¿A QUÉ JUEGAN L@S NIÑ@S DE HOY?

¿A qué juegan l@s niñ@s de hoy?, ¿cómo se divierten?, ¿en qué invierten, o les obligamos a invertir, sus horas de ocio, cada día más escasas?

Parece claro que la máquina -léase ordenador, televisor, videojuego, artefacto electrónico en definitiva, o similares- ha sustituido al juguete tradicional, extraído y construido por la inventiva, la imaginación y acaso la necesidad. El marco es también otro, muy distinto. La casa sustituye a la calle, a la plaza. La forma de jugar de los niños y las niñas de hoy es también otra, más individual, más privada, consecuentemente, menos colectiva, menos grupal, menos participativa.

Hablamos de Bilbao, aquí y ahora, como podríamos hablar, a buen seguro, de cualquier otra ciudad de Euskadi o del Estado.

La generación del 65 al 70, la del «boom de los sesenta», ya es mayor, ya no juega. Ahora, estudia, trabaja o se pierde en la miseria del paro y las listas estadísticas de población activa, inactiva o no-sabe-no-contesta.

Esta fue la última que disfrutó, en los barrios de las grandes urbes principalmente, de las delicias del juego compartido en la calle, de las múltiples posibilidades que la transmisión generacional del juego les ofrecía.
Sus padres provenían, la mayoría, del medio rural; les legaron un acerbo cultural importante en cuanto al juego se refiere.

Los pequeños de hoy han nacido con la televisión en casa, con lavadora automática, con teléfono incorporado a la saga familiar, con videojuego, plancha y «Minipimer», y bicicleta desde los primeros años. Los de los sesenta no. Ellos conocieron-conocimos la calle al salir de la escuela. Conocieron los cigarros escondidos, clandestinos, en el «quiosquillo de abajo», las broncas de las vecinas en la escalera -hoy la gente en las nuevas urbanizaciones, tan privadas, no se conoce-, aquello era cosa del pueblo, un fenómeno trasplantado del medio rural que se reprodujo durante una generación en los barrios más populares.
Aquellos niños y aquellas niñas eran, también, muchos más que hoy, y la calle estaba poblada hasta las nueve, las diez de la noche, cuando las madres respectivas se asomaban a las ventanas y voz en grito llamaban a los pequeños. Aquellos conocieron-conocimos las canicas, el inque, el txorromorro, la cadeneta, el aro, el truque, el bote, la píndola, el declaro la guerra, don dólar, los relevos, a coger o a dar en sus innumerables versiones, las guerras de terrones con hierba, de globos de agua cuando eran a pela, las goitiberas, las bicis compartidas, los escarceos amorosos a los trece en el patio de la escuela, las masturbaciones (en el caso de los chicos) colectivas a los catorce, los tímidos flirteos novelescos y apasionados enamoramientos (caso de las chicas), las cervezas amargas a los quince, la desinformación sexual, el porro clandestino a los dieciséis, el primer beso a los diecisiete, el instituto que ya era de BUP, las discotecas o los ambientes progres, la moda o la militancia en la asociación de vecinos a los dieciocho, el primer polvo a los diecinueve, y tantas otras cosas más mientras se hacían mayores y se convertían en lo que ahora somos.

Ellos y ellas, los y las de hoy, no. Nacieron con todo aquello que nosotros fuimos viendo instalar en la casa. Eran menos o son menos y en la calle no se notan. Salen del colegio y se van a casa, derechitos, porque tienen el ordenador, el último programa de marcianos o de comecocos, porque dan tres horas, o vaya usted a saber cuántas, de programación infantil, porque «mi mejor amigo viene a que le dé envidia con el órgano electrónico», porque van a clase de inglés, de karate, a la cate -todavía muchos, por desgracia-, porque la calle los vé pasar sin preguntarles.
La calle está vacía. Ya no hay gritos infantiles, ya no hay discusiones entre las madres «porque tu hijo le ha pegado al mío» y «porque si le deja la bicicleta, que le deje el tuyo el patín», y «porque el balón era de todos y ahora pagamos entre todos el cristal de la del tercero».

No. La calle es de los coches, de los aparcamientos, del asfalto de los mayores, de sus bares y de su prisa. Ya no hay sitio para ellos, hay que recluirlos en casa, en clases particulares que aumenten su estrés, en los jardines de infancia sin jardín.

Hay menos, sí, y además, los pocos que hay no se ven, y me atrevería a decir que apenas saben jugar. Necesitan monitores de juegos, necesitan que les digamos cómo se juega. ¿No les hemos enseñado? Quién sabe… Se hacen mayores antes, eso parece al menos. Tienen estrés antes, esa es la impresión. Saben más de algunas cosas que aquellos-nosotros a su edad. Salen antes por ahí, de marcha, de otra marcha que aquellos-nosotros. Se aburrirían si jugaran a lo que jugaron-jugamos. Les parecería una niñería, una simpleza, cosas de críos, más de críos de lo que ellos y ellas se consideran a los doce.

La sociedad ha cambiado. Es evidente. Vamos -¿estamos ya?- hacia una sociedad privada, privativista, individualista e insolidaria, uno de cuyos exponentes más claros es la forma de jugar, el ocio y la relación entre y de los niños y las niñas de hoy. Ellos y ellas son la sociedad del futuro.
Nosotros fuimos los últimos hijos e hijas de la emigración, los que recibimos aún algo del mundo rural, de las relaciones personales y grupales del campo, sus juegos, sus maneras. Algo de aquello permaneció en nosotros durante algunos años.
Ellos y ellas son ya de otra manera. Te explican cómo funciona el mando a distancia con cinco años, pero te preguntan, para tu pena y nostalgia, si lo que ven desde la ventanilla del Escort en la salida del fin de semana es cabra, vaca, burro o asteroide.

Están más preparados para la pelea de hoy, la que les empuja a ser más y a competir con todos. Pero han perdido mucho en este cambio. Realmente no lo han perdido; nunca lo tuvieron. Para cuando nacieron la sociedad ya había perdido ciertos valores y comportamientos. Ha cambiado la sociedad y con ella todo. Los niños y las niñas también.

Nosotros y nosotras podemos decir que jugamos cuando niños. Los críos y las crías de hoy, lo dudo. Pudiera parecer demasiado categórica mi opinión, excesivamente crítica, quizá muy melancólica o bucólica para con los tiempos pasados. No es un canto a la socorrida frase de «cualquier tiempo pasado fue mejor», ni mucho menos. No es prepotencia. Es que los niños y las niñas de hoy me dan pena, y no lo puedo evitar.

José Garcés

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