros y las primeras a condenar comportamientos que de hecho comportan una carga extrema de ruptura moral y social.
LA EDAD DEL CONSENTIMIENTO
18 años es la edad del consentimiento establecida legalmente, pero hay diferentes edades de consentimiento. Por ejemplo, realiza abuso sexual «El que, sin violencia o intimidación, y sin que medie consetimiento, realizare actos que atente contra la libertad sexual de otra persona» y en todo caso se consideran abusos sexuales «los cometidos con menores de 12 años o sobre personas que se hayen sin sentido o abusando de su trastorno mental». Es decir, que el Estado español, a los menores de doce años los trata como enajenados mentales o subnormales y no les otorga ninguna capacidad de consentir, sobre todo sexualmente. Por tanto, en el caso de abuso sexual se establece a los doce años.
El estupro es la relación carnal entre mayor de 12 años y menor de 16. El acceso carnal con engaño, si es mayor de 12 años y menor de 16, también está penalizado.
Igualmente se penaliza el abuso en relaciones de parentesco o cuando la víctima «sea persona especialmente vulnerable por razón de edad, enfermedad o situación».
En el exhibicionismo y la provocacion sexual se penaliza con los menores de edad o incapaces.
Se prohibe difundir, vender o exhibir material pornográfico entre menores de dieciséis años o deficientes mentales.
En cuanto a la prostitución y corrupción de menores (que considero que es un término que no puede existir en un Código Penal, porque no es jurídico sino moral) dice: «El que induzca, promueva, favorezca o facilite la prostitución de una persona menor de edad o incapaz».
De la misma forma, incurre en delito «El que utilizare a un menor de edad o un incapaz con fines o en espectéculos exhibicionistas o pornográficos».
Como vemos, la edad de consentimiento todavía fluctúa entre los 12 y los 18 años, según para qué casos. Es decir, que tampoco es un concepto que haya quedado suficientemente claro.
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